Nene malo. Desde La profecía (The Omen, 1976) hasta La huérfana (Orphan, 2009) pasando por El ángel malvado (The Good Son, 1993), parecería ser que cada década tiene su película de Terror que involucra algún enfant terrible, hablando en el sentido más literal imaginable. Así las cosas, Maligno (The Prodigy) llega como el flamante exponente de este subgénero de la mano del director Nicholas McCarthy, un hombre avezado en el terreno de los sustos con buenas producciones en su haber como lo son El pacto (The Pact, 2010) y En la puerta del diablo (Home, 2014). Dos películas pequeñas pero bien resueltas, por lo que el desafío de encontrarse al mando de una producción de mayor nivel aumentaba el interés sobre un film que el marketing mundial decidió vender como “la película que tuvo que ser reeditada por ser demasiado terrorífica”, aunque anticipándonos (al menos unos párrafos) al resultado final podemos interpretar que semejante declaración puede quedarle grande a más de una producción bien intencionada. La historia arranca con dos sucesos que ocurren en paralelo: por un lado una joven escapa del cautiverio al cual era sometida por el asesino en serie Edward Scarka, quien es abatido por la policía unos minutos después. En un hospital no muy lejos de ahí, Sarah y John reciben a su hijo primerizo Miles. Desde los primeros meses Miles demuestra una inteligencia sobresaliente para su edad, al mismo tiempo que ciertas actitudes desconcertantes encienden las alarmas de sus preocupados papás. De aquí en más la narración hará un repaso inapelable por todos y cada uno de los tropos del subgénero “niño maligno”, desde la inocente niñera damnificada, hasta el especialista que intenta ayudar infructuosamente y la madre a la que nadie le cree una palabra. Todo de manual. Si bien todo aquel medianamente versado en la temática puede anticiparse a mucho de lo que está por suceder, el propio guión entrega demasiados indicios sin siquiera haber llegado al segundo acto, quitándole gran parte del misterio y la intriga a todo aquello por venir. ¿El niño está poseído?¿Es el mismísimo hijo de Belcebú?¿Sufre algún problema psiquiátrico?¿Un alienígena tomó su cuerpo?¿Scarka hizo la gran Charles Lee Ray? No se preocupen, promediando los quince minutos de película la duda será toscamente evacuada, dejando poco por lo que sentir interés genuino de aquí al final; excepto tal vez por esos momentos de “nene malo hace cosas malas” de rigor que la cinta debe incluir. Taylor Schilling, mejor conocida por su papel en la serie Orange Is the New Black, interpreta a la conflictuada madre, en una historia que construye con habilidad el temor de los padres ante un hijo que se vuelve un extraño escena tras escena. La dualidad que puede habitar en una misma persona y el miedo a desconocer a la propia sangre son probablemente los dos ejes más logrados del film. También merece reconocimiento el trabajo del pequeño Jackson Robert Scott (mejor conocido como el Georgie de la última It) cuyo personaje se ve obligado a utilizar palabrotas y expresiones que harían sonrojar a la mismísima Regan en pleno rito de exorcismo. McCarthy hace un buen manejo del clima, dejando ver su habilidad para este tipo de relatos. El mayor problema es un guión que todo el tiempo le juega en contra, abusando de las casualidades y mostrando sus mejores cartas demasiado temprano, dejando poco margen para la imaginación del espectador. Ni con el final logra redimirse, gracias a un cierre extremadamente similar a cierto clásico protagonizado por Gregory Peck. Mejor suerte en la próxima década.
Lucha sin género. La directora Mimi Leder se caracteriza por tener un currículum tal vez demasiado variopinto, que va desde El pacificador (The Peacemarker, 1997) hasta Cadena de favores (Pay It Forward, 2000), pasando por Impacto profundo (Deep Impact, 1988) y un sinfín de series televisivas en el Siglo XXI. Así las cosas, se pone al frente de la biopic de una de las mujeres más relevantes de la sociedad norteamericana de las últimos décadas: la jueza de la Corte Suprema Ruth Bader Ginsberg. La voz de la igualdad nos cuenta los inicios de la mujer en su incansable lucha por la igualdad de derechos entre hombres y mujeres, poniendo el acento en su primer gran caso. Felicity Jones es la encargada de ponerle el cuerpo a Ginsberg, una actriz acostumbrada a la tarea de interpretar mujeres de armas tomar, tanto en sentido literal como figurado, como supimos apreciar en el pasado con sus roles en La teoría del todo (The Theory of Everything, 2014) y Star Wars: Rogue One (2016). Jones cumple con lo suyo mientras se encuentra bien secundada por intérpretes de la talla de Armie Hammer, Justin Theroux y Kathy Bates. A pesar de ser considerado en los últimos años como uno de los guiones originales más ansiados por los grandes estudios, integrante de la famosa “blacklist” hollywoodense, podemos decir que entrega una historia bastante convencional. En los papeles es una biopic correcta, tiene todo lo reglamentariamente necesario y hace lo imposible por sostener en alto la imagen impoluta de la verdadera Ruth Ginsberg, con un retrato que le hace justicia, pero por momentos parece incapaz de captar por completo la grandeza de una mujer cuya lucha marcó el puntapié inicial de un movimiento que fue clave en la lucha por la igualdad entre géneros, y logró romper más de un paradigma socio-cultural de los Estados Unidos. El relato sigue el recorrido clásico, desde los orígenes hasta la actualidad, pasando por todos y cada uno de los traspiés que fueron conformando la personalidad de nuestro sujeto de estudio. El eje central temático del film (lograr que la corte suprema reconozca una deducción impositiva a hombres solteros que tienen que afrontar el cuidado de familiares, cuando esa tarea era considerada históricamente potestad del sexo femenino) se estructura casi como cualquier film de acción o de deportes: Una gran preparación, todas la apuestas en contra, un inicio problemático y una resolución inesperadamente favorable. Tras tanto tecnicismo, tanta batalla legal, tantos alegatos y exposiciones a favor y en contra, la resolución del acto final se queda sin punch. Como si la película alcanzase la línea de llegada sin energía restante, la resolución se apresura un poco, impidiendo que el espectador tome real dimensión sobre lo acontecido. La oportunidad de plasmar en pantalla grande una épica memorable se escurre entre los dedos de Leder, y lo que nos queda es una biopic correcta como tantas… pero no mucho más.
De thiller pasional a mejunje metafísico. No hay sentimiento más placentero que experimentar una buena película, aquella que nos moviliza. Por el contrario las malas películas son en general ejercicios poco gratificantes… y hay una clase de películas que no son buenas ni malas Su mayor atractivo radica en ser absurdamente INEXPLICABLES. Como espectador, uno difícilmente se encuentra preparado para tal experiencia… pero en ciertas ocasiones la obra tiene un encanto atroz escondido detrás de su incongruencia manifiesta. Algo de esto último sucede con la inclasificable Obsesión (Serenity, 2018). El director Steven Knight (más conocido por sus experiencias como guionista) es quien está al mando del film. El ganador del Oscar Matthew McConaughey interpreta a Baker Dill, un ex combatiente de Irak que vive en una isla y se gana la vida embarcando turistas ricos y ayudándolos a pescar, mientras se obsesiona en seguir la pista de un atún gigante que se le escapó más de una vez. La narración toma un giro sórdido cuando aparece su ex mujer Karen -interpretada por la también ganadora del Oscar Anne Hathaway- ofreciéndole una importante suma de dinero a cambio de asesinar a su actual esposo, un violento alcohólico. En el medio de todo está Patrick, hijo fruto de la relación entre Baker y Karen, quien también sufre los abusos de su padrastro. Hasta acá todo bastante normal según los tropos del género: un hombre con un pasado traumático refugiado en una isla perdida, la irrupción de una pseudo femme fatale, la propuesta tentadora, el debate moral, etc. Pero de aquí en más todo empieza a mutar. El hijo de Baker sufre una suerte de trastorno del espectro autista, traducido como un don especial según palabras de su propia madre: “su maestro dice que es muy bueno con las matemáticas, y que es una suerte de genio de las computadoras”. Lo que esta revelación implica para la trama del film es algo difícil de explicar, al menos sin espoilear los momentos más hipnóticamente absurdos de un tercer acto que no pueden ser descriptos con justicia… tienen que ser vividos desde la butaca para máxima efectividad. Simplemente diremos que Baker descubre que tiene una especie de conexión con su hijo, una conexión difìcilmente plausible con un niño autista y a quien se deja entender no ve hace años. De aquí en más lo que parecía un thriller con poco vuelto se convierte en una historia con destellos fantásticos, incluso metafísicos. Si bien la narración viene dejando unas pistas extrañas incluso desde el plano con que abre el film, nada nos prepara para una revelación tan sorprendente como bizarra. Hasta los propios actores parecen perdidos en la confusión que nubla inesperadamente el relato. Anne Hathaway enuncia líneas de diálogo con ojos desorientados, como si no pudiese seguir la lógica interna de una película cuyo guión también pertenece a Steven Knight. Y McConaughey canaliza su siempre presente espíritu sureño, mientras intercala momentos que deberían causar emoción pero por el tono parecen escenas extra de The Room, esa obra tan amada como incomprendida del enigmático Tommy Wiseau. En todos los años que llevo escribiendo, jamás pensé que un día plantearía un paralelismo entre las capacidades actorales de Matthew McConaughey y Tommy Wiseau. Pero Obsesión, salvando las distancias, tiene un potencial similar al que tuvo The Room. Me refiero al potencial de convertirse, tal vez en 10 o 15 años, en una obra de culto por pura gracia de su absurdo inabarcable, por ser ese tipo de historia que no sabemos si tomar en serio o simplemente relajarnos para poder abarcar toda la amplitud de su disparate, ese inevitablemente atractivo disparate.
Familia, tradición y tragedia El asesinato de Sadia Sheikh sorprendió a toda Bélgica por tratarse del primer asesinato “por honor” cometido en el país. Sadia era una estudiante belga nacida de padres pakistaníes, quien se negó a casarse por arreglo con uno de sus primos, como demandaba la tradición familiar. Un 22 de octubre de 2007 su hermano Mudusar Sheikh la mató de dos disparos por esta decisión, y en un juicio inédito la corte condenó a prisión a todos los miembros de la familia (padre, madre y hermanos) considerando que habían cohesionado y presionado a Sadia para que cumpla con el mandato. Con La boda (Noces, 2016), el director Stephan Streker eligió para su tercer largometraje llevar a la pantalla grande la historia de Sadia, entregando un relato crudo y desangelado que nos mete en la intimidad de la familia, repasando cada momento que anticipa la tragedia. Desde lo socio-cultural la historia pone en relieve la rigidez de ciertas tradiciones de oriente que parecen extremas desde nuestra visión occidentalizada, y la Sadia que vemos en pantalla se vuelve un personaje lleno de riqueza porque, a diferencia de sus padres, no nació en Pakistán sino que es una mujer belga dentro de una familia pakistaní estricta en lo que concierne a sus costumbres. Streker elige no apoyarse demasiado en recursos cinematográficos que idealicen la narración o desvíen de su verdadero objetivo, por el contrario, hay una ausencia absoluta de banda sonora, una estética completamente bajada a tierra y la recreación de momentos cotidianos de la forma más bucólica. Para quienes sean ajenos a la historia real en que está basada La boda, el giro del tercer acto seguramente los tomará por sorpresa. Si bien el relato va entregando pequeños indicios, el impacto final no es fácil de digerir. Dentro de una contemporaneidad donde las mujeres del mundo real (tan real como aquel en que vivía Sadia) siguen peleando por un lugar de igualdad con el hombre -sean de donde sean y peleen por lo que peleen- películas como La boda ayudan a visibilizar una problemática mundial que está entre las grandes cuentas pendientes de nuestro nuevo milenio.