Amigo de fierro Contra todos los pronósticos y después de cinco películas -en escala claramente descendente- parecería que la franquicia cinematógrafica de Transformers aún tiene algo de energía corriendo por sus placas y circuitos. Luego del último traspié con Transformers: El último caballero (Transformers: The Last Knight, 2017) Michael Bay dejó libre la silla de director de la saga y trajo al prometedor Travis Knight (Kubo y la búsqueda del samurai, 2016) para hacerse cargo de Bumblebee (2018) el primer spin-off de los guerreros robóticos con el personaje del título como protagonista. Pero no es sólo un spin-off, también se trata de una precuela. Ambientada en el año 1987, la historia comienza cuando Optimus Prime, líder de los Autobots, envía a Bumblebee a la Tierra en busca de un refugio para los suyos, ante el inminente ataque de los malvados Decepticons. Tras un arrivo con no pocas complicaciones, Bumblebee sufre un daño severo en su dispositivo del habla y pierde la memoria, pero logra asimilar la forma de un viejo “escarabajo” amarillo Volkswagen y se esconde en un cementerio de autos viejos de un pueblito californiano. La joven Charlie (Hailee Steinfeld) se vuelve la inesperada dueña del auto, un regalo inesperado por su cumpleaños número 18. Por supuesto al descubrir la verdadera naturaleza del vehículo empezará al forjar un vínculo particular con el robot alineígena, quien debe protegerse tanto de amenazas externas como terrestres, mientras evita una invasión a gran escala. El marco temporal del relato abre el juego a varios homenajes, con el cine de Steven Spielberg y John Hughes de la época dentro de las influencias más fuertes, sumando una banda sonora que exprime cada melodía pegadiza del período al máximo. La chica común maltratada por las populares, el vecino tímido, los suburbios norteamericanos donde los chicos se meten en líos ignorados por los adultos y demás tropos clásicos del cine de los 80s. Todas cuestiones que conforman la identidad del film. Probablemente lo más polémico a nivel casting haya sido la creación de dos nuevos decepticons (Shatter y Dropkick) especialmente para la película, considerando la infinidad de personajes que componen el universo Transformers. Steinfield aprueba con buena nota, especialmente en esa siempre difícil tarea de interactuar con un personaje 100% CGI, hecho por computadora. Gracias a sus roles en Mi vida a los diecisiete (The Edge of Seventeen, 2017) y la saga de Ritmo perfecto, parece canalizar sin problemas el espíritu adolescente, independientemente de la época. Al mismo tiempo se convirtió en la primer protagonista femenina de una saga conocida por su poco disimulado machismo, duplica puntaje! Con mucho menos drama humano, sexismo gratuito, testosterona, explosiones y toda esa parafernalia marca Bay, la más reciente entrega de la saga se acerca como nunca antes al espíritu original de la serie animada de los ochentas. El vínculo humano/máquina le da un toque personal que apenas vislumbramos en Transformers (2007), en un marco mucho menor que los films previos que permite otro tipo de acercamiento a los personajes. Con un acto final que cumple la doble de función de unificar la trama con las entradas previas y dejar la puerta abierta para más capítulos de esta micro historia, mientras desnuda uno de los momentos más sutiles de “friendzone” que el cine ha entregado en los últimos años. Si bien está lejos de ser un film que llegó para romper esquemas y paradigmas, Bumblebee aprovecha lo bajo que había quedado la vara tras las últimas secuelas de la saga para entregarnos una historia con corazón, que demuestra que no siempre se necesitan grandes explosiones (o al menos no TAN grandes) ni interminables escenas de batalla en medio de una urbe para mover la aguja de la taquilla.
Recolector de pecados Gisberg Bermúdez Molero es un joven director venezolano que eligió traer a la pantalla grande uno de las más conocidas leyendas urbanas de su tierra. El Silbón: Orígenes (2018) es una obra que se mete en lo profundo de la mitopoiésis de un ser folclórico, a quien hoy día se le sigue rindiendo tributo de la misma forma que se le sigue temiendo un poco. La co-producción venezolana, mexicana y estadounidense tuvo una muy buena recepción en el reciente Festival Buenos Aires Rojo Sangre, llevándose el premio a Mejor Largometraje en la categoría Competencia Iberoamericana. La narración transita dos líneas temporales en paralelo: por un lado se expone el drama que deriva en la creación de la criatura fantástica, con un padre que pierde a su esposa después de dar a luz y descarga toda la frustración en su hijo, a quien maltrata de las peores formas imaginables, ignorando las trágicas consecuencias. Por otro lado, mas cerca de la actualidad, tenemos a un padre preocupado por su hija, quien parece estar poseída por un espíritu maligno, pero conforme avanza la trama se hará evidente que la espeluznante figura del silbón está involucrada y nada sucede al azar. Con una ambientación impecable que se potencia con el clima ominoso creado por Bermúdez, ambas líneas dramáticas avanzan a la par develando por un lado el atroz origen de la criatura titular, y por el otro el verdadero conflicto que provocó el resurgimiento de la figura siniestra. Una figura que por cierto aparece lo justo y necesario en imagen, casi en pequeños destellos, comprobando que muchas veces menos es más y aquello que nuestra mente se imagina puede ser mucho más potente que cualquier monstruo acaparando la pantalla excesivamente. Los diálogos cumplen la función justa y necesaria de proporcionar la información necesaria para el espectador, apoyándose el film en el poder de sus imágenes y dejando que las acciones hablen por sí mismas. Si bien por momentos la cuestión pierde ritmo y se empantana en planos descriptivos que parecen estirar más de lo recomendado el clima de suspenso, el film en su conjunto logra potenciar al máximo la infame leyenda popular y da forma a un relato que logra una enorme efectividad, aprovechando de la manera más inteligente todos los recursos a su alcance para plasmar en celuloide casi por primera vez a un monstruo autóctono de nuestra región.
Choque de clases mexicanas Pasaron 5 años desde el estreno de Gravedad (Gravity, 2013) y los 7 premios Oscars conseguidos por Alfonso Cuarón. Tras su odisea espacial el director mexicano presentó su nuevo film, uno que no podría estar más alejado en cuento a su realidad y ambientación. Roma (2018) cuenta la historia de una criada que vive en el seno de una familia de clase alta en el México de principios de los 70s. Fue presentada en el Festival de Cine de Venecia, y tras pasar por Toronto desembarcó en el Festival de Cine de Nueva York. Si bien en un principio la película producida por Netflix no iba a contar con estreno comercial, el gigante de las películas y las series tuvo que ceder y lanzarla en salas para que pueda competir en los principales festivales del mundo. El film cuenta con la particularidad de ser presentado en blanco y negro, y según explicó el propio cuarón esto no es lo mismo que presentar el film en “sepia”. Según él, su intención es que el blanco y negro aleje al relato de cualquier tinte “nostálgico” y simplemente provea una estética que haga fluir la interacción entre los personajes sin que el espectador se distraiga por otra clase de estímulos. Roma es precisamente el nombre del barrio donde transcurre la historia, y cuenta con un trabajo enorme de ambientación de época. El ruido de los autos, los vendedores ambulantes, los bares y toda clase de detalles que proponen un marco temporal claramente definido. Al ubicar la historia en los 70s, Cuarón se las ingenia para no desviarse de la trama principal y deslizar al mismo tiempo comentarios sobre la inestabilidad política del momento y pone en perspectiva el maltrato a la mujer así como la condición de inferioridad que sufría en ese tiempo, creando un fuerte contraste con una actualidad donde las mujeres tienen cada vez más peso y presencia en el orden mundial. Yalitza Aparicio interpreta a Cleo, la criada que vive en una casa donde el seno familiar se encuentra en plena desintegración tras el abandono del padre. Roma es el debut absoluto de Aparicio, quien sorprende con una performance contundente. Si bien el suyo es un personaje de pocas palabras, muchas veces su lenguaje corporal es el que transmite los mensajes más claros, desde su mirada, su postura y su interacción con otros personajes. Roma es el primer film rodado en castellano por Alfonso Cuarón desde Y tu mamá también (2001), y según dejó saber el propio Cuarón, no hubo mucha rigurosidad al momento de apegarse al guión, sino la idea de transmitir el concepto y ver adónde llegaban con eso sus interpretes. Gracias a esto los diálogos en el film fluyen, la naturaleza cotidiana de cada secuencia mete al espectador en el epicentro de ese hogar, junto con los avatares de la familia. Con una duración de 135 minutos, es probable que en un principio exista el temor de encontrarse frente a un relato lento y redundante. Pero una vez introducidos en el conflicto, se entiende perfectamente el motivo por el cual es necesario contar con tiempo para transmitir el rango completo de emociones que la película tiene para ofrecer al espectador. Roma es un ejemplo contundente de la forma en que un realizador puede utilizar todas las herramientas a su disposición para contar una historia llena de humanidad y corazón, involucrando al espectador y acercándolo a un recorte temporal con mucho para analizar.
Los caminos de la vida… y los desvíos del dramón. Para aquellos adeptos a la idea de que cada suceso de nuestra vida guarda una correlación con inexorable nuestro destino, La vida misma (Life Itself, 2018) es una película que les viene como anillo al dedo. La excusa perfecta para ver en pantalla dicha idea expresada de forma liviana y descontracturada… bueno, al menos durante los primeros quince minutos. El director y guionista Dan Fogelman, creador de la aclamada serie This Is Us, nos presenta en apenas su segundo largometraje un relato compuesto por historias interconectadas, en diferentes líneas de tiempo y en dos continentes distintos. Lo que comienza como el racconto de cada uno de los pasos estereotipados de la típica pareja hetero americana (se conocen en la universidad, se enamoran, se van a vivir juntos, se casan y proyectan una familia) interpretados por Oscar Isaac y Olivia Wilde, termina decantando en un drama pesado, doloroso de transitar, tan agobiante que hace perder de vista el mensaje, aquella idea o reflexión que se intentaba hacer llegar inicialmente al espectador. Como anticipamos, los primeros minutos arrancan de la forma más animada con una narración en off de Samuel L. Jackson, introduciendo al personaje que creemos va a ser el centro del relato, sólo para contradecirse a sí mismo en cuestión de minutos. Tras este inicio auspicioso el film cambia de tono drásticamente al profundizar sobre la historia de Abby y Will (Wilde y Isaac), quienes se ven envueltos en un suceso trágico, cuyas repercusiones se vuelven una suerte de combustible que alimenta tanto directa como indirectamente los cinco capítulos en los que se divide la narración. Fogelman juega desde el principio con la idea de que no se puede confiar en el narrador omnisciente, sugiriendo que lo contado por este puede no ser del todo confiable. Este concepto también es vertido sobre algunos personajes de La vida misma, generando cierta desconfianza respecto de la historia que se está desarrollando ante nuestros sorprendidos ojos. Si bien se entiende que se trata de un mero artilugio para generar intriga y dar profundidad al relato, la mayoría de las veces el yeite termina desgastando y agotando a su audiencia. El guión supo ser uno de los integrantes de la famosa black list hollywoodense, esa lista que reúne los proyectos más buscados por los productores y los estudios, esas historias que (se supone) deberían ser un éxito garantizado en las salas. Tal vez el único hecho que escapó a la mente de todos los involucrados es que la creación de Fogelman está convencida sobre su función heroica de sacarnos la venda de los ojos, de exponer ante nosotros una realidad supuestamente vedada, cuando en realidad entrega verdades dignas de un libro de autoayuda, en un relato que recrudece el drama para buscar un golpe de efecto y la lágrima fácil. Además de los mencionados, otros interpretes del calibre de Antonio Banderas, Annette Bening, Mandy Patinkin y Olivia Cooke son desaprovechados en una obra que debería haberle hecho caso a esos quince minutos iniciales, evitando amargar innecesariamente a sus espectadores en pos de demostrar una moraleja tan obvia que termina generando vergüenza ajena.
Hachazos contra el patriarcado Desde mitad del Siglo XX, la historia verídica de Lizzie Borden ha experimentado diversas representaciones en los formatos más inesperados: desde la literatura, la televisión y el cine, hasta el teatro musical y el ballet. La infame mujer se volvió un mito a lo 42 años, cuando fue acusada –y absuelta- de asesinar con un hacha a su padre, un rico terrateniente, y su madrastra en Massachusetts, en el año 1892. El asesinato de la familia Borden (Lizzie, 2018) trae el caso de vuelta a la pantalla grande, poniendo el acento en las relaciones intrafamiliares y la fragilidad mental de la propia Lizzie Borden. Chloë Sevigny (Los muchachos no lloran, 1999) interpreta a la atormentada mujer, en un proyecto que tomó de forma muy personal, poniéndole el hombro durante muchos años. Kristen Stewart, de marcada popularidad gracias a la saga Crepúsculo y Personal Shopper (2016), interpreta a la criada que vive en casa de la familia Borden, con quien Lizzie comienza una relación demasiado cercana para lo estándares de la mentalidad conservadora del Siglo XIX. Esta relación y los infames asesinatos se vuelven el corazón de un relato no lineal, que hace de la fragmentación un recurso sumamente efectivo para mantener a los espectadores en suspenso, incluso cuando más de uno podría ya conocer la historia. Es la primera vez que se cargan las tintas sobre una relación íntima entre Lizzie y la criada de la familia, dicho vínculo desarrollado por el guionista Bryce Kass como una de las tantas formas de ejemplificar cómo la sociedad patriarcal de aquel entonces minimizaba o directamente anulaba el rol de las mujeres tanto en el orden público como privado. Chloë Sevigny se luce dando vida a una mujer tal vez adelantada para el conservadurismo de la época, que no estaba dispuesta a dejarse llevar por delante, cueste lo que cueste. Kristen Stewart prueba ser un complemento acertado, y sigue dando señales de ser una actriz que aprendió a elegir muy bien sus roles, conforme se fue alejando del costado más banal de la industria. Todo transcurre dentro del hogar familiar, y la sensación de encierro experimentada por las protagonistas es palpable escena tras escena. El clima pesado se vuelve ominoso conforme pasamos de una secuencia a la siguiente, anticipando una tragedia anunciada cuya información nos es proporcionada a cuentagotas. Narrando una historia conocida de un ángulo renovado, El asesinato de la familia Borden nos mete de lleno en lo más íntimo de un relato que no necesita de golpes bajos ni momentos shockeantes para generar intriga en torno a un hecho que, 126 años después, parece seguir dejando tela para cortar.
Código flecha rota. Pareciera que fue apenas ayer cuando Ridley Scott hizo su mejor intento, llevando el relato del ladrón de los bosques de Sherwood a la pantalla grande con Russell Crowe como punta de lanza (o flecha) en la versión 2010 de Robin Hood. En nuestro 2018 los grandes estudios parecen igual de perdidos que hace ocho años respecto de cómo insuflar nueva vida a la historia del hombre que robaba a los ricos para dar a los pobres, y Robin Hood (2018) lo deja en evidencia durante gran parte de su metraje. En esta ocasión es Taron Egerton, conocido por la saga de agentes secretos Kingsman, aquel que toma la capucha, se calza el arco al hombro y le pone el cuerpo a Robin de Locksley, el joven de la alta sociedad inglesa que es enviado a luchar en las Cruzadas, tan solo para volver a su tierra y darse cuenta de que ha perdido todo a manos del malvado Sheriff de Nottingham, quien cada vez aprieta fuerte la soga sobre el cuello de la plebe. Es así como Robin se convierte en un paladín justiciero que roba a los ricos para dar a los pobres… aplicando un poco de redistribución anárquica. Esta vez la persona detrás de cámara es Otto Bathurst, un hombre traído de la pantalla chica con colaboraciones destacadas en series como Peakly Blinders y Black Mirror, si bien su prontuario en la pantalla grande es prácticamente nulo. Su enfoque intenta ser posmoderno, con explosiones, escenas de acción que abusan de la shaky camera y una estética cuyo estilo tiene similitudes y varias cercanías con la última reelaboración de la saga del Rey Arturo del año pasado, titulada precisamente El Rey Arturo: La leyenda de la espada (King Arthur: Legend of the Sword, 2017). El inicio, con una voz en off que nos dice “olvidate todo lo que viste antes, olvidá lo que ya sabés”, funciona más como una alarma para el espectador que una recomendación amable, dando a entender que vamos a pasar los próximos 126 minutos frente a una obra que abiertamente nos cuenta sus planes de tomarse más de una licencia. No nos malinterpreten, recibimos de brazos abiertos aquellas obras que aceptan el desafío de reformular lo archiconocido, pero cuando ello se lleva a cabo con tan poca imaginación o inventiva, se vuelve blanco de cuestionamientos respecto de cuál es su sentido de ser. Así, nos preguntamos con qué motivo se vuelve a contar lo misma historia si el relato no tiene novedad alguna que aportar. El ganador del Oscar Jamie Foxx interpreta a John, el moro o “pequeño Juan”, como solemos conocerlo por estos lugares. Elección curiosa la de reciclar un personaje que no forma parte del canon sino que apareció por primera vez en una versión de la televisión británica de los 80 y de ahí fue tomado por Robin Hood: El príncipe de los ladrones (Robin Hood: Prince of Thieves, 1991), donde lo interpretó Morgan Freeman. ¿Sabrían esto los productores de la obra actual? Algo interesante de esta nueva adaptación es el rol dual de Robin Hood: por un lado crea lazos de confianza con el Sheriff de Nottingham, haciéndole creer que es simplemente otro burgués aportante a su causa, y por el otro roba el dinero del reino bajo su alter ego de Robin Hood. Un proceder que, salvando las distancias, guarda algunas similitudes con la dualidad Batman/Bruce Wayne del universo superheroico. Es una lástima que esta veta argumental no haya sido explotada más allá de los requerimientos básicos del guión. Si de algo sirve todo esto, es para consolidar a Ben Mendelsohn como el villano mainstream por excelencia de esta década. Dentro de los intentos más marcados en pos de traer aire nuevo al remanido relato está el outfit urbano de Robin Hood, con capucha y pañuelo, aunque más que ocultar su identidad nos recuerda a cierto personaje con poderes de hielo del Mortal Kombat. Así de difícil es encontrarle aspectos positivos a la nueva Robin Hood, una producción que aborda el clásico pero no parece convencerse ni siquiera a sí misma de que su empresa valga la pena. Incluso su talentoso reparto (con breve participación de F. Murray Abraham incluida) no logra impedir que el film se vuelva un naufragio más en ese mar interminable de reboots, remakes, precuelas, secuelas y spin-offs que hoy inunda las salas.
La chica con el reboot tatuado Tras la primer trilogía sueca y la versión hollywoodense de David Fincher, la justiciera anárquica Lizbeth Salander vuelve al ruedo cinematográfico de la mano del uruguayo Federico Álvarez con La chica en la telaraña (The Girl in the Spider's Web, 2018) y nos trae un nuevo capítulo de la saga Millenium, ese universo conspiranoide-criminal con acento nórdico. Incluso la forma en que esta nueva historia vio la luz es digna de una novela. Con la muerte de Stieg Larsson (autor de la saga original en la que están basadas las adaptaciones previas) se produjo una batalla legal entre sus herederos respecto del futuro de sus obras. Por un tecnicismo legal, parte de su familia se quedó con los derechos y dejo en manos de David Lagercrantz el destino de sus historias. Es así como Lagercrantz escribió una nueva novela, basada en los personajes de Larsson. La chica en la telaraña es una adaptación de esta nueva etapa autoral. Nuestra anti-heroína Lizbeth Salander sigue haciendo de las suyas, defendiendo desde el pseudo-anonimato a mujeres que son víctima de algún tipo de maltrato, cuando un cliente pide su ayuda para recuperar un sotfware capaz de controlar el arsenal nuclear de las potencias mundiales, y así evitar que caiga en las manos equivocadas. En este soft-reboot (como alguno le andan diciendo) Claire Foy, mejor conocida por interpretar a la Reina Elizabeth en The Crown, le pone el cuerpo a Salander. Con un look más refinado y menos áspero que en las encarnaciones previas, muchos menos pearcings y cortes de pelo asimétricos, Foy se las ingenia para hacer justicia a un personaje con un temple muy particular. A medio camino entre un reboot de la película de Fincher y una secuela propiamente dicha, en esta ocasión el drama personal de su personaje protagónico y su particular forma de relacionarse con el mundo que la rodea cede su espacio al costado más explosivo de la historia, con múltiples escenas de persecuciones, tiros y explosiones. Acción por sobre todo lo demás. El tono del film mantiene la estética de entregas anteriores, la fría ciudad de Estocolmo, nieve y concreto. El rojo que surge de la sangre de aquellos violentados es prácticamente el único color en pantalla. La acción alterna locaciones constantemente entre la modernidad de la urbe, la desolación de los complejos industriales abandonados y la pulcritud de los bosques nevados. Tres espacios totalmente distintos sobre los cuales fluye de manera alternada la narración. Sin tanto conflicto interno como en otras iteraciones, y con una trama que toma prestados varios elementos del universo Jason Bourneano y otros derivados para poner el acento en la acción, La chica en la telaraña podrá no ser ese quiebre de paradigma que algunos esperaban dentro de la saga, pero se las ingenia para entregar dos horas de entretenido suspenso.
Sobre casas, fantasmas y embarazadas Si de tropos remanidos dentro de cine de Terror se trata, aquel que versa sobre nuevos inquilinos en una casa con pasado trágico seguramente lidera alguna lista de más usados/abusados, es sólo cuestión de googlear un poco. Malicious: En el vientre del diablo (Malicious, 2018) no se conforma sólo con esto y suma a la ecuación una mujer embarazada y apariciones fantasmagóricas, pero nada de esto logra elevar el material al menos a un nivel aceptable. Sintetizando, Adam y Lisa son una joven pareja en la dulce espera que se muda a una hermosa casa, con proximidad a la universidad donde Adam empezará a dar clases pronto. La hermana de Lisa les envía una suerte de regalo de bienvenida, una cajita que, sin nadie saberlo, guarda un poder, fuerza o espíritu maléfico. Casaulidad o no, a los pocos días, Lisa pierde el bebé y empieza a tener experiencias paranormales en la casa que se vuelven cada vez más intensas. Cuando decimos que Malicious: En el vientre del diablo repasa todos y cada uno de los tropos del subgénero fantasmal, no exageramos: desde el marido descreído hasta la mujer sola y traumatizada, pasando por el macguffin de rigor que a duras penas respeta la lógica interna del relato, el personaje con conocimientos de lo paranormal que explica la trama a la audiencia y el final ominoso que todos podemos anticipar sin necesidad de llegar al tercer acto. Inicialmente resultaba prometedor que los productores de El juego del terror (The Collector, 2009) estuviesen involucrados, pero todo lo logrado en la mencionada producción brilla por su ausencia en este nuevo film. El suspenso es reemplazado por clichés gastados y se puede palpar una falta de atmósfera que afecta a los interpretes, todos ellos entregando líneas de diálogo robóticas y expresiones poco sentidas. El director Michael Winnick tampoco parece capaz de aportar algo de claridad en este embrollo, entregando “jump scares” predecibles y sin inteligencia al momento de brindar al menos un par de secuencias inspiradas. Aunque si vemos su carrera (o prontuario) y notamos que dirigió uno de los últimos directo-a-video de Steven Seagal, no es de sorprender todo lo que leemos en estos párrafos. Por más millenial que suene, el hecho de que una película no cuente con una entrada en Wikipedia para chequear algunos datos obligados que no figuran en otros sitios, dice más sobre Malicious de lo podríamos escribir y sin dudas asusta más que todas las casas malditas y espíritus chocarreros que podamos cruzarnos en pantalla.
El laberinto del slasher. Los sustos fáciles son el aire que respiran interminables subgéneros dentro del cine de Terror. ¿Qué sería de algunas de sus películas más representativas sin ese momento que hace saltar de la butaca a los espectadores, donde una melodía disonante se combina con una sorpresa en pantalla para asustar a varios desprevenidos? Viéndolo de ese modo, a cualquiera le resultaría inicialmente cautivante una propuesta como la de Hell Fest: Juegos diabólicos (Hell Fest, 2018), donde un asesino enmascarado ataca a sus víctimas en un parque de diversiones con el horror como temática protagonista, pero del dicho al hecho… Todo comienza con la visita de Natalie (Amy Forsyth) a su amiga de toda la vida Brooke (Reign Edwards), con quien no se ve hace mucho tiempo y espera pasar un apacible fin de semana. Por supuesto los planes cambian cuando el grupo de amigos de Brooke compra entradas para Hell Fest, un parque itinerante lleno de atracciones espeluznantes diseñadas para pasar un agradable momento huyendo de monstruos disfrazados y perdiéndose en laberintos oscuros decorados con calaveras, zombies y demás elementos de utilería barata. La cuestión se pone áspera para Natalie y los suyos cuando un psicópata con una máscara (quien gracias a los créditos del final nos enteramos que se llama El Otro) empieza a seguirlos por el parque con fines sangrientos y poco amistosos. La cinta marca el segundo opus del director Gregory Plotkin tras Actividad paranormal: La dimensión fantasma (2015), pero el grueso de su carrera estuvo dedicado hasta el momento a la edición, donde en el último tiempo colaboró con ¡Huye! (2017) y Feliz día de tu muerte (2017). Es difícil encontrar algo similar a un “sello autoral” en Ploktin cuando se lo pone al mando de producciones tan pasteurizadamente estandarizadas. Seguirá siendo un enigma al menos en el corto y mediano plazo si esto se debe a limitaciones propias o a aquellas impuestas por la producción. Sin ánimos de spoilear, quien haya visto el trailer de este film y tenga un conocimiento apenas básico del subgénero slasher probablemente ya pueda hacerse una idea bastante clara sobre con qué se va a encontrar. Sin dudas tener al mítico Tony Todd como suerte de maestro de ceremonias en este parque del horror es un gran atractivo, lástima que el film no le saque más el jugo y su participación quede reducida a un guiño (si está en el trailer no es spoiler, chiques). El resto del reparto se compone de caras jóvenes de la televisión norteamericana, interpretando a personajes tan bidimensionales como olvidables, cuyo único rasgo positivo es permitirnos imaginar cuál será su destino trágico: decapitación? ahorcamiento? desmembramiento? cuestión que no es mérito de los intérpretes sino responsabilidad absoluta de la mente de los espectadores y del nivel de atención que decidan invertir en el relato. Refiriéndonos al asesino en cuestión, aquel llamado El Otro, su falta de motivación podría dejarse de lado. El subgénero ha demostrado en más de una ocasión que saber el “por qué” no siempre garantiza mayor eficiencia. Muchas veces la maldad más pura no conoce justificaciones e igual funciona, como demostró la más reciente iteración de Halloween (2018), en particular cuando el yeite suele radicar en ver cómo este sujeto despacha a sus víctimas de las formas más horrorificamente variadas, amén de los motivos. Precisamente esto último sufre una fuerte contradicción en el film, ya que llegado un punto de la trama el apuro por cerrar la historia puede más que el gore y algunas muertes tienen tratamiento express, privando al espectador especializado de esos momentos en los que todo debería ser sangre, tripas y mutilaciones. ¿Cuál es el sentido de omitir las atrocidades de un slasher? La ambientación es sin dudas uno de los puntos altos en Hell Fest, con este parque que tiene sin dudas potencial para convertirse en terreno fértil dentro del Terror. Es una pena que no se lo explote a fondo y todo se resuma a laberintos oscuros con algún monstruo saltando siempre desde las sombras, repasando todos y cada uno de los tropos concebidos por el género. Hay una mirada interesante sobre la desensibilización de lo más jóvenes respecto de la violencia y sobre el miedo como estimulante (ecos tal vez de la primera Scream de Craven). Es decir, algo que se percibe peligrosamente cotidiano y genera una falsa sensación de seguridad, obviamente hasta que las papas queman. El film habría adquirido otro nivel de profundidad de seguir ese camino. El público menos exigente con este tipo de productos probablemente pueda saciar su sed de sustos en pantalla grande, pero los más demandantes sólo rescatarán algún que otro destello ingenioso a medio cocinar.