De sólo estar Hay encuentros que hacen bien. Es la sensación que queda después de ver Lo que más quiero, de Delfina Castagnino. Dos amigas comparten un tiempo inabarcable, en Bariloche. Pilar es la dueña de casa y María llega de Buenos Aires a pasar unos días. La cámara se instala como una intrusa y con planos secuencia largos captura ese momento emocional por ?el que pasan las protagonistas. Las circunstancias de cada una se van descubriendo al mirarlas. Muy pocos diálogos el filme que fascina por varios aciertos. La cámara es la narradora, fija, detenida en la primera escena, con ellas de espaldas y las montañas imponentes. El timing de cada momento se logra porque Pilar Gamboa es una actriz extraordinaria. También María Villar, en el rol de la amiga de Buenos Aires y Esteban Lamothe (como Diego) pueden sostener ese tiempo inmenso a pura actuación. Lo que más quiero invita a sumergirse en el tiempo de las amigas, con escenas conmovedoras. Al impacto de la primera siguen otras, con planos cortos, a veces demasiado, como si el contexto estuviera en la mirada de las actrices. Pasa cuando María recibe la llamada de su novio; en la polémica escena (algunos críticos han expresado objeciones ideológicas) de Pilar con los empleados del aserradero de su padre recientemente fallecido. Toda la emoción cabe ?en el primer plano de la chica desbordada por la tristeza y ese cambio irreversible, con ?el interlocutor de espaldas. El flash con la yegua que no puede dominar, la decisión al respecto, van armando un colaje de acontecimientos íntimos que hacen vibrar el entorno. La directora ha tomado decisiones estéticas para lograr el clima de cotidianidad: sonido ambiente, directo; luz natural y escenas al aire libre bellamente fotografiadas por ?Soledad Rodríguez. Todo vive alrededor de las amigas. Castagnino no muestra el bosque, fascina con el rumor del follaje. Su película, que refleja influencias de Lisandro Alonso y Mariano Llinás, convoca a Pilar Gamboa, exquisita intérprete de teatro y popular desde su rol en Los únicos.
Y se fue el amor Como una melodía irresistible, que hace bailar, es el amor. Blue Valentine transmite sentimientos y la crisis de pareja a través de una historia pequeña, de pueblo chico. El director Derek Cianfrance ofrece datos sueltos con una narración en quiebre constante. El paso del tiempo impacta en la relación de Cindy (Michelle Williams) y Dean (Ryan Gosling). La clave está en los flashback que exigen del espectador atención para el seguimiento de la historia. El procedimiento no sólo no distancia, hace el drama tan comprensible en toda su complejidad que es imposible no seguir la curva descendente del amor. El modo de narrar se adapta a la crisis tan profunda que no encuentra palabras. Por eso la fuerza del drama recae en las interpretaciones de la pareja de actores. Gosling construye los deseos de un hombre sencillo que un día se encuentra con una mujer hermosa. Michelle Williams es la chica que sueña con estudiar medicina y, por lo tanto, salir del pueblo. La atmósfera social y familiar aparece aludida cuando la cámara se detiene en la casa paterna de Cindy; la escuela; la relación con la abuela; el primer trabajo de Dean en una empresa de mudanzas; el embarazo; la presencia de Frankie, la hija; saltos en el tiempo que el espectador sigue con los indicios del peinado o la ropa de los protagonistas. Está claro qué cosas quedaron atrás. “Siento que los hombres somos más románticos que las mujeres. Ellas buscan al príncipe azul y terminan casadas con el tipo que tiene un buen trabajo”, dice Dean cuando todavía está soltero. La vida lo pone en un lugar que nunca imaginó. También ella debe reacomodar el cuerpo a las circunstancias. Cuando comienza Blue Valentine , la tormenta ya se ha desatado. Hay detalles, muchos, planteados con inteligencia y cuidado por el director. La película transita momentos muy dramáticos (la escena en el jardín de infantes de Frankie; en el motel; el desenlace), con la cámara cerca de los rostros, pero también, hay pasajes hermosos, como el baile en la vereda; la música en el motel; la propuesta en el metro. Los diálogos van mostrando los corazones agazapados de los dos. Siempre hubo uno que amó menos. Blue Valentine no hace concesiones. El presente de Cindy y Dean es absoluto y el espectador comprende, como si fueran viejos conocidos, el drama que los deja sin melodía.
La eterna juventud de Jack Sparrow Por cuarta vez, el público se encuentra con el antihéroe Jack Sparrow y la aventura a bordo de barcos fantasmagóricos, comandados por chiflados. Rob Marshall dirige la nueva película de la saga, Piratas del Caribe en aguas misteriosas , manteniendo el diseño de las anteriores, el humor absurdo y a Johnny Depp como bufón inspirador. El actor revolea los ojos siempre tan delineados y logra un pirata que trastabilla, aunque se mueve veloz y efectivo como las maldiciones que va armando el guión. Piratas del Caribe 4 mantiene la continuidad de tono y abordaje de las aventuras, ventaja o desventaja de la película, según la lente. Esta vez, Sparrow busca la fuente de la juventud y vuelve a encontrarse con obstáculos fabulosos. Geoffrey Rush recrea su personaje Barbossa, ahora más terrenal y con una pierna menos. El corsario, al servicio de la corona británica (una variación lingüística que lo diferencia de los ‘piratas’), busca, además, a Barba Negra (imperdible Ian McShane), un maldito que terminó con el Perla Negra metiéndolo en una botella. Piratas del Caribe en aguas misteriosas suma a Penélope Cruz en el personaje de ex mujer engañada por Jack, a tono con la facilidad para la traición y el pillaje propios de Sparrow. La aventura se va complicando y suma barcos, tripulaciones raras, algunos zombies, sirenas que son pirañas y paisajes bellísimos, de cuento. La película comienza con las correrías de Sparrow en Londres, una embarrada ciudad donde se corre la voz de que Sparrow, un impostor, busca tripulación. Entre pelucas, modales, encajes y manjares, la acción se inicia cuando Sparrow burla al rey. Hay aún más enredos cuando aparecen los españoles con flota propia, al tiempo que la bella Angélica (Penélope Cruz) conduce a Sparrow al Queen Annes Revenge, el barco del pirata Barba Negra. Los efectos estimulan la imaginación: fuego en Londres, batallas a bordo, cañonazos y la seguidilla de desaciertos que caracteriza a Sparrow. Las imágenes son tan contundentes en su protagonismo que poco importan los detalles del guión. Durante dos horas entretienen con los tics y fórmulas del género de aventuras en alta mar. La película de Rob Marshall es una de piratas a lo grande, a lo Disney, siempre a tiempo para reiniciar la saga. Con una narración sin tregua, el ritmo de la película deja conforme al espectador adicto a Sparrow. Depp no ahorra piruetas al personaje, aunque tanto su actuación como la de las otras figuras pierden matices en la versión doblada al castellano. La película requiere una dosis de adhesión al género, la estética y la fantasía en estado puro.
La construcción de una mentira El talento de Valerie Plame como oficial secreta de la Cía está en la capacidad para obtener información con su voz aterciopelada y gestos de modelo top, ya sea en Amman, El Cairo o Bagdad. Su marido Joe Wilson es diplomático. La pareja, al servicio del gobierno de los Estados Unidos, condensa los valores patrióticos de su país. Naomi Watts y Sean Penn protagonizan Poder que mata, basada en un caso real, el Plamegate, sobre el informe que negó la existencia de armas de destrucción masiva en Irak. La información concebida en el seno de la agencia fue ignorada por los halcones de la Casa Blanca. En octubre de 2001, con el fantasma de las Torres humeando, la Cía tiene una actividad frenética. La posibilidad de la guerra depende de esa información. La película de Doug Liman (Sr. y Sra. Smith) comienza con imágenes vertiginosas, cambios de escenarios y datos, muchos datos, sobre unos cilindros de aluminio donde posiblemente se ha trasladado uranio desde África. No hay novedad en las escenas stándard sobre las relaciones asépticas de los agentes entre sí, las dudas sobre la misión encomendada y el nerviosismo por mantener el delicado equilibrio con el poder ejecutivo. Si el espectador puede abstraerse de tanta información en cadena, Poder que mata (Fair game/Juego limpio) es una buena película filmada a la manera de un documental, con movimientos de cámara y lo político como el terreno donde encuentra explicación el gran negocio de la guerra. Refuerza el formato de ficción documentada o documental ficcionalizado, el material de archivo que actualiza los discursos de George W. Bush con todos los, pocos, tonos de voz con los que anunció la guerra a Irak. Hay flashes de la cadena CNN apoyando la gesta, recurso con el que el guión pone en el centro del poder a los medios masivos. La crisis de Val y Joe se desata cuando el diplomático decide publicar un artículo sobre las armas que no encontró porque no existían. Enseguida, una mano negra publica la verdadera identidad de Val y la intriga se traslada a la casa del matrimonio, golpeado por la traición y la impotencia. Naomi Watts y Sean Penn realizan un trabajo impecable en la película con elementos políticos de clara militancia antibelicista. "Somos las piezas de una maquinaria", dice ella, ferviente oficial de la Cía. Él elige no callar. Penn propone su costado combativo en algunos discursos y asume el rol de acusador mientras el espectador asiste a la construcción de una mentira inmensa. Val resuelve el dilema que la pone entre la Cía y su familia, una anécdota, si se tiene en cuenta las consecuencias traducidas en miles de muertes que la Casa Blanca promovió en defensa de la democracia occidental.
El cruento paso del tiempo La gracia está en el procedimiento. Querida voy a comprar cigarrillos y vuelvo, la película de Gastón Duprat, Mariano Cohn (El hombre de al lado), es un experimento narrativo sobre un cuento de Alberto Laiseca. La historia gira alrededor de Ernesto, un hombrecito gris de 63 años que recibe la visita de un sujeto extraño que bien puede ser el diablo, o algo así. Emilio Disi interpreta el tipo sin estímulos, que vive en Olavarría, desencantado, maldiciendo su falta de oportunidades. El actor logra un medio tono exasperante, de fracasado convencido, amargo y sin capacidad para la sorpresa. Eusebio Poncela pone su rostro y mirada de hielo al servicio de un personaje que atraviesa los siglos destapando lo peor de cada elegido. Pero el mejor chiste de la película es el mismo Laiseca frente a la cámara, contando la miserable vida de Ernestito tentado por el diablo. El escritor atrapa al espectador con su tono socarrón, haciendo comentarios sobre la operación fantástica a la que es sometido voluntariamente Ernesto. El hombre debe elegir fechas a las que desea volver. La ilusión de vivir 10 años durará apenas cinco minutos. La idea es estupenda y la presencia de Laiseca, poderosa. Los directores han declarado que se ocupan de buscar nuevos lenguajes y en ese sentido, la película funciona. Quizás el relato, en imágenes, resulta bastante previsible, aun cuando tanto Disi como Darío Lopilato, en el rol de Ernesto en la década de 1970, son las dos caras de una misma moneda. El primero encara el rol con un gesto trágico que hace reír por desesperación. El segundo es la derrota en estado larvado. Porque llega a Buenos Aires creyendo que su problema está en Olavarría. La voz de Laiseca suena como un látigo ronco: “Una ciudad es grande si uno es grande”. Más adelante se pregunta, cuando Ernesto adelanta la era del reality, en Olvarría, o el ataque a las Torres Gemelas: “¿De qué sirve ser un visionario?” El humor negro acompaña cada viñeta del recorrido de Ernesto, ese “mediocre, chato, amarrete”, sometido al paso del tiempo, su conciencia y estragos.
La locura más temida Carlos Sorín hace honor a los laureles que supo conseguir, esta vez, con un drama de suspenso. El mismo director ha adelantado que filmó El gato desaparece a la manera de Hitchcock (La dama desaparece). Proponerse una película sobre el arte de hacer cine y tomar las reglas del género de suspenso, no aparta a Sorín de la capacidad para crear una historia sencilla, de elementos concentrados, absolutamente clara, como ocurre en un buen relato. Ante todo, Sorín sabe narrar. Lo demás es un juego de sutilezas y planos que ponen al descubierto el drama puertas adentro. Luis ha estado internado en un hospital psiquiátrico. Vuelve a su casa con la esposa (Beatriz Spelzini) quien permanentemente monitorea las reacciones, los cambios de humor y respiración del hombre que meses atrás se desempeñaba como profesor de filosofía en la universidad. "La psiquiatría no es una ciencia exacta. Disfrute este momento", le dice el médico a Beatriz el día del alta. Pero la mujer no puede disfrutar. La chispa del miedo se enciende en ella y para colmo, Donatello, el gato, desaparece después de atacar a Luis. Beatriz Spelzini y Luis Luque logran que las acciones cotidianas y la rutina de un matrimonio con hijos adultos se vuelva extraña, incómoda. La cámara sobre sus rostros, la luz con que Sorín crea un mundo privado lleno de detalles va generando una atmósfera tensa, sin perder ritmo. Es notable el trabajo de la pareja de actores. Spelzini, con su rol de mujer exacerbada, con los nervios hecho añicos; Luque, en una dimensión en la que cada gesto puede ser interpretado de diferentes maneras. A quién creer. La búsqueda del gato abre el cuadro por el barrio y el parque. Beatriz va al Shopping; hay visitas, pero, las percepciones van ganando terreno a las evidencias y a las acciones físicas. "¿Qué tenemos en nuestra cabezas, Luis?" Pregunta Beatriz al marido que sonríe y parece no entender. Reinstalar la normalidad es el desafío, mientras Beatriz va perdiendo el equilibrio y busca confirmar las sospechas de no se sabe qué. Queda planteado, que la línea entre lucidez y locura es muy delgada. Sorín se guarda en la manga un buen final que cumple con Hitchcock y el espectador.
Un bello relato histórico 1817 fue un año que le cambió la vida a muchos. Revolución. El Cruce de los Andes narra lo sucedido ese año en la vida de Manuel Corvalán. Fue el mejor año, según cuenta el viejo (León Dogodny) al periodista Reynoso (Lautaro Delgado). La película de Leandro Ipiña entra a la gesta por los costados más sensibles. Corvalán, de muchacho, acompañó al general como su amanuense. La perspectiva se va multiplicando y el cuadro se abre hacia otros personajes de la hazaña. La película arma otro retrato del libertador, interpretado por Rodrigo de la Serna. El actor se juega su prestigio, calzando las botas del militar sagaz, directo, que habla con acento castizo y transmite desesperación o ira con sólo parpadear. Un carácter del demonio, esa es la sensación a poco de comenzar la película. El cuadro incluye a los negros libertos, una reivindicación novedosa en el relato. Ipiña va preparando el terreno, con escenas en la tienda del comando mayor, sus problemas, desconfianzas y estrecheces, hasta desplegar la artillería visual sobre las cumbres majestuosas, los pasos en la cordillera, el horizonte. Los 24 días de la campaña de Chile desembocan en la batalla de Chacabuco, un triunfo también para Ipiña, que transmite el nerviosismo, el miedo, la locura y las emociones de la lucha cuerpo a cuerpo. Se destacan en las actuaciones Juan Ciancio (Corvalán joven); Alberto Ajaka, (Álvarez Condarco); Alberto Morle (Sargento Blanco); Pablo Ribba (Fray Aldao). Crece la tensión y las cámaras cobran protagonismo en tramos como la tormenta de nieve, la noche y sus fuegos, el brillo de los arneses al sol esperando la señal de ataque. Revolución no cae en la lección de historia ilustrada. Sí se escuchan los textos de las cartas de San Martín, dictadas a Corvalán. Así, para el espectador que desconozca los hechos, el planteo es claro y evita los lugares comunes de manual. “No peleamos por cualquier libertad”, dice San Martín, encendido. En la arenga final, aparece la bravura del hombre que vio a través de las montañas. A su alrededor exigió, como pasaporte a la historia, fidelidad en los ojos, la palabra y el espíritu.
En la cerca de la condición humana Algunas veces, el cine encuentra sustento poderoso en una novela y logra las imágenes para comunicar más allá de las palabras. Nunca me abandones , la película de Mark Romanek ( Retratos de una obsesión ), basada en la novela de Kazuo Ishiguro, equilibra el drama, una historia de amor, las variables de un experimento, y una reflexión constante sobre la condición humana. Dos niñas y un niño crecen en una institución en la década de 1950, aislados del mundo y con un discreto desarrollo afectivo. Si es que eso es posible. Kathy (Carey Mulligan), Tommy (Andrew Garfield) y Ruth (Keira Knightley) viven en Hailsham, un internado inglés. A simple vista podría tratarse de la escuela de Harry Potter. Pero no, la magia no se lleva bien con la ciencia ficción. El espectador escucha el relato por boca de Kathy adulta e inicia la aventura del descubrimiento de la identidad de esos chicos. Identidad y destino van unidos. El director Mark Romanek compone una pesadilla hiperrealista. Colabora en la ilusión de normalidad, el diseño de la película que reproduce detalles de época y la fotografía, asociados a espacios reconocibles aunque extraños, en los que se mueven los tres amigos y unos pocos personajes más. La anécdota también es clásica y sencilla, parte de un cuadro bucólico, de Paraíso, maquillaje de un par de ideas siniestras. “No somos máquinas”, grita Tommy que explota a veces. Escenas como la de las cajas con regalos-sorpresa, el bote en la playa, o la paz de los hospitales, así como la asepsia social transmiten sensaciones desoladoras. El trío actoral reparte su capacidad para entrar en sintonía con el tema de la película. Carey Mulligan supera a sus compañeros de elenco. La actriz de Una educación es la conciencia narrativa, la que siempre amó, el espíritu sensible; Keira Knightley, popularmente conocida como la doncella de Piratas del Caribe , compone el personaje que se mueve con cierta malicia, tan humana como Kathy; en tanto Andrew Garfieldy ( La Red Social ) logra un Tommy corto de genio e ingenio, como un mártir sin alternativa. “No pienso en el futuro, pienso en el pasado” dice Kathy, pero, ¿de dónde vienen esos seres? Ishiguro entra de lleno en el tema existencial. Hay mucho más detrás de la historia de amor. “Quizás ninguno de nosotros comprenda lo que ha vivido, o sienta que ha tenido suficiente tiempo”, concluye Kathy, que se asume parte de la Humanidad, aunque no pueda escapar al destino predeterminado.
El amor, esa fuerza intergaláctica El sólo nombre de Robert Zemeckis introduce en una galaxia creativa maravillosa. En el tablero de una nave, dos seres de rasgos alienígenas, familiares para los espectadores de cine fantástico, buscan algo que no tienen. Para eso enfocan la Tierra, una casa, un niño y su madre. El chico desobedece y ella se impone. La escena breve desata la acción de Marte necesita mamás. Con la técnica de captura de movimiento en 3D, la película que dirige Simon Wells cuenta un día muy difícil en la vida de Milo y su mamá, cuando ella es transportada a Marte. El niño, que disfruta de los videojuegos y delira con simuladores en su compu, ahora entra en una dimensión muy parecida a la de sus juegos. El trasfondo es brutal: los marcianos quieren quitar los recuerdos y el instinto a la mamá que duerme adentro de una campana de vidrio presurizado. La película pone al espectador en un vuelo alucinante a través de las capas de la atmósfera hasta llegar a Marte, que resulta un planeta habitado por gente que debe resolver problemas de crianza de las niñas. Porque en Marte el matriarcado es bravo y los varones están condenados a los suburbios donde viven en medio de la chatarra. En ese espacio marginal, Milo conoce a un terrícola adaptado a la fuerza (Dan Fogler) y encuentra una aliada de ensueño, Ki (Elisabeth Harnois). Salvar a mamá es un trabajo contrarreloj (antes de la salida del sol), plazo que pone a prueba el ingenio del equipo y la amistad entre de Milo y Gribble. Marte necesita mamás abunda en analogías, desarrolla comparaciones muy divertidas que los chicos mayores de seis van a disfrutar y que la generación de los ex niños de Zemeckis aplaudirán, como el homenaje a la cultura hippie. El diseño de la película es fabuloso, un festín para 3D, con abismos insondables, valles fosforescentes, montañas de chatarra, ejércitos de niñeras metalizadas, manchas de color impresas en las paredes plateadas de la nave y referencias encantadoras sobre la cultura terrestre, es decir, la de la televisión. El ritmo y la belleza del cuento de aventuras valen por sí mismos. Funcionan como el mejor envoltorio para hablar de amores intergalácticos y vínculos sin fronteras. Tratándose de Zemeckis, el comentario sobre los valores exaltados y el modelo de civilización propuesto puede esperar.
Sentimiento inapelable La construcción de una realidad propia es un tema de la literatura. De eso trata la clase del profesor Brennan sobre El Quijote , mientras su vida parece perdida para siempre en una realidad sin atenuantes. Russell Crowe protagoniza Sólo tres días , la película de Paul Haggis, un drama con dosis de acción y suspenso a la medida del director de Crash. Vidas cruzadas. John Brennan debe sostener a su hijo de seis años después de la tragedia familiar. Su esposa Lara cumple condena por un asesinato que está seguro que no cometió. Haggis esta vez deja de lado el tratamiento orquestal de Crash pero mete al protagonista en un laberinto que mantiene al espectador muy entretenido. Sólo tres días es la remake de la película francesa Por Ella (2008); Crowe vuelve al registro más emocional, incluso tras la frialdad del profesor. En tanto, Elizabeth Banks ofrece la personalidad de la convicta que ve a su hijo cada vez más lejos. El común denominador de la familia es la ausencia de diálogos francos. En esa línea, los abuelos dicen todo con miradas y gestos. La película comienza como un drama; luego desarrolla meticulosamente el plan de John que se impone su propio y enorme desafío: rescatar a Lara de la cárcel de Pittsburgh. La primera parte funciona con momentos de cámara, con primeros planos en la visita a la cárcel. Luke, el hijo de la pareja, ya no besa a su madre y el ambiente limpio y luminoso se siente opresivo. “Sé quién eres”, dice John a Lara. Eso le basta para armar un fenomenal mapa de la fuga, sin cómplices, concentrado en ese otro mundo de fantasía que nadie adivina. La película de ambientes y rostros tristes da paso al montaje, al paralelismo entre la investigación de cada detalle y los pasos aparentemente normales. La tensión crece y el espectador llega a la acción sentado en el asiento trasero del auto de John. Qué parte de nuestras vidas están bajo control y cuánto estamos dispuestos a pagar por la libertad son los planteos breves y directos que Haggis se permite en esta película de discreta desobediencia al sistema.