Tres vidas, una ciudad Estrenada en la Semana de la Crítica de la última Mostra de Venecia, Historias napolitanas ofrece la oportunidad de acercarse a la obra de un cineasta italiano desconocido en la Argentina. Para ser mas precisos, el de Antonio Capuano no es el único caso: es muy poco el cine que nos llega hoy de un país que tuvo directores de la talla de Roberto Rosellini, Federico Fellini, Michelangelo Antonioni, Pier Paolo Pasolini y Luchino Visconti. Nacido en 1940, Capuano es un veterano que alguna vez fue parte de la denominada "New Wave napolitana". Se dice que uno de los más excéntricos y originales de esa camada integrada por directores como Pappi Córcega, Stefano Incerti, Antonietta De Lillo y Mario Martone, todos ignotos por aquí. En esta película que tiene por epicentro a Bagnoli, el barrio napolitano entendido como jungla del título original, hay tres historias principales y cada una tiene un protagonista: la de un poeta cincuentón y golpeado por la vida que recita a cambio de unas monedas y aprovecha el descuido ajeno para cometer pequeños atracos; la de su padre, un viejo trabajador de una fábrica de acero cuya extinción simboliza el fin del sueño de la industrialización en el sur italiano, y la de un joven que se encarga del delivery de una tienda de delicatessen. El personaje del viejo ex obrero tiene un matiz especial: es un devoto indeclinable de Diego Maradona y, como tal, un especialista en su biografía. Es también el más grotesco e hiperbólico de un film al que, fiel a la idiosincrasia napolitana, le sobra temperamento. No es la mesura lo que caracteriza a Historias napolitanas, una película caótica y acelerada filmada a pura cámara en mano que tiene la virtud de no resignar el humor para contar el fracaso estrepitoso del sistema económico de un país cuyas desigualdades nunca dejan de asombrar. Y que también es hábil para sintetizarla en un puñado de historias de apariencia documental que se desarrollan en un barrio popular que sobrevive como puede a un colapso doloroso y salvajemente convertido en inevitable.
Un festival de asesinatos Todo es muy turbio en El Escondido, el pequeño pueblito asentado en medio de un bosque en el que se desarrolla la sórdida historia de esta nueva película del director de La memoria del muerto, un decidido amante del gore que vuelve a pergeñar un festival de sangrientos asesinatos, esta vez perpetrados por el perturbado personaje interpretado con solvencia por Luis Ziembrowski. El tramo final de la película, cuando se desata la frenética ola de venganza que extinguirá definitivamente el entramado de miserias y perversiones del lugar, es lo mejor de una historia cargada de dilemas morales que incluye prostitución, relaciones incestuosas y algún atisbo de brujería. Diment apuesta de nuevo al género, pero se apoya en la solidez de un elenco eficaz en el que también se luce la experimentada Marilú Marini. Gente impresionable, abstenerse.
Una danza entre la fortuna y la miseria Si hay un tema muy agitado por los medios y que resuena especialmente en muchos sectores de la sociedad argentina es el de la inseguridad. Hace años que es parte central de la agenda, aunque el enfoque sea casi siempre el mismo: la perspectiva punitiva, la respuesta urgente más que la solución de fondo, la convicción de que encerrar gente a troche y moche es la principal estrategia contra el delito. Pibe chorro ataca y desmiente categóricamente esas certezas y lo hace con buenos argumentos. Andrea Testa, codirectora de la elogiada La larga noche de Francisco Sanctis construye un film documental diverso y elocuente. Apela a los testimonios de especialistas que, además, le ponen el cuerpo al asunto (un abogado, una referente de una organización social que trabaja en zonas carenciadas del espeso conurbano bonaerense, docentes universitarios que difunden los derechos humanos en las cárceles), trabaja con resoluciones gráficas, incorpora a los protagonistas al relato de maneras novedosas y usa con sagacidad y nobleza un recurso siempre complicado, por diferentes razones (el "blureo" de los rostros de algunos entrevistados de diferente origen). En esos relatos, que revelan la importancia determinante del lugar del que enuncia, está muy bien sintetizado el humor social respecto de un tema espinoso, los abordajes que difieren de acuerdo con la pertenencia de clase. Son declaraciones cortas, sencillas y enormemente precisas que invitan a recordar un viejo y gastado refrán: "A buen entendedor, pocas palabras". Pero Pibe chorro no es un clásico documental de cabezas parlantes. También suma otros condimentos: la angustia poética de Vicente Zito Lema y una estocada puramente cinematográfica, contenida en un notable plano aéreo que nos recuerda una vez más, por si hiciera falta, qué cerca está la fortuna de la miseria, qué injusto es hablar de un solo tipo de inseguridad, cuántos y qué intensos son los estímulos que genera el sistema para incentivar el consumo (y, por ende, elevar el estatus social), incluso en aquellos que no tienen con qué satisfacer sus necesidades más básicas, y cuánta hipocresía nos tapa los ojos ante una realidad evidente, muchas veces ignorada por los cínicos de turno por "obvia" o "esquemática".
Un rico relato repleto de poesía Las buenas historias pueden brotar de los lugares menos pensados. Alessio Rigo de Righi, joven director nacido en Estados Unidos, criado en Italia y ahora afincado en la Argentina, y su socio italiano, Matteo Zoppis, encontraron una en un pequeño pueblito de las afueras de Roma casi de casualidad: filmando un mediometraje documental sobre la leyenda de una pantera negra que aterrorizaba a un puñado de campesinos entregados al poder de la sugestión, supieron de Mario de Marcella, un ermitaño cuya misteriosa conducta no hizo más que incentivar la imaginación de los habitantes de Pratolongo, cada uno con su propia teoría sobre el origen de este hombre peculiar apodado "Il Solengo" (así se denomina en Italia a un jabalí que elige separarse de su manada). En el nombre del personaje hay una clave categórica: Marcella no es otra que su madre, una mujer sobre la que los múltiples narradores de la historia (todos hombres; es inevitable pensar que la palabra de algunas mujeres hubiera sumado) van tejiendo especulaciones necesarias para explicar de algún modo un fenómeno que los asombra. Buena parte de esas conjeturas son tan maliciosas como las que fomentaron la caza de brujas, una prueba de que los prejuicios suelen cristalizarse con relativa facilidad. Pero Il Solengo es ante todo una película sobre la edificación de una mitología, sobre la riqueza de los relatos que la cimentan, más allá de su veracidad o sus sanas o pérfidas intenciones. Su dupla de directores logra armar con astucia y economía de recursos la narración coral que finalmente configura el perfil de Mario, replicando con gracia y soltura la dinámica de cualquier biografía: todos somos, básicamente, aquello que cuentan los demás. Y también se dan tiempo para transformar el entorno donde se mueve el enigmático Mario en un paisaje de ensueño, con un puñado de planos inspirados y apoyados con eficacia por una música muy adecuada. La austeridad de la puesta en escena funciona como marco ideal para esa maraña de crónicas que en algunos casos suenan verosímiles y en otros completamente apócrifas. Pero se permite despegar y levantar vuelo sobre el final, cuando la cámara se va internando poco a poco en el bosque cerrado de Pratolongo y carga de una poesía inquietante la soledad innegociable de ese hombre que parece venir de otro lugar y otro tiempo, como insinúa su pausada y atrapante letanía en el virtuoso cierre de la película.
En Lulú hay pequeñas rebeliones cargadas de osadía La libertad, en un mundo que no suele facilitar las cosas para ejercerla, es el gran tema de Lulú. La libertad y también el amor que sus dos jóvenes protagonistas se profesan a su manera, sin medir oportunidad ni consecuencias. Lucas (Nahuel Pérez Biscayart, con el temperamento y el look ideal para interpretar al clochard porteño atrevido y ciclotímico cuyas desventuras ocupan buena parte de la historia) trabaja como ayudante de un camionero (Daniel Melingo) que recolecta sebo de distintas carnicerías de la ciudad, maneja a una velocidad inapropiada para el vehículo que conduce y hasta toca el clarinete en pleno viaje. Su compañera, Ludmila, vive como okupa en una pequeña cueva vecina a una gran avenida en una de las zonas más caras de la ciudad, se suele mover en una silla de ruedas que en realidad no necesita y sufre en silencio la enfermedad terminal de su padre. Las búsquedas No hay grandes sucesos en Lulú, sino más bien una trama tan anárquica como sus personajes que va hilvanando una serie de pequeños eventos (el asalto a una farmacia para llevarse una bolsa con medicamentos, un rato de dispersión de Ludmila y su hermanito en un velódromo, un inusual escarceo amoroso de Lucas con una mamá joven y bien dispuesta) que revelan el interés de sus protagonistas por despegarse de la abulia y la violencia de una realidad que parece no estar hecha para cobijarlos. Sus pequeñas rebeliones, cargadas a veces de osadía pero generalmente de una tierna ingenuidad, lucen como gestos de impotencia frente a la enorme decepción que siempre implica tomar conciencia del fin de las ilusiones que trae aparejado el ingreso a la adultez. Las provocaciones a las que Lucas es aficionado son claros síntomas de su resistencia a integrarse a la perversa lógica que lo rodea. Igual que el inolvidableFerdinand de Pierrot le fou (la magnífica película que Jean-Luc Godard estrenó en 1965) encarnado por Belmondo, busca denodadamente "el alboroto", como él mismo explicita en un momento de esta película sin ataduras ni apego a las fórmulas. Sus actitudes no encajan en ninguna lógica, salvo la de sus deseos. Pero el mundo es un lugar hostil y el costo de no ajustarse a sus reglas suele conducir a la tragedia.
Historia de un perdedor El mundo parece estar en contra de Jim. Sufre la indolencia de sus padres, el desprecio -transformado en bullying permanente- de sus compañeros de clase y encuentra consuelo sólo en los videojuegos y las películas que ya ha visto, repetidas, decenas de veces en un cine infectado de ratas. Hasta que aparece en escena un personaje que lo impulsa a dar un vuelco en su vida: un nuevo vecino llegado de los Estados Unidos y con look de James Dean que inesperadamente se propone que ese chico de 17 años que se porta como un niño asustado se transforme en un hombre seductor y seguro de sí mismo. Y lo logra: muy pronto Jim conquista a la chica de sus sueños y se convierte en un personaje cool y resuelto. Pero ese ascenso meteórico terminará casi de inmediato en una estrepitosa caída libre propiciada justamente por el artífice del cambio, ese infiltrado que primero fue amable y de repente muta en inclemente enemigo, envenenando con mentiras a los padres del confundido Jim. En ese nuevo giro de la historia, todo el tramo final de la película, el británico Craig Roberts -el atribulado Oliver Tate en la simpática Submarine, aquí interpretando un papel bastante parecido- despliega sus mejores ideas como director, que no son pocas para un debutante tan joven (25 años): todo se vuelve más lúgubre y ensoñador, levanta vuelo en términos de inventiva visual y solidez de la puesta en escena. A partir de ahí, Just Jim abandona definitivamente los lugares comunes de la historia del loser que se reinventa y se torna más osada y más adulta, como su protagonista.
Francofonia es una profunda reflexión sobre el arte Trece años después de El arca rusa, aquella extraordinaria película que contaba la historia del museo Hermitage de San Petersburgo, se estrena en la Argentina Francofonia, nuevo film del prestigioso director ruso Alexander Sokurov que tuvo su première en el festival de Venecia y también fue exhibido en la última edición del Bafici. Igual que El arca rusa -filmada con steadycam en un solo largo plano secuencia y en formato de alta definición sin comprimir, otra novedad-, Francofonia apuesta a la pericia formal, pero de otro modo. Es una película con una estructura que propone varios niveles de desarrollo, en la que conviven la ficción y, de una manera oblicua, el documental. Cargada de digresiones y ocurrencias, es realmente muy ambiciosa en sus objetivos: Sokurov reflexiona sobre la cultura europea, el papel de los museos en la conservación del arte y la influencia determinante de la política en esos asuntos. Con su película sobre el Hermitage ya había plantado una semilla que dio otros frutos: en 2014, Frederick Wiseman rodó un film sobre la National Gallery de Londres y Johannes Holzhausen otra sobre el Kunsthistorisches de Viena. En Francofonia usa el pretexto de la historia de las dificultades del Louvre durante la ocupación alemana de la Segunda Guerra Mundial como plataforma para contar otra más abarcadora y que tiene dos facetas: la ficticia, protagonizada por un navegante cuyo buque cargado de obras de arte corre el riesgo de hundirse en el mar en medio de una tormenta -Sokurov parece sugerir que los museos terminan siendo eso: enormes barcos contenedores llenos de mercancías vulnerables-, y la que está inspirada en hechos reales, animada por dos particulares enemigos, el atildado funcionario francés a cargo de la dirección del museo y un militar nazi de perfil aristocrático que debe aliarse con él para proteger el patrimonio de ese imponente edificio ubicado en el corazón de París, una ciudad que al Führer le interesaba especialmente preservar. Sokurov va contando los pormenores de esa incómoda relación mientras suma y superpone otros relatos: sintéticas historias de algunas obras, consideraciones sobre el arte, pura simbología (Marianne, el personaje de Johanna Korthals Altes, que representa los valores de la República Francesa), imágenes de archivo y tomas aéreas de París que lucen filmadas por un dron. Lo hace con un tono que también alterna diferentes matices: hay espacio para las cavilaciones humanistas y también para la ironía refinada. ¿Qué sería de Rusia sin el Hermitage y de Francia sin el Louvre?, se pregunta el experimentado cineasta, siempre preocupado por resguardar la belleza frente a las atrocidades que nos rodean. Hay otros interrogantes y algunas conclusiones en este sólido film-ensayo que se revela con autoridad como una meditación profunda sobre el arte, la historia y la idea misma de humanidad. Brillante.
El amor y el mundo que nos toca Hay varias capas de sentido en esta película de Catherine Corsini, directora francesa que en estos días preside el jurado de la sección Cámara de oro del Festival de Cannes. La historia de amor entre dos mujeres de diferente origen social y personalidades también divergentes le sirve a la experimentada cineasta para abordar una cantidad de tópicos que vincula con inteligencia y precisión: el feminismo, las luchas sociales de los 70, las diferencias profundas entre la vida en el campo y en las grandes ciudades, los prejuicios morales e ideológicos... Delphine, hija de un matrimonio de campesinos, trabaja palmo a palmo con los varones de su entorno rural, sobre todo después del problema de salud que alejó a su padre de sus tareas habituales. Carole es una militante feminista, vive en el efervescente París de los 70, con los ecos del Mayo Francés todavía resonando. La casualidad propicia un encuentro entre ellas, y a partir de ahí se desarrolla una historia de amor tórrida y tormentosa que deberá sortear más de un ataque externo y pondrá a prueba el temple de cada una. Los personajes protagónicos, cuyos nombres homenajean a dos fallecidas feministas francesas, la cineasta Carole Roussopoulos y la actriz Delphine Seyrig (figura de Hace un año en Marienbad, de Alain Resnais), tienen sus propias batallas individuales: cómo vivir una sexualidad libre en un entorno hostil y con la oposición férrea de una madre extremadamente conservadora, en el caso de Delphine; cómo adaptarse a los poco amables contactos con ese mundo que, para una parisina politizada, parece de otra época, en el de Carole. Cuando la historia se desarrolla en ese ambiente cargado de las tensiones propias de la vida privada y se decide resueltamente por el melodrama (la "parte rural", digamos), la película funciona mejor que en sus secuencias citadinas, demasiado subordinadas a los clichés de la mujer combativa. Corsini maneja con mucho más solvencia la intimidad que la descripción del zeitgeist de la época, excesivamente simplificado, carente de matices. Pero encuentra un sostén importantísimo en la solidez de tres actrices muy ajustadas. Noémie Lvovsky compone con mucha autoridad a esa mujer desalmada y reaccionaria que Delphine descubrirá en su madre a partir de su relación con Carole, interpretada con gracia, ligereza, emotividad y erotismo por Cecile de France. Pero es Izïa Higelin, también conocida por su trabajo como cantante, quien más se luce, jugando con mucha pericia el rol de esa chica que debe sufrir la presión de los apolillados mandatos familiares. Por carisma e intensidad, el trabajo de Higelin recuerda al de Adèle Exarchopoulos en La vida de Adele, otra historia de amor entre mujeres plagada de dolor e incertidumbres.
En El hilo rojo se vive un amor demasiado atado a las convenciones En El hilo rojo hay dos protagonistas excluyentes: el enólogo, que encarna Benjamín Vicuña, y la azafata, interpretada por la China Suárez. Se conocen en un aeropuerto en la escena inicial de la película, se besan por primera vez en pleno vuelo y de ahí en más se encontrarán y desencontrarán a lo largo de casi una década, transformándose en prueba viva de la veracidad de la conocida mitología oriental que habla de ese hilo entre dos personas que se puede enredar pero nunca cortarse. La película arranca como una comedia romántica ligera y va virando de a poco hacia el melodrama. En los dos terrenos elige la mesura: no hay un humor demasiado subrayado ni sucesos excesivamente dramáticos en el film de Goggi, la misma directora de la exitosa Abzurdah, también con la China Suárez, acompañada esa vez por Esteban Lamothe. Esa inclinación por evitar los excesos favorece por momentos al film y lo vuelve demasiado apagado en otros. El hilo rojo es una película más conservadora que Abzurdah, luce demasiado atada a esquemas conocidos, sobre todo en sus tramos más "serios". Pero aún ajustándose mayormente a los mandatos del género, podría haberse permitido algún desliz, alguna grieta que le permitiera respirar, volar un poco más libre. Combinar el beso bajo la lluvia que prescribe el manual con algún otro condimento un poco más inesperado, aprovechar mejor la posibilidad de una pareja protagónica que luce suelta y con química para generar alguna situación algo más anómala. El runrún mediático alrededor del romance entre Vicuña y la China seguramente será un motor poderoso que impulsará el rendimiento comercial (apuntalado además por un decidido product placement) de esta película que también cuenta con correctos trabajos del español Hugo Silva y Guillermina Valdés en los secundarios. Había margen para asumir algún riesgo. Pero, más allá de alguna escena erótica osada para sus estándares, primó la lógica de este tipo de cine, muy reacio a alejarse de las convenciones, aún con la protección de un aparato de marketing que por lo general no falla.
Hijos nuestros muestra al hincha de fútbol bajo una nueva luz Hasta la aparición de Silvia (Ana Katz), la vida de Hugo (Carlos Portaluppi) parece no tener rumbo. Trabaja a destajo en un taxi, come a las apuradas con un grupo de colegas en algún rato libre, piropea a una desconocida sin demasiada elegancia, visita a una madre con la que tiene una relación fría. Es un hombre agotado, solitario y agobiado por la rutina que encuentra una vía de escape en el fútbol. Una especie de versión porteña de Travis -el desquiciado protagonista de Taxi Driver interpretado por Robert De Niro-, presa de alucinaciones y al borde de la crisis y el estallido. La mentada "pasión" de Hugo por San Lorenzo tiene más de un componente irracional: vive pendiente de los resultados de su equipo, sigue fielmente los programas partidarios y hasta cancela una cita porque se superpone con un partido de la Copa Libertadores. El pequeño detalle es que esa cita es justamente con la mujer que entra en juego de manera imprevista en su monótona agenda y parece, al menos en principio, destinada a provocar el golpe de timón que lo podría alejar de esa abulia cotidiana. Hijos nuestros trabaja con materiales de alto riesgo: el fanatismo futbolero, la dinámica barrial, la historia de amor entre dos personajes que buscan una segunda oportunidad. Son tópicos recorridos por lo general con pocas sutilezas, casi condenados al lugar común. Lo excepcional de la película es precisamente la habilidad de los directores para esquivar esos peligros: Hijos nuestros goza de una gran eficacia narrativa, está bien filmada y cuenta con actuaciones notables, empezando por Portaluppi, brillante, y Katz, siempre solvente, pero también con secundarios muy ajustados. Tiene sensibilidad, corazón y un mordaz sentido del humor que explota en la sensacional escena de la iglesia -con Daniel Hendler como sacerdote-, un arrebato psicodélico insospechado, desopilante e incluso emotivo. Dice mucho más de los absurdos del hincha que cien discursos vacíos, falsos y moralizantes del periodismo deportivo, pero también sabe capturar lo mejor del mundo del fútbol en cada detalle (la secuencia del partido de prueba para ingresar a las inferiores de San Lorenzo del hijo del personaje de Katz -muy buen trabajo del chico Valentín Greco- es un ejemplo formidable). Se nota con claridad que los directores no tocan de oído. No hace falta ser hincha del Ciclón para disfrutar esta película. Su imaginación, su generosidad y su espíritu ecuménico exceden por completo el apego a los colores.