La sangre mancha La idea de un mundo nocturno dominado por vampiros que beben la sangre de una raza humana en extinción convive en esta película de los hermanos Spierig con la colección completa de horrores conocidos. Parece que la melancolía pop de seres condenados a vivir de noche o a moverse por túneles bajo la ciudad no justifica los grandes presupuestos. Así, en vez de una variante adulta de la bellísima Criaturas de la oscuridad, lo que ofrece Vampiros del día es más de la misma hemoglobina edulcorada. Ni el bueno de Ethan Hawke ni el malo de Sam Neill pueden hacer demasiado para cambiar el curso de las cosas. Una vez que la historia es lanzada por las vías convencionales, avanza a toda velocidad impulsada por la inercia de llegar adonde se supone que debe llegar: el país de ninguna parte de los guiones inocurrentes. Estamos en el año 2019. Los vampiros padecen hambre. Casi no quedan humanos sobre la Tierra. Y aún no fue inventado un sustituto estable de la sangre. Hawke es un hematólogo. Trabaja para la corporación que controla los alimentos para vampiros. La situación es desesperada porque algunos han empezado a suicidarse exponiéndose al sol y otros se muerden a sí mismos y degeneran en horribles murciélagos gigantes antropomórficos llamados “deformes”. El hematólogo no se siente bien con sus colmillos. Busca algo mejor que una vida eterna bajo las estrellas. Busca algo superior a su destino personal. Pero es evidente que los hermanos Spierig no tienen noción de lo que puede ser una búsqueda absoluta, como si lo máximo que hubiesen buscado en sus vidas fueran las llaves del auto, porque se revelan incapaces de transmitir en las acciones y en las palabras de su protagonista cualquier clase de angustia existencial. Por suerte para ellos Hawke nació con la más bella cara depresiva a la que puede aspirar un actor y su tristeza de vivir es una carga genética, un sentimiento incorporado a su cara como una segunda piel. Mientras la historia sólo le exige que se muestre en estado de coma ambulante, el equilibrio más o menos se mantiene, pero cada vez que es necesario pasar a la acción, los engranajes fallan y el drama se convierte en un espectáculo irrisorio. La inconciencia de los Spierig se vuelve mala conciencia cuando en la escena de ejecución de los “deformes” las imágenes evocan a los judíos encerrados en los campos de concentración caminado en fila hacia las cámaras de gas.
Más acción que deducción Más que una adaptación del clásico detective creado por Arthur Conan Doyle lo que propone Guy Ritchie en su Sherlock Holmes es una reivención del personaje. Lo arma de nuevo. Lo reconstruye según sus propias reglas y de acuerdo a su propio lenguaje visual. No está lejos de lo que hace Quentin Tarantino con la Segunda Guerra Mundial en Bastardos sin gloria. Sólo cambia el tamaño de la ambición estética. Al igual que el director norteamericano, Ritchie está convencido de que el cine es el juego supremo y que todo lo demás debe subordinársele, no importa si se trata de la verdad, la historia o el mito. Por eso es coherente que el guión de su Sherlock Holmes no esté inspirado en las páginas del autor de La letra escarlata sino en una historia gráfica de Lionel Wigram. Si la ambientación, la ironía, los personajes y el método provienen sin duda de Conan Doyle, la trama, el ritmo y los diálogos están impregnados del espíritu de una historieta. Toda la película es un gran cómic en movimiento, un cómic no sintético, como Sin City, por ejemplo, sino detallista y recargado, en consonancia con la época victoriana en la que transcurre la acción. Así los temas tradicionales del folletín son activados para sostener el argumento de una conspiración esotérica que se va revelando gradualmente. Holmes no se enfrenta sólo a un oscuro Lord Blackwood que se atribuye poderes sobrenaturales sino también a otros conflictos más personales, como que su amigo Watson se comprometa con una institutriz y su amante Irene Adler reaparezca en una situación dudosa. En esta versión Holmes no es un detective abúlico y cerebral. Piensa y actúa al mismo tiempo y su lógica se descubre después de sus actos. Pelea, corre, se ensucia, es guiado tantos por sus instintos como por su inteligencia. Pero esa acción constante que se expresa en numerosas escenas de luchas, derrumbes y explosiones siempre aparece como mostrada entre paréntesis. No la domina la violencia sino la farsa, un arte en el que Guy Ritchie es un maestro. En su elegante traición a Conan Doyle lo acompañan dos actores que parecen hecho el uno para el otro: los carismáticos Robert Downey Jr. y Jude Law.
La cámara del miedo Más que una ola, Actividad paranormal generó un maremoto en la industria del cine. Una película de bajísimo presupuesto (15 mil dólares) ya recaudó más de 100 millones y todavía le queda un largo camino por recorrer en las salas del mundo. Como todo fenómeno que se desvía de las coordenadas preestablecidas (aunque estas “sorpresas” millonarias son menos infrecuentes de lo que quisiera la mitología comercial), la película de Oran Peli puede dar y dio lugar a infinitas controversias. ¿Es cine o es marketing? En términos de espectáculo cinematográfico es poco lo que tiene para ofrecer: no hay actores conocidos, no hay acción, no hay efectos especiales, no hay buena fotografía, no hay banda sonora. Sin embargo, todo el poder de sugestión terrorífico de Actividad paranormal viene del cine. Lo más elemental del cine: lo que se muestra y lo que no se muestra en la pantalla. Y todo lo que se ve en esta película es enfocado desde el ojo de una cámara casera, no siempre subjetiva porque gran parte de la noche permanece encendida en su trípode frente a la cama matrimonial de la pareja protagonista. Al revés de lo que sucede en El proyecto de la bruja Blair, Rec o Cloverfield, donde la cámara funciona como un instrumento dramático, en Actividad paranormal, la cámara es más pasiva desde el punto de visual aunque no menos decisiva desde el punto de vista narrativo y conceptual. Katie y Micah son una pareja que convive en una casa de los suburbios. Ella estudia y él es corredor de bolsa. Se quieren y nos les falta nada. Pero hay un pequeño problema: los ruidos nocturnos. Katie dice que la acompañan desde los 8 años, cuando se incendió la casa en la que vivía junto con sus padres y su hermana menor. Micah no tiene mejor idea que comprar una cámara para captar esa presencia cuando ellos están dormidos. Stella prefiere consultar a un mentalista. Pero éste les dice que no puede ayudarlos. Es un especialista en fantasmas, y lo que hay en la casa no es un fantasma sino un demonio. Actividad paranormal se sostiene en la intuición de Oran Peli –un director israelí sin experiencia previa– para generar un clima de tensión creciente valiéndose de elementos casi imperceptibles con una estética infradocumental: un zumbido, una puerta que se mueve, una sábana que se levanta, una sombra que se desliza sobre una pared. Esa economía extrema para mostrar la manifestaciones físicas del Mal contrasta con la firme creencia del que el Mal (sí, con mayúscula) existe y de que la cámara lo provoca y lo violenta. El gran mérito de Actividad paranormal, más metafísico que artístico, es transmitir a los espectadores la convicción de que las fuerzas demoníacas asedian a los seres humanos y que ese asedio tiene poco que ver con un pecado o un trauma de la víctima. En ese sentido, la falta de recursos no es un defecto sino una potencia adicional. Tanto los actores no profesionales como la nula ambición visual del director contribuyen a generar un horror desnudo, un verdadero horror de cámara.
Una adolescente cuyo novio es un vampiro y su mejor amigo un lobo no puede pasarla bien en este mundo. Sufre Bella. Ama y sufre. Y su amor y su sufrimiento son la materia casi exclusiva de Luna nueva, una película a la que le caben adjetivos tan contradictorios como sublime, fantasiosa, poética, ridícula y tediosa. La saga Crepúsculo es un fenómeno cultural de la época y como tal no se reduce a una serie de libros, largometrajes o productos diseñados por un departamento de merchandising. Como Harry Potter, ha creado un mundo paralelo poblado por millones de personas. No importa si es una moda. No importa si es fugaz. Mientras dura tiene sentido. Y la verdad es que Luna nueva se beneficia de ese sentido que viene más desde afuera que desde adentro de su propia historia. Si careciera de esa energía adicional sería una película medio lograda, medio fallida, sobre los dilemas del amor adolescente. Sus vampiros y sus lobos podrían definirse como seres fantásticos convencionales o como metáforas de dos tipos opuestos de virilidad masculina. Pero el poder de sugestión de la saga Crepúsculo consiste en mantener viva esas dos posibilidades y encarnarlas en personajes lo suficientemente complejos como para suponer que son personas. Personas, sí, Bella, la humana; Edward, el vampiro, y Jacob, el lobo, los tres vértices de este triángulo de amor sobrenatural, son personas. Eso significa que tienen la libertad de aceptar o rechazar las fuerzas que determinan sus conductas, por más que estas fuerzas sean oscuras, negativas y milenarias. No es causal que Edward envidie lo fácil que es suicidarse para los humanos. Su razonamiento evidencia la lógica de la pasión: si no puede amar a una joven mortal prefiere renunciar a la inmortalidad. Luna nueva hace equilibrio sobre esa pulsión de muerte. Plantea qué difícil es vivir para aquellos a los que la vida no les alcanza. Pero incluso la angustia tiene una cara luminosa. Cuando Edward abandona a Bella, no la deja sola en el mundo, la acompaña a la distancia como un fantasma protector, y permite que ella descubra que Jacob es mucho más que un amigo, con todo lo bueno y lo malo que eso pueda significar. Un punto a favor de la película es que en la comparación física entre Edward y Jacob, este último sale favorecido. El vampiro es pálido, adusto, frío y repulsivo, con sus labios sanguinolentos y sus ojos irritados. En cambio, el lobo es musculoso, cálido y hermoso. Ese contraste vuelve más valiosa y más difícil la elección de Bella. ¿El mensaje de Luna Nueva se reduce a que para una chica cualquier chico es un vampiro o un lobo en potencia? Tal vez. Pero los componentes morales de la película no impiden que se desarrollen los elementos más significativos de la historia: sus personajes y sus conflictos existenciales. Pese a la fauna sobrenatural que la rodea, Bella siempre es el foco de la narración, y en ese sentido, la actuación de Kristen Stewart resulta decisiva para que este melodrama fantástico se cargue de emociones reales. Para no quedar afuera de un fenómeno de la cultura popular. Una virtud: la actuación de Kristen Stewart. Un pecado: se hace demasiado larga.