Sobre bloques y tramas intercambiables. La gran aventura Lego 2 es la secuela de una de las mejores películas de animación de los últimos años, trayendo nuevamente a la pantalla grande a todas aquellas exitosas propiedades intelectuales y marcas registradas que tantos ingresos generaron para la compañía sueca de los bloquecitos intercambiables, gracias a sus múltiples acuerdos de negocios. La dupla de directores Phill Lord y Christopher Miller (Lluvia de hamburguesas, Comando especial) no lleva el compás como lo hiciera en la primer película. En esta ocasión se limitan a colaborar desde el guión con una historia que retoma inmediatamente donde nos habíamos quedado. Emmet (con la voz original de Chris Pratt) y su banda de amigos entre los que se encuentra nada más y nada menos que el mismísimo Batman, viven en armonía en la utópica Bricksburg. Todo parece indicar que el esfuerzo puesto en la entrega anterior por unificar a su sociedad encastrable valió la pena, o al menos eso parecía hasta que una nueva linea de LEGOS irrumpe en su mundo: los LEGO DUPLO, la línea más infantil de la corporación. Ante la llegada inesperada de los invasores que amenazan el status quo, Emmet y los suyos deben buscar la forma de evitar que estos destruyan literalmente todo lo que construyeron bloque a bloque de manera tan sacrificada. Como pasa con todas las secuelas que intentan hacer bien los deberes, La gran aventura Lego 2 expande el universo creado en la película anterior, agregando nuevos personajes (en diversos planos de realidad) y nuevos mundos. El estilo de la animación sigue siendo uno de los puntos fuertes de la producción, que se combina con una estética dinámica y colorida con el soporte de un diseño de arte lleno de detalles interesantes que nos invitan a analizar fotograma por fotograma en busca de los famosos easter eggs. Pero más allá de la atractiva fluidez de la animación y abanico infinito de recursos que se abre a nivel estético, La gran aventura Lego 2 es una película que habla sobre los problemas de la comunicación en el núcleo familiar y la importancia de los lazos afectivos entre aquellos que se elijen en el camino. Y es acá donde la saga se vuelve considerablemente superior a otras producciones similares, porque confecciona un mensaje que impacta de forma distinta según la edad de un espectador que, como indica la caja en donde vienen los LEGO, puede ir de 0 a 99 años. Hay un poco para cada uno… Tal vez la única mancha en esta secuela se encuentre en su estructura narrativa, la cual guarda más de una similitud con su antecesora. Como si los responsables de la producción hubiesen apostado a lo seguro con la fórmula que tanto éxito les trajo anteriormente. Por suerte el relato contiene un nivel aceptable de corazón y personajes queribles que disimula ciertas costuras… hasta se anima a resignificar su hit inspiracional “Everything is Awesome” con una vuelta de tuerca interesante. Como si no nos hubiese costado lo suficiente sacarnos de la cabeza la canción original.
Choque de clases en silla de ruedas. La industria de cine norteamericana tiene un berretín importante a propósito de hacer remakes de películas extranjeras exitosas. Parece tener necesidad de ajustar a sus propios parámetros aquellas historias en celuloide de otras culturas, celebradas por el resto del mundo. Es así como Amigos por siempre adapta el éxito francés del 2011 llamado Intouchables para el público masivo local, ese público que no termina de acostumbrarse a ver films en otro idioma que no sea el inglés. La nueva versión estuvo “cajoneada” durante casi dos años. Pertenecía a la recientemente quebrada The Weinstein Company, conducida por Harvey Weinstein, aquella que casualmente se fue al tacho cuando empezaron a salir a la superficie las acusaciones de abuso contra su fundador. Afortunadamente para todos los involucrados, otra compañía compró la película y se encargó de encauzarla dentro del circuito comercial. El poco destacado director Neil Burger (El ilusionista, Sin límites, Divergente) se puso detrás de cámara para reimaginar la historia basada en hechos reales de Phillip Lacasse, un escritor millonario que queda cuadriplégico tras un accidente de parapente y contrata contra su voluntad a Dell Scott -un exconvicto con necesidad de reinsertarse laboralmente- para que lo cuide en el día a día. Bryan Cranston (el Walter White de Breaking Bad) interpreta a Lacasse con su oficio habitual, el de un laburante de la pantalla tanto chica como grande que parece ajustarse sin esfuerzo a cualquier personaje… y hacerlo de manera lo suficientemente convincente. Kevin Hart (Un espía y medio) también sorprende gracias a que logra bajarle un par de dicebeles a su estilo cómico sin acaparar cada una de las escenas con gritos agudos e histrionismo exagerado… bueno, al menos durante gran parte del tiempo. Como seguramente podrán imaginar, esta relación entre opuestos que arranca con el pie izquierdo deriva en una relación de amistad inesperada entre dos personas que (tal como nos sugiere el guión escena tras escena) tienen mucho para enseñar al otro a propósito de los mundos diametralmente opuestos en que viven: el rico que disfruta la música clásica versus el pobre del ghetto que canta Aretha Franklin a todo pulmón, el rico que goza en la opera y el pobre que se ríe sin entender, y toda una concatenación de manual respecto de aquello que los guionistas consideran los lugares comunes y tropos harto transitados del estereotipado choque de clases. El mayor problema del film es que intenta copiar prácticamente escena por escena el material original, sin la más mínima intención aparente de resignificarlo para ofrecer una nueva mirada. Aquel que no haya visto la película original tal vez no encuentre esta versión tan vacua y poco inspirada, pero incluso sin ese conocimiento previo se advierte a las claras la intención de ir a lo seguro y no jugársela con nada, entregando un final que dos horas más tarde intenta despabilarnos en nuestra butaca. Ojo, nosotros también tenemos un esqueleto en el closet en forma de remake criolla bajo el nombre Inseparables (2016), protagonizada por Oscar Martínez y Rodrigo de la Serna. A cada cual lo que le toca.
Peter Jackson en modo steampunk. Cuando todo parecía indicar que las transposiciones de novelas del universo young adult a la pantalla cinematográfica habían entrado en declive, llega Máquinas mortales para refregarnos en la cara que todavía queda combustible en el tanque de los grandes estudios para seguir exprimiendo piezas literarias mainstream, apuntadas al grupo demográfico que mayoritariamente llena las salas comerciales (léase: jóvenes y adolescentes). Máquinas mortales nos presenta un futuro distópico, en el cual nuestro planeta fue arrasado luego de un cataclismo bélico conocido como “La guerra de los sesenta minutos”. A raíz de esto, las ciudades se volvieron urbes móviles operando bajo el concepto llamado “darwinismo municipal”, según el cual estas metrópolis capturan y consumen otras ciudades más pequeñas para alimentar su propio motor y continuar en movimiento. Hugo Weaving (Matrix, El Señor de los Anillos, V de Venganza) interpreta a Thaddeus Valentine, reconocido arqueólogo y cientifico de Londres, la mayor y más implacable ciudad móvil. Detrás de una fachada filantrópica, Valentine tiene planes de utilizar una poderosa tecnología del pasado para conquistar otros dominios y subyugar a los asentamientos fijos que están en contra del movimiento traccionista. Aparentemente la única capaz de detenerlo es Hester Shaw (Hera Hilmar), una joven que busca vengar la muerte de su madre a manos del propio Valentine al tiempo que intentará detener su avanzada devastadora. Tom (Robert Sheehan) es un joven londinense de la clase baja que también sigue la pista de esta conspiración y se une a Hester en la lucha. Peter Jackson compró los derechos de la saga literaria de Philip Reeve hace algunos años y la producción pasó varias temporadas en el llamado development hell, hasta que el propio Jackson se sumó como productor y colaboró también desde el guión. El director Christian Rivers es un hombre del riñón del neozelandés, quien previamente trabajo haciendo storyboards y efectos especiales en las sagas de El Señor de los Anillos y El Hobbit. Probablemente el mayor problema de Máquinas mortales sea lo mucho que nos recuerda a otras películas apocalípticas y distópicas que hemos visto en el pasado, con Mad Max: Furia en el camino (2015) de George Miller y El increíble castillo vagabundo (2014) de Hayao Miyazaki, las cuales presentaban personajes con mayor profundidad que generaban más interés sobre aquello que sucedía en el relato. En esta ocasión ningún personaje parece capaz de huir al claustro de la bidimensionalidad, llevando a cabo cada acción de acuerdo a lo que determina el tropo de todas y cada una de las historias que conforman este subgénero: el chico pobre y peleador de clase baja, la chica ruda pero con compasión, la chica de clase alta con consciencia social, el líder despiadado, el aliado excéntrico, etc. Las escenas avanzan saltando de una secuencia frenética a la siguiente sin respiro, a puro vértigo y desparpajo en clave CGI. Todo es contado a través de los diálogos de sus personajes, nunca desde las acciones, cuestión que torna sumamente predecible cualquier giro argumental que la trama crea estar escondiendo al espectador. Es por eso que el conflicto principal carece de asombro y emotividad a tal punto que, irónicamente, la subtrama con el único personaje no viviente implica el pasaje más atractivo de todo el film: un robot termina dando la interpretación más humana de todo el relato. Weaving no desentona en su rol de personaje con dos caras y muestra un trabajo tan aceptable como siempre, mientras que los más jóvenes del reparto componen una suerte de juego de fichas intercambiables. No es un detalle menor que el personaje de Hester tenga una cicatriz en su rostro cuando en el libro la desfiguración es mucho más severa e impresionante, mostrando a las claras las intenciones estéticas y el target ATP de la película. Con una analogía muy básica sobre los peligros de los conflictos bélicos a gran escala y las consecuencias para el planeta en el que vivimos (¿Y una crítica revisionista sobre la Inglaterra colonizadora de otros siglos?), Máquinas mortales es un film que deslumbra desde lo visual tomando al steampunk como guía estética para dar forma a su mundo, pero perdiendo el rumbo al momento de dar profundidad a una historia carente de originalidad y frescura sin personajes cautivantes.
Bienvenido a la internet, déjeme ser su guia! Disney Animation Studios se tomó su tiempo y más de 6 años después de Ralph el Demoledor (Wreck-It Ralph, 2012) se despacha con Wifi Ralph (2018), una muy pacientemente esperada secuela que continua tras los pasos de Ralph, el personaje de un viejo videojuego que descubre que hay algo más en la vida además de ser el villano de interminables pantallas y niveles. En esta ocasión nos encontramos con un Ralph finalmente satisfecho con su nueva vida, compartida con el resto de los personajes de los arcades de la sala de juegos casi en forma comunitaria. Pero en esta secuela gran parte del protagonismo se lo lleva Vanellope, la corredora y amiga de ralph proveniente del juego Sugar Rush. Cuando dicho juego sufre un desperfecto -producido accidentalmente por Ralph- es necesario conseguir una pieza de repuesto fundamental para que siga funcionando y no sea removido de la sala de juegos, lo que eventualmente amenazaría la propia existencia de Vanellope. Ante esta eventualidad, la dupla descubre algo llamado “Internet” donde pueden conseguir la pieza que necesitan, y acá es donde comienza la aventura Inicialmente es posible detectar ciertos ecos de la horripilante Emoji: La Película (2017),que también describía al mundo de la conectividad y las redes sociales como una urbe interminable donde encontramos de todo. Pero suerte, conforme la trama comienza a desarrollarse, vemos que Wifi Ralph tiene algo más para ofrecernos, hay otro tipo de lectura que corre a la par del entretenimiento. El humor se construye a través de la mirada que los personajes tienen sobre Internet: un lugar caótico lleno de videos virales de gatitos y publicidad fraudulenta que tiene a gran parte de nuestra raza embobada, con los ojos pegados a una pantalla durante más tiempo del recomendable. Como toda buena secuela, expande el universo del mundo presentado en el primer film y lleva al espectador más allá, introduciendo nuevos retos que también llegan de la mano de nuevos personajes. Siendo una película de Disney Animation, perteneciente a ese conglomerado casi totalitario en que se convirtió la compañía del ratón más conocido del planeta -tiene bajo su poder a las franquicias más exitosas- la película se da el gusto de incluir elementos del mundo de Pixar, Star Wars y Marvel sin despeinarse. Queda todo en el negocio familiar y la pelea por los derechos no es un dolor de cabeza. Imperdible la secuencia que involucra a las princesas de Disney, uno de los momentos más logrados del film, con una mojada de oreja filosísima al pensamiento machista y patriarcal! A fin de cuentas vale la pena haber esperado tanto tiempo por esta continuación de las aventuras de Ralph y los suyos, demostrando que a veces las buenas ideas llevan tiempo de sazonado y hasta las producciones más ambiciosas necesitan la pausa necesaria para volver a la pantalla grande con algo digno de ser compartido. Recomendable no abandonar la sala hasta el final, salvo que quieran perderse una escena post-créditos que rinde homenaje a un los memes más épicos de la historia de la web.