Arte y experimento Los viernes, a las 22, en el MalbaHay muchos atractivos en esta película de apenas una hora que tiene a la historia de los video jockeys argentinos como eje, pero también aborda asuntos como la experimentación en el campo del arte, el veloz desarrollo de la videorrealidad y hasta la neurología. La sugestiva voz del escritor y ensayista Rafael Cippolini, en este caso álter ego del director, suena ideal para este particular documental que se anima a incorporar ficción mientras trafica información muy interesante de un mundo muy poco conocido con suma inteligencia y, sobre todo, apelando a un humor refinado y eficaz. De yapa, la película recupera "Amor industrial", temazo de Aviador Dro, banda pionera de la electrónica española. Un film tan exótico como cautivante que llamó la atención con justicia en la última edición del Bafici
Esquemática y aburrida El 27 de febrero se celebró, como es habitual desde hace unos años, el Día del Oso polar, destinado a crear conciencia sobre el peligro de extinción de este animal que vive en territorios gélidos como los del Ártico. En esa línea, esta película intenta esbozar un mensaje ecologista, pero lo hace con tan poca convicción que queda completamente diluido en una trama esquemática y aburrida. Algunos de los gags son decididamente de mal gusto y el trabajo de animación, muy básico, recuerda a los de algunos videojuegos de los años 90. En Rotten Tomatoes, que agrupa opiniones de críticos y usuarios de los Estados Unidos, la calificación del film es muy pobre. No es para menos: un pecado grave, pero cada vez más frecuente, del cine infantil es subestimar a su público.
La violencia y el nacimiento de una nación La historia de la producción de El movimiento es larga y tiene ribetes interesantes. Segundo largometraje de Benjamín Naishtat, es un desprendimiento de un proyecto en el que el director viene trabajando hace años, titulado Rojo y centrado en el violento accionar de las células parapoliciales durante el período que va de 1974 a 1976, el auge de la nefasta Triple A. El film, de apenas poco más de una hora, se financió con un premio que ganó la ópera prima de Naishtat en el Festival de Jeonju (Corea del Sur); fue galardonado también en San Francisco y Mar del Plata, donde se quedó con el Astor destinado a la mejor película de la competencia argentina, y programado por el Festival de Berlín. Con el dinero coreano en la mano -el equivalente a 90 mil dólares, luego de la devaluación del won, la moneda de ese país asiático-, Naishtat se dio cuenta de que la suma no alcanzaba para un rodaje mínimamente lógico y terminó asociándose con Diego Dubcovsky (Varsovia Films), un productor con larga trayectoria que estuvo detrás de películas taquilleras como Truman y Dos hermanos. Lo curioso de todo el asunto, aunque obviamente no es la primera ni será la última vez que pasa, es que las limitaciones de una producción modesta, filmada en apenas diez jornadas, parecen haber operado a favor de Naishtat. El movimiento es una película singular y contundente que se desarrolla en pocos escenarios, abiertos y cerrados. Está ambientada en el siglo XIX, la época en la que la Argentina vivía las convulsiones propias de la conformación de una nación, y tiene como protagonista al personaje de Cedrón, un caudillo sin tropa de temperamento firme y ademanes mesiánicos que viaja por el país tratando de sumar adeptos a su causa. Si la figura de ese hombre determinante, pero agobiado, que Cedrón encarna con una capacidad notable para cargarlo de dramatismo sin caer en la tentación del subrayado puede remitir a Rosas, el "Movimiento" para el que cree necesario convencer a paisanos de toda calaña podría ser el embrión de los partidos de masas del siglo XX. Con recursos escasos administrados de una manera muy inteligente, Naishtat arma un relato abierto en su estructura narrativa, potente en contenido y novedoso desde el punto de vista formal. Se beneficia del gran trabajo de dos de los socios que ya tuvo en su ópera prima, Historia del miedo (2014): Pedro Irusta, responsable de la ominosa banda sonora, y Soledad Rodríguez, cuya fotografía en blanco y negro es impecable y también construye discurso, más allá de los parlamentos de los personajes. Sobre el final, un pequeño pero importante detalle de la puesta en escena revela que el campo de acción de la película excede la época en la que se desarrolla la trama central -los tiempos de la organización nacional-, abonando la tesis razonable de la persistencia en el presente de los ecos de aquella violencia.
Enigmas en el camino a Brasil Como bien dice Andrew Sala, el director de Pantanal, "una película rodada con un equipo técnico extremadamente pequeño, en locaciones reales, sin actores (excepto por el protagonista) y con un guión que se reescribía en el camino iba a resultar bastante particular". Y Pantanal es, sin dudas, un film singular, que avanza a tientas, como el personaje encarnado por Leonardo Murúa, lanzado a la ruta con un bolso lleno de dinero y un objetivo que el director se niega a revelar precozmente. A medida que ese hombre enigmático, que se comunica con el mundo casi exclusivamente para reunir la información que lo lleve a buen puerto, va dejando huellas de su paso por Gualeguay, Iguazú y, finalmente, el sur de Brasil, aparecen testimonios en tono documental de los fugaces testigos de su misterioso derrotero. El viaje servirá también para descubrir que Sala puede filmar paisajes exuberantes resaltando su belleza sin apelar a los códigos de la estética publicitaria y que también supo calibrar los tiempos de su historia con un ajustado trabajo en la sala de montaje. El cruce entre ficción y documental es desde hace unos años un plan repetido en el cine que circula por los festivales. No es en esa estrategia narrativa donde este director nacido en los Estados Unidos pero criado en la Argentina (donde terminó la carrera de Economía en la UBA y estudió en la Universidad del Cine, en la cual hoy trabaja como docente) se hace necesariamente más fuerte, sino en la sutileza con la que logra transmitir una angustia que va aflorando con cuentagotas, gracias a una dosificación inteligente de la información relacionada con la trama y un trabajo de puesta en escena austero y eficaz. Pantanal puede no dejar cerrados todos los interrogantes que plantea o sugiere, pero sí abre una buena expectativa sobre los próximos pasos de este debutante que eligió como carta de presentación un largometraje que exige al espectador sin abrumarlo y desarrolla su línea dramática con decisión pero sin obviedades ni renuncias.
Pino Solanas y el peronismo Figura clave del cine político argentino -lo testimonian tanto sus trabajos documentales como Los hijos de Fierro, esa película singular y emblemática estrenada en el 84 en la que cruzó el peronismo con el clásico poema narrativo de José Hernández-, Pino Solanas rememora una serie de encuentros con Juan Domingo Perón con la intención de explorar las resonancias actuales de la doctrina justicialista. Recupera grabaciones inéditas, suma documentos históricos y lleva el hilo de la narración con un tono didáctico que revela su nostalgia por un proyecto de país que fracasó y la convicción para pensarlo como referencia para un presente que diagnostica decadente. Queda claro que el peronismo necesita un reciclaje profundo para volver a representar los intereses de las clases populares. Con esta película, Solanas refuerza su postura en esa discusión que hoy se vive con particular intensidad en el seno de un partido que ha tenido a lo largo de su historia muchísimas caras.
Imaginación y nostalgia de los 80 Después de quince años, Pablo, Andrés, Juan y Carolina se reencuentran. Ya no en la casona abandonada que usaban como refugio para sus aventuras juveniles, sino en el Ecuador de los años 90, el del preludio a la gran crisis que narra Saudade, otro film de ese país que también se estrenó esta semana. La película, que incluye en el elenco al joven actor argentino Michel Noher, gira en torno a las modificaciones que produce el paso del tiempo en el temperamento y los intereses de sus protagonistas. Aquellos jovencitos que compartían los avatares del despertar sexual y la típica abulia que precede al ingreso al mundo del trabajo, transformados en adultos que entrarán en colisión por un viejo suceso que el film mantiene oculto oportunamente. Filmada con imaginación y un vigoroso ritmo narrativo, la película, cargada de nostalgia, tiene una muy buena banda sonora cuya joyita es el temazo de cierre: "Ni tú ni nadie", de Alaska y Dinarama, un viaje sin escalas a lo más entrañable de los años 80.
Las nuevas andanzas de Zoolander No era una tarea fácil igualar la gracia y la inventiva de Zoolander, aquella mordaz sátira del mundo de la moda que Ben Stiller dirigió y protagonizó en 2001. Repleta de buenos gags y beneficiada por la creación de una galería de personajes tan extravagantes como memorables, esa película recaudó cerca de 60 millones de dólares, el doble de su presupuesto, y fue -con justicia- bien recibida por buena parte de la crítica. La presentación de este segundo capítulo se llevó adecuadamente a cabo en la pasarela de Valentino en París. No es la única pista de que la gente de ese universo regado de superficialidad, dinero y argucias impositivas también tiene sentido del humor. Una de las fans más elocuentes de Derek Zoolander, el inefable inventor de la "mirada blue", capaz de los más insólitos milagros, es nada menos que Anna Wintour, famosa editora de la revista Vogue en Estados Unidos y parte del profuso elenco de un film lleno de cameos de celebridades -Justin Bieber (en la frenética escena inicial, de lo mejor de la película), Katy Perry, Willie Nelson, Susan Sarandon, Ariana Grande, Demi Lovato, A$AP Rocky, Skrillex y hasta el astrofísico Neil deGrasse Tyson- y de popes de la industria a la cual se toma en solfa: igual que Valentino, Marc Jacobs, Tommy Hilfiger y Alexander Wang se sumaron al chiste confiados en su potencial publicitario. Mirada fatal La trama es deliberadamente disparatada: Derek vive recluido en un inhóspito rincón de Nueva Jersey (¡!), traumatizado por las consecuencias de la destrucción literal de su bizarro proyecto de beneficencia infantil. El rey de la moda es ahora Don Atari, un alienado admirador de Bob Esponja (interpretado por el comediante de Saturday Night Live Kyle Mooney). Su esposa ha muerto y su hijo lo culpa del desastre. Tendrá la oportunidad de recuperar algo de lo que ha perdido con la decidida colaboración de su viejo rival Hansel (Owen Wilson), y el villano será otra vez el desagradable y ambicioso Mugatu (Will Ferrell). Lo convoca un problema también desopilante -una serie de asesinatos de celebridades que han emulado su famosa mirada y han subido la imagen a Instagram- que tendrá inverosímiles ramificaciones. Y colabora con él una seductora agente de la "Interpol de la moda" (Penélope Cruz). Lo cierto es que en esta ocasión hay mucho más despliegue técnico y menos originalidad que en la primera parte. Este tipo de películas depende mucho de la efectividad de los gags, y los de esta secuela son menos eficaces y sorpresivos que los de su predecesora. Han pasado quince años desde el estreno de Zoolander, y si hay algo que ha crecido con una velocidad inaudita en todo ese tiempo es el desarrollo de las redes sociales, con los cambios de conducta que trae aparejados. Y esos cambios, como Stiller nos lo sugiere con su habitual acidez, no son precisamente un estímulo para la reflexión y la inteligencia.
De paseo por el Barrio Chino En apenas dos cuadras del barrio porteño de Belgrano se concentra una enorme variedad de historias de vida. Son dos cuadras de la calle Arribeños (entre Juramento y Olazábal) en las que funcionan decenas de comercios en lo que se conoce como Barrio Chino. Marcos Rodríguez, director que había debutado en 2012 con La educación gastronómica, estrenada en la Competencia Argentina del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, agrupa varias de esas historias narradas por sus propios protagonistas, inmigrantes e hijos de inmigrantes que revelan en un trabajoso y simpático cocoliche detalles de su llegada al país, experiencias y anhelos. Rodríguez eligió no mostrar a esas personas que brindan sus testimonios, cuyo audio funciona como contrapunto de diferentes imágenes del barrio usadas para sintetizar su dinámica y su espíritu. Con esa decisión, el director naturalmente resignó algo (el lenguaje gestual y corporal de una persona también comunica), pero también ganó espacio para develar con más claridad, con una serie de planos generales fijos, la identidad del lugar que eligió describir. El Barrio Chino se fue armando en torno a la comunidad taiwanesa llegada a la Argentina en los años 70 y 80. Una comunidad relativamente cerrada que, de a poco, se ha ido integrando a través de su celebrada gastronomía y sus festividades (hoy, los festejos callejeros del Año Nuevo Chino son un clásico para los porteños). A pesar de la presencia notoria y constante de los taiwaneses en el país en los últimos 40 años, no hay demasiada producción audiovisual sobre ellos. Arribeños es un buen aporte para paliar ese curioso silencio. Aporta información interesante sobre esa porción de la sociedad porteña que enriquece a todos culturalmente. Y se estrena en el marco de un ciclo programado por el Malba (Taiwán y su nueva ola), que incluye largometrajes de grandes realizadores, como Ang Lee, Edwad Yang y Hou Hsiao-hsien.
La escena hardcore y la crisis de los 80 Década de los 80 en Estados Unidos. Época de reaganomics y altas tasas de desempleo. En Washington DC, una ciudad cargada de empleados públicos, la crisis empieza a notarse con claridad. En ese entorno nace la escena hardcore, que escupió la música más visceral que se produjo en ese país en el siglo pasado: Bad Brains, Minor Threat, Void, Fugazi, Scream (la banda con la que Dave Grohl convenció a Kurt Cobain de que sería el baterista ideal para Nirvana), Government Issue, Jawbox... Grohl es justamente una de las cabezas parlantes más conocidas de este documental exhibido en 2015 en el Bafici. Las otras figuras notorias (en términos de relativa popularidad) son Thurston Moore (Sonic Youth), J. Mascis (Dinosaur Jr.) y Ian MacKaye, iniciado en The Teen Idles y factótum indiscutible de Minor Threat, Embrace y Fugazi, la banda de post-hardcore con la que perfeccionó finalmente las bases de su ideario: la protesta como horizonte, ningún tipo de promoción a través de videoclips, cinco dólares fijos para las entradas a los conciertos y diez para los discos. MacKaye fundó, además, el sello Dischord, encargado de cobijar la mayor parte de la movida. Scott Crawford -ex periodista de Harp Magazine- cuenta la historia con MacKaye como columna vertebral, pero se anima mechar otros criterios y perspectivas sobre el mismo fenómeno sin ánimo de encender grandes polémicas: no hay nada demasiado picante en Salad Days (nombre tomado del último EP de Minor Threat, que marcaba un leve pero importante giro en las coordenadas estilísticas de la banda justo antes de que se disolviera), pero sí testimonios que confirman de primera mano los brotes de clasismo y la misoginia del movimiento. Pero no todo es tan serio en el documental, a pesar de esas patinadas ideológicas y del rigor de MacKaye para defender la solemne filosofía straight edge, consagrada exclusivamente a la abstención (de tabaco, de alcohol y de drogas). Porque también aparece Henry Rollins para contar anécdotas de su paso por la gerencia de una heladería famosa y para hablar de S.O.A., paso previo a su glorioso desembarco en Black Flag, y para asegurar que después de escuchar durante años en la radio a la Electric Light Orchestra, los Bee Gees y Stevie Wonder, encontrarse con "I Don't Wanna Go Down to the Basement", de The Ramones, le cambió la vida. Justamente los Ramones, Iggy Pop, The Cramps y Dead Kennedys son identificados como los referentes de una escena que privilegió la ética a la estrategia. El documental también sitúa sociológicamente al género: chicos de clase media acomodada, en su mayoría blancos, que despreciaban el hippismo y lo usaban como armadura para proteger su sensibilidad. Chicos que se dieron cuenta de que no había que ser Jaco Pastorius para armar un grupo y que la mejor respuesta a mano ante una sociedad dedicada al consumo y los negocios era una música veloz, enérgica y lacerante, la banda sonora perfecta para un entorno atravesado por la circulación cada vez más palpable del consumo de crack y el aumento simultáneo de la criminalidad y la represión. Salad Days aviva la fogata de la vieja teoría que sostiene que los grandes florecimientos culturales son hijos de las crisis. Entre los escombros de la bancarrota moral y política de aquella etapa surgió la furia del hardcore, grito de anarquía y alimento para los patrones expresivos que surgirían en el rock en los años posteriores.
Tres estridentes ardillitas Desde el nacimiento de la saga en 2007 hasta hoy se repite el entredicho: mientras la crítica despedaza a Alvin y las ardillas, el público le responde sin dobleces. El primer film recaudó cerca de 600 millones de dólares en todo el mundo. En Estados Unidos peleó palmo a palmo la taquilla con Soy leyenda, un gran hit de Will Smith. Las partes 2 y 3 recaudaron bien, pero menos que la inicial. Será un dato interesante lo que ocurra con este cuarto episodio que se acaba de estrenar en la Argentina. Porque la película, destinada en primera instancia al público infantil, está enteramente pensada como puerta de entrada al mundo de los productos tipo High School Musical, con star femenina incluida, una Bella Thorne que aparece en cuentagotas y se coloca pronto en el lugar de objeto de deseo. Bella fue una de las protagonistas de Shake It Up!, sitcom para adolescentes de Disney Channel que generó una agitada discusión pública por un chiste sobre la anorexia (Demi Lovato, que sufrió el trastorno durante años, fue de las más enérgicas polemistas). El mundo que las corporaciones de medios americanas propulsan es claro: Alvin y las ardillas reproduce la lógica del hedonismo sin pausa y el consumo como horizonte con una trama en la que la gente vive en una rave permanente muy parecida a la de las publicidades de aperitivos. Es un universo de sentimientos básicos que, además, puede cambiar de dirección abruptamente, casi sin más justificaciones que reasegurar hasta el hartazgo la claridad de la trama. En el cómico viaje lleno de inconvenientes que protagonizan las ardillitas, el destino principal es Miami, la ciudad con la estética perfecta para los ideales de televisión pop. El cameo de John Waters reafirma el guiño al kitsch. El guión no se detiene en sutilezas, aunque se agradecería alguna, y tampoco funciona la siempre riesgosa relación entre el actor y la animación. No es sólo lo tecnológico lo que importa en ese vínculo. También es un desafío actoral interactuar con lo imaginario. Y el elenco, empezando por Jason Lee, no lo resuelve con eficacia, es de algún modo estridente, amplifica a las ya de por sí ruidosas ardillas especialistas en meterse en problemas. El éxito de esta saga tiene una historia curiosa: la resurrección de uno de los fenómenos de masividad más importantes de los 50 en los Estados Unidos. Ross Bagdasarian, un actor adicto al juego y al borde de la bancarrota que fue el pianista observado por James Stewart en La ventana indiscreta, de Hitchcock, tuvo una iluminación: probar suerte con la grabación de una canción insólita, "Witch Doctor", que presentara como detalle distintivo unas voces grabadas a una velocidad y reproducidas en otra, las vocecitas incluidas en ese lisérgico tema que dio pie al grupo imaginario Alvin and the Chipmunks, liderado por Bagdasarian, escondido entonces tras el seudónimo David Seville. El tema vendió un millón de copias y Liberty Records, casi en quiebra, se reacomodó. La de Bagdasarian es una historia modelo del gran sueño americano: después del boom de ese primer tema, el grupo con esas ardillas inventadas en un rapto poético se despachó con un single de 4,5 millones de copias vendidas, ganó tres Grammy, pasó por el programa de Ed Sullivan, fue bendecido por los Beatles y lo transformó en el dueño de una fortuna. La saga de Alvin usa el poder de la ficción para incentivar la creencia en ese publicitado modelo de autosuperación, pero sin descuidar la mirada estratégica sobre un público al que parece conocerle los gustos.