Un médico que trabaja en un hospital y se le mueren los pacientes, ¿tiene una mala racha? La gente que está en contacto con él, sean conocidos o no, también pierden la vida, ¿es sólo una casualidad? El director de esta película, Sergio Mazurek, nos hace dudar y luego compadecernos con el médico Hermes (Carlos Echevarría), al que le ocurren estas cosas al comienzo de la historia. El protagonista está preocupado, abrumado, por lo que le acontece. Vive con su esposa, con la que no se lleva del todo bien, y se apoya en su compañero de trabajo Marco (Diego Alfonso) para paliar su angustia y tratar de comprender lo que le pasa. Porque luego de cada muerte aparece un viejo, como si fuera un fantasma. Las muertes se suceden, son todas distintas, no siguen ningún patrón y no tienen explicación. Hermes sigue una pista y hace un recorrido para consultar, investigar, y luego tratar de desentrañar el drama que está viviendo y librarse del mal que lo acecha. Este film es un thriller psicológico en el que hay que ir atando cabos de nombres, historias, al estilo de “El código Da Vinci” (2006), que mantiene en el espectador la tensión, el clima inquietante, el suspenso, acompañado por la música incidental. El médico se siente maldito, condenado, ve y sueña a los muertos como espectros o zombies. Su existencia día a día va barranca abajo y no la puede detener. El problema con esta producción es que una parte está contada como un flashback, y cuando el director repite la primera secuencia de la película, que al comienzo había sido impactante y atrapante, le quita sorpresa e interés, sumados a otros innecesarios flashbacks intermedios que le cortan el ritmo. Si hubiese contado la película en forma lineal habría estado mejor, porque cada escena sería una consecuencia de la anterior, y siempre se mantiene la expectativa de lo que va a suceder. Además, las actuaciones no pudieron realzar el valor fílmico, sólo son rescatables Diego Alfonso y Roberto Carnaghi, que tiene una breve participación, pero demuestra todo su oficio. A pesar de tener un austero presupuesto están bien logradas las ambientaciones, la puesta en escena, las locaciones, que le otorgan un verosímil a la narración. La vida de Hermes es una historia sin final, porque todo lo que vemos, no es lo que parece.
Otra teoría sobre si hay vida después de la muerte, si hay un más allá, si hay un lugar más amable para permanecer toda la eternidad que no sea el planeta tierra. Todo relatado sin solemnidad, ni cuestionamientos filosóficos profundos. El director Leonardo Fabio Calderón aborda este tema con una producción narrada en un estilo más teatral que cinematográfico, donde vemos como la vida del bandoneonista Enzo (Pablo Alarcón) termina imprevistamente durante la noche, acostado en la cama junto a su mujer Verónica (Ingrid Pelicori). El relato transcurre en menos de 24 horas. Porque en la mañana el protagonista aparece muerto, y se ve muerto, si, se ve muerto, porque el truco cinematográfico hace que a Enzo lo venga a buscar su amigo y compañero de orquesta, Piguyi (Claudio Rissi), que está muerto hace unos diez años y lo lleve al destino final. Todo lo que sucede luego es el desarrollo de lo que se acostumbra a hacer en estos casos: llorar al fallecido por parte de su mujer y su hija, del hermano de Enzo, Lucho (Fabián Arenillas), que se encarga de hacer los trámites con la funeraria, de las vecinas chusmas que elucubran cuál fue la causa del deceso de Enzo, etc. Prácticamente toda la historia transcurre en el interior de la casa familiar, donde los músicos se encuentran en el mismo ámbito que sus deudos, pero no pueden ser vistos ni escuchados, todo lo contrario a ellos, que son testigos de todo, pero no pueden hacer nada. Las reflexiones de los amigos muertos, que están en otro plano de la realidad, sobre el querer volver a la vida, que todavía no es el momento de partir, etc., se mezclan con las cosas que se van enterando con el desarrollo de la narración, los reproches, las deudas pendientes, las relaciones familiares, los secretos ocultos durante años, y los actuales, todo contado con un tono medido, sin ser una comedia ni un drama. La puesta escénica es austera, destacándose la eficiencia y solvencia de las actuaciones de Ingrid Pelicori y Claudio Rissi, y la realización se sostiene en los diálogos que son como capas de cebolla, donde siempre hay una nueva información para asimilar, tanto del lado de los muertos como de los vivos, y logra mantener el interés del espectador. La idea es contar una historia con un tono cordial, pero sin involucrarse demasiado en disquisiciones teológicas o espirituales.
Al realizar una película de ficción se sigue un guión previo, el que durante el rodaje puede, o no, irse modificando parcialmente en ciertos diálogos o puestas en escena, porque es realmente en el set de filmación sonde se realizan los ajustes funcionales al tema, historia, concepto y estética previsto en el proyecto original. Muy distinto es el proceso que se sigue en la planificación y desarrollo de una obra documental. Comienza con un escorzo global de los aspectos generales del entramado debidamente tratado, para luego encarar la investigación pertinente a fin de reunir el material preexistente necesario (cuando corresponda), y cumplir un plan de rodaje del material original imprescindible, elaborando entonces el guión que tendrá su ajuste definitivo en el proceso de compaginación. En muchas ocasiones, en esa sala se dejan elementos sin resolver, cosas que quedan en el tintero, merodeando en la cabeza del director el cómo o el por qué no se pudo solucionar ese inconveniente. Éste nuevo documental de Sergio Wolf, trece años después del estreno de “Yo no sé que me han hecho tus ojos” (2003), codirigida junto a Lorena Muñoz, retoma la historia de quién se convirtió en una leyenda de la música argentina, la cantante de tangos Ada Falcón, quien en 1942, luego de grabar el tango que le da el título a éste documental, abandona su exitosa carrera y se va a vivir con su madre a Salsipuedes, provincia de Córdoba, a un Convento de monjas, donde ella se consagra a Dios y jura no volver a hablar más. El disparador que motiva a Wolf a darle una vuelta de tuerca a la misma historia es la pérdida del registro sonoro de la primera entrevista, pues no obstante contar con las imágenes carece de las voces, por lo que esa escena que era muy importante no pudo ser incluida en el film del 2003, a lo que se sumaba el hecho de que el realizador no se acordaba lo que le había narrado la cantante. Ello lo impulsa a toma la decisión de ponerse en movimiento para tratar de dilucidar, desentrañar, lo que le había contado Ada Falcón. Sergio Wolf desempolva la vieja lata con el fílmico, pide ayuda a técnicos, vuelve a Salsipuedes a desandar el camino hecho 18 años antes, le consulta a Edgardo Cozarinsky cómo solucionar el problema, incluso contrata a una lectora de labios para poder rearmar esa escena. En el recorrido todo el esfuerzo lo hace para cerrar definitivamente la historia, completar lo que falta, volver a hacerla hablar a Ada Falcón. Porque el mérito que tuvieron en su momento Lorena Muñoz y Sergio Wolf fue lograr convencer a la cantante para que rompa su promesa del silencio eterno, poder filmarla y entrevistarla sin condicionamientos. Ada Falcón a través de los años construyó un mito porque siempre hubo preguntas sin respuestas, si en pleno estrellato abandonó todo por culpa del desengaño amoroso que tuvo con Francisco Canaro, si se cansó del éxito y el glamour, o de la farándula de la época, y tomó esa drástica y definitiva decisión en su vida, tal vez las respuestas estaban en esa cinta de sonido perdido. Pero quizás el aura de misterio que siempre rodeó su vida impida que su voz salga del convento.
Una historia más de chico conoce chica, se enamoran, van a vivir juntos, comienzan las rispideces de la convivencia, hasta que aparece un tercero en discordia que modifica la relación de la pareja. Ese es el nudo argumental de esta ópera prima de Sebastián D´Angelo, quien también escribió el guión en compañía de Santiago Fernández Calvete, codirector de ésta película. Narrado como un flashback, con un comienzo intrigante, que produce expectativas para lo que vendrá, cuenta la historia de Julia (Mercedes Oviedo) que, en una celebración con amigas dentro de un pub, conoce al dueño del establecimiento, Matías (Sebastián D´Angelo). El flechazo es inmediato, y la relación es tan vertiginosa que en poco tiempo Julia se va a vivir a la casa de Matías. Con la misma velocidad que se desarrollan los acontecimientos, los reclamos por parte del protagonista no tardan en llegar. Julia es una artista plástica que no gana plata, y su intención es progresar con su vocación, pero acepta la recomendación de su novio en buscar un trabajo aunque no le guste. Matías es una persona seria, siempre con un gesto adusto, no se le escapa una sonrisa ni por casualidad, la violencia está latente en él, la controla, pero siempre está al borde del estallido. Su contracara es Julia, quien persigue su sueño de ser pintora y vive con las emociones a flor de piel Cuando aparece en escena Rodrigo (Gustavo Pardi), un viejo amigo de Matías, las relaciones van mutando. Julia se conecta desde otro lugar con Rodrigo, porque éste es un actor del teatro under y comparten el gusto por el arte. Matías tiene el pub y además está a cargo de su padre (Patricio Contreras), quien padece problemas con su memoria y no puede valerse solo. Los intérpretes son creíbles en sus personajes, logran buenos climas entre ellos, especialmente entre Julia y Rodrigo, tienen matices, pueden variar sus emociones y el carácter de modo convincente. Matías es más lineal, previsible y se puede divisar cuando está por explotar. La historia transcurre básicamente durante las noches, tiene un ritmo interno intenso y continuo manteniendo al espectador atento porque en cada escena pasa algo y no hay espacio para la calma. Hubiese sido más rico y valorable que el final cerrase la incertidumbre y la expectativa generada al comienzo. pero todo se desmorona desmereciendo lo bueno que habían construido previamente, dejando al espectador con un gusto amargo y una sensación de vacío.
Detectivesca investigación sobre dos extravagantes personajes de la fauna porteña La ambición humana no tiene límites, el deseo de triunfar, de trascender, sea como sea, fue la motivación principal que tuvo esta particular pareja durante los años ‘20 en la Argentina. El director de éste documental, Eduardo L. Sánchez, se ocupó de rescatar del olvido la alocada vida que tuvieron la suiza Myriam Stefford y el argentino Raúl Barón Biza. El disparador que encuentra el realizador para iniciar la investigación, y convertirla en una película, es una réplica en miniatura de un monumento que siempre estuvo en su casa, y que nunca su madre quiso explicarle lo que era, o lo que significaba. Las dudas, la intriga, la cantidad de preguntas sin respuestas se iban acumulando en su mente, no sólo por ese objeto sino también por saber fehacientemente cuál era su origen, lo tenían inquieto. Y su madre prefirió silenciar, ocultar, negar, la historia de los antepasados familiares. Y se sabe que ante la negación el ser humano se obsesiona cada vez más en saberlo. No importa cómo o lo qué es, pero necesita sacarse ese peso de encima aunque traiga consecuencias no muy agradables. En el raid el director viajó a Córdoba, a Suiza, Alemania, y Venecia, para conseguir datos, información, archivos, fotos.., a fin de descubrir lo que había detrás de esta historia. Fue armando el rompecabezas con testimonios de historiadores, allegados a la pareja, etc., y las capas se fueron levantando para comprender que el glamour, la sofisticación, la profesión que decía tener la extranjera, la fortuna que tenía el argentino, y la necesidad imperiosa de mostrarse ante la sociedad como exitosos, porque la mediocridad no era para ellos, resultó ser un cóctel explosivo, con consecuencias insospechadas en poco tiempo. Myriam decía que era una famosa actriz, Biza, fue un escritor, millonario por herencia, y el tiempo que estuvieron juntos la pasaron genial. Pero el correr los límites del peligro cada vez un poco más lejos, probablemente por aburrimiento, llevó a la mujer a aprender a volar un aeroplano en alrededor de dos meses, y junto a su instructor planificaron y comenzaron un periplo de volar por 14 provincias. Arriesgar de más cuando se lo tiene todo, es absurdo. Pero la estupidez humana es incorregible y esto la condujo a la muerte. El tratamiento riguroso con el que lleva adelante la realización, y el porqué de develar con tanto interés lo que siempre le ocultó su madre, convierte al director en una suerte de detective privado para desentrañar su propio origen y poder ponerle un punto final a esta auténtica novela.
Auspicioso debut con una historia enmarcada en la inhóspita Patagonia En una estancia de la Patagonia Argentina, vigilada desde las alturas por los emblemas de la región como son el Monte Fitz Roy y el Cerro Torre, en un ambiente alejado de la confortable y alegre zona turística, donde todo es más duro, sacrificado, y nada pintoresco, cuando lo único que hay para hacer en ese establecimiento es trabajar, trabajar y trabajar, el director Emiliano Torres, en su ópera prima, nos cuenta la historia de los trabajadores golondrina que llegan para esquilar las ovejas, y luego siguen en busca de otros trabajos hasta que vuelven al año siguiente. El film se focaliza en el capataz Evans (Alejandro Sieveking), un hombre viejo que vive solo en la estancia hasta que llega la época de la esquila. Con el arribo de los trabajadores, desde el primer momento, comienza a llamar la atención, a erigirse por sobre los demás Jara (Cristian Salguero), un correntino callado, laborioso, que tiene como meta que lo efectivicen. El conflicto se genera cuando a Evans lo echan al final de la temporada de esquila y decide reemplazarlo por alguien joven como Jara, quien en pocos meses aprendió el oficio y maneja la estancia perfectamente. A Evans las cosas como jubilado no le resultan sencillas, no tiene ni donde vivir, para él su vida era ser sino que hasta su hija lo rechaza. El ex capataz se siente perdido y no sabe que hacer. Aquí es cuando la narración se enriquece porque toma una decisión fundamental para modificar su realidad. Por su parte Jara se toma el trabajo muy en serio, es muy responsable y siente finalmente que el trabajo le pertenece. Emiliano Torres integra los paisajes a la vida de la estancia retratados con planos generales que sirven para mostrarnos las distancias eternas de campos y montañas, reflejándonos los paisajes desolados, las inclemencias climáticas, donde sólo hay arbustos, los árboles no pueden crecer en esas tierras, sumado a todos esos inconvenientes, los inviernos siempre crudos, difíciles, generando en el espectador una atmósfera inquietante. La historia está bien contada, con un ritmo lento, cansino, de acuerdo a la vida que se lleva en esos lugares. La puesta en escena está muy bien lograda, los personajes, tanto los principales como los secundarios son los que sostienen la historia y la vuelven creíble. Evans termina siendo un muerto en vida, un fantasma, cuando su jefe decide echarlo, porque siempre estuvo acostumbrado a que su vida sea sólo trabajo, sin espacio para otras cosas y nunca cuestionó la rutina ni el aburrimiento invernal, el mérito del director es tratar de resucitar al fantasma en ese ámbito inhóspito del sur argentino.
Éste documental, de una hora de duración, resume la vida y obra de la orquesta infantil “El Tambo”, de la Escuela 188 “René Favaloro”, de La Matanza, provincia de Buenos Aires. La orquesta se fundó en el año 2006 gracias al Programa social “Andrés Chazarreta”, focalizado en que los chicos de edad escolar que viven en barrios populares puedan acercarse, interesarse, y aprender a tocar algún instrumento musical para que, entre todos, formen una orquesta que ejecute música latinoamericana. Los alumnos ensayan en un salón de la escuela y los instrumentos son provistos por la intendencia local. Realizada por Liber José Menghini y Jorge Menghini Meny retrata el origen, la formación, los ensayos, los conciertos, y la intimidad de ésta orquesta del barrio El Tambo, señalando que el Programa social “Andrés Chazarreta” también desarrolló el proyecto en otros lugares del país. Los adolescentes, de extracción social humilde, se acercaron a los talleres y fueron aprendiendo a tocar cada uno un instrumento, cultivando el pensamiento de los chicos que su vida puede ser la música, y que cuando terminen el secundario podrían quedar ligado a ella de alguna manera. Las entrevistas se circunscriben a un limitado grupo de alumnos, no a toda la agrupación, y al director de la formación, Carlos Alvarez, sumadas a otras autoridades educativas, con formato y estética televisiva. Los entrevistados están sentados y la cámara los registra en plano medio, con estilo narrativo tradicional, mientras que al entrevistador no lo vemos, pero siempre está presente por su voz en off. A través de esta realización documental se apunta a poner de manifiesto que si hay una idea concreta para llevar a cabo, como un objetivo conjunto, se pueden hacer cosas, que los sueños se pueden llegar a alcanzar, pero el film como tal es bastante descriptivo y prácticamente no logra crear climas ni situaciones que alcancen a genera en el espectador empatía emotiva. Resulta interesante como aporte informativo respecto de que se generan políticas provinciales beneficiosas para la población, en éste caso en particular a los más vulnerables, que están en una edad y situación socioeconómica delicada, para intentar rescatarlos de la calle si denotan motivación y vocación, y puedan encontrar un camino de realización personal, y grupal, con apertura a encuasarlos tal vez en su futuro medio de vida.
En una apacible vida de estancia en la Argentina de la primera mitad del siglo XIX, alejada de las luchas políticas y continuos conflictos bélicos que atormentaban al país en esa época, se desarrolla esta historia dirigida por Mauricio Brunetti. Tiene su mundo propio que con los años se va convirtiendo en un infierno del que no se puede salir, cuyo resultado es la venganza que va a pegar en donde más duele. El protagonista es Güiraldes (Lito Cruz), amo y señor de la estancia “La Mercedaria” dedicada a las plantaciones, actividad realizada por los negros esclavos que había en ese entonces. El conflicto, los problemas internos, etc., tienen como único responsable a Güiraldes, quien abusa, maltrata, desprecia, odia a todos los que viven en la estancia, no sólo a los esclavos sino también a su esposa Mercedes (Beatriz Spelzini), y a su hijo Rodrigo (Ludovico Di Santo). Es un duro, un tirano, prácticamente piensa que quienes lo rodean tienen que estarle agradecidos por tener la vida que llevan. Domina a todos con mano de hierro, y si con eso no alcanza emplea también los latigazos. Mercedes, abnegada y sometida esposa, a escondidas de su marido, también desarrolla sentimientos malignos consiguiendo para ejecutar esos sentimientos el beneplácito de la iglesia católica, de la que ella es una ferviente practicante. Rodrigo cuando vuelve a su casa convertido en un adulto y casado con Bianca (Sabrina Garciarena), intenta acercarse a su padre, pero éste continúa denigrándolo y sin aceptarlo tal como es. La narración va y viene en dos planos temporales, el presente y el pasado, para explicar todos los hechos trágicos que provocaron que el presente sea como es. Aquí radica uno de los problemas, el uso y abuso de los flashbacks, los que deberían ser recuerdos de alguno de los protagonistas pero que no tienen dueño. El otro es la indefinición del género en el cual se enmarca el relato, pues al comienzo es un drama, pero a medida que avanza la historia vira hacia el lado del suspenso y del terror, lo que da como resultado un relato que termina por no afirmarse solidamente en ninguno. La actuación más destacada es la de Beatriz Spelzini, porque su labor actoral tiene apropiados y logrados cambios de carácter que van de la pasividad a la acción de forma convincente. Lito Cruz perfila a Gúiraldes monótono, monocromático y autoritario convirtiéndolo en el más malo de los malos, pero carente de las distintas capas que tiene que tener un personaje para que sea interesante. Lo rescatable es la gran factura técnica de la producción, como la ambientación, iluminación, fotografía, escenografía, vestuario, sumado a la utilización del lenguaje acorde a esos tiempos. En su debut como realizador Mauricio Brunetti se queda a mitad de camino entre el drama y el terror, indefinición del género cinematográfico que afecta a la valorización del film.
Historia mínima narrada con sencillez con el marco de una gran ciudad Muchas veces recibir una herencia suele provocar conflictos, peleas, resquemores, entre los herederos. Pero en éste caso en particular el problema se genera entre los beneficiarios con alguien que no lo es, pero termina repercutiendo fuertemente en la relación de los dos protagonistas. Jake (Theo Taplitz), que vive con sus padres en un departamento en Manhattan, es un adolescente con un gran talento para el dibujo, que lleva una vida tranquila hasta que recibe la noticia de la muerte de su abuelo. A raíz de ese hecho sus padres deciden mudarse a la casa donde vivía el abuelo, que es la casa natal del padre de Jake, ubicada en Brooklyn. Jake no sufre el cambio de barrio, ni de colegio, porque enseguida se hace amigo de Tony (Michael Barbieri), quien aspira ser actor, de manera que, al compartir el gusto por las artes, sueñan con ir a una escuela especializada. Esta amistad inmediatamente logra acercar a los padres de Jake con la madre de Tony, que es la inquilina del local de abajo de la casa heredada, y que pertenece a la misma propiedad. Leonor (Paulina García) es una costurera que cría sola a su hijo Tony, quienes apenas sobreviven con ese trabajo. A medida que transcurre la narración el local se convierte en el objeto de disputa, porque los nuevos vecinos son de clase media, Brian (Greg Kinnear) es un actor de poca monta, y la que mantiene a la familia es Kathy (Jennifer Ehle), que es psicoanalista. Esta obra de Ira Sachs relata situaciones de dos mundos paralelos, de dos planos, por un lado, la de los adultos, con sus vidas y las luchas con la inquilina por la renovación del contrato, que de un comienzo amigable, amable, de confianza mutua, se van alejando cada vez más en contraposición con los adolescentes, quienes cada día que pasa son más amigos y no están enterados de los roces entre sus padres. El ritmo interno de ambos grupos va en aumento, sin pensar en el daño y las consecuencias que van a ocasionar ciertas decisiones. Este film dramático no tiene pretensiones desmesuradas, no abre juicios de valor ni realiza alguna denuncia social. Es ni más ni menos que una historia mínima, particular dentro de una gran ciudad como Nueva York, pero es algo común que le puede ocurrir a cualquier familia. El director logra plasmar en imágenes una historia ágil, bien contada, con un aceitado mecanismo de vincular a los personajes en cada escena. Tiene pequeños momentos emotivos, no le interesan los golpes bajos ni las grandilocuencias. Es una producción austera, precisa, que utiliza a Brooklyn como una locación más, integrándola al relato de manera justa y necesaria, otorgándole una frescura que concuerda con la narración descripta.
Tener obligaciones y trabajos no deseados, hacer las cosas porque sí, sin pensar, sin discutir, agachar la cabeza y seguir para adelante absorber presiones, y aplicarlas a otros de la misma manera, aunque sean de la familia, porque el no como respuesta está prohibido . Dónde el único modo de vida que conocen es el de trabajar constantemente, sin espacio para nada más, es la base en la que se sustenta esta historia que refleja el director Yuval Delshad sobre la vida de una familia que vive en una campiña en algún lugar desolado de Israel, donde la vida es muy sufrida y el sacrificio diario es el arma fundamental para combatirla. El film cuenta las desventuras de Moti (Asher Avrahami), un chico en edad escolar que tiene que ayudar con el trabajo a su padre en una tarea rutinaria, tediosa y pesada, como es un criadero de pavos para luego, cuando son grandes, comercializarlos. Como al protagonista le interesan más otras cosas, respecto de las que tiene habilidades e ingenio en demasía, vive en una lucha diaria con su padre por tener que trabajar a disgusto y hacer ciertas labores que no quiere. Su padre, llamado Ittzhak (Navid Negahban), es un ser hosco, irascible, con una mentalidad primitiva modelada por su propio padre, que hace años no cuestiona su modo de vida, ni su oficio, simplemente lo ejecuta como un burro, porque es un cabeza dura, y las peleas continuas que tiene con su único hijo van creciendo a medida que avanza el relato, enriqueciéndolo por su complejidad. Moti tiene como aliado a su madre Sarah (Viss Elliot Safavi) y cuenta además con el apoyo de su tío Dariush (David Diaan), que vino de visita y les hacen la vida más llevadera. Porque la historia otorga pocos respiros, el desgaste psicológico que padecen cada uno de los integrantes de esa familia los lleva a estar inmersos en una cruda realidad, no tanto por la actividad a la que se dedican, sino porque están dentro de un laberinto del que no pueden, o no saben, salir. La riqueza y la profundidad de esta obra se sostiene porque cada escena, cada secuencia, es una consecuencia de la anterior, cuya trama se desarrolla prácticamente en la granja, produciendo un agobio y un círculo vicioso que se va haciendo irrespirable. La vida en el campo es dura, y es más dura aún cuando hay que seguir, obedecer y aceptar ciertos mandatos paternos de generación en generación. El clima y la tensión permanente está muy bien logrado por el director, apoyado por la iluminación, la textura de la imagen, en un drama muy bien contado.