El poder de la culpa La película de John Curran, La revelación, comienza con la promesa de un drama sólido, pero lentamente va entrando en el terreno de la lección moral con tantos datos complementarios que el tema carcelario queda en el esqueleto. Robert De Niro, Edward Norton, Milla Jovovich y Frances Conroy sostienen el guión que plantea un dilema moral, entre diálogos psicologistas y filosofía New Age. Jack Mabry (De Niro) tiene la difícil tarea de firmar la libertad condicional de los presos, para lo cual, los entrevista y revisa cada caso meticulosamente. “Stone” Creeson (Edward Norton) será su dolor de cabeza, justo antes de jubilarse. Para obtener la tan ansiada libertad, el preso arma una estrategia infalible. Su esposa Lucetta (Milla Jovovich) debe hacer lo imposible para que Jack firme el expediente. El prólogo al drama es rico en detalles que describen la personalidad de Jack, su matrimonio junto a Madylyn (Frances Conroy), las cuentas pendientes y la represión que ejerce sobre sus deseos y pensamientos. La vida de Jack está signada por la ley, de los hombres y la de Dios. Hasta ahí, el montaje avanza a paso firme con paralelismos y saltos en el tiempo. También queda claro que ese hombre callado y sin fe es muy vulnerable. Pero el guión que parecía concentrado en la relación policía-presidiario, va abriendo conflictos, siempre con la voz en off del programa radial que escucha Jack, “Las voces de Dios”. Milla Jovovich compone un personaje manipulador, “una extraterrestre”, dice Stone, por el registro inclasificable de Lucetta, mientras Edward Norton logra con el rostro y la voz cuestionar las certezas del policía. De Niro transmite el descalabro existencial a manos de un preso acusado de haber prendido fuego a sus abuelos. El hombre que dice al comienzo, “Ahora eres mío”, “Yo soy la puerta”, se debate entre el deseo, la transgresión a los mandatos de su iglesia y la culpa. Frances Conroy, como la esposa de Jack, agrega oscuridad a la relación en la que nadie se expresa honestamente. La película pretende ampliar el drama individual, por lo que el director abre demasiado la perspectiva para que el relato se vea aleccionador. La revelación desaprovecha los buenos climas que logran Norton y De Niro. Mientras tanto, la voz en off del predicador radial pretende golpear duro en el estómago al espectador, pero sólo cansa.
La gripe es lo de menos Debutar con un filme de género es un riesgo, asumido por Nicolás Goldbart con mano firme e imaginación. Fase 7 comienza en un supermercado casi desierto, lugar de acopio que además marca el espacio cotidiano y las reglas conocidas por todos. ¿Quién no ha puesto de mal humor empujando el carrito? Le pasa a Coco (Daniel Hendler) que hace la compra junto a su esposa Pipi (Jazmín Stuart), embarazada de 7 meses. Encerrados en la conversación de rutina, nadie los toca adentro de esa burbuja de indiferencia consumista. Hasta que ponen el edificio donde viven en cuarentena por la pandemia de un virus que recuerda la Gripe A (“¿Vos te creés que es una gripe?”, pregunta el personaje de Yayo). Ahí comienza el doble trabajo de Goldbart, con las cámaras para crear el clima, y con los actores para contar hasta dónde puede llevar la obsesión, el miedo o esos resortes ocultos en épocas normales, hasta que se disparan incontrolables. El director filmó en las escaleras estrechas de un edificio, apelando al fuera de campo con acierto, y a detalles como el ojo de Hendler en la mirilla, que magnifica el rostro del vecino más peligroso (muy divertido Federico Luppi en su traje de nazi). Coco se involucra en la violencia entre vecinos y a la vez sobreprotege a su mujer. Abre la puerta del departamento ensangrentado y la relación de pareja se resiente apenas, porque los diálogos cotidianos instalan un microclima absurdo. Es notable la dupla Hendler-Yayo. El humorista también debuta en rol dramático y se luce como el tipo paranoico y apocalíptico. También se destaca la edición de sonido y la fuerza visual de los trajes de aislamiento, aunque por momentos la tensión del relato decae. La mezcla de ciencia ficción y terror recuerda a Alex de la Iglesia en La comunidad, a Ensayo sobre la ceguera, a la recordada Delicatessen, además de El Eternauta y, en ese juego brutal y solitario que describe el individualismo salvaje, los bramidos de Rinoceronte, la obra de Eugene Ionesco.
Perdido en Berlín Nieva sobre Berlín cuando aterriza el avión. El doctor Martin Harris y su esposa se preparan para disfrutar del Día de Acción de Gracias y el congreso de biogenética. Un descuido se convierte en drama. Harris sufre un accidente y al despertar comienza la pesadilla. Desconocido, del catalán Jaume Collet Serra, mete al personaje en el juego de apariencias y en el laberinto de la pérdida de la propia identidad. Alguien (Aidan Quinn) ocupa su lugar en la pareja y desempaña su rol como profesional. La película funciona como un thriller que apunta en distintas direcciones, deliberadamente, para que el espectador se encuentre tan perdido como Harris en Berlín. Liam Neeson logra un personaje dramático e intenso. Recuerda al que interpretó en Venganza (2008), en la piel del padre que busca a su hija secuestrada. Esa línea de actuación le sienta bien. Harris, científico de prestigio, se convierte en un fugitivo. Paulatinamente, la trama va abriendo distintas posibilidades, a medida que el espectador imagina explicaciones para la odisea de ese hombre que no es reconocido ni siquiera por su esposa (January Jones). “Una guerra entre lo que dicen que eres y lo que sabes que eres”, reflexiona Harris que a esa altura tiene un par de nuevos amigos: la ex taxista ilegal, una chica bosnia (Diane Kruger) a la que ya nada la asombra demasiado, y un ex agente de la Stasi, policía del Este, un rol clásico para Bruno Ganz que siempre resulta convincente. Con la joven por guía y varios perseguidores, Harris mete barullo en las coordenadas impecables de la ciudad de Berlín. El director nacido en Barcelona y formado en Estados Unidos resuelve las persecuciones con las reglas de juego del cine de acción que colonizó el planeta. La cámara es hábil en multiplicar engaños y sospechas. En esas escenas molesta la utilización de la música incidental, estentórea subrayando la acción. Desconocido es una película bien contada, con Neeson convincente en el juego psicológico y un tema que puede alimentar muchas otras ficciones, por la actualidad del planteo en cuanto a la manipulación científica sin límite. La fábula en el umbral del futuro entretiene al espectador que sufre porque un avance revolucionario puede caer en las manos equivocadas.
A la conquista de Hollywood Una gloria de la canción, Cher, y una estrella que busca su destino, Christina Aguilera, protagonizan Noches de encanto, comedia romántica con escenas de music hall. La historia con guión y dirección de Steve Antin gira en torno a la anécdota fácilmente reconocible de la chica que llega a Los Ángeles porque quiere triunfar en el mundo del espectáculo. En la Meca de los negocios y la fama, el derecho de piso se paga con sacrificios, decisión y una suerte de exilio interior. Christina Aguilera sorprende en el rol de Alice, personaje a la manera de una moderna Cenicienta, sin casa ni dinero, hasta que lanza la voz y se come el espectáculo. La primera escena de music-hall, con Cher anunciando el Burlesque, encanta al personaje de Aguilera tanto como al espectador de la película. La historia se vuelve glamorosa y hasta mágica cuando las chicas del teatro de variedades calzan zapatos y pelucas. Tess, la dueña del lugar, mantiene la mística del show artesanal, junto a su amigo y asistente, Sean. Cher y Stanley Tucci logran una dupla que recuerda a la de Tucci con Meryl Streep en El diablo viste a la moda. Aquí también el actor se desenvuelve sin esfuerzo en el papel del segundo imprescindible. Cher, con el rostro sin gestos, aun así, puede con el personaje, gracias al brillo de sus ojos y su cabellera renegrida. Cuando el club se va en picada, Tess insiste en no vender el local, referencia a tantos artistas del género que sólo viven a través de su creación. En tanto Alice, una noche sale al toro y mata, esto es, en la jerga teatral, reemplaza a una chica y cuando la música falla, pone su voz al servicio del show que jamás puede detenerse. La chica se convierte en una revelación. Aguilera, también. Con peluca corta, envuelta en perlas o plumas, la cantante baila y ofrece una faceta nueva muy promisoria. Junto a Cam Gigandet (Jack) juega al romance, sin modificar el esquema de musical apenas picaresco. Noches de encanto es una película de amor, de impacto visual, escenografía y vestuario impecables, con una edición de muchísimo ritmo, buena música y el aire de pequeño Moulin Rouge, en el que cada destello se logra a fuerza de talento.
El eterno placer de volver a verlos El vértigo doméstico amenaza a los Fockers por varios frentes. Greg (Ben Stiller) ascendió en el trabajo, está construyendo una casa grande, ‘cuadrada, clásica americana’ y ve crecer junto a Pam (Teri Polo) a los gemelos, a quienes hay que buscarles una buena escuela. En Los pequeños Fockers, el quinto cumpleaños de los niños es la excusa para recibir a los abuelos en Chicago y reavivar la llama de la desconfianza que une desde el primer momento de la relación a Greg y su suegro Jack, ex agente de la CIA. Ben Stiller y Robert De Niro protagonizan escenas divertidas, con un timing que va llevando los enredos a esa lugar de difícil acceso, el de la comedia de trazo limpio. Greg debe lidiar con el constructor, muy gracioso Harvey Keitel en breve paso por la película, y con Andy Garcia, Jessica Alba gatuna, como la vendedora de un fármaco para la disfunción eréctil. Los guionistas John Hamburg, Victoria Strouse y Larry Stuckey vuelven a reunir a los personajes que los espectadores de la saga conocen en detalle, y lo hacen cargando las tintas sobre el perfil neurótico del suegro. En ese sentido, el hallazgo de la comedia y centro de las situaciones es el vínculo suegro-yerno, una rareza en estas latitudes donde se cosechan los chistes sobre suegras. Greg se esfuerza por cumplir los mandatos familiares que Jack exagera desde su trinchera ridícula. Con esa sobreexigencia debe conformar a todos, mientras Greg lo observa y lo hace acreedor del dudoso título de Padrino/patriarca de la familia. Mirada va, mirada viene, la humorada suma escenas como la del pavo, la del camión o la inyección, por nombrar algunas del mano a mano entre De Niro y Stiller. La dupla llega a lo más alto en la pelea cuando el enfrentamiento se vuelve físico, en medio de peloteros y castillos inflables. Owen Wilson aparece con más protagonismo, siempre encantador jugando al absurdo, mientras ellas cumplen el rol de compañeras pacientes, testigos de la competencia despiadada de los hombres del clan.
El nacimiento de una saga Tierra roja, reseca, tierral y un rostro de rasgos cortados a cuchillo. México y Danny Trejo son los protagonistas de Machete, la película de Robert Rodríguez en la que el director no deja ningún cliché por fotografiar. Rodríguez, devenido en entretenedor de público latino y hábil imitador de Quentin Tarantino, armó la película cuando vio que salía bien una ocurrencia con cara de Trejo, para un tráiler. Machete es el nombre del ex federal que salta el cerco de la ley para hacer justicia. El tema, archivisitado, se consuma con una comedia sangrienta, de trazo grueso y humor negro. Aun así, Machete puede divertir a los seguidores del cine clase B y a los espectadores que disfrutan con los gestos paródicos, porque Rodríguez lleva formato y género a extremos delirantes. Machete deambula sin trabajo por el área fronteriza donde sobreviven los mejicanos ilegales. A medida que corre la acción, cada vez más violenta, el perdedor (es ex agente federal que cayó en desgracia) va forjando su leyenda, rodeado de mujeres muy especiales. El director carga las tintas en los perfiles de unas divas de historieta. Las chicas que se parodian a sí mismas son de armas llevar y hablan un cocoliche spanglish. Michelle Rodríguez (Lost) es Luz, la chica que ayuda a los inmigrantes desde su puesto de tacos; Jessica Alba explota sus encantos como Sartana, la agente de inmigración; y Lindsay Lohan se ríe de sí misma (“yo sé lo que la gente quiere”) y se desnuda en el rol de April, la hija del mafioso de guante blanco. Machete ha sido considerada una película oportunista, estrenada cuando en Arizona el avance de la derecha logró una ley restrictiva contra los inmigrantes. Conceptualmente, es insostenible por lo burdo del planteo general. Desde aquí, se la ve como un producto típico de Rodríguez que, si bien subestima al público masivo, transita los estándares del género con la cámara como machete eficaz. Son perlitas para el chiste, las participaciones con personajes extremos de: Robert De Niro, el senador anti inmigrantes al que Machete debe asesinar; un resucitado como Don Johnson en el rol de Von Jackson, cazador de mejicanos en la frontera; Steven Seagal, macizo hombrón en el papel del narcotraficante Torrez. Y el chiste mayor, Danny Trejo presentado como sex-symbol latino que conquista a todas con su rostro inmutable. El camino para la creación del Charles Bronson contemporáneo ha comenzado.
Más allá de la magia Decenas de pantallas luminosas brillaron en otras tantas manos que enviaban mensajes en la previa de Harry Potter y las reliquias de la muerte . La espera incluyó bandejas con comida, pochoclo y gaseosas, ritual de muchos que eligieron la versión subtitulada, la noche del miércoles. Es que cualquier palabra suena diferente en la voz de Daniel Radcliffe como el mago joven que conocimos de niño. La primera parte del último libro de la saga de JK Rowling es tenebrosa y estremecedora, por el relato y la coherencia estética del director David Yates. La fotografía, la ausencia de música y los escenarios anuncian el enfrentamiento definitivo entre Harry y el asesino de sus padres. Lo primero que impacta es la figura de Voldemort (estupendo Ralph Fiennes sin nariz) presidiendo el Ministerio de la Magia que ha corrompido. Anuncia que matará al muchacho. Harry lo presiente y lo sueña. Sus amigos Hermione Granger y Ron Weasley deciden acompañarlo. Vuelven a ser aquellos niños que jugaban en la escuela. Predominan en la película, la oscuridad y la violencia. La primera escena, la de Voldemort en el Ministerio, marca el cambio de tono. Habrá muertes y se habla de desapariciones forzadas, traiciones, interrogatorios y pureza de sangre. Esa línea apuntala el conflicto de siempre y la misión de el Elegido, que debe destruir los horrocruxes, las partes del alma del Señor Tenebroso. Después de una estampida del grupo de Harry que huye entre las nubes, la amenaza se instala en todas partes. Sólo Harry y sus amigos pueden encontrar las reliquias que los acerca al desenlace. Si bien hay pasajes humorísticos, como el de la serie de transformaciones detrás de las que se oculta el trío fugitivo, la película sostiene el suspenso y no abandona el carácter de thriller. En una ciudad con claros signos totalitarios, entre imágenes que recuerdan a Dickens y otras, apocalípticas, con habitantes paralizados por el miedo, se desarrolla el drama de acciones concentradas y tiempos lentos. El muchacho convive con el espíritu maligno que lo ha convertido a los 17 años en un chico taciturno y triste. Con actuaciones impecables, voces profundas y escenas conmovedoras, Harry Potter y las reliquias de la muerte pone en paisajes hiperrealistas las formas del Mal y la fuerza de la amistad. La magia es la excusa que invita a pensar en el destino y los signos de lo que no se puede nombrar. El final en suspenso renueva el compromiso de los espectadores con Harry.
Pequeñas cosas Unos cuantos episodios sencillos a simple vista, aunque importantes para los integrantes de la familia Duval, son el material que el director francés Remy Bezançon propone en Amor de familia (El primer día del resto de nuestras vidas). Los saltos en el tiempo van tocando a cada uno de los miembros de la familia de estructura tradicional: un matrimonio (el padre taxista y fumador, la madre ama de casa) y tres hijos (dos varones y una niña). La partida del nido del hijo mayor marca el comienzo de la película que va y viene entre recuerdos dulces, pruebas de confianza, amor y resistencia mutuas. Está narrada en un medio tono en el que predomina el buen humor y la capacidad de los Duval para decirse las cosas más terribles, planteadas con naturalidad. El tono constante, que bordea la comedia sin caer en ningún gag, invita al espectador inmediatamente a sentarse a la mesa del desayuno en la que se decide, por ejemplo, si hay que sacrificar a Ulises, el perro de Albert. Eso ocurre justo el día en que se va a vivir solo. El otro miembro de la familia es el abuelo, un catador de vinos que no baja la acidez de sus comentarios, mientras el hijo escucha y los demás observan la escena desde afuera. Él dirá: “Hasta los mejores olores pueden ser dolorosos”. Los diálogos tienen el aire de familia en el que el director bucea con habilidad. Cada fecha, asignada a un episodio, lleva además un título (“Miradas fulminantes”, “Lazos de sangre”, “Nuestro padre”) en esa “máquina del tiempo”. En algunos momentos hay personajes que hacen explícita la referencia a lo que ya no volverá a ser. La nostalgia sobrevuela pero el presente de cada episodio tiene peso propio gracias a las actuaciones que son muy convincentes. La película de Bezançon no responde a los relatos actuales sobre familias disfuncionales ni se ocupa del contexto social. El taxista mantiene a su familia, carga con las recriminaciones del padre que lo subestima y sigue a sus hijos de cerca. “Verlos crecer es algo maravilloso”, dice en una de los pocas confesiones. La madre también hace lo que puede. La película sencilla, dulzona, pero con la delicadeza que evita las cursilerías, se disfruta como si fuera un álbum de fotografías de gente que conocemos de vista.
El hombre sin futuro En el trabajo de Jack se desaconseja hacer amigos. La prohibición es apenas una de las condiciones para llevar adelante con éxito la vida de un asesino. La mirada del escurridizo Jack revela la angustia de un hombre al que se le está terminando el tiempo productivo. En El ocaso de un asesino , George Clooney logra humanizar (quizás gracias a su indudable fotogenia) al personaje que se refugia en un pueblito de la región de los Abruzzos, en Italia, hasta nuevo aviso. La película del fotógrafo y director de videos musicales, el holandés Anton Corbijn, está basada en una novela y plantea la historia con morosidad. Llama la atención el cuidado meticuloso de la imagen. Tan meticuloso como el ejercicio de observación en el que está entrenado el personaje de Clooney. La trama sencilla e idéntica a tantas del género (más o menos Bond, más o menos thriller , según el refinamiento o la profundidad) se vuelve interesante por el seguimiento de los movimientos cotidianos de ese hombre. Siendo un hábil cazador, ahora se sabe presa, en el umbral de su retiro voluntario. La atmósfera apacible de Castel del Monte se sacude ligeramente con la llegada del “americano”. Por las típicas callecitas empedradas, Jack, que se hace llamar Edward, lleva el sello de fugitivo en la frente. La cámara opone el ritmo de los pobladores sin tiempo, con la ansiedad mal disimulada del asesino. El personaje tiene facetas muy interesantes, como es la fascinación por el trabajo artesanal. La cámara lo enfoca haciendo el ensamblaje de armas y luego, el esfuerzo de Jack frente a las escasas relaciones personales que debe enfrentar. Paolo Bonacelli, como el Padre Benedetto, oficia de consejero e intenta arrancarle una confesión. El sacerdote comenta: “Americano. Entonces cree que puede escapar de la historia. Vive en el presente”, una suerte de advertencia que da sentido al relato. Se escucha por ahí un hit que ya está pegando entre nosotros, a propósito de la palabra ‘americano’. Por su parte la bella Clara (Violeta Placido) cruza el cerco de piedra del hombre al que se le ha prohibido querer y hablar de sus sentimientos. Es el aspecto más rico de la película. Clooney puede con el personaje detrás de la máscara de hombre mortificado, en tanto, la actriz pone su sensualidad al servicio de la ambigüedad que genera la desconfianza de Jack. Y la alemana Thekla Reuten cumple con el rol de mujer fatal, versión femenina de Jack. La fotografía y algunos momentos de música que refuerzan el carácter dramático acompañan la historia del hombre que intenta huir de sí mismo. Con dosis equilibradas de suspenso, reflexión y romance, El ocaso de un asesino salva la obviedad de una historia muy poco original.
Ejercicio para ciudadanos Un incidente, un accidente y un malentendido cruel desembocan en la tragedia de Sin retorno, la película de Miguel Cohan. El director eligió para su opera prima un tema en carne viva: la muerte en la calle seguida de abandono de personas. Un primer acierto de Cohan, que aprendió el oficio junto a Marcelo Piñeyro, de quien fue asistente de dirección, es el tratamiento del hecho que aparece todos los días en la crónica policial. Con los elementos que el espectador reconoce a fuerza de haber naturalizado la noticia cotidiana, Cohan logra un thriller impecable. Un muchacho sale de una fiesta a buscar hielo y atropella a un ciclista. Huye. Minutos antes, por la misma esquina pasó un hombre que viene de trabajar. Es humorista y vuelve a su casa. El ciclista regresaba de visitar a su padre y se ha conducido de manera imprudente. El cansancio, el celular y la noche participan en la tragedia. Sin retorno va trazando los recorridos del culpable, del chivo expiatorio y el padre del atropellado, hasta que sus vidas se cruzan, fogoneadas por instituciones tan irresponsables como los individuos que las dirigen. A partir de un hecho que el espectador puede evaluar rápidamente, la respuesta de cada uno de los implicados arma una red de mentiras, trucos, comodidades e indiferencia que Cohan plantea con eficacia. El elenco es soberbio. Gran trabajo de Martín Slipak (Tratame bien) que actúa mano a mano con Luis Machín, su padre en la ficción. Sbaraglia transforma a su personaje en un hombre quebrado, con economía de gestos y notable trabajo interior. Lo mismo ocurre con Ana Celentano y Federico Luppi. Sin retorno tiene un ritmo y una tensión constantes y crecientes. El problema de conciencia es una madeja que ha perdido la punta y la verdad, un valor que quedó en el camino. Tanto la policía como la fiscalía buscan cerrar el caso que quema las manos porque la televisión armó el show. El espectador se involucra no sólo por el realismo de las situaciones, sino también, porque los elementos se exponen sin furia, pero con convicción. Es el cine que da gusto ver.