Amor con reglas claras El afiche de Amigos con derechos debería advertir: si está enamorado, no mire esta película. Por más que la razón de ser de toda comedia romántica sea demostrar la verdad absoluta del amor, el poder de impacto cardíaco varía en cada demostración particular. La mecánica es conocida: todo empieza con una solución parcial que se transforma en un nuevo problema al que hay que encontrarle una solución total. En este caso, la solución parcial que encuentran Emma (Natalie Portman) y Adam (Ashton Kutcher) para evitarse los inconvenientes habituales de las parejas es reducir su relación a fogosos encuentros sexuales. Desde el principio, queda claro que Adam no se conforma con ese beneficio. Quiere más. Quiere que Emma sea la mujer de su vida. Pero, como todo enamorado, es un calculador compulsivo, y prefiere a la chica en su cama antes que en la cama de otro. Uno de los aciertos de Amigos con derechos es lograr que sus personajes, tanto los protagonistas como los secundarios, parezcan personas reales, no demasiado brillantes en sus parlamentos ni demasiado coherentes en sus conductas. Lo que se pierde en humor al renunciar a la caricatura, se gana en concentración sentimental. Adam trabaja como asistente de producción en TV, su karma es su padre, un famoso conductor televisivo (Kevin Kline), y su sueño convertirse en guionista. Emma es una médica practicante, que no tiene otra aspiración en la vida más que consolidarse en su profesión y no sufrir vaivenes emocionales. De alguna manera, aunque no por primera vez en el cine, se invierten los roles tradicionales entre el hombre y la mujer. Ella es quien trata de mantener la distancia y no mezclar las cosas y él quien insiste en derribar las barreras voluntarias que los separan. Esa tensión mantiene viva la historia, condimentada con algunas subtramas no demasiado ingeniosas, aunque necesarias para el desarrollo del argumento, que a veces a avanza y otras tropieza, siempre en la dirección más previsible. Por supuesto, el planteo es conservador: los valores de la familia, la amistad, los sentimientos y la monogamia terminan imponiéndose, apenas atenuados por una ironía que no deja de ser triunfal. ¿Es posible otra solución? Quién sabe. Lo cierto es que el día en que la comedia romántica abandone la idea de pareja (bisexual u homosexual), se habrá transformado en algo muy diferente a lo que propone Amigos con derechos. Por el momento, quedan los residuos de un género glorioso: casi la pura nostalgia, el pasado del amor conjugado en presente.
Verdad y consecuencias Una larga perspectiva de un canal de cemento vacío con una autopista en el fondo del horizonte es lo primero que muestra Los bastardos. Muy a lo lejos se alcanzan a ver dos puntos que se mueven y se agrandan lentamente. Hasta que esas dos figuras llegan al primer plano y se distinguen sus caras transcurren unos cuatro minutos. La cámara permanece fija todo ese tiempo. Sólo se mueve lateralmente y gira cuando las dos figuras pasan al lado y suben por un borde del canal hacia la ciudad. Antes de los créditos, esa primera escena es toda una declaración de principios. Más aún: un acto de sinceridad. Esto va a ser lento, esto va a ser realista, esto va a ser lacónico, parece decir con la muda contundencia de las imágenes el director Amat Escalante. Si por el título o por el afiche en que el actor Jesús Moisés Rodríguez apunta con una escopeta recortada, podía suponerse que Los bastardos es un producto clase B en la línea del primer El Mariachi, de Robert Rodríguez, enseguida queda claro que se trata de una suposición equivocada. Las diferencias son enormes. La película de Escalante no hace de la violencia un credo ficcional sino que busca la verdad en ella, y en esa búsqueda a veces se olvida de que es una ficción y se instala en una especie de reality involuntario, que es el destino irónico de todo realismo extremo. La historia es tan simple como la forma en que la cuenta su director: un día en la vida de dos inmigrantes ilegales mejicanos, un hombre joven y un adolescente, desde la mañana en que salen a buscar un trabajo eventual hasta la noche que no termina nada bien. Escalante se las arregla para narrar todo en pocas escenas y con poco diálogos, siempre más interesado en trasmitir la evidencia física de los cuerpos y los gestos de los personajes que la cadena de acciones que estos eslabonan en una serie de causas y efectos. Si bien la premisa de que todo acto tiene consecuencias es ineludible en cualquier relato, en Los bastardos hay una lentitud forzada que genera la ilusión moral de que los actos están aislados de sus consecuencias o de que la distancia entre los actos y las consecuencias es infinita. Antes que un documento sobre las condiciones de vida de los inmigrantes ilegales en los Estados Unidos, Los Bastardos es una meditación (no una teoría) sobre personajes abandonados a la inercia de una vida que no entienden y que no tratan de entender, no una vida sin sentido, sino una vida fuera del sentido, más allá o más acá de la alienación, extraña y aburrida a la vez como un juguete desarmado. El tiempo que Escalante se toma para desarrollar esa meditación beneficia a la verdad, sin dudas, pero también perjudica a la película más de lo que cualquier verdad merece en el cine.
Rebelión en el videogame La capacidad de imaginar un mundo virtual completamente distinto al mundo real es uno de los imanes más poderosos de esta superproducción de Disney. Toda la fuerza de su fantasía 3D está concentrada en el diseño de ese universo alojado en las entrañas de un videogame. Por más que ya nada sorprenda en materia de tecnología, siempre queda una reserva de maravilla disponible para cuando la ocasión lo requiera. Y Tron, el legado es una de esas ocasiones. Más que una película se trata de una experiencia. La proyección es solo una fase de la propuesta, que se ramifica en juegos, concursos, foros y diversas actividades en Internet, más libros, música (impecable e implacable de Daft Punk), y una lista de artículos que van desde objetos de merchandising masivo hasta lujosos fetiches de diseño. Así, ese mundo virtual, frío y siniestro, dominado por líneas de luz fosforescentes y espacios oscuros, emerge desde el otro lado de la pantalla y se vuelve tangible en el mundo real. De todos modos, Tron no deja de ser un sólido producto audiovisual, con una historia adentro, sostenida más por el impulso de las acciones que por la situación dramática inicial: un hijo que busca a su padre desaparecido. Hay que recordar, aunque no es imprescindible para entender la película, que se trata de una secuela. Ese padre desaparecido es el programador Kevin Flynn (Jeff Bridges) que quedó atrapado en su propia creación: la Grid, la matriz cuadriculada de su universo digital. Allí debe entrar su hijo Sam (Garrett Hedlund) para rescatarlo. Los programas se han rebelado contra su creador y han generado una especie de estado fascista virtual, en el que las personas de carne y hueso, los usuarios, son rechazadas y tratadas despectivamente por las criaturas digitales. En inglés, el término “users” (usuarios), pronunciado con cierto énfasis, suena como “losers” (perdedores). Esa filosofía de exclusión domina la Grid. Planteada con la estructura de un videogame, es decir, como una serie de obstáculos que el héroe-jugador debe superar para cumplir su objetivo, por momentos la historia padre-hijo resulta un lastre, una carga difícil de mantener en equilibrio. Pese al talento de Jeff Bridges y al carisma de Hedlund, esa corriente de electricidad emocional que se supone que debe correr entre un hijo y un padre ausente durante 25 años no se manifiesta más que en algunos chispazos ocasionales. De alguna manera los guionistas intuyeron que la cosa no funcionaba por ese lado, porque le dan cuerda a otra relación menos conflictiva: la de Sam con Quorra (Olivia Wilde), la bella guerrera que el veterano programador ha diseñado para su protección personal. ¿Cómo se enamoran un hombre de carne y hueso y una mujer de chips y bits? La incógnita no es uno de los atractivos menores de Tron. Pero lo que sin dudas queda grabado en las retinas es la perfecta fusión de los efectos especiales con el ambiente del interior de un videogame, donde rigen otras leyes físicas y morales. Las carreras de las motos de luz y los combates son verdadera poesía visual: fuegos artificiales, vivas constelaciones en movimiento.
Ascensor al infierno Las películas de terror se acumulan en las salas de los cines de Córdoba y es una buena oportunidad para que los amantes del género puedan compararlas y sacar sus propias conclusiones. La reunión del diablo no saldría beneficiada en ninguno de los rubros posibles de esta competencia imaginaria. No tiene el suspenso de Actividad paranormal, ni la crueldad de El juego del terror, ni la espectacularidad de El juego del miedo 7. Para decirlo rápido: es un producto insípido y sin ambiciones. El argumento pintaba interesante: cinco personas quedan encerradas en un ascensor en un enorme edificio corporativo: una vieja, una mujer joven, un guardia negro, un ex soldado y un oficinista. De pronto se corta la luz y la mujer joven es herida por un instrumento punzante. Nadie sabe quién fue el agresor, pero enseguida aparece un chivo expiatorio. A partir de ese instante, las relaciones se electrifican y entran en un campo de tensión en el que habrá sospechas, alianzas fugaces, ataques de pánico y todos los ingredientes conocidos. Sin embargo el ascensor no es el equivalente del ataúd de Enterrado, las cámaras fijas de Actividad paranormal o la casa clausurada de Rec. No funciona como una restricción formal, como un límite que deja fuera al resto del mundo. Todo lo contrario, una trama paralela se desarrolla afuera, anudada a las acciones y las conversaciones del policía encargado del caso y de los guardias de seguridad que observan a través de las cámaras de vigilancia. A través de sus conjeturas acerca de lo que realmente sucede en el ascensor, uno se entera de lo que una buena película de suspenso hubiera mantenido entre paréntesis. Uno de los tantos defectos que exhibe La reunión del diablo es que llega demasiado rápido al tópico del demonio. Por supuesto, la versión más supersticiosa (que termina siendo la verdadera) sale de la boca del mejicano de turno, como si la mentalidad latina fuera la reserva de irracionalidad que Estados Unidos necesita para mantener su oscurantismo. El final de decepcionante redención, que ya casi ninguna película de terror se permite, la degrada a un nivel de ingenuidad intolerable en el infierno.
El demonio no muestra la cola Puede establecerse como una ley: toda película de bajo presupuesto que recaude millones tendrá una segunda parte amplificada. Actividad paranormal fue el gran éxito del cine de terror de 2009. Una cámara casera en un dormitorio registraba los movimientos de un demonio ávido por poseer el alma de una mujer. No se veía casi nada: vaivenes de puertas, sombras que se deslizaban, ruidos y temblores. La amplificación de Actividad paranormal 2 consiste en aumentar la cantidad de cámaras y personajes. Pero un detalle significativo: al revés de lo que ocurrió con la saga de El proyecto de la Bruja Blair y hasta cierto punto con Rec 2 , se respeta el principio de mostrar lo menos posible y mantener el terror siempre en el umbral de la expectativa. Ahora son seis cámaras fijas en distintos puntos internos y externos de la casa más una cámara manual que manipulan los personajes. No es una secuela sino una precuela. La acción se ubica temporalmente antes que en la primera película. Aquí conocemos a la hermana menor de Katie, llamada Kristi, al esposo, al bebé de ambos, a la hija adolescente que el hombre tuvo con una esposa anterior y a una perra que va a ser fundamental en la trama. También aparecen una empleada doméstica latina supersticiosa, el novio de la adolescente y el novio de Katie. Por efecto de esa proliferación, la trama humana se enriquece y el conflicto básico entre la incredulidad irónica de unos y las credulidad espantada de otros se matiza en terceras y cuartas posiciones. Ya no es un pareja sino toda una familia la que sufre el asedio de esa entidad demoníaca. No obstante, ante los ojos desnudos de las cámaras de vigilancia caseras, lo que se impone no es la vida íntima de las personas sino la presencia intimidante de los objetos. Si por algo merecen ser vistas ambas películas es por ese poderoso reencantamiento de las cosas materiales que se logra con el simple recurso de enfocarlas fijamente. Lo que ya sabía un Stephen King, por ejemplo, cuando al principio de El resplandor describe la amenazante quietud de los cuchillos y tenedores en un cajón del armario, Actividad paranormal lo redescubre para los ojos manchados de sangre fácil de toda una generación. El potencial perdido por repetir los recursos técnicos y los axiomas estéticos de la primera, se compensa por el virtuosismo “invisible” del nuevo director, Todd Williams ( Una mujer infiel ). Demuestra tener un enorme talento para coreografiar la casualidad e inyectarle dosis de humor mínimas y justísimas al relato. El resultado es una especie de negativo de película de terror, con la idea de que el demonio es tan real y tan concreto que no necesita ser mostrado.
Una forma más pura de perversión Sería interesante que alguien invente un gráfico sobre la evolución de las sagas, con sus picos, sus caídas y sus puntos críticos. En ese esquema improbable, El juego del miedo 7 indicaría un momento de superación. Si en las anteriores entregas lo que parecía dominar era la inercia de la repetición de escenas crueles unidas entre sí por una retorcida noción de juego moral, ahora la cosa va un paso más allá y en cierto modo se desvía hacia una forma más pura de perversión. La espectacularidad sádica es asumida desde el principio de la película. La primera tortura se desarrolla en la vidriera de un negocio del centro de Nueva York. Frente a los ojos impotentes y fascinados de cientos de personas, dos jóvenes rubios y una chica morena, vértices de un triángulo amoroso y pecaminoso, deben decidir quién sobrevive de los tres. Por supuesto, de ahí en adelante, no se ahorran las explosiones de sangre, las tripas que vuelan o las cabezas que se desfondan. Si bien no desaparecen los galpones y los sótanos –donde, como en un negativo del capitalismo industrial, se montan las máquinas de producir muertes,– hay en El juego del miedo 7 una dimensión nueva (tal vez en tributo al 3D): la pública y mediática. Una de las tramas se enfoca justamente en un hombre que se hizo famoso por haber escrito un libro de autoayuda sobre cómo sobrevivió a las torturas y va de gira por los canales de TV como una estrella pop. La otra trama es el conflicto entre la esposa del Jigsaw original (Tobin Bell) y uno de los ayudantes del psicópata (el policía que apareció en El juego del miedo 3 ). En esa guerra, que a la vez incluye una venganza contra otro policía, vale todo. Las razones morales que en las anteriores entregas “ justificaban” las torturas ahora se han convertido en pura perversión. “Pura” por puritana. Porque el goce de estos torturadores no es sexual sino espiritual. Un triunfo sobre la carne. Como si fueran ajedrecistas que movieran, eliminaran y sacrificaran piezas humanas, la mayor satisfacción es ganar para poder decir: “El juego ha terminado”.
Viejos pecados Puede parecer duro decirlo en el primer párrafo, pero es probable que el argumento de Mis días con Gloria funcione mejor si alguien lo cuenta en una rueda de amigos que tal como lo presenta Juan José Jusid en su película. Las ya perimidas razones que uno tenía para no ver cine argentino vuelven a florecer de la mano de este cineasta que no consigue un solo encuadre justificado en todo el largometraje. Por suerte, hay un trabajo enorme de Luis Luque, quien encarna de manera creíble al enésimo rufián melancólico de las letras y el cine nacionales. En este caso, es un asesino a sueldo que quiere retirarse pero se lo impiden un policía mafioso (Nicolás Repetto) y su séquito de corruptos. Para más cliché, el asesino está enamorado de una striper (Isabelita Sarli), y tras una serie de circunstancias inesperadas se convierte en chofer de una diva veterana y enferma, interpretada con dignidad por Isabel Sarli. La conexión entre esos dos personajes, no demasiado relevante para la trama, es por mucho lo mejor que ofrece Mis días con Gloria. Sin un criterio estético definido en la fotografía (lo mismo puede decirse del montaje y la música), el mundo provinciano que presenta Jusid aparece opaco e insípido, aun en los paisajes diurnos y a cielo abierto de la provincia de San Luis. Imágenes que apenas podrían utilizarse en un spot publicitario de turismo. Presentado como un homenaje a Armando Bo, este policial sin nervio y sin ingenio vuelve a cometer los pecados de los que el cine argentino ya se había redimido.
Cúlpenlo a Polanski Cualquier cosa que lleve la firma de Roman Polanski siempre genera expectativas, por más que su nombre hoy ocupe más páginas en policiales que en espectáculos. Pero ni el juicio pendiente por pedofilia ni su actual reclusión en Suiza inciden en la calidad de El escritor oculto. Las supuestas alusiones personales no son más que conjeturas retroactivas. La película ya estaba casi terminada cuando detuvieron al cineasta en el aeropuerto de Zurich en setiembre de 2009. Lo decisivo es que con El escritor oculto vuelve el mejor Polanski, el que puede combinar a Hitchcock y Kafka en dosis compatibles y digeribles para todo público. Un escritor fantasma (Ewan McGregor) es contratado para terminar la autobiografía del ex primer ministro inglés Adam Lang (Pierce Brosnan). Es un tipo sin ambiciones: no le interesa la política, no le interesa la verdad, lo único que lo mueve es el dinero que prometieron pagarle. Debe concluir lo que dejó pendiente el escritor anterior, cuyo cadáver fue encontrado en una playa en un caso caratulado de suicidio. No bien lo contratan, estalla un escándalo: el ex premier es acusado de permitir torturas ilegales durante la guerra de Irak. Polanski demuestra su enorme oficio para desarrollar los dramas personales y públicos que conjuga la historia. Y ese oficio se revela en cada una de sus decisiones estéticas, con la escenografía y la fotografía como puntos destacados. Al ubicarse en el justo medio entre Hollywood y el cine de autor, el director polaco impone sus propias reglas: no emite juicios morales apresurados ni imparte lecciones de corrección política, ni siquiera en temas tan complejos y sensibles como el terrorismo y los derechos humanos. Sostenido por el libro y el guión del periodista Robert Harris (publicista del ex ministro británico Tony Blair), el suspenso de El escritor oculto se genera menos en las acciones que en los detalles perturbadores y las relaciones ambiguas entre los personajes, con más que suficientes cuotas de conspiraciones, traiciones, infidelidades e identificaciones. Para completar su trabajo, el escritor debe alojarse en una isla de Massachusetts, donde Adam Lang vive retirado en una especie de búnker modernista, junto con su esposa (Olivia Williams) y sus colaboradores, entre ellos una secretaria devota (Kim Catrall) y varios guaridas de seguridad. En ese espacio cerrado, Polanski concentra un mundo de tensiones, donde no falta un toque de comedia absurda, como cuando a través de una ventana se ve a un sirviente barrer y recoger las hojas que el viento vuelve a dispersar al instante. ¿Es una clave? ¿Es un símbolo? ¿Es una imagen fugaz? Nunca se sabe muy bien lo que está pasando en El escritor oculto, pero todo lo que pasa parece tener un significado oculto. Cúlpenlo a Polanski, que nadie va a condenarlo por ese crimen.
Freddy te deja frío Presentar a esta nueva entrega de la ya larguísima saga de Freddy Krueger como una remake de la original de Wes Craven no es más que una excusa para seguir haciendo lo mismo otra vez desde el principio. Si se chequean las cifras de venta de entradas en los Estados Unidos, resulta obvio que la estrategia dio resultado positivo. Fue la más vista de la semana, con una recaudación de 32 millones de dólares. Sin embargo, el producto que entrega Samuel Bayer no tiene ni siquiera la calidad sentimental de un homenaje al clásico de clase B que filmó Craven en 1984. Tan previsible en sus efectos como en sus defectos, esta (¿nueva?) Pesadilla en la calle Elm no hace más que reproducir los sucesivos asesinatos del pedófilo quemado vivo. Sólo el actor que hace de Krueger ha cambiado y no para mejor. Desde cierto punto de vista, esta saga es un producto perfecto. Combina la lógica de los sueños con la de la producción en serie. Su potencial de repetición es infinito. Pero al revés de lo que les sucede a los personajes, uno preferiría cerrar los ojos.