Simon Spier es un adolescente común y corriente. Vive con su familia integrada por su padre Jack, su madre Emily y su hermana menor Nora. El entorno de apariencia idílica es interrumpido por una confesión personal: es gay. No porque esto suponga una ruptura con los valores culturales, familiares e institucionales, sino porque, como todo secreto, responde a la dominación total de los miedos personales del sujeto. Salir del closet es en definitiva toda una epopeya para Simon. Lo deja bien claro cuando cuenta que un alumno de la escuela donde asiste reveló su homosexualidad a los 9 años, acentuando su valentía. Un día Simon se entera de que un estudiante confesó en línea su homosexualidad, pero sin revelar su identidad y escondiéndose bajo el seudónimo de “blue”. Tras este acto Simon corresponde íntimamente al misterioso personaje y, luego de una conexión instantánea, comienzan un romance. El conflicto se entabla cuando su amigo Martin descubre los correos y lo chantajea para conseguir una cita con Abby, una de las mejores amigas de Simon. El joven accede a dicha demanda creando una enorme falacia, manipulando a su entorno sin medir las consecuencias. Yo soy Simón (Love, Simon; un título más acertado sería Con amor, Simon) parte de un universo cinematográfico particular ya que evade eficazmente los parámetros que suele exhibir el cine con temáticas de homosexualidad. En ella hay mucho de la mejor tradición de la Nueva Comedia Americana (Ligeramente Embarazada, Virgen a los 40, Adventureland), dejando en claro el tono en solfa que esgrime sin resaltar las solemnes tragedias humanas que narran este tipo de films (como sucede en Moonlight o en Secreto en la Montaña). Simon afirma constantemente que todo en él y su entorno familiar es de paso, perfectamente normal como el de cualquier otro, salvo (y ese “salvo” es lo particular a resaltar) por su secreto: el protagonista no se avergüenza de ser homosexual, y dentro de su ser lo expresa libremente, sin hacer culpógena la estadía del espectador en su mundo, aunque teniendo en cuenta las repercusiones que conlleva. El secreto solo se aplica a los seres que lo rodean y no al espectador cómplice de sus peripecias, de su carrera entre la verdad y la mentira y del suspenso que ello implica. Un barniz casi de aventura que, sabemos, no experimentará vueltas de tuerca sorprendentes sino más bien el goce por ver cómo ese joven de caminar medio tosco resuelve la tragedia invisible que lo estremece. Una tragedia ligada a los miedos de la revelación; el peso de la carga sobre la inseguridad como estigma funcional a la pubertad avanzada. Ese es su verdadero enemigo. Yo soy Simón es un coming of age sobre la transición de un adolescente (y la adolescencia en general) hacia la joven adultez, con sutiles cargas sexuales y la inocencia que puede revestir un muchacho de 16 nacido bajo un seno familiar casi perfecto (su familia parece cercana al progresismo sin demandas por la derecha o la izquierda). Un relato de superación clásico que arrastra la costumbre de aquellas comedias románticas juveniles de los 80. No se puede soslayar la influencia de John Hughes, realizador de El Club de los Cinco (1985) y Se Busca Novio (1984), donde los dramas existenciales de la adolescencia aparecen por obra del entorno familiar y escolar bajo signos de tempana angustia. Desde lo formal el film orquesta una suerte de mirada sobre el cine de manera inconsciente ya que enfatiza la importancia de una puesta en escena -la que lleva a cavo Simon protegiendo su secreto- si lo que se quiere es engañar (no por nada en el colegio montan una obra de teatro sobre el film Cabaret). Simon se convierte en una especie de director que maneja a gusto a sus amigos y familiares, generando situaciones y decidiendo por la suerte de cada uno, construyendo el relato bajo su puesta en escena. Ese mundo se transforma entonces en su película, que existe por obra y gracia de sus demandas emocionales y psicológicas. El cine es ante todo un engaño al ojo y a las percepciones del espectador: el arte de saber manipular. Por momentos la película engaña al espectador ya que puede ser más arriesgada de lo que parece. Ejemplo: en una escena Simon se disfraza de John Lennon (a quien frecuentemente se le adjudicaban tendencias homosexuales) para una fiesta. Lo más interesante es el metalenguaje que se genera a partir de un chiste cuando sus amigos no reconocen el personaje, confundiéndolo con Jesús. Más adelante, como una especie de Neo-Jesús, Simon renacerá y será otro, liberado y liberando involuntariamente a quienes no se animaban a salir del closet. Yo soy Simón genera una enorme camaradería para con el espectador, pues la construcción de personajes –criaturas profundas, ambiguas, misteriosas, inseguras, simpáticas, contradictorias- nos ancla definitivamente en un relato donde las emociones priman sin la necesidad del temible golpe bajo y sin cuestiones moralistas sobre la sociedad o la cultura norteamericana. Nick Robinson como Simon emana una seducción elocuente, convirtiéndose en protagonista total sin desbordes ni derroches. Imaginen lo arriesgado que puede ser y el tono con que se cuentan los hechos que la humorada sobre el final, en la cual Simon aguarda a su amor en el parque, parece (y lo es) políticamente incorrecta a niveles hiperbólicos. Simon parecía ser un bodrio cuasi televisivo, con enseñanza y mensaje alegórico moralista y maniqueo incluido; pero no, a mí también me engañó. Touché.
Una familia se muda a una villa en el medio de un monte atestado de frondosos árboles. El bosque rodea la lujosa casa en la que Hee-yeon’s (Yum Jung-ah), su marido Min-ho (Park Hyuk-kwon) y su pequeña hija Jun-hee sueñan, como toda familia, llevar una vida perfecta. La madre de Min-Ho, delicada y casi senil, y muy apegada a su nieta, sabe que algo extraño hay en ese lugar. Un día Hee-Yeon y Min-ho encuentran en el bosque una niña asustada, aparentemente extraviada. Hee-Yeon, imposibilitada de superar la pérdida de su hijo desaparecido hace 5 años, permite a la niña alojarse en su casa y se encariña con ella instantáneamente. Su marido insiste en que debe llevarla a las autoridades, no solo porque no es correcto dejarla vivir con ellos, sino también porque comienza a actuar de manera misteriosa, haciéndose llamar Jun-hee al igual que la hija del matrimonio. De a poco la pequeña extraña irá mimetizándose con Jun-hee, imitando su voz y risa al punto de la confusión entre ambas. A partir de aquí la familia comienza a escuchar voces. Estas guían a un lugar aterrador y abandonado por la humanidad, que esconde un terrible secreto. Mimic: No sigas las voces (2017), film Coreano de Huh Jung, es una poderosa y aterradora relectura sobre el Doppelgänger, perpetrada por esa misteriosa niña que deambula el siniestro paraje testigo de horrores inconfesables. El Doppelgänger es un vocablo alemán que define el doble fantasmagórico de una persona viva. Este término se utiliza para designar al doble de una persona, que en cine o literatura se materializa como el gemelo maligno. Dicha función enfatiza la contraposición del Bien, sacando a la luz elementos oscuros, viles, monstruosos. El doble, en el cine, implica materializar una imagen sobre la omnipotencia de la muerte y la posibilidad de derrotarla. Ese doble transformado en fotografía inmortal, aunque maliciosa (lo que Carl Jung en sus estudios psicológicos llama “la sombra”) es una función de continuidad del Yo, en oposición a la muerte. Los espejos en Mimic aparecen tapados, cubiertos por metros y metros de cinta, ya que el mal puede utilizarlos como puertas hacia este mundo. Esa cuestión, la de negar la imagen reflejada y vinculada a la propia muerte (pues nos muestra la realidad física de nuestro deterioro, del triunfo del tiempo) es coherente con el tema del Doppelgänger: el doble –reflejo- es el mal absoluto de nuestra mirada narcisista, pues nos obliga a ver cada defecto de nuestro cuerpo. La ceguera progresiva que sufren los personajes en el transcurso del relato adquiere una significación importante, que no solo se queda en tratados psicológicos. Por un lado expresa una función meramente sensorial: hundirse por completo en tinieblas y ser condenado ad vitam aeternam a los horrores de la oscuridad, a la profunda y profana privación de la luz. Esta función es una completa paradoja dado que la mayoría de las veces somos libres de decidir qué queremos ver, simplemente con bajar los párpados. Esa libertad, la de poder evitar los horrores que la visión recoge, no sucede con lo auditivo, pues no existe un dispositivo en la maquinaria del cuerpo humano que nos prive de tal sentido; ello acentúa los rasgos aterradores del film: las voces jamás abandonan a los protagonistas, los persiguen hasta el día de su muerte. Extrema perturbación que podría remitirnos a la que alude el documental Land of Silence and Darkness (1971) de Werner Herzog. Allí somos testigos de un particular personaje: un joven con síndrome de Down que no escucha ni ve. Herzog, sin subrayados, nos introduce en un vacío existencial enorme al presentarnos a un ser que no solo carece de la lógica y la lucidez que nos caracteriza como seres humanos, sino que además está privado de visión y audición, condenado a una vida casi inútil, sin sentido. En Mimic los personajes sí poseen lucidez, por lo que la experiencia de negar la luz y ser presos de voces manipuladoras y fantasmales se transforma en una experiencia quizá menos dramática que la expuesta por Herzog, aunque sin duda más aterradora. Amén de las distintas pertenencias genéricas, lo que une estos films es la sensación de vacío y perturbación en las tinieblas, existencial y perenne. Por otro lado, la idea de la ceguera está relacionada al cine. La ceguera nos priva de la imagen y nos empuja hacia un “fuera de campo” biológico e infinito. La máxima preservación del horror cuando, ya curados de espanto de tanto terror visual, se pasa a otra dimensión de este: la incertidumbre, el vacío del cine – ¿Qué otra cosa puede ser el fuera de campo más que un abismo de imaginación, implorado por el cine de terror a su espectador? En Mimic, Hee-Yeon adopta de manera casi clandestina a la niña que se hace llamar igual que su hija. La necesidad de cubrir, de tapar el vacío relacionado a la pérdida, así como el derrumbe progresivo de la familia ante el mal, nos acerca a dos films impecables del género: Cementerio de animales (Pet Sematary, Mary Lambert , 1989) y su hermana más cercana Dark Waters (Honogurai Mizu No Soko a Kara, Hideo Nakata, 2002). Lo extraordinario de Mimic es la mezcla de elementos convencionales que exhibe, sin tentar a su confusión. Por un lado vemos un gran tratamiento dramático, frecuente en el cine Oriental. Se soslaya, por el contrario, el conocido folklore sobre fantasmas que regresan del más allá para vengarse, muy común en la filmografía del J-Horror (terror Oriental): ese procedimiento nos distancia del destino de los protagonistas ya que incita una cuestión moral. En cambio, la tradición del cine Americano -aquí afianzada- expresa un daño colateral a los protagonistas, adoptando formas más trágicas. Hee-Yeon es dueño de un lenguaje poderoso, desde lo formal (partiendo de las funciones narrativas) hasta la intensidad de su puesta en escena: en ella hay subtramas, vueltas de tuerca, mitológicas referencias al folklore Coreano, referencias al cine bajo ideas claras (Hegel, en definitiva, decía que el arte es el reflejo sensible de la idea), un enorme sentido del drama y la convicción de personajes tridimensionales que, sofocados por conflictos externos e internos, obedecen a la mejor tradición del terror. Un gran film.
“Para mí el estilo es solo el exterior del contenido, y el contenido, el interior del estilo, como el exterior y el interior del cuerpo humano. Ambos van juntos, no pueden ser separados”. Jean-Luc Godard Entender el cine desde una perspectiva godardiana es interpretar las formas bajo un prisma que jamás interpela sobre las bondades del experimento, instantáneo (como su cine) y liberador. Godard sostenía su dialéctica en base a un universo de ideas e imágenes que intentaban profesar nuevas formas, las cuales parecían existir con el fin de resucitar la obra cinematográfica. Él creía que el cine, en parte, ya estaba acabado. Con la llegada de los 70 emprendió su peregrinación divina hacia una fe en el fílmico menos absoluta, y emancipado de ella forjó una unión sagrada con el video. Eso que parecía un disparate se transformó en disparador, haciendo que la mera experimentación estética pasase a un plano trascendente. Godard creía firmemente en la imagen, en el registro a 24 cuadros por segundo, sin importar el formato. Su cine siempre tuvo formas más allegadas al video, al experimento, que al fílmico -Imaginen Sin aliento (À bout de souffle, 1960) filmada en video y no hallaríamos mucha distancia. Hablar de Godard y su cine es expresar un triunfo involuntario. Esa visión (o trofeo, por qué no) sigue latente hasta el presente. Me atrevo entonces a decir que Cocote (2017) es legado y parte de ese enorme triunfo. Un manifiesto sobre la experimentación cinematográfica bien entendida, sin actos de artificio maleducado. Cocote ejerce dicha experimentación bajo conceptos godardianos y -paradojas aparte- los enumera de manera entomológica. Esos reglamentos, antes insospechados, transfiguran también ese mismo cine, pues aquel se metamorfosea con el paso del tiempo. El cine ante todo se adapta. Su realizador cambia del registro documental al fílmico y luego al digital, y del color al blanco y negro. Trabaja sobre distintas texturas y cuando puede esconde la cámara tras cortinas, bordes de muebles y hasta personas. Algunos primeros planos, en un elegante blanco y negro, nos recuerdan aquellas proezas pioneras y vírgenes de la Nouvelle Vague, entre diálogos y registros de lo cotidiano. La gracia es saber dónde y cuándo hacer los cambios de formato sin que resulte caprichoso; un deliberado cóctel estético. Por ello Cocote expone su lado documental cuando el registro de lo cotidiano, en ese pequeño pueblo extasiado por sus creencias (católicas, evangélicas) lo requiere. Como si la cámara, con su necesidad de transmitir el mundo, fuese único testigo de quienes con elocuencia nos hablan del mal rondando la zona. Por momentos ese dispositivo (la cámara) se vuelve objeto del mal, como si de un diablo voyeur se tratase: espía gallinas, cabras y perros que (nos) muestran los dientes en momentos donde la presencia humana es nula. La cámara entonces se vuelve signo del mal porque quizá no terminamos de entender ese mundo, tal vez jamás podríamos ser parte de él. Y si nos atrevemos a hablar del mal, de un mal que duerme mientras deja a los humanos hacer sus fechorías, podemos mencionar a Chabrol, otro influencer de la Nouvelle Vague. En su cine, plagado de asesinatos impunes y una sensación de muerte acariciando la nuca de cada ser bajo la lupa de la cámara testigo, el mal siempre triunfa. Cocote lleva a cuestas todos esos elementos. En el film – que mezcla involuntariamente las manías experimentales de Godard y las formalidades narrativas de Chabrol- ese acercamiento a un movimiento que sirvió como respuesta subversiva allá por los 60 no se torna ilógico. Con su tono tragicómico, rupturista, esquiva por momentos los conceptos clásicos que parece (el parece es una aclaración que remite al engaño) ir tejiendo en medio de algunas ideas que pueden alienar al público (se detiene por momentos muy extensos a indagar sobre cómo esa gente toma la religión y adapta su cultura a ella). Su fin, su cometido, se vuelve entonces netamente funcional. Ese todo nos recuerda que se puede hacer cine de manera novedosa, aún cuando muchas de sus ideas ya fueron plasmadas décadas atrás. Cocote cuenta una historia de venganza. Alberto, jardinero evangelista, abandona su trabajo para una acomodada familia de Santo Domingo. La excusa es volver al pueblo que lo vio crecer a partir de la noticia del fallecimiento de su padre. En medio de un paraje selvático que a veces resulta paradisíaco y otras salvaje e inhóspito, el protagonista se debatirá entre su fe religiosa y la posibilidad de enfrentarse a quien degolló, como gallina sin suerte, a su padre. Su familia le reclama no solo su fe, sino que tome las riendas y actué. En el transcurso del relato, Alberto será testigo de un largo ritual fúnebre, en un mundo casi olvidado por Dios y plagado de quienes claman por su divina presencia. Errante, y a la vez prisionero de sus decisiones y creencias, el personaje caerá en una espiral de oscuridad y violencia. Nelson Carlo de los Santos Arias construye un film que exhibe ciertas temáticas ancladas en el cine latinoamericano (religión, violencia, clases sociales, poder), pero escapando a formalidades evidentes como lo pintoresco y la denuncia (Ciudad de Dios es un claro ejemplo). Hay escenas contundentes filmadas con precisión, así como otras que defienden el poder del registro instantáneo e intuitivo del documental, sin reparar en su imperfección. Dicha contradicción estética, más que confundir agranda su potencial, entre el desequilibrio cinematográfico amateur y la habilidad profesional del experimentado.
Luciferina arranca con un bebé dentro del vientre de su madre. La siguiente escena nos trae a una joven parada estática en el medio del patio de lo que parece (plano muy indie mediante) un convento o una escuela o algo por el estilo. El montaje en todo caso nos avisa que ese bebé es ahora esa joven de apariencia retraída, convertida a la religión y que en unos planos y segundos más tarde ayuda en un comedor. Al rato recibe, por parte de una monja, la noticia de que sus padres sufrieron un grave accidente: la madre no sobrevivió. Así Natalia (Sofia del Tuffo), de solo diecinueve años, regresa a su hogar después de varios años. Allí se encuentra con su hermana, quien le reprocha su ausencia en todo estos años. Resulta que su padre está postrado en la casa en un estado deplorable, dejando en evidencia unas tétricas pinturas muy bien dibujadas que nos llevan a pensar que era dibujante de comics o algo así por el estilo. De repente, la hermana, medio mala onda, media dark, le dice que ella y sus amigos irán en un viaje con el fin de hacer un ritual que tiene como fin consumir la bebida ayahuasca. Los seis (¡obvio!), instalados en un sitio alejado y casi olvidado, van experimentado los efectos de la droga hasta saber quién es el portador del mal. Luciferina es un film fallido. Fallido porque pudo ser bueno, ya que tiene buenas intenciones. En primera instancia, porque pone en evidencia el mal gusto por encarar temas que son actuales en el país. El feminismo mal entendido y la insistencia de evocar el aborto como una segunda historia desesperada por hallar adeptos. Las formas que elige su director son declamativas y reduccionistas, arcaicas. ¿Cuantos espectadores aún no entienden la importancia de las Sarah Connor, las Ellen Ripley, las Imperator Furiosa o, sin ir más lejos, de las Gilda (para acercarnos a un cine más propio y de estas pampas) para aludir a un ideal feminista maduro y no de manual? ¿Por qué el hombre tiene que ser demonizado y la mujer santificada para llegar a hablar de ello? Porque, si no me equivoco, el padre de la protagonista resulta un satanista que “produjo” el accidente a la madre; el noviecito de la hermana, un golpeador adepto al bullying; y el interés romántico de Natalia, presentado como posible compañero, en realidad carga con la maldición de llevar el diablo dentro desde pequeño. El hombre, como entidad, parece llevar el mal en todas sus manifestaciones. El único que aparenta ser un tipo razonable, uno de los seis pibes, muere apenas se presenta; como si se intentara deshacer la evidencia de que existen hombres buenos. No lo deja ser. Otra de las protagonistas, antes de suicidarse, nombra a su padre como posible origen de sus traumas. El director Gonzalo Calzada no entiende que lo que debe criticar y amputar es el concepto de patriarcado. El hombre como figura física es una cosa, como entidad de género; el patriarcado otra. No son lo mismo. La única figura femenina que parece estar vinculada con el mal no llega a provocar ningún daño, y es la mujer que aparece poseída (muy j-horror, muy fantasma oriental vengador). Por ejemplo, revirtiendo las polaridades: En Rabia (1977), de David Cronenberg, una mujer comienza una suerte de “vampirización” en un plano fisiológico que la libera sexualmente. El crítico Robin Wood, en su libro An introduction to the American Horror Film, cataloga a esta obra cronenbergiana de reaccionaria ya que cree que la mujer, al mostrar una libertad sexual, es vista como un monstruo. Por el contrario, Cronenberg, inteligente en las decisiones sobre su discurso, contrapone a la protagonista con la amiga que también es una mujer independiente y que no muestra signos de ser una amenaza. Cronenberg puede exterminarla o no, pero no se la quita de encima sin antes haberla conocido. No por ello transforma al hombre o a la fémina en monstruos. Su film, con dejos de melodrama y con la mujer transformada en mártir a lo Ms. 45 (1981), de Abel Ferrara, no hace ver a la mujer como el mal, más bien logra que el costado más reaccionario de la sociedad pueda verla como un monstruo, por eso el horror como género toma las riendas. Otra gran película de género que entiende cómo encarar el tema es The Woman (2011), de Lucky McKee. En ella, una mujer libre y salvaje perteneciente a los bosques es raptada por un hombre de una familia aparentemente normal con el fin de civilizarla. Obviamente, todo sale mal y el horror se desata. The Woman tiene la particularidad de mostrar a un tipo y a su hijo como monstruos, sí, pero también castiga a la mujer por cómplice: la esposa del protagonista, por callar y rendirse ante el patriarcado y apoyar sus locuras. The Woman no expone a la mujer como pobre víctima, la apunta dentro del registro humano y no crea un ambiente segregacionista como el de Luciferina, polarizador hasta la médula. El aborto, otro tema polémico (¿se notan las intenciones, ¿no?), es completamente confuso en la película, ya que por momentos parece estar a favor y otros en contra. Primero y principal, el relato (circular, algo positivo dentro de las bondades cinematográficas) comienza y termina con un bebé dentro del vientre de su madre. La protagonista, además, parece ser fruto de un aborto fracasado y de la que aseguran que es muy especial, con poderes y todo –puede ver el aura de la gente y esas cosas–, lo que permite deducir su postura en contra de esta práctica (¡miren si hubiera sido abortada!: esta criatura de Dios tan singular jamás estaría entre nosotros, ¡además tiene poderes! ¡Es única!). La hermana de Natalia le cuenta que se practicó un aborto en el tiempo que ella estuvo ausente y que la experiencia fue bastante traumática. Ahora, desde otra óptica, ese mismo comentario puede ser visto como traumático por el hecho de haber sido “clandestino” y manifestarse así a favor. ¿Se entendió? Luciferina al menos es más film que su “hermana” –por género y reciente estreno– Necronomicón: El libro del infierno, ya que técnicamente es irreprochable y los actores respiran una libertad que la otra jamás podría imaginar. Todos los actores están más que bien. Hay, sí, un par de escenas interesantes, como el combate final entre el demonio y Natalia, que más que espiritual es biológico ya que se practica sexualmente. Esa secuencia representa lo mejor de la película, que parece por momentos ser un slasher común y corriente de esos que en el año 2000 nos llegaban cada jueves de estreno. Luciferina no adopta una fuerza simbólica contundente más allá de la que se puede expresar por lo demoníaco, lo que la transforma en una película superficial y esteticista. Todo en ella luce muy bien pero no hay demasiado por detrás. Tal vez le haría falta entender más El exorcista (1973), de Friedkin. El tono solemne no ayuda en esos largos ciento once minutos que dura el relato. No hay un clima de terror, pese a los esfuerzos de la puesta en escena y de todo lo que conlleva la misma, principalmente por esa mala idea de lo “divino” que la protagonista puede atisbar gracias a su don. Sabemos que el mal, y más cuando es sobrenatural o metafísico, debe transmitir la sensación de ser indestructible, imparable. Cuando tenés este tipo de seres que, si bien no se los denomina como tal, pero se entiende que son “elegidos”, ya que poseen dones únicos, la amenaza pierde fuerzas, ya que el peligro desaparece incluso cuando hay muertes –igualmente serán inevitables en este tipo de films–. Calzada desde el inicio deja en claro esto, sin un poco de suspenso y sobrecargando el relato de aristas fantásticas: eso ayuda a que el mal, lo sobrenatural, pierda su esencia extraordinaria. En ese sentido, Luciferina se acerca mucho a la pésima Mother of Tears (2007), de Darío Argento. La tercera y última parte de la trilogía de las tres madres mostraba una lucha entre el bien y el mal en un plano menos amenazante que sus antecesoras, ya que la protagonista era custodiada por seres divinos. El ser humano, por naturaleza, le teme justamente a lo sobrenatural porque se enfrenta a lo desconocido, algo corpóreo o incorpóreo, pero propio de fuerzas sobrehumanas, algo que jamás tendremos, por lo que nos sentimos indefensos. Todo lo que se halla “más allá” tiende al desconcierto, a un horror en aras del existencialismo que se justifica porque nos vuelve diminutos en su presencia no-natural y posiblemente menos ordinaria. En Suspiria (1977) e Inferno (1980), Argento creaba cuentos aterradores, casi insoportables por su clímax de amenaza constante y de un mal perenne. Eran terriblemente esteticitas pero contundentes en sus formas cinematográficas. Mucho mejor es el anterior largo de Calzada, Resurrección (2016), gran cuento gótico que entendía el cine, principalmente al de horror. Mixturaba con éxito costumbres criollas sin abandonar un goticismo exitoso en todas sus formas, y funcionaba principalmente porque lo ambicioso en su totalidad física o simbólica tenían peso y firmeza. Luciferina, por el contrario, mama demasiado del terror norteamericano en su peor expresión y se pierde como tantas películas sobre posesiones de los últimos tiempos.
No, no puedo escribir, aunque lo intente, sobre Necronomicon. No el Necronomicon de la poderosa obra de Howard Phillip Lovecraft, escritor maldito y ápice de lo macabro en todo su esplendor de oscura belleza. Ese libro, aun teniendo relación con la película argentina del mismo nombre, queda afuera porque el foco es la justicia sobre el cine. Si es que aquella existe, teniendo en cuenta a este humilde servidor que intenta, de corazón y con nobleza, transmitir su visión total. Pero cuesta, aún no puedo. Para ir entrando en calor voy a hablar de otro cine, de otros directores, de todo lo que pueda relacionar con lo malo, lo que me desagrade y descalifique. Eso ayuda, pero sobre Necronomicon no puedo: para eso hay que esperar. De chico veía de todo. Todo me gustaba. O casi todo. Con el tiempo templé mis preferencias y fue en la adolescencia que descubrí, más allá de la cinefilia que venía arrastrando desde muy pequeño, qué era lo que me molestaba de cierto cine. Nunca me sentí cómodo con la Nouvelle Vague, a decir verdad. Puede que algo me agrade, pero no, no puedo relacionarla con un ejercicio cinematográfico puro. Me aburría, me aburre y me aburrirá siempre. Entiendo su importancia histórica y su contexto necesario. Son formas opuestas a Hollywood, que sirven obligatoriamente para que esta megaempresa no se vuelva un modelo totalitario. Me gusta Godard y su Sin Aliento (Á Bout de Souffle, 1960), pero aborrezco Disparen sobre el Pianista (Tirez sur le Pianiste, 1961) de Truffaut, por dar un ejemplo. Me aburren soberanamente Rohmer y Chabrol, por citar los más conocidos. Quizás el clasicismo que amparo sobre mis venas tira más. No sé. Tal vez mi primitiva mirada clásica opaque sus virtudes y pase un buen tiempo hasta amigarme con esta corriente cinematográfica rupturista. Pero lo malo que tiene la Nouvelle Vague no es lo malo de Necronomicon. Es otra cosa. Aún no puedo llegar a ello. Voy bajando peldaños, hasta llegar a lo más bajo de la escalera. Se me viene a la mente una de las peores cosas que le pasaron al cine (y a la humanidad): Persona (1966) de Bergman. Con decir que lo único bueno que filmó este soporífero director fue La Hora del Lobo (Vargtimmen, 1968), teniendo en cuenta su vasta filmografía, entendemos que su obra es devastadoramente nociva para los humildes espectadores. Sus alegóricas fábulas masturbatorias sobre la identidad, la vida, la muerte y otras pavadas trascendentales y pedantes esquivan la posibilidad de ser cine. Persona es, sin ir más lejos, una película donde dos mujeres hablan como si fueran robots autómatas. Y Bergman las filma, o hace que las filma para el cine y juega un rato, se aburre (nos aburre), pero nunca apaga la cámara. Lo intrascendente puede ser trascendental, o algo así. Igual, nadie entiende qué pasa en esta película o en su cine. Da lo mismo. Puedo seguir, pero no quiero aburrirlos con mis traumas de adolescencia tardía. Sigo bajando escalones hasta toparme con lo más bajo del cine. Podemos citar cualquier película de Lars Von Trier, director de films antipáticos, cargados de una naturaleza culposa y un pesimismo superfluo como para empatar con el zonzo citado hace un párrafo. Lars Von Trier jamás podrá hacer una película tan inquietante y sobrecogedora como La Hora del Lobo. A diferencia de Bergman, Von Trier es más actual, y su cine exhibe años de atraso. Lo que aborda constantemente pudo ser polémico en los 70, obteniendo cierto prestigio por su inherente necesidad de regodearse en el morbo, en el sufrimiento ajeno. Contra Viento y Marea (Breaking The Waves, 1996) y Bailarina en la Oscuridad (Dancer in the Dark, 2000) son dos ejemplos claros. Un enfant terrible que no escandaliza a nadie. Esa mirada cínica que juzga a toda la raza humana no ejecuta la nobleza autoconsciente de, por ejemplo, un Kubrick, quien adornaba sus distopías con una misantropía que no lo excluía en absoluto. Von Trier mira de lejos a sus seres y los lanza a un abismo que lleva directamente a los infiernos de la moral. Con subrayados y todo. Nombro a Von Trier e inmediatamente me pongo en guardia, como los gatos. Es EL enemigo actual del cine. Pero algo me dice que no llego a Necronomicon; solo faltan unos escalones cuesta abajo. Se preguntarán quizás qué tiene que ver todo esto con Necronomicon, película en la que aparentemente hay que poner el foco de atención. Ya vamos a llegar a eso. Aún no puedo hablar de ella, de lo mala que es, de lo indefendible y poco ajustada al universo del cine (bueno, algo surge). Pero dejemos de lado este tipo de cine. Hay otro tipo de malas películas. Una de ellas es Payasos Asesinos del Espacio Exterior (Killer Klowns from Outer Space, 1988), bizarra pesadilla coulrofóbica dueña de un culto inexplicable. En ella una horda de payasos, como reza el título, viene de los confines de la galaxia para arruinarnos la vida. Ese culto antes mencionado parte de una vertiente reaccionaria que idealiza cualquier cosa referente a los 80. Payasos Asesinos… puede ser célebre por lo delirante pero es terriblemente mala. Nada se puede rescatar a excepción de su absoluta irresponsabilidad. Es entonces el tono lo que nos compra. Esa entrega en solfa divide la visión del espectador que acepta su gen de slapstick gore sin ignorar el pésimo resultado. Es malísima, pero divertida. Juega a una autoconsciencia para nada cínica. Necronomicon no sabe jugar más que a intentar ser un film. Sigo descendiendo, tropiezo con un escalón que me sitúa en lo más profundo de las miserias cinematográficas. La escalera me deja ver el horror. No el horror inherente al origen del género, sino a la concepción cinematográfica. Llegamos inevitablemente a Necronomicon, el Libro del Infierno. Reitero, dejemos a Lovecraft de lado, no se merece estar en este texto para nada amigable, demasiado odioso pero justo al fin. Costó llegar a ella porque me es difícil asociarla al cine. Estar presente en una sala y tenerla ante los ojos provoca pudor. Su factura pide a toda costa un lugar en el mundo, pero por sus impericias enormes y su poca humildad llega al nivel de una obra propuesta por estudiantes. La ¿película? profesa la posibilidad de que en Argentina exista la única copia del libro que le da título. Luis, un bibliotecario apasionado, es el encargado de encontrarlo en la Biblioteca Nacional de Buenos Aires. Iniciada la aventura aparece una (muy mala) actriz que hace de femme fatale pero le aplica terribles llaves con las piernas a los malos de turno, un Federico Luppi con cara digital que no se parece en nada a Luppi y una inválida, hermana de Luis, que tira frases solemnes y crípticas con una sobreactuación teatral que raya el ridículo. Los (d)efectos especiales generados por computadora nos hacen pensar que estamos viendo la presentación de algún videojuego de principios del 2000. Necronomicon se halla en ese infierno de lo anticinematográfico. Todo en ella irrumpe vergonzosamente de manera amateur, deficiente. No hay lógica absoluta pero tampoco irresponsabilidad, en tanto su tono solemne incita al sueño. Los personajes actúan y se mueven dentro de una (pobre) puesta en escena, de manera errante. Los roles de Diego Velázquez y Daniel Fanego -suponemos que necesitaba el dinero – son los únicos que parecen tener un propósito. El resto sobreactúa mientras el director desorienta a todos (incluidos nosotros) entre elipsis y elipsis, con tal de que su película siga marchando. Por momentos dejamos de creer que la intención sea rendir homenaje al genio del terror literario. Nos sentimos estafados, burlados. Hay una escena de masturbación gratuita, y otra de sexo en las escaleras que parece una mezcla poco eficaz de dos escenas de sexo que ya vimos: la de La Novena Puerta (The Ninth Gate, Polanski, 1999) y la de Una Historia Violenta (A History of Violence, Cronenberg, 2005). El camino que me llevó poder hablar de este intento de film -imposible, aburrido, mediocre, eterno, ridículo- habrá sido largo, pero fue necesario. La diferencia entre todo lo nombrado anteriormente y esta cosa es que las otras películas y los otros directores creen en lo que hacen. Hay una visión allí: no importa si las alegorías de Bergman nos saturan, o si las de Truffaut nos aburren, o si la película de los payasos asesinos nos obliga a aceptar su condición de mala para poder disfrutarla. Dichas obras nos transmiten, parcial e involuntariamente, la sensación de que fueron creadas con un ideal y una legítima autoconciencia personal para cada realizador. Necronomicon es todo lo contrario: cree ser muy cool, con su look dark y su onda gótica porteña berreta en busca de una identificación desesperada y condescendiente con quienes puedan gustar de ella. Su postura esteta ante cualquier otro valor tampoco ayuda, desalentando la posibilidad de creer que en Argentina el cine de terror tenga el renombre que se merece. No hay nada interesante, ni simbólico ni intertextual; solo una mirada al género desde su costado más superficial y basura, por momentos risible. Indignado, pero feliz de advertir los créditos finales, vuelvo a subir las escaleras. La tortura duró hora y media, pero para mí fue una eternidad.
El Sereno (2017) es un film particularmente curioso. En él subyace, de manera involuntaria, una compleja relectura sobre cómo se destruye el cine en su totalidad. La mítica cinematográfica desaparece cuando se deja de creer, o peor aún, cuando jamás se creyó en el cine. ¿Qué es creer en el cine? Creer en el cine es doblegarse ante las herramientas cinematográficas bien utilizadas: puesta en escena, ritmo narrativo, simbología, intertextualidades, ideas nobles , conceptos bien comprendidos -fuera de campo, eje vertical, principio de simetría- y algún que otro adorno propio, personal. Todo ello sin caer en pretensiones ampulosas o una trascendencia barata y adolescente. El Sereno arranca bien, o al menos mejor que la hora y pico siguiente. Cuenta la historia de Fernando (Gastón Pauls), el nuevo sereno de un depósito próximo a ser demolido y que de día cuenta con un personal muy reducido. El lugar -enorme, laberíntico, de ultratumba- se vuelve un imán para la sugestión fantasmagórica. Tarde o temprano, en esas solitarias noches las cosas ordinarias y cotidianas desaparecen, dando pié a sucesos cercanos a lo sobrenatural. Protagonista de una vida torturada por demás, Fernando comienza a oír extraños sonidos provenientes de lugares imposibles y a ver cosas que sobrepasan la lógica de nuestro mundo físico. En esos veinte minutos iniciales hay un intento de sostener el relato de manera genuina, basado en una puesta en escena que hace honor a la mejor tradición del género de terror. Por momentos creemos en él, y sin ir más lejos recordamos la perturbación que sufría Liv Tyler en Los Extraños (The Strangers, 2008) de Bryan Bertino, donde la incertidumbre causada por el sonido y el fuera de campo lo eran todo. El problema aquí es que los directores, Óscar Estévez y Juacko Mauad, no creen que este género sea lo suficientemente noble para ellos, por lo que comienzan a impregnarlo de una trascendencia existencial y onírica que se torna insoportable. Con una premisa muy similar a Nattevagten (1994), El Sereno cae en un espiral de autodestrucción cinematográfica insalvable. Primero, engaña al espectador con un relato simple, haciéndole creer que bajo conceptos de un género puro como es el terror rendirá tributo y honor a sus reglas y formalidades. Para quienes no entienden que lo simple muchas veces ejerce como disfraz de lo clásico, los conceptos de manipulación menos cinematográficos pero más emocionales y psicológicos ejecutados por el film devendrán un chantaje al cerebro, una puñalada al corazón. El cine ante todo es metafísico, amén de la condición sobrenatural del relato. Pero cuando esa metafísica debe desaparecer de manera caprichosa por pretensiones grandilocuentes nos queda entonces un manifiesto alegórico sobre el pensamiento humano y su condición. Sin ir más lejos, es la misma mirada que puede tener un Lars Von Trier o un Malick de sus últimos films. Así se abandona al espectador, se lo aísla de la relectura, de la interpretación. Se lo transforma en un receptor pasivo que cede inevitablemente. En ese momento el cine desaparece también, y con él toda su naturaleza mítica. El Sereno intenta, con una burda y rebuscada vuelta de tuerca en el final -que se veía venir desde los primeros minutos por un insinuante plano que reclama el cliché- ser inteligente y dar por sentado que los intereses estaban más allá del género. Este tipo de film desemboca en una elipsis total, donde el espectador debe renunciar a la creencia en los hechos materiales para pasar a la trascendencia que corrompe la imagen. Dejamos de creer en lo corpóreo porque nos obligan a abandonar el trayecto cinematográfico. El cine ante todo es físico, y la magia, lo trascendente, resultan armas de doble filo más que meros adornos de autor. Porque sabemos que quienes creen, quienes predican el cine, saben las reglas del artesano. No las subestiman.
El campo, bañado de una soledad que solo el hombre puede entender y percibir, cuna de infernales carreteras que cruzan kilómetros y kilómetros de leyendas urbanas y mitos. Dueño de un silencio llamado a muerte que se activa cada 23 años…durante 23 días. Los parajes rurales son, en el cine de Victor Salva, una constante que funciona como médula espinal para albergar historias sobre el hombre común enfrentándose a lo extraordinario. Esa fijación por el American Gothic, donde se suceden todo tipo de choques (culturales, emocionales), sirve al director para acercar SU cine (con mayúscula, ya que se apropia de las bondades del mismo) a un regionalismo que simboliza un viaje a lo profundo de las perversiones, la oscuridad, el sufrimiento, la muerte. Grant Wood, creador del cuadro “Gótico americano” en 1930, exponía en sus obras una mirada que idealizaba ciertos elementos que coqueteaban con el conservadurismo propio de esa época; en detrimento, el discurso de Salva se encuentra en las antípodas, ya que elimina cualquier rasgo reaccionario. Estos dos artistas (uno de la pintura, el otro del cine) tienen en común su amor por los espacios rurales, sus habitantes, y con ello, sus actos, defectos y virtudes: ambos responden a cierta filantropía popular. Salva transforma esas locaciones en laberintos iniciáticos, cuyos destinos inciertos están cubiertos por la sombra de la muerte. En Jeepers Creepers: El Regreso (Jeepers Creepers 3, 2017), intercuela ubicada entre la primera y segunda parte, no deja las obsesiones, constantes y simbología que son un sello indestructible en su cine. Si bien esta tercera parte es la hermanita menor de la saga en presupuesto, complejidad y eficacia (es eficaz, pero en menor medida), los esfuerzos por alcanzar dignidad dentro del cine de terror moderno -y el cine en general- se notan, ya que Salva es un legítimo artesano. Su cine sigue albergando un manejo de la cámara que reboza de clasicismo, fluyendo por las venas, donde los encuadres y composiciones de los mismos (componer una toma es un lujo que pocos pueden hacer hoy en día) parecen tener una importancia absoluta. Ese aspecto pintoresco, que trazaba los terrores de aquella obra maestra absoluta que es su primera parte, Jeepers Creepers (2001), deja en claro que su cine responde a un modelo casi extinto, pero no prehistórico (En el peor sentido de la palabra) que se abría paso en la fiebre que levantó El Juego del Miedo (Saw, 2004) y sus secuelas/imitaciones. En donde una la estética de videoclip ultra canchera, re moderna, re cool, nos hacía pensar hacia dónde iría el cine de género a partir de ese momento, la otra optaba por la solidez, la contundencia, autenticidad, el modelo clásico en su máxima expresión. Jeepers Creepers: El Regreso/Salva tiene una visión del cine moderna, que sustituye vueltas de tuerca espantosas y obvias -¿Recuerdan cuando todas las películas terminaban como Sexto Sentido (The Sixth Sense, 1999) de M. Night Shyamalan, por vueltas de tuerca que alimentan el imaginario visual y narrativo, amén de otra película del genio Shyamalan, Fragmentado (Split, 2016)-. Esa visión moderna que adquiere Salva, compartida por otro que mete miedo, como es Andy Muschietti: desde las formalidades, narrativas y estéticas, siguen empleando formulas clásicas pero entendiendo qué puede querer el público, demanda como respuesta al imaginario popular. Jeepers Creepers: El Regreso sigue la historia de Dan Tashtego (Stan Shaw) y el Sgt Davis Tubbs (Brandon Smith ), dos oficiales del orden que luego de los sucesos relacionados a los hermanos Jenner unen sus fuerzas para aniquilar al Creeper, monstruo camuflado que no se detiene ante nada. Una mujer tiene visiones de su hijo muerto que le advierte de la llegada del ser infernal y que esconde un oscuro secreto enterrado en el jardín de su casa. Si bien esta tercera parte no mantiene una mirada hacia el terror, como mera excusa de hacer asustar al espectador con golpes de efecto fáciles, su esencia está más cerca del western, aún cuando la saga siempre se emparentó con este género. Jeepers Creepers nunca fue un film que dio miedo, ya que el cometido de Salva era otro; vale recordar Vampiros (Vampires, 1998), de John Carpenter, que no daban miedo, pero en esencia el modelo de terror estaba. Salva mantiene su innegable solidez para narrar, encuadrar, empalmar planos de manera contundente (las escenas de acción lo ameritan) y de entretener. Hay efectos especiales deficientes, como la escena donde la camioneta de los oficiales vuelca en la ruta, lo que acentúa el bajísimo presupuesto del film. La logística es la misma que utilizó Carpenter para su Noche de Brujas (Halloween, 1978): filmó, según sus palabras, de la manera más bonita posible, para que el low budget no se note tanto. Ese recurso inteligente tiene logros superiores a cualquier otra producción de mayor capital. Salva, acentuando el valor clásico en sus narraciones, toma la tercera historia (la primera historia, la narrativa; la segunda, los elementos simbólicos, intertextuales e ideológicos; la tercera, las constantes, también llamada “económica” en referencia a los temas que siempre toca un director). En ese sentido la venganza es, en el cine del realizador, una forma de purgar los miedos, demonios y miserias, sin caer en moralinas. En el film una mano cortada del Creeper sirve para poder hacer contacto psíquicamente con el origen y razones de la criatura con el solo hecho de tocarla. San Gregorio de Nisa (330 y 335 d.c.) arzobispo y teólogo aseguraba que las manos estaban ligadas al conocimiento y a la visión, ya que tenían por fin el lenguaje. En la iconografía, un ojo en la palma de una mano representa la clarividencia y la sabiduría compasiva. La Biblia dice que Dios usaba la mano derecha para bendecir y la izquierda para destruir: esa mano es una mano derecha, y es el atrezzo que ayuda (bendice) a los personajes para entender al ser. Por ello al tocar esta mano cercenada el receptor puede “ver”. Desde lo cinematográfico, esa mano es un principio de simetría perfecto ya que transita los tres estados del mismo: índice, ícono y símbolo. Como segunda historia representa la visión del espectador, aferrada al miedo, arrastrada por un deseo inherente de verlo todo (Salva se vuelve superambicioso cuando deja “esa visión” fuera de campo, haciendo hincapié en los tres elementos del clasicismo directamente anclados en la mano del monstruo: principio de simetría, eje vertical (la mano cae del cielo)y el fuera de campo. La fuerza de las imágenes (cuervos muertos que llueven en la noche, enfrentamientos en deliciosa cámara lenta, persecuciones bien ejecutadas, campos acechados por muertos) compensa ciertos baches en ideas descabelladas que por momento no funcionan tan bien (la secuencia de los motociclistas, la lanza que se activa sola, las bolas explosivas). Jeepers Creepers: El Regreso es terriblemente engañosa: parece plana, pochoclera sin un fin, vacía de contenido. Salva lo hizo de nuevo.
Harry Hole (Michael Fassbender) despierta una mañana, luego de una aparente borrachera, en una plaza concurrida y pintada de un blanco triunfante por el clima nevado. Sale caminando y se abre paso entre un grupo de personas. Su vida se debate entre el deber como investigador y sus problemas para dormir y dejar atrás una relación con una mujer y su hijo adolescente. No hay atisbos de felicidad en sus facciones, en su accionar, en sus gestos, en su cristalina mirada. Su apellido, “Hole”, significa hueco, agujero, hoyo, y parte de eso refleja su estado emocional: es alcohólico. Antes de llegar allí hay una elipsis que conecta directamente con la primer escena. Esa escena, quizás la más lograda de todo el relato, manifiesta el virus que llevará al asesino de la película a ser lo que es y hacer lo que hace y ser figura de investigación por parte de Hole y Katrine Bratt (Rebecca Ferguson), su nueva compañera[1]. La secuencia inicial, lograda por su tensión, nervio narrativo, por el manejo de las herramientas técnicas (hay en la persecución un dejo Hitchcokiano mediante el encuadre, el uso de la cámara y el montaje) nos remite un poco al giallo, subgénero italiano sobre asesinos seriales (hay más elementos del giallo en el film, como el uso de los guantes negros del asesino o los roces con lo policiaco, en la intriga del protagonista por resolver los crímenes aún cuando no se es policía o investigador). El Muñeco de Nieve debe su nombre a estas estatuas efímeras y populares, ya que el asesino deja uno en cada jardín nevado donde comete un crimen. El film de Tomas Alfredson –Criatura de la Noche (Let the Right One In, 2008)- es realmente paradójico debido a los elementos en contra que resguarda: el relato se vuelve denso pasando los 40 minutos, algunas ideas (subtramas) quedan sueltas, el montaje e ir y venir con un hecho pasado es confuso aun aclarando que sucedió años atrás, no hay humor y por momentos la solemnidad con que se ejecuta la narración nos distancia como el frío a los protagonistas. Esas “ideas” (las comillas no refieren a su utilización sarcástica, más bien a lo que sigue en el párrafo) parecen ser deliberadas, y en definitiva ejecutadas como formalidades que cuestionan las normas clásicas del cine. Hay subtramas innecesarias para la trama, pero de vital importancia para despistar la mirada del espectador, y en respuesta a ello el film obliga a estar despiertos ante cada detalle. Eso lo convierte a uno en un espectador activo. La escena donde Hole entra a su casa y ve al fumigador por segunda vez en medio de una lisérgica danza al compas de música electrónica y el mismo se aleja y sale de allí sin quitarse la máscara, deja en claro no solo un principio de simetría que acentúa la indiscriminada mirada del director sobre el accionar del asesino, sino que hace ver los detalles obsesivos a los que hay que prestar atención para entender las cualidades en que se destaca. El caótico manejo de su narración (va y viene con la historia de un detective que se suicidó hace años tras los pasos del mismo asesino), desestructura el relato clásico y recae en el posmoderno, y es una antesala para que el sinsentido tome forma recién arribando el final y respire netamente ideas cinematográficas, acentuadas por el buen uso del montaje paralelo y yuxtaponiendo situaciones y personajes, inspiradas en el thriller y el suspenso. El Muñeco de Nieve (The Snowman, 2017) no es un film para enmarcar, pues le sobra media hora (se extrañan los largometrajes que resumían todo en 90 minutos), no toma riesgos en el manejo de su puesta en escena (si bien el toque de Alfredson está, aunque pase desapercibido y solo la secuencia inicial es de remarcar) y parece ser uno de esos típicos thrillers inspirados en best sellers europeos al mejor estilo Millennium (que en realidad lo es): correctos en su concepción estética y narrativa aun cuando los minutos le sobran, intrigas con personajes que coquetean con el poder y las conspiraciones, la paranoia, los parajes desolados y fríos, y los personajes torturados por su pasado. Lo que se dice un producto ovalado, pero no redondo.
Werner Herzog sostenía que en el cine todo es ficción. Que todo género, hasta el documental, es sostenido por una visión particular: la de su director. El director decidiendo que mostrar y que no, cómo y dónde, compone una “suerte de realidad” pero jamás una absoluta. Por ende, esa supuesta realidad, manipulada, se acerca más a un hecho ficticio. Los Amantes Indigentes (2017) documental de Pablo Oliverio es una muestra de ello. Mediante un registro austero, minimalista y poco formal, Olivero nos sumerge en el mundo de una pareja de indigentes que sobrevive en una Buenos Aires cuyas noches interminables devoran poco a poco la esperanza y se transforma inevitablemente en esa jungla consumista que años atrás nos declaraba Guns ‘N´Roses en uno de sus hits. La cámara sigue a estos fantasmas errantes que sobreviven a duras penas limpiando parabrisas, pidiendo monedas (en una secuencia desesperante por la paciencia que estos deben de tener tras la negativa del donativo) o hurgando la basura y mudando ese pequeño colchón que funciona como cama, hogar y refugio ante una sociedad que muchas veces decide ignorarlos. El amor parece un motor dentro de la existencialista mirada que se le da al film, alternando la historia de estos jóvenes con la de otras parejas en la misma situación. El mayor problema reside en la manipuladora mirada que ejerce Oliverio, culpógena hasta el hartazgo debido a la reiteración sobre el consumo en contraposición al universo de estos seres. Rodeados de carteles publicitarios que crean un clima asfixiante, dominante y triunfante, los protagonistas se pierden bajo la mirada de los caminantes que deambulan naturalizándolos. Eso, por momentos es un arma de doble filo. Mediante un ridículo truco de montaje donde nos escupe, demasiado literal y alegórica las intenciones de su discurso, y hasta intentando poner en jaque la suerte hogareña del espectador forzando frases como “¿Podés dormir?” en loop. Pizza, Birra, Faso (1997), obra maestra de Bruno Stagnaro e Israel Adrián Caetano, guarda varios puntos en contacto, incluyendo la tríada del título de aquel clásico, pero con la diferencia que ésta entiende bien las herramientas cinematográficas y las intenciones del film de denuncia social. Oliverio se olvida, pasando la media hora del relato, que lo que cuenta debe de mantener un interés, por lo que al film parecen sobrarles unos 25 minutos. La reiteración de las malas intenciones del director (muy malas ya que insiste con los cartelitos y hacer juegos de palabras, formando frases solemnes que intentan en vano ser movilizadoras pero le importa poco el ritmo narrativo) ante una muy buena idea que se torna difusa (¿De qué quiere hablar? ¿Del amor ante todo? ¿Del consumo y sus consecuencias reflejadas en esta sociedad?). Oliverio estigmatiza, con su discurso progresista y de izquierda, en vez de enfrentar los hechos: el relato se torna misantrópico, creyendo que para “ser bueno” hay que nacer pobre, el resto se ve demonizado y juzgado en consecuencia a lo que tiene. Eso es un banal intento de generar mea culpa. John Carpenter lo hizo mucho mejor allá por 1987, cuando John Nada debía luchar contra el sistema capitalista de turno siendo un pobretón sin hogar que intentaba salvarse y a su vez salvar al mundo. Oliverio no entiende que primero hay que ser un creyente y dejar de lado el cinismo de manual haciéndonos creer que somos nosotros, los espectadores, los malos de la película (¿Y el Estado dónde está?)
Conjuros del Más Allá (The Void, 2016) es un film Carpenteriano. En su génesis se puede ver la rabia cinematográfica del realizador de Sobreviven (They Live, 1988), pero sin apelar a la visión del cinéfilo reaccionario que idealiza otros tiempos en el cine y que anula la mirada actual. De esos hay muchos por desgracia, donde los altares de Fulci, Hooper, Raimi y Jackson (los de los ‘80, ¿queda claro, no?) parecen alzarse con voces solemnes de radical postura cinéfilo-teenager. Conjuros… (2016) se constituye como una metapelícula dentro de un universo made in John Carpenter, pero con un peso actual. Toma las formas del director pero evita el homenaje directo y nostálgico. Hay una reconstrucción (de eso trata el cine) Old School, sí, pero sin abusar ni hacerlo evidente. Esa (re)construcción del cineasta en The Void manifiesta casi una postura inconsciente, más que adrede, evitando así ser un film que se carga sobre los hombros las películas a las que hace alusión. Hay cosas de Asalto al Precinto 13 (Assault on Precinct 13, 1976), La Niebla (The Fog, 1980), El Enigma de Otro Mundo (The Thing, 1982) y Príncipe de las Tinieblas (Prince of Darkness, 1987), para ser más exacto, y aun así la lista puede seguir con otros films de otros realizadores Event Horizon: La Nave de la Muerta (Event Horizon, 1997) y ganar autonomía. A pesar de esa reconstrucción clase b no es un film posmoderno, es bien clásico. The Void (la nada, el vacío) abre con dos personajes “cazando” a un par de personas en un paraje rural (amén del American Gothic), atrapando con éxito a uno bajo las llamas de un fuego devorador que nos recuerda la mirada nihilista de El Enigma… (no sólo la violencia destructiva que implica prender fuego a un ser, sino el escape del otro individuo que algo oculta, yuxtaponiéndose con aquella bestia mimetizada en perro siberiano apenas arranca la película Carpenteriana). Un policía intenta socorrer al sobreviviente que logró escapar a la masacre, arribando luego a un hospital al que lo están trasladando y al que le quedan apenas un par de personas operando (Como la comisaria de Asalto…). Ya en el hospital no pasará mucho tiempo para que un infierno se desate, literalmente: un grupo de personas debe resistir mientras afuera del edificio una horda de encapuchados amenaza a cualquiera que ose escapar (Como en Príncipe… pero invirtiendo las polaridades institucionales: cambia la iglesia Saint Godard’s por un hospital, cuna coloquial de las ciencias, apartando la mirada del creyente espiritual y haciéndose con un ateísmo feroz). En Príncipe…, Carpenter mostraba un grupo de homeless atraídos por aquel templo ya que partía de un discurso sobre como las clases más bajas son utilizadas furtivamente por la religión. En Conjuros…, el grupo de personas que resiste dentro del edificio son obligadas a quedarse dentro, porque a diferencia de la religión que sólo necesita de la mente débil, espiritual, la ciencia se hace con el cuerpo material como medula espinal para su existencia (ateísmo estoico sobre esta institución). Un enorme muestrario de atrocidades polimorfas, antropomórficas y de una belleza técnica y horrorosa que nada tiene que envidiarle a los horrores Lovecraftianos, se arrastra en cada fotograma, manchado por un gore ultradelicioso y enfermamente cinematográfico. La metafísica ambiciosa por momentos megalómana, pero para nada acartonada, acercan al relato hacia la épica total, donde confluyen la simbología cinematográfica con lo esotérico, lo místico (por ejemplo, en el cine el sótano o subsuelo representa el lado más bajo, la podredumbre, lo que yace oculto, los secretos. Las escaleras, como eje vertical, irrumpen trágicamente en el cine y acá no es la excepción: por ella se baja a la temida morgue, donde se arrastran terribles secretos y nos lleva directamente a los infiernos). El esoterismo que emana la película no solo la conecta con Príncipe…, además toma la figura del trapecio (Padre, Hijo, Espíritu Santo para el catolicismo, por ejemplo; el mundo masculino arriba, el mundo femenino abajo y el tercero el mundo que une las otras dos puntas y germina ambas realidades que corresponde también a la realidad humana, según la cosmovisión andina) y la une directamente a la trinidad institucional a la que se refiere a lo largo del relato: Las fuerzas policiales, la medicina (ciencias) y la religión, aun cuando en el film no hay alusiones espirituales más allá de las que maneja el maléfico. Paradójicamente, The Void no tiene personajes religiosos o de fe, pero si es un film creyente: ver el final (alerta spoiler), que emula bastante al de El Más Allá (L’aldilà, 1981), de Lucio Fulci y el enorme recorrido cinéfilo la convierten en una película que mama del cine, que cree en él y no se avergüenza de sus enormes delirios narrativos. Toma parte del cine de un cineasta enorme, como lo es John Carpenter y lleva las formas del terror más extremo hacia niveles muy altos. Carpenter en Príncipe de las Tinieblas llamó a su iglesia Saint´s Godard, homenajeando al enorme cineasta francés, haciendo institucional su cine, ahora, Jeremy Gillespie y Steven Kostanski no hacen literal la enorme admiración por el realizador de Christine (1983) pero en su hospital del horror un universo Carpenteriano se eleva en el olimpo del cine de terror.