Buddy, de 9 años, vive en el peor lugar y el peor momento para plantearse cuestionamientos religiosos típicos de su edad: Belfast, Irlanda del Norte, agosto de 1969, cuando empezaban los “Troubles”, esto es, las violentas guerras religiosas barriales. Parece mentira que estas guerras no se diferenciaran mucho de las de las Cruzadas o la Edad Media, pero ocurrían cuando los Beatles, en la isla vecina, ya estaban por separarse. Buddy sólo quiere llegar a ser el mejor jugador de fútbol del Tottenham Hotspur de Irlanda, y casarse con su compañera de banco en el colegio. Francamente, no ve la relación entre ambas cosas con la divinidad. Ni siquiera se hablaba de la mano de Dios para hacer goles a Inglaterra en ese tiempo. Pero los ataques incendiarios a las casas y a los negocios de las familias católicas de su barrio sólo están empezando. Dies Irae (que es el “Día de la Ira” y no “del IRA”). Buddy y su familia no son católicos sino protestantes, como Dios manda en esa parte de la geografía irlandesa, pero el padre detesta el uso de la religión con fines políticos, pretende una convivencia pacífica, y se opone a los matones protestantes del barrio, que pronto serán asistidos (como ocurrió en otras zonas en el gran Ulster) por el Ejército Británico: los protestantes quieren ser parte del Reino Unido, en tanto que los católicos a la República de Irlanda, a una única Irlanda que no reconoce a la Reina pero sí, desde luego, a Dios. La vida de Buddy es una semblanza casi autobiográfica de propio Kenneth Branagh, y aunque “Belfast” no es “Amarcord” es un sensible relato lineal, simple, de la atormentada niñez de Buddy/Branagh, a quien aterra la perspectiva de emprender a tan temprana edad el exilio, junto a sus padres y su hermano Willy, y dejar atrás la ciudad que tanto ama. Y a la compañera de banco. “Belfast” se asemeja a un álbum de viejas fotografías puestas en orden, todas en blanco y negro: ese es el color excluyente del pasado familiar y social, ya que hay excepciones (como la película con Raquel Welch y los dinosaurios que ellos van a ver, y que aparece en Technicolor), y naturalmente la Belfast de hoy que “enmarca” el álbum.
Este Joker es una construcción de estos tiempos: serio, solemne, triste, empujado por la fragilidad de su alma, lo que genera empatía con el pueblo que lo alaba y sacraliza. Esta construcción de Joaquin Phoenix junto con el director Tod Phillips evoca al Segismundo de “La vida es sueño”, de Calderón de la Barca, que vive en una prisión. Alterna su vida entre ilusión y frenesí, entre sombra y ficción, su locura lo impulsa a vivir como en una comedia, con bromas que nadie es capaz de entender y que le generan esa risa frenética y patológica. Más cerca del thriller psicológico sobre un sociópata que del clásico villano de comic, el exceso de psicologismo para desentrañar el trauma también abre el juego a los principios básicos del psicoanálisis freudiano y hasta lacaniano: un padre abandónico y una madre fabuladora y psicótica, y más huellas espantosas que irrumpen en la miserable vida de este Joker al que su madre llamó “Feliz”, pero que él niega y denuncia no haberlo sido ni un sólo segundo de su existencia. El Joker de Joaquin Phoenix, que desde la primera escena se estira las comisuras de los labios al máximo para conseguir una sonrisa tan inmensa como siniestra, siente que nunca exisitió para nadie y lucha por hacerse visible aunque sea a través de la criminalidad. “Lograr que mi muerte sea más interesante que mi vida”, lleva anotado en su libreta de reflexiones, “Todo lo que tengo son pensamientos negativos”, le explica a la asistente social, pero este Joker es víctima también de un sistema expulsivo que recorta tratamientos a los enfermos psiquiátricos. Transcurre en una Ciudad Gótica contaminada y revulsiva, pero bien podría ser en cualquier parte. Por eso, este Joker en busca de la inclusión traza una delgada línea entre el querer salvarlo o condenarlo. Como Segismundo, sueña que una mujer lo ama, que su madre no le miente y lo acuna, que su padre está presente. Sueña que recibe aplausos de sus fanáticos. Sueña con salir en televisión y de hecho lo logra, pero lo caricaturizan, una vez más. “Todos sueñan lo que son, aunque ninguno lo entiende”, reza Segismundo. “No puedo contarte de qué me río porque no lo vas a entender”, responde el Joker a Franklin Murray en TV, antes de dar su toque final.
Siempre supo tres cosas de su mamá: el hospital donde lo tuvo, que era pelirroja, y que era maestra. Cuatro en realidad: que no lo quería. John Callahan fue abandonado, su familia adoptiva lo expulsaba y desde que probó la ginebra a los 13 años le gustó demasiado como para dejarla. Tampoco encontró razones para dejar. En una de esas borracheras furiosas, el seguir de fiesta lo hizo subir a un auto con su amigo y ambos se durmieron. Se despertó en un hospital y le informaron que quedaría, con suerte, cuadripléjico. Y que su amigo, el que manejaba, había sufrido apenas unos rasguños. El film de Gus Van Sant (“Todo por un sueño”, “Elephant”) está inspirado en la vida real de Callahan, un ilustrador de fama que luego de limpiarse en A.A. se paseaba por el barrio en su silla, block de dibujos en mano, mostrándole a los vecinos sus creaciones y más adelante sus publicaciones en los diarios más importantes de EE.UU. Desparpajo, acidez, ironía y humor incorrecto le trajeron tantos admiradores como detractores. Y ese humor es lo que sostiene al film alejado de la solemnidad. El título original es “No te preocupes, no llegará lejos a pie”, frase que acompaña una de sus caricaturas, donde tres policías a caballo encuentran una silla de ruedas vacía. Pero él corre a bordo de su vehículo y consigue hasta disfrutarlo, como si fuera un auto de carrera. Con hermosa música jazzera a cargo de Dany Elfman, Van Sant construye desde la mordacidad y los pequeños detalles que pueden hacer de una clínica de rehabilitación un lugar agradable. Joaquin Phoenix hace de la interpretación de este ilustrador doliente y querible un papel magistral, muy a tono con lo que se vota en los Oscar. Jonah Hill se destaca como su padrino de A.A. capaz de tener la palabra justa para todos menos para sí, en su inocultable tristeza y riqueza económica. Rooney Mara es su ángel, su salvadora, será la primera que le traiga flores cuando él advierta que no siente su cuerpo, boca abajo, en una cama ortopédica. En manos de Hollywood podría haber sido otra historia de tantas de superación y autoayuda pero no, estas criaturas no inspiran pena. Van Sant, especialista en intimidades, habilita al espectador a completar a partir de un rasgo. Experto en metonimias, devela partes para que se termine de construir el todo. Y así es el film, hilvanado a través de fragmentos y saltos. En esta sucesión de eventos desafortunados hay lugar para las piruetas en silla de ruedas cual skater, aunque vuelva a caerse. Queda claro que las caídas no son lo que atemorizaron a Callahan, ni mucho menos lo paralizaron.
Harta de verse desatendida por su hombre, una mujer huye hasta Praia de Armacao en otoño. Ensayo poético de Inés de Oliveira Cézar, con María Figueras, naturalmente sensual, y textos de "La terquedad" recitados por su autor, Rafael Spregelburd.
La angustia ante la página en blanco, el bloqueo de una escritora exitosa. Su metódica rutina a la hora de registrar ideas en sus cuatro cuadernos, el temblor de los dedos ante la obligación de volver a escribir a pedido de la editorial. El nuevo film de Roman Polanski vuelve sobre tópicos que ya abordó en "El escritor oculto" (con la que pierde en la comparación), pero también en "El bebé de Rosemary" o "Repulsión" con el contrapunto realidad/alucinación. La primera media hora de este thriller psicológico se ocupa del trazado de personajes intrigantes: una escritora de best sellers (Emmanuelle Seigner), fóbica a lo social, conoce a una mujer intrigante (Eva Green), de quien acepta cercanía y luego amistad, conforme se enfría el vínculo con su novio, un periodista literario. La relación entre ambas se torna enfermiza y la cautivante amiga despliega celos siniestros. Polanski vuelve a situar la última parte del film, la más aterradora y claustrofóbica, en una casona en el campo. Acaso porque contiene tantos recursos ya vistos o porque el tema no resulta original, este film resulta menos atractivo de lo esperable. Además, quedan interrogantes sin responder, por caso, las cartas anónimas y amenazantes hacia la escritora. Aun con sus extravíos, es Polanki y tiene un final inteligente.
Efectiva comedia sobre lo que el dinero (no) puede comprar "¿Qué preferís: cien mil dólares ahora o un millón dentro de 10 años?", reza el slogan publicitario de esta obra teatral que a su vez es la premisa y test de la historia. En línea con la nueva dramaturgia europea, sobre todo en España y Francia, los varios hits que en los últimos años se vieron en Buenos Aires como "I.D.I.O.T.A", "Lluvia de plata" o "¿Quien es el Sr. Schmitt?", entre muchas otras, parten de interrogantes absurdos y hasta sobrenaturales como puntapié para desplegar conflictos, revelar secretos de los personajes o aportar giros en la historia, casi siempre con una alta o mediana dosis de previsibilidad. Sin embargo eso no quita que el público la disfrute, ría gracias a la solvencia de los actores y la siempre dinámica puesta de Daniel Veronese, a esta altura experto en hacer de las obras foráneas pasatiempos reíderos de los que pocos se arrepienten de haber elegido. Estas piezas de dramaturgos europeos además tienen el denominador común de presentar pocos personajes, casi siempre de una clase media pudiente, cuyos conflictos, desde ART de Jazmina Reza a esta parte, pasan por inquietudes reconocibles que despiertan alto grado de identificación en la platea. Carlos Belloso está irreconocible como un bon vivant, soltero empedernido, dueño de un piso de 3 millones de dólares, experto en inversiones redituables y exquisito en sus gustos. Cuesta creer que hizo tantos personajes marginales o lunáticos con los que ganó notoriedad en TV. Sin embargo el destacado del elenco es Jorge Suárez (también lejos de Manzi o Freud) como su antagonista, empeñado en hacer crecer su bar, ahogado en deudas y en incansable lucha por desligar ataduras con su también pudiente suegro. Su ligazón al personaje de Belloso está en los 30 años de amistad. Tercera en discordia Viviana Saccone, como la esposa de Suárez y amiga de Belloso, en un papel que se desquita a gusto con lo políticamente correcto: por caso, talibán de la comida orgánica, trabaja en una ONG para paliar el hambre en África pero también en el norte del país, usa un celular "justo" con el medio ambiente e intenta mantener siempre alta la vara de la ética, la justicia social y la igualdad. Este trío estará atravesado por la avasallante psicóloga que encarna con solidez María Zubiri, ideóloga del test que dará pie a los conflictos de la obra y quien, pese a ser experta en inspeccionar la psique de otros, se verá impedida de ver una realidad que por tan cercana le resulta invisible. La obra escrita por Jordi Vallejo, joven libretista español que ha trabajado para programas de TV y que con esta debutó en teatro, ha logrado éxito de crítica y público en ese país y aquí se ubica entre las más vistas semanalmente. Cuestiones tales como si el dinero hace a la felicidad o a la tranquilidad, o si el precio de las cosas termina dinamitando la ética y la moral, serán temas para debatir en la cena posterior. Y el público saldrá contento luego de haberse reído casi dos horas, lo que no es poco en estos tiempos.
Pueblo chico, infierno grande, film mediano Aunque su título y el slogan sugieran que siempre hay tiempo para un vuelco y que puede dejarse atrás lo vivido para comenzar de nuevo, esta película se centra en uno de los disparadores, sugiere muchos otros y deja abierta la puerta para que sea el espectador el que imagine de qué se tratará esa «vida nueva» que los protagonistas habrán de comenzar. De modo similar construyó Pablo Trapero, productor de este film, todas sus tramas anteriores, pero Santiago Palavecino no es Trapero y aquí queda la sensación de demasiadas puertas abiertas y no de sólo «la correcta», como logró Trapero, sobre todo, en «Carancho» o «Leonera». La trama transcurre en un pueblo chico donde una pianista (Martina Gusmán), que se ha resignado a dar clases, convive con un veterinario (Alan Pauls), que dice querer hacerla feliz pero la desconoce profundamente. Viven juntos pero a ella se la nota más cerca de un novio del pasado (Germán Palacios) quien regresa y dice que ahora está preparado, también, para hacerla feliz. Sin embargo ella está en la búsqueda de esa vida nueva mientras toca el piano, mira al horizonte cuando busca ser esquiva y mira a los ojos cuando su corazón manda. En paralelo se desarrolla la historia del sobrino de Palacios, a quien masacraron brutalmente en una pelea y dejaron en coma. A partir de allí se tejerán los complots de un pueblo chico donde la moral está marcada por el intendente, siempre dispuesto a «arreglarle» la vida a todo el mundo si el intercambio de favores lo amerita. Entre lo mejor del film se rescatan la fotografía de Fernando Lockett, las actuaciones del trío protagónico (aunque el resto del elenco está bien marcado y resulta verosímil). Pero queda la sensación de que los temas fueron planteados pero no profundizados, sólo sugeridos, casi como la gran cantidad de planos estáticos (aunque con una cámara que nunca es estática e irrita con su leve movimiento de quien la sostiene al hombro) para que el espectador reflexione, aprecie el silencio del campo, del río, o los primerísimos planos de Gusmán de perfil, que también mira el horizonte buscando alguna clase de respuesta a su angustia existencial. Otro punto a favor, la película es sintética en su extensión (sólo 75 minutos).