FUERZAS CONTRAPUESTAS Lina examina las remeras, aún en sus perchas, que la dueña de casa le dejó sobre la cama para que se lleve y, de golpe, se detiene en una foto. Allí están la mujer y la nena que cuida, un bebé en ese momento, con globos y guirnaldas de cumpleaños. Tras unos segundos, la cámara realiza un travelling horizontal sobre todos los portarretratos colgados en la pared, como si se tratara de fotogramas aislados de una película muy personal. Disparadores que activan los recuerdos más arraigados y que traen consigo nostalgia. La música empieza a adueñarse de la escena, mientras la tenue luz de la habitación se apaga y, en su lugar, resplandecen neones azules, rojos y verdes sobre un cortinado que cubre la puerta del fondo del vestidor. Tanto las demás prendas en los barrales como los estantes con accesorios y zapatos enmarcan a una Lina enfundada en un vestido color plata y producida que canta, desde la profundidad de las entrañas, como repitió la historia de su madre dejando al hijo para trabajar en otro país y como lloró, al igual que siendo niña, por esa ausencia que nunca terminó de recomponer. Cuando finaliza el tema, todo recupera su forma, como si jamás hubiese existido o, tal vez, como si nunca hubiera sido expuesto. Es que los musicales irrumpen en Lina de Lima como bocanadas de aire en medio del sofoco hasta que la acumulación de imágenes de Facebook, la momentánea pérdida de la cama en la pensión o la avería de la pileta, por ejemplo, conllevan a otro quiebre. Pero lejos de estereotipos o sentimentalismos, este recurso la muestra como una mujer poderosa, deseante y con el corazón abierto en pos de conseguir su objetivo: construir la casa propia, enviarle dinero a la familia y darles un futuro más prometedor; aún a costa de dejar de pertenecer. Porque lo que deja en evidencia María Paz González es que la protagonista, al igual que los últimos arreglos de la casa nueva de sus empleadores, está atravesada por dos fuerzas contrarias: la construcción y la demolición, ya sea por la complicidad con la niña a la que cuida o por la distancia con su familia, el hogar, las costumbres y el territorio. Ella puede adaptarse a vivir en un cuarto con otras personas, disfrutar de una tarde acostada en el pasto con la chica mientras les cae agua de la manguera o ir a bailar con la prima para alejar la soledad, pero algo le queda vedado, como si estuviera incompleta o escindida y no lograra colmar semejante falta por más que merodee en su búsqueda. Sin embargo, hay una escena donde ese desfasaje desaparece casi por completo. En una fecha especial, ella y Mauricio, el mismo inmigrante que ocupó su lugar en el cuarto por error y que habla otro idioma, cenan juntos. Esa noche es la última que comparten, luego de que él la ayudara a reparar un imprevisto importante. Aún sin comprenderse, cada uno le transmite al otro sus miedos y recuerdos. Se hermanan en un abrazo y en los gestos, en el vagabundeo por un espacio que no es el propio, alejados de lo que les da identidad. En ese momento, ambos se funden en uno. Hasta el día siguiente, donde volverán a ser dos desconocidos más dentro de la misma marea, intentando afrontar obstáculos con la ilusión de poder recuperar, de una por todas, la olvidada completitud. Por Brenda Caletti @117Brenn
OBSERVADOR OBSERVADO Presionado por la falta de ideas y con una familia que mantener, Edmond se dice a sí mismo que si no escribe se convertirá en un poeta frustrado, un poeta maldito. La alusión a Charles Baudelaire no pasa desapercibida. Por el contrario, Alexis Michalik la subraya a lo largo de la película mediante la articulación de los travellings del protagonista con el mejor amigo deambulando por las calles parisinas y los planos cenitales que acompañan dichos movimientos hasta el punto de trazar una analogía entre ciudad y mapa. Un recurso empleado solamente cuando los personajes se pierden entre la muchedumbre, los carruajes o los diversos espacios, sobre todo, aquellos tan característicos de finales de siglo XIX. El flâneur en estado puro dentro de la modernidad –otro concepto acuñado por el poeta francés– que, en este caso, además, se vuelve sujeto observado. Esto ocurre porque el cineasta y actor –interpreta a Georges Feydeau– no sólo se vale del término desde lo visual, sino que lo reconfigura para potenciar la estructura narrativa y sostener un ritmo fresco y dinámico así como un tono ocurrente y jocoso. Por un lado, le atribuye a Edmond Rostand como rasgo central una suerte de vagabundeo creativo causado por las críticas y los dos años inactivo. Frente a la urgencia de nuevo material para el protagónico de Constant Coquelin, el joven dramaturgo duda del género – ¿Es tragedia? ¿Es comedia?–, del título – ¿Hercule? ¿Savignain? ¿Cyrano?–, de las características del personaje que inventa a medida que intenta convencerlo, de la cantidad de actos – ¿3, 4 o 5?– y hasta del contenido de cada uno de ellos –las reescrituras–. Por otro, se torna el método de búsqueda de inspiración a través del enlace entre las formas de habitar cada sitio y los vaivenes durante el proceso de escritura. La casa matrimonial aparenta ser un refugio pero resulta esquiva a la hora de trabajar, mientras el balcón actúa en tanto disparador artístico/ romántico; los cafés evidencian lo bohemio, las reuniones, los debates tan propios de la Belle Époque; el hotel funciona como lugar de enredos y revelaciones; los cabarets encarnan la vida nocturna o los deseos más recónditos y el teatro reúne lo aurático, el instante, el juego, las sensaciones genuinas y lo colectivo. En sintonía con esto, resulta muy interesante el abordaje de ambos lenguajes en Cyrano mon amour. Porque si bien al inicio el protagonista se siente afligido e incrédulo por los elogios del público durante la proyección de Salida de los obreros de la fábrica Lumière en Lyon Monplaisir entendiendo que el cine destruirá las representaciones y las costumbres culturales en el futuro próximo, el punto de vista de Michalik apuesta a lo contrario. Por un lado, resalta la construcción minuciosa de cada personaje, de los espacios dentro del texto, de los diálogos, de los vínculos entre los diversos actores sociales, de los ensayos, del vestuario, del montaje, de la escenografía, de la puesta en voz, del pacto entre obra y público y del valor simbólico del escenario. Por otro, encuentra numerosos lazos en los modos de mirar del cine y el teatro hasta desdibujar los límites de cada uno. Para ello, posiciona la cámara tras bambalinas, junto al autor o fuera de campo en el pasillo a la espera de risas o aplausos de los espectadores como si fuera otro miembro de la compañía pero también mezclándose con ese acuerdo tácito previo que implica sumergirse en el relato, otorgar nuevas sentidos a lo exhibido en el escenario, confiar en aquello representado y experimentar con todos los sentidos ese coqueteo entre lo efímero del aquí y ahora y el momento irrepetible de cada función con lo eterno del registro o del recuerdo. La escena del árbol, con el repentino cambio de ángulo y el giro hacia el final, abraza esa propuesta convirtiéndose en una de las más fascinantes de todo el filme. Cyrano mon amour, entonces, indaga sobre la totalidad del proceso creativo de una de las obras más famosas de fines del siglo XIX donde interviene, por un lado, el homenaje a su autor así como al poeta francés; por otro, el despliegue detallado de cada momento desde la (re)escritura hasta la presentación formal. Un camino que se modifica a partir de las vivencias cotidianas, de los vínculos entre las personas, las palabras y los sentimientos. Un merodeo amparado en la observación, del que también se vuelve sujeto observado. Una mirada de la mirada donde convergen la fugacidad con el fluir del goce pleno. Por Brenda Caletti @117Brenn
TRANSICIONES ENREVESADAS Un fin de semana acampando al aire libre parece el mejor plan para sacudir la rutina y afianzar los vínculos familiares. Sin embargo, ocurre todo lo contrario. El programa no sólo deja al descubierto los desfasajes íntimos y externos de los tres, sino que los potencia mediante el contraste con el resto de las personas focalizadas en el aquí y ahora; como si ellos fueran los únicos que se debaten entre ambas perspectivas y la tensión los dejara lánguidos, en pausa. De esta forma, la ópera prima de Luciana Bilotti trabaja con sutiles capas de sentido –muchas veces a través de lo no dicho, miradas y gestos– y con una doble resistencia temporal que arremete contra ese plan y en cómo se autoperciben. Por un lado, la añoranza del pasado. Cada uno anhela con volver a ser y sentir de la misma manera. La primera señal aparece al inicio de Camping: fragmentos de filmaciones caseras de una madre con su beba, un vínculo primigenio y potente que queda registrado para volverse a ver, es decir, para permanecer. Cuando la niña aprende a hablar y se define a sí misma por su nombre, la película se actualiza. Estefanía tiene 12 años, es la pequeña de la familia, e invitó a una amiga al campamento. Ella se aburre repentinamente si la amiga le pregunta quién le gusta más, Matías o Francisco o se avergüenza si ésta saca la muñeca de la sirenita en presencia de un chico. Estefi no se reconoce en el cuerpo de una nena ni en el de una adolescente, así como tampoco se permite atraer a los chicos. Por eso se refugia en la infancia, un período en el que tenía certezas o seguridades sobre quién era y sus gustos. La amiga, por el contrario, transita ese pasaje más cómodamente, amalgamando rasgos de ambas etapas. Por otro, la insatisfacción del presente. La desdicha se torna tan dominante que cada uno queda ensimismado en sus propios fantasmas e incertidumbres que se limita a expandirse, a disfrutar de las pequeñas cosas y a cambiar aquello que lo hace infeliz. Esta barrera también impide que puedan ponerlo en palabras, por lo que se reprimen. La pareja dejó de conocerse y optó por el silencio como compañero. Sara sonríe cuando ve a un padre jugar con los hijos en la pileta o después de que ese mismo hombre habla con ella. Pero no puede evitar llorar mientras se baña, para apañar el sollozo y confundir las lágrimas con las gotas de agua. Marcos se escapa a fumar a su bote y comparte escaso tiempo con la familia. En medio del ahogo, la herida en la espalda de la hija y la hielera funcionan como catalizadores para visibilizar, sin indirectas, aquello oculto. Una suerte de primera medida para despertarse del letargo, aprender a descubrirse sin miedo en el aquí y ahora y amalgamar, por fin, ambas temporalidades. Por Brenda Caletti @117Brenn
EXCESO DE BLANCO Manzanas rojas porque las verdes dan mala suerte. Una orden disfrazada de pedido que se pierde en medio de las excesivas referencias a Blancanieves pero importante para marcar la estructura narrativa del filme de Anne Fontaine porque actúa como guiño de Once upon a time, serie televisiva que está en Netflix centrada en dicha historia pero vinculada al presente y a personajes tanto de fantasía –Rumpelstiltskin, el capitán Garfio o Caperucita Roja– como legendarios –Robin Hood, el rey Arturo o los dioses mitológicos–. El comentario acerca del color del fruto prohibido alude a los enfrentamientos entre la Reina Malvada y Zelena, la bruja del oeste, donde intervienen el poder, los maestros, los lazos familiares y las búsquedas propias. Duelos que se reconfiguran a lo largo de las temporadas gracias a las profundas transformaciones internas de cada una. Por otra parte, los vaivenes temporales y de universos ligados con los factores mágicos y la vida cotidiana favorecen al desarrollo de las razones por las cuales Regina odia a la princesa y quiere venganza. Si bien la directora francesa intenta replicar esa lógica a través de los breves flashbacks en cada segmento, no logra construir una historia consistente. Por el contrario, la ahoga subrayando las citas u objetos hasta volverlo una caricatura. Pareciera que el título ya restringe cualquier atisbo creativo por fuera de la exageración ya que Blanca como la nieve abusa del nexo con el relato en lugar de construir un punto de vista propio o valerse de éste en tanto disparador. No hay contrastes ni articulaciones interesantes entre los matices del cuento de hadas y el mundo ordinario, más bien un pasaje remarcado por el túnel y la ruta al costado del acantilado como juegos visuales del “muy lejano”. El bosque, que aparece a los pocos segundos, se torna invisible o irónico, por ejemplo, con las ardillas que espían un encuentro sexual, mientras que la casa alejada donde la muchacha convive con tres hombres se convierte en uno de los temas del pueblo. Las simbologías carecen de valor en sí mismas porque son utilizadas de forma acumulativa en vez recursos para proponer tensiones, cambios de ritmo o interacciones entre los personajes. Lo mismo ocurre con el abuso de la puesta en escena de los objetos que no le aportan ni contenido ni tramas psicológicas o sentimentales a los portadores. La manzana termina como cliché con la gota de veneno resbalando sobre una rebosante cáscara, el espejo se vuelve trivial y una jaula con gnomos de jardín colgando en el bar pretende coquetear con cierta reconfiguración de los enanos por hombres. Así como la joven, la madrastra y el Príncipe Encantador mutan durante los siete años de Once upon a time, muchas veces hacia los bordes más contrapuestos de las personalidades o en pos de superar miedos, Claire y Maud se quedan en la superficie. La primera se muestra en pleno autodescubrimiento del goce ya sea desnuda sintiendo el contacto de las sábanas contra la piel, los encuentros espontáneos con los amantes o las charlas con el sacerdote sobre sexo. Sin embargo, ese tratamiento parece falso, impuesto porque el discurso de antaño se mantiene: el cuerpo fresco despierta fascinación, no el maduro. La pareja de Maud lo confirma con los silencios o las miradas embelesadas hacia la hijastra y luego, los siete príncipes –algunos de los cuales poseen rasgos de los enanos como el tonto, el romántico o el bonachón– lo refuerzan constantemente, mientras que ella intenta dejar en claro que no tiene ataduras, por ejemplo, con el veterinario celoso pero nunca termina de respaldar sus convicciones. Entonces, ya no se trata de la libertad del deseo, sino de una aparente independencia regida, otra vez, por los viejos mandatos sociales, es decir, la mirada masculina como parámetro de belleza, seducción y confianza femenina. Por otra parte, el rol de la antagonista se desdibuja por completo no sólo porque Fontaine la posiciona en un segundo plano –ni siquiera alcanza importancia en el capítulo sobre ella misma–, sino por la liviana y chata construcción del personaje hasta el punto de que piensa, siente o actúa a través de las indicaciones de otros. Al comienzo, no quiere matar a Claire pero las insistencias de la mujer que encarna al cazador original la obligan a apropiarse de dichas ideas y sentimientos. Lo mismo ocurre cuando va tras ella y descubre la nueva realidad. Existe cierto afán por trabajar desde lo no dicho y lo elíptico pero nada de ello se traduce ni en los encuentros entre ambas ni en los momentos de soledad donde puede ser sincera consigo misma y mucho menos en los planes para lograr el cometido. Por el contrario, todas las acciones y gestos son arbitrarios o diluidos con una malvada que ni es mala ni tampoco fuerte. Lo más curioso es que la escena donde Maud manifiesta algo interno personal queda arrasada por el milagro divino. A final de cuentas, el apego extremo al texto fuente devora cualquier débil propuesta de mirada contemporánea convirtiendo al argumento en compartimentos estancos que jamás se combinan o rellenan y a los papeles femeninos en bosquejos incompletos, lánguidos, tenues y sin convicciones para apropiarse de sí mismas. Tal vez, las manzanas verdes no sean tan adversas después de todo. Por Brenda Caletti @117Brenn
APARENTES REVELACIONES Artículos de diarios, un celular, restos de basura, fotos, documentos y expedientes conviven al costado de un camino solitario y húmedo, como si hubiesen sido borrados del mundo o, peor aún, como si jamás hubiesen existido. Una serie de elementos que parecen, a primera vista, inconexos pero que la cámara se encarga de vincular a través del deslizamiento pausado y detenido. Pronto, Victoria Chaya Miranda evidencia la clave de lectura, donde lo no dicho conduce la trama, los datos se muestran escindidos y los personajes se manifiestan mediante gestos, escasos diálogos y procesos internos. Todos los fragmentos se disponen como componentes oscuros de un rompecabezas audiovisual que pretende (re) construirse con la ayuda del espectador; sin embargo, acaba por traicionar su propia lógica. En principio, porque los códigos, recursos y temas nunca terminan de explotarse. El excesivo afán por demostrar que todo acto político es personal atenta contra el desarrollo narrativo restándole importancia a la historia y volviendo ligeros o, incluso triviales, los conceptos y acciones que pretende denunciar. La investigación que confirma los vínculos entre empresarios y gobernantes con una red de trata de niños y pedofilia se reduce a una simple excusa, a frases reiterativas que abrazan una suerte de utopía imposible de derribar en medio de la corrupción y de un sistema tan omnipotente que atrae hasta a aquellos que parecen imbatibles. Mientras que se desdibuja por completo el rol de las familias como primer engranaje del circuito ya sea porque originan los abusos, los permiten o, de manera indirecta, actúan como las falsas promesas con las que atrapan a los chicos. En consecuencia, Lo habrás imaginado se desliga de esa cámara lenta del comienzo, de la mirada que analiza y del cuestionamiento permanente hacia las huellas que surgen. Por el contrario, presenta una sucesión de hechos que adquieren escasa repercusión y, enseguida, se olvidan imposibilitando cualquier tipo de toma de consciencia o debate social. Tal es el caso del femicidio que sacude brevemente el curso de las pesquisas y se evapora, a pesar de los vagos intentos de conferirle un valor mayor. Como bien comenta Guillermo en una escena sobre los carteles de drogas, ellos sólo deben concentrarse en los niños y no perseguir otras puntas. Los personajes tampoco despliegan plenamente las capas que configuran sus procesos internos, sensaciones, estados de ánimo o la carga del pasado. Por momentos se mueven por inercia vaciados de sentido; por otros permanecen en una suerte de limbo entre aquello que pretenden mostrar y lo que expresan, entre quienes creen que son y la manera en que se habitan el mundo. Ángel y Abril son los ejemplos más paradójicos. El primero no puede apropiarse por completo de su poder público y privado, más allá de reconocer que existe y de un breve montaje que lo corrobora. Se desplaza lánguido, como si pidiera permiso para exteriorizar semejante autoridad. ¿Dónde reside la supremacía? ¿Cómo intervienen esos desdoblamientos entre la vida íntima y la figura exitosa? Abril se mantiene tímida y monótona hasta desvanecerse totalmente. Si bien al inicio se pueden establecer algunos puntos de contacto con Alejandra Ferro de la serie televisiva Vidas Robadas puesto que ambas son sometidas mediante estupefacientes para olvidar rostros e información sobre altos mandos de las redes de tráfico –de niños, en un caso; de mujeres, en el otro–, éstos desaparecen debido a los diferentes abordajes. Ferro atraviesa numerosos picos hasta emprender la recuperación con ayuda psiquiátrica que la vuelven dueña de sí otra vez; Abril nunca transita crisis, más allá de una leve ocasión. Repite conductas autodestructivas, desconfía de los demás y calla pero no entran en juego mecanismos que restituyan la distancia entre sus pensamientos y el trauma. ¿Cómo puede exhibir matices si permanece uniforme? ¿Cuál es la finalidad de sugerir que todo es una ilusión si no se pone en tela de juicio que haya existido un tormento previo? Mientras que la repentina animación que pretende cumplir esa tarea, no hace más que ampliar la brecha ya que opera como una barrera más que media el vínculo, en lugar de habilitar un contacto directo entre mujer y experiencia hasta el punto de bloqueárselo también al público. En contrapartida, la directora trabaja con suma eficacia la puesta en escena de la casa de la joven y la suerte de fábrica abandonada que funciona como cuartel. El juego entre la amplitud de los ambientes frente a la luz natural o penumbra, los encuadres y la ausencia de detalles personalizados le otorgan la identidad de no lugares, donde oscilan las condiciones de posibilidad entre espacios comunes, emplazamientos creados por la mente o sitios fehacientemente habitados por ellos. Una propuesta que no sólo interactúa con el título, sino también repone los primigenios lazos sobre la lectura del filme. Invitaciones que reclaman miradas atentas y seguimientos analíticos para cuestionar aquello que aparece en pantalla y otorgarle, por fin, la visibilidad y el debate que se merecen. Por Brenda Caletti @117Brenn
DIÁLOGO AMARGO Rémi Bezaçon –basándose en la novela de David Foenkinos– lleva la idea de biblioteca como templo del conocimiento, de la imaginación y de la lectura a un nivel superior: la transforma en un espacio de convivencia entre lo consagrado y lo inédito, lo reproducido y el ejemplar único, a tal punto que las categorías de autor y obra les pertenecen por igual y sólo parecen diferenciarse por el letrero que indica que algunos estantes contienen material rechazado por las editoriales, en los diseños y encuadernaciones. Daphné Despero comparte esta creencia. Por eso, no sólo se emociona al visitar la sala, sino que queda fascinada leyendo uno de los cuadernillos y decide publicarlo enseguida. El instinto no le falla ya que Las últimas horas de una historia de amor obtiene un éxito inmediato. Frente a un diamante en bruto cargado de todos los elementos para convertirse en best-seller –historia de amor con nexos con la obra de Aleksandr Pushkin y escrito por un pizzero de Bretaña fallecido pocos años atrás–, el crítico literario Jean- Michel Rouche pone en duda la autoría de Henri Pick tras una entrevista en vivo con la viuda ganándose el repudio de la familia del difunto, colegas y seguidores. Una lucha que intenta dejar al descubierto el peso de cada voz autorizada ante la industria y el público. Un enfrentamiento que Rouche vuelve personal para descubrir al “verdadero autor” del libro. Sin embargo, el director lo reduce a un simple capricho por el afán de proponer un vínculo absurdo e innecesario entre él y Joséphine Pick, que también falla porque ninguno de los dos está bien definido. Rouche es soberbio, vanidoso y sólo le importa develar que el reciente lanzamiento encierra un engaño. Aunque el personaje nunca tiene en claro la razón y eso lo desdibuja cada vez más a lo largo del filme hasta aplacarlo por completo. Mientras que ella se enoja ante la acusación sobre el padre pero, refugiada en la excusa de darle su merecido al crítico, termina por abandonar sus ideas y sentimientos para adoptar, en cierta medida, los del hombre. El ejemplo más claro es aquel en el que le menciona una carta que Pick le escribió de pequeña y decide buscarla para comparar los estilos. Cuando la leen juntos se da cuenta de que no era lo que recordaba. Pero ¿realmente sentía eso o fue producto de la lectura en presencia de Rouche? Daphné, por otra parte, pierde fortaleza una vez que edita el libro y los intentos por recuperar su brillo e intensidad tampoco son suficientes. Lo mismo ocurre con el tratamiento argumentativo. A pesar del coqueteo con diferentes géneros y el despliegue de numerosos conceptos, temáticas y subtramas, La biblioteca de los libros perdidos carece de desarrollos profundos y conexos. Términos como figura de autor, fenómeno de masas o estilo aparecen por unos segundos y luego se extinguen, sin ser aprovechados o interactuar con los personajes y el argumento. ¿Cuál es el diferencial de Las últimas horas de una historia de amor? ¿El contenido en sí mismo o que fue realizado por un pizzero de un pequeño pueblo que escribía a escondidas? ¿Qué características debe tener un autor, según las editoriales? ¿Cómo se convierte una obra en universal? Todas estas preguntas quedan en el aire y Bezaçon pretende responderlas con un desenlace apresurado. Como bien lamenta Rouche en una escena “hoy sólo importa la forma”. Esa premisa es la que atraviesa todo el filme restringiendo la idea superadora del inicio a un objetivo arbitrario y conformando personajes sin matices, decisiones propias ni deseos. Una forma vaciada de contenido que, a su vez coexiste con todo lo demás. Por Brenda Caletti @117Brenn
LIBERTAD APARENTE La piedra celeste del collar con cargador USB titila nuevamente y el matrimonio se mira con desgana. En pocos minutos y como en las últimas cuatro veces que se activó la alarma por error, la casa se llena de médicos y enfermeros que revisan con excesivo empeño a una perfecta Marilou. El repetido chiste con idéntica puesta en escena deja al descubierto la superficial construcción narrativa de Por fin ¡solos!: una sumatoria de clichés y estereotipos anticuados que caricaturizan tanto la temática como a los personajes en lugar de aprovechar la clave cómica para abordarlos en profundidad. Es que el director asocia la jubilación con la vejez, la inutilidad, lo inservible, el tiempo libre sin sentido o la debilidad. La nuera deja en claro desde el principio que después de los 60 años ya no se pueden tener proyectos o aspiraciones personales más allá de prevenir ataques de salud o cuidar a los nietos, como si la vida se acabara de golpe y solo restara esperar a la muerte. De hecho, el sexo aparece como algo extraño (“seguro que en la cama no ocurre nada”, le comenta la joven esposa del hijo), como una actividad anclada en el pasado y olvidada. Mientras que la llegada de la madre de Philippe al geriátrico busca trazar otra capa más sobre el envejecimiento, las enfermedades, la soledad y los últimos deseos pero se desdibuja al ser tratada con bastante ligereza. Tampoco ayuda que Fabrice Bracq sitúe a los protagonistas en un nivel de vida tan acomodado ya que termina por crear un mundo de algodones desconectado con la realidad que refuerza la banalidad de los personajes. Así lo reflejan, por ejemplo, la fugaz visita al espacio de beneficencia o las frases pegajosas que usa el vendedor para demostrar que consigue los mejores precios y clientes. Por último, se percibe una clara distinción de comportamiento entre las mujeres y los hombres. Las primeras quieren imponer directa o sutilmente sus ideas o emociones, son malhumoradas, egoístas y vacías, mientras que los segundos se muestran sumisos, sin pensamientos propios hasta la llegada de un momento bisagra donde cambian sin más. Estos esquemas se replican durante todo el filme volviendo un poco más previsibles y monótonos los comportamientos y acciones de los personajes. A final de cuentas, la ansiada libertad de Philippe y Marilou para cumplir con su deseo de vivir en Portugal no es más que una pantalla, un copo de algodón de ese mundo ajeno y delicado que los atrapa para siempre en un continuum de engaños, tibiezas y estereotipos para quedarse en la superficie en lugar de animarse a explorar el mundo por fuera de una caja de cristal. Por Brenda Caletti @117Brenn
AMBIGÜEDAD APARENTE “Bien, todo bien. Acá, en la quinta de una amiga. Sí, está re lindo –le miente a Marcos por teléfono, mientras levanta la cabeza y deja la mirada perdida. Tanto el cuerpo en la reposera como las gesticulaciones del rostro permanecen rígidas por unos segundos hasta que vuelve a hablar– sí, estoy en la pileta, obvio quiero aprovechar a estar acá en el verde que no me fui en todo el verano”. La escena sintetiza la lógica narrativa de La protagonista: por un lado, una joven de 32 años que parece incómoda con su vida, con el entorno y con la forma de ocupar los lugares como el bar donde da clases, los focus group, la panadería, la puerta del taller de teatro, la fiesta o el local de ropa. Por otro, una potente ambigüedad narrativa que impide confirmar si Paula actúa permanentemente o si dicha insatisfacción responde a un momento específico personal o a cierto alejamiento de la actuación. El espectador, entonces, duda, se pregunta y nunca termina por comprender si aquello que ve es una puesta en escena constante o si bajo ese modo de presentarse al mundo se esconde alguna señal subyacente que dé cuenta de los procesos internos. ¿Cuál es el límite? ¿Acaso importa? Para contrarrestar tal disconformidad, la directora Clara Picasso parece proponer como refugio el celular ya que la mujer se encuentra inmersa en la pantalla del aparato o escuchando música a lo largo del filme. Incluso, esa información le queda vedada a espectador y sólo descubre quiénes la llaman mediante las respuestas de ella. Sin embargo, este tratamiento genera una distancia mayor entre el mundo interno y el afuera, entre lo no dicho y lo expuesto que atenta con la propuesta ambigua volviéndola, por momentos, monótona y arbitraria. Lo mismo ocurre con el robo del inicio ya que si bien funciona como puntapié para movilizarla y, con ello, alterar el entorno de la actriz que hace tiempo no se presenta a castings y está alejada del ambiente. La entrevista televisiva, el reconocimiento en la calle, los llamados, los comentarios de conocidos y extraños favorecen al juego entre el título de la película y el rol que ya no desempeña en su vida. Pero, con el correr del metraje, ese código termina extinguiéndose hasta terminar como una anécdota en un cumpleaños llena de extraños o en el olvido de la panadera que demora con exceso la entrega del pedido. Hacia el final de la película ya no importa si se trata de una gran puesta en escena o de una suerte de estado de detenimiento para (re) habitar los espacios y el universo propio puesto que el desgaste aplaca cualquier intención. Y la última escena lo encarna a la perfección, con contornos débiles entre una posibilidad y otra. A veces, parece que no importa. Por Brenda Caletti @117Brenn
MECANISMOS ARBITRARIOS “Podría ser ella”, sugiere la voz en off, mientras la cámara persigue a una joven de espaldas con camisa floreada y una niña en brazos. “O esa chica”, indica cuando otra se cruza por la calle y vira de forma abrupta el punto de vista. “O, tal vez, ésta”, propone en un nuevo seguimiento. “Pero no, soy esa”. El día soleado se convierte en noche cerrada, la gente que pasea da lugar a un cerco de policías o dispersos transeúntes, el registro digital cambia de textura frente al material de archivo y todas aquellas posibilidades se disuelven en un cuerpo cubierto por una sábana blanca de la que sobresalen las zapatillas junto con los restos de la taza destruida contra el piso. La voz de Aynur busca contar su historia en un gran flashback de siete años donde se descubren los motivos que llevaron al hermano menor a cometer el asesinato de honor y a la familia a avalarlo. Sin embargo, la estructura narrativa, el sometimiento de la mirada del público y los diversos artilugios audiovisuales empleados por Sherry Hormann atentan contra el propio discurso. El principal inconveniente del filme es que se erige y avanza sobre una delgada línea entre la denuncia –no sólo de las tradiciones culturales y religiosas ortodoxas, sino también de las falencias dentro de las políticas inmigratorias alemanas– y la mediatización volviéndose ésta última la favorita. Ya se evidencia durante los primeros minutos con los desplazamientos laterales abruptos o la composición que remite a un videoclip, el contraste casi difuso entre lo construido cinematográficamente y lo periodístico, las pancartas con la imagen de la verdadera Aynur sobre su tumba o el desdoblamiento simbólico de Gettin’ jiggy wi it de Will Smith como tema preferido de la joven y guiño a occidente, sobre todo, Estados Unidos, los letreros grandes con nombres de algunos personajes o los intentos por convertir encuadres o zoom in en fotos del caso. Semejante tratamiento no hace más que realzar un punto de vista controlado, donde el espectador queda rehén del bombardeo de datos y acciones e imposibilitado de conformar una lectura personal, mientras que el argumento le cede protagonismo a lo espectacular, a lo manipulado y al efectismo. De esta forma, Sólo una mujer termina por desdibujar el espíritu de compromiso y visibilización que pretende alcanzar a través de una temática urgente y contemporánea. A final de cuentas, ya no importa la historia de Aynur ni de todas aquellas mujeres que padecieron maltrato, abuso o fueron asesinadas por intentar ser libres, sino su mostración mediante todos los recursos posibles para transformarlo en una corriente de pensamiento indiscutido. Por Brenda Caletti @117Brenn
MERODEO CAPRICHOSO Mónica fuma en la puerta de su trabajo, mientras se distinguen colectivos, autos y transeúntes. Luego, el portón del garaje se abre y el vehículo pronto se pierde junto a los demás. Algunos minutos más tarde, ella tira el cigarrillo y sube las escaleras hasta la oficina. La cámara fija pone en evidencia dos tiempos diferentes y simultáneos. Por un lado, el movimiento del tránsito y de los ciudadanos –tanto dentro del cuadro, aunque recortado, como por fuera gracias al sonido ambiente que completa la escena–; por otro, la suspensión temporal encarnada en la mujer y en los futuros vagabundeos nocturnos. Un juego sostenido a lo largo de La deuda para desnudar los aspectos más sombríos, ocultos y solitarios pero que, por momentos, parece arbitrario. El instante clave es la culminación de la jornada laboral ya que la parsimonia del ámbito interno se mezcla con el último ajetreo del día fusionándose en un aparente silencio a medida que se oculta el sol. Allí no sólo convergen ambas temporalidades, sino que se afianzan mediante al recorrido de la protagonista como una suerte de flâneur bajo la excusa de juntar la cantidad de plata que tomó sin consultar. A diferencia del término francés, el circuito no resulta azaroso o sin rumbo, sino un encadenamiento de lugares entre la capital y el conurbano que la vinculan con los otros personajes: la casa de la hermana, la suya, la de un antiguo amor o de un amor que nunca fue, el hospital o el casino; todos ellos conectados por diferentes medios de transporte para subrayar la contemplación urbana y sensorial. Sin embargo, ese merodeo pierde el valor metafórico o poético convirtiéndose en algo rebuscado o impuesto. La ciudad, entonces, adquiere los mismo rasgos elípticos que los demás y precisa de los otros para ser investida de sentido. En este punto resulta muy interesante el uso del fuera de campo puesto que no sólo habilita a los espectadores a reconstruir lo no dicho, sino también a imaginar gestos o acciones posibles de aquello que no ven pero escuchan. Tal es el caso de la charla entre Mónica y el hombre en el coche con la mirada puesta en los carteles de publicidad, los camiones o la autopista. Ocurre lo contrario con el despliegue de los espacios. Nadie parece habitar en ellos; por el contrario la forma de circular o utilizarlos, el contacto con los elementos, la decoración y hasta las luces realzan cierta artificialidad, distancia y apatía. Todos actúan como no lugares o sitios de tránsito. Si bien se muestran a los personajes fragmentados, Gustavo Fontán deja en claro dos reincidencias de la protagonista: la sustracción de dinero y el ataque de asma. Estas características son las únicas dos certezas detalladas en el filme, mientras que hacia el final trabaja en espejo desde el aspecto así como en lo narrativo. Con el amanecer, el exceso de tonos azules empieza a disiparse. El clima hostil que amenazaba con dominar todo rasgo de la condición humana da lugar a nuevas alternativas, mientras que el detenimiento temporal vuelve a descomponerse para generar dos corrientes simultáneas y distintas. Hora de saldar la deuda. Por Brenda Caletti @117Brenn