La mujer en el cine: o el símbolo del Ave Fénix. Carl Gustav Jung sostenía en uno de sus tantos estudios sobre la psique humana que el mito o símbolo del Ave Fénix, esa emblemática criatura alada que se alzaba de las cenizas envuelta en un fuego tan abrazador como el mismísimo sol, estaba ligado a la capacidad de resiliencia que tenemos para afrontar nuestros más profundos tormentos. Convertirnos en seres más luminosos, poderosos y bravos. El cine jamás escapó a esta analogía reivindicadora y reparadora, donde centenares de héroes de antaño en cualquier género se levantaron de las profundidades de un universo cuyas adversidades parecían imposibles desgracias que excedían los límites apenas soportables. Si quienes ponían el cuerpo a estos infortunios eran los hombres, siempre comandados por la figura emblemática y simbólica de John Wayne en una suerte de iconografía que marca la pauta total de la tradición cinematográfica norteamericana, es ya desde hace tiempo el turno para otro género: el femenino. Decir que Capitana Marvel expone como símbolo este mito no es para nada descabellado. Por suerte, en Capitana Marvel el feminismo pasa casi inadvertido, sin recurrir a cuestiones sectarias o segregacionistas, sin bajadas de línea con los más azarosos subrayados (como sí sucede en esa buena película que es Han Solo: Una historia de Star Wars, en donde una robot supuestamente femenina lanza líneas de diálogo tan obvias y literales que saturan el mensaje hasta volverlo una alegoría risible). Capitana Marvel narra la historia de Carol Danvers (Brie Larson), una ex piloto de combate de las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos que, tras perder su identidad, es adoptada en otra galaxia por los Knee, raza alienígena que se halla en conflicto con los temidos Skrull. Vers (como se hace llamar bajo su nueva identidad) pertenece ahora al grupo militar de elite conocida como Fuerza estelar, bajo un rudo y estricto entrenamiento que la convierte paulatinamente en una de las armas más poderosas del universo. Ya en combate, comandada por el líder de la Fuerza estelar Yon-Rogg (Jude Law), Vers es secuestrada por los Skrull desconociendo el enorme poder que alberga. Vers escapa en una vaina y aterriza en la Tierra. Corre el año 1995, fin de milenio, y con ello el final de una era. Ya en la tierra, intentando recuperar su identidad, Vers se alía al agente de S.H.I.E.L.D Nick Fury (Samuel L. Jackson) con el que entablara uno de los pocos vínculos de confianza a lo largo de su estadía en el planeta. Mientras más se acerca a la verdad, más se dará cuenta que las cosas no son lo que aparentan. Capitana Marvel es un film singular porque bajo su apariencia simplona, de película de superhéroe genérica pasatista, alberga un vistazo sobre un pasado no tan lejano y con ello una interesante e irónica mirada hacia el cine de acción de aquellos tiempos. En ese sentido lúdico, autoconsciente y para nada cínico o distante, formula lecturas complejas sobre las formas de construir cine de género (el de acción) pasado por un filtro actualizado sobre las flagrantes demandas. Para empezar, Vers aterriza (cae del cielo) sobre un Blockbuster de manera violenta: aquella enorme franquicia devenida pieza museística esconde sin nostalgias reaccionarias una mirada irónica que yuxtapone aquellos tiempos con el presente. El mismo se halla en Los Angeles (¿recuerdan aquél enviado del cielo que aterrizaba en un aeropuerto en esta misma ciudad en la década de los ochenta y respondía al nombre de John McClane?) por lo que podemos deducir que esa fémina viene a “destruir” como Deus Ex machina las viejas franquicias del cine de acción saturadas de ínfulas patriarcales, o al menos una figura que respondía a conservar un cine comercial, el blockbuster. Si no creen en ello, vean cómo Vers dispara instintivamente a un cartel de Mentiras Verdaderas (1994), película ícono de acción e identidades cambiadas de los noventa, destruyéndolo por completo. Situar la acción en los 90 no hace más que clausurar la nostalgia ochentera saturada de hoy en día. El relato muta en una especie de buddy movie (subgénero exitoso en los 80 y 90) en medio de persecuciones cuya construcción cinematográfica (montaje, composición del plano, etc.) responde a formas que remiten al cine de acción de finales del milenio pasado, donde la operación estaba materializada sin tanto abuso de lo digital aun cuando el film abunda en trucos visuales de última generación. Dato interesante aparte: Samuel L. Jackson ese mismo año (1995) estaba protagonizando Duro de Matar 3: La venganza, dirigida por el genio que más impulsó el cine de acción en aquellos años, John McTiernan, y el gato que adopta Nick Fury se llama Goose, como el personaje de Anthony Edwards en Top Gun (1986). Hay, a lo largo del film, una interesante simbología relacionada al subconsciente (los sueños o pesadillas que Vers tiene), coherente perfectamente con la simbología del agua (un estudio más que fascinante y complejo). El investigador italiano D’Aloia argumenta: “La superficie del agua se refiere inevitablemente a la superficie de la pantalla cinematográfica. Cuando aparece agua en la pantalla, una superficie corta otra. El agua hace que la pantalla adquiera fluidez y conecte el presente y el pasado, el consciente e el inconsciente, el sueño y la vigilia, la vida y la muerte. Al igual que la pantalla que separa y une la ficción con el mundo real, el agua también forma un plano de la separación y conexión entre dos mundos diferentes pero no incompatibles” Esta teoría se ve reflejada en uno de sus sueños donde Vers es estampada contra una pared líquida que, al hundirse en ella, implica desde lo profundo una especie de pantalla cinematográfica que le revela parte de su pasado. Esta escena condensa perfectamente este estudio. Capitana Marvel entonces no solo es ese Ave Fénix que viene a poner en orden el cine de acción para que el género femenino adquiera más protagonismo; es una interesante mirada sobre una época cuya generación (X) es la conexión entre dos eras, entre dos siglos, dos miradas sobre el mundo (¿el fin del milenio era el fin de una visón ideológica sobre lo patriarcal?). Por suerte, el film recorre todo esto y lo antes mencionado con buenas armas. Algo más que digno para los tiempos que corren.
La palabra Ciclo viene del latín Cyclus y significa “círculo o rueda”. Ambos significados son importantes desde lo etimológico ya que desde la polisemia podríamos decir que son dos cosas distintas, pero iguales a la vez: círculo puede estar asociado a una función temporal o a un grupo exclusivo y determinado de individuos; mientras que rueda puede estar más asociado al objeto circular que se utiliza para mover determinados objetos o vehículos. El documental de Francisco Pedemonte utiliza esta palabra con una enorme significación: el mismo retrata un momento en la vida del joven ciclista Ignacio Semeñuk, de solo 18 años. El título no solo asocia la línea temporal en que se narra el film, y que recién al final cobra mayor sentido y fuerza, además de mostrar ese “circulo” dentro del cual estos atletas se mueven. La significación de “rueda” le da mayor fisicidad al vehículo en que se desplazan los jóvenes en la película por lo que Pedemonte filma de manera orgánica, ya que construye con vital importancia cada secuencia sin perder el foco. Se podría decir que Ciclos es un documental casi con la estructura de un film clásico de ficción, tomando forma y fuerza con el transcurso de su construcción narrativa. El montaje en Ciclos es vital, inteligente, utilizado no solo con la intención de pegar un plano al lado de otro, sino más bien de generar ideas y que las mismas incidan en la asociación que el espectador realice sobre ellas. Por ejemplo: hay una escena donde Ignacio se encuentra en la disyuntiva entre salir a la noche de joda, incitado e invitado por su amigo DJ, o quedarse a descansar para competir a la mañana siguiente. En dicho momento el joven se halla tirado en la cama, descansando y meditabundo sobre ese hecho. Pedemonte inserta en medio una toma de su amigo DJ pasando música en un boliche, manipulando las emociones que pueda despertar en el espectador (ver lo que el joven puede perderse esa noche) y también materializando sus pensamientos: sabemos que Ignacio está pensando en ello, pero la toma lo confirma. Dicha materialidad es brillante porque deja en claro que el documental jamás es 100 % real, es más una interpretación de la realidad pero con imágenes que sirven de testimonio. Los hechos, a pesar de tergiversarse en su forma ideológica, moral o ética, realmente existieron. El problema con dicha secuencia y que aqueja el todo del film es la poca creencia que advertimos desde su puesta en escena respecto de la supuesta “pasión” que siente Ignacio por el ciclismo. Hay demasiada distancia y a veces ni empatizamos con el joven, que se muestra medio parco y confundido con sus principios (querer asistir a la competencia sin pegar un ojo, si cabe la posibilidad de salir a la noche). Entendemos, es un adolescente y parte de ello es lo que quiere retratar su realizador, con los conflictos internos y el pesar hormonal, pero toda intención de mostrar a un joven apasionado por el deporte se esfuma. Renegar de esto no es clausurar por completo o negar su muy buena factura técnica, su para nada aburrido ritmo, su maratónica realización (Pedemonte siguió a Ignacio durante dos años), lo simbólico de las rutas o calles como “rito” o “pasaje” hacia el camino de la autorrealización, etc., pero su intención discursiva pierde el eje aun cuando compensa algunos asuntos de su construcción. En el final, luego de la competencia más importante, nuestras sospechas se confirman: la bicicleta como objeto museístico, olvidada en un garaje junto a sus trofeos, acumulando mugre como nuevo alojamiento para arañas y otros bichos. Por un instante la bicicleta es el Woody de la saga Toy Story. Ignacio se prepara, va a salir de nuevo a competir, solo que esta vez se calza una camiseta de rugby, bermuda y botines. Se prepara para salir a la cancha. Lo llevan en Bici, no va con la suya. Cumplió un Ciclo.
¡Dios Mío! ¡Por dónde empezar! Enfrentarse a la computadora cada vez que uno se ancla en el proceso de escritura es todo un tema. Solo dos cosas marcan las diferencias: una es escribir inspirado sea cual sea el resultado del film en cuestión; lo segundo y más triste es que la mente esté en blanco porque ese film es un bodrio insufrible. Eso pasa con Rey de ladrones, film que vende, chamuya constantemente al espectador que lo que muestra es interesante solo por dos cuestiones: estar inspirado en hechos reales y que Michael Caine tenga el rol protagónico. Hacer gala de esos puntos es menos atractivo que el mismísimo Caine disfrazado de enfermera en Vestida para matar de De Palma. Arranquemos con lo más básico: contar de que va. El resto irá surgiendo. La película empieza con Brian Reader (Caine), tipo de 77 años que junto a su esposa parecen llevar una vida elegante, llena de lujos. Reader a los pocos minutos queda viudo por la metafísica temporal del cine (obvio) y solo y deprimido en su casa decide volver al ruedo: reúne a un viejo grupo de ladrones donde cada uno parece tener una especialidad, todo bajo su mando, lo que nos indica que su fortuna y su vida de lujos se lograron en base a fechorías. A excepción de un joven que es quien contacta a Reader para llevar a cabo el atraco, todos son dinosaurios de más de sesenta y setenta años. El lugar es el Depósito Seguro de Hatton Garden, donde los espera una robusta bóveda llena de diamantes, dinero y otras cosas de enorme valor. Obvio, algo sale mal y todo el plan se va por las nubes. Rey de ladrones atenta en contra de muchas cosas, pero principalmente atenta en contra del espectador. Principalmente porque se la juega con ser una comedia Británica inteligente y fresca, pero nada resulta gracioso, en lo más mínimo. Ver a Caine ya en sus ochenta y pico en momentos azarosos le restan dignidad y parecen encaminarlo al ocaso. El film no parece querer aprovechar la etapa crepuscular de Caine, y si lo comparamos con esa obra del genial Eastwood llamada La mula, otra película reciente sobre un viejo al final de su existencia, nos damos cuenta que en esto de saber contar una historia la tradición Norteamericana siempre está un paso adelante. Nada parece estar hecho con la intención de generar empatía: los personajes son unos nefastos chantas, imposibles de poder conectar, sentir empatía y seguir sus andanzas con total regocijo. El atraco no mantiene en vilo y se da rápido y sin mucha emoción. A lo largo del metraje su director James Marsh no encuentra un rumbo fijo: empieza el film como una comedia, a la hora y pico voltea al drama y recién en el último tramo vuelve al primer género. Tampoco hace un planteo interesante con sus personajes ya que son un cúmulo de viejos cascarrabias, mentirosos y sin códigos que se mueven bidimensionalmente por la pantalla. Las acciones y situaciones van por el mismo camino: de una chatura superficial indignante. Una de las pocas cosas interesantes de este bodrio se da casi al final; una idea que por su brillantez sorprende en medio de la torpeza de todo el relato: una secuencia que muestra a los personajes jóvenes, sin trucos digitales, solo utilizando fragmentos de otros metrajes de antaño. El mismo se intercala inteligentemente con un montaje paralelo donde vemos a los protagonistas en esa máquina del tiempo llamada cine y que por su enorme gesto de amor y fe (fe en las imágenes y en el poder de narrar y crear) emociona. Llámenlo autoconsciencia, no importa. Es la única idea con forma, con cuerpo y destreza que entrega Rey de ladrones. El resto es olvidadizo, poco encantador y aburrido. Esperemos la próxima de Eastwood si es que El Barba lo permite, mientras tanto roguemos que no salgan más películas como esta. ¡Ahora caigo, algo surgió! Sabía que este grupo de viejitos no me podían ganar aun teniendo a Caine como líder.
Nace una estrella tiene la particularidad extraordinaria de ser una película que con solo una toma puede arruinar el resultado final del producto. Esto no quiere decir que la obra, que ejerce con ritual precisión las fórmulas de los dramas románticos, suponga una total impericia fílmica. Al contrario. Nace una estrella cuenta, al menos, con un par de buenos protagónicos (Cooper-Gaga-Elliot), un ritmo para nada denso y algunas ideas bien definidas. Jackson Maine (Cooper) es una estrella de rock que, a pesar de su rotundo éxito, parece hallarse emocionalmente en descenso por el alcohol y las drogas. Su vida crepuscular, atormentada por la muerte de su padre, lo obliga a deambular por bares nocturnos de mala muerte luego de sus multitudinarios shows. Una de esas noches conoce a Ally (Gaga), gran intérprete de pequeños escenarios, con quien queda flechado desde el primer momento. Jackson ve el enorme talento que hay en la joven, por lo que le propone acompañarlo de gira con su banda. Ally al principio se muestra reacia frente semejante propuesta, pero considerando lo gris de su vida, acepta. Ambos comienzan un apasionado romance, y mientras ella se transforma de la noche a la mañana en una estrella, él cae en una espiral de autodestrucción y oscuridad. Si hay algo interesante que destacarle al Cooper director es su enorme énfasis en la fisicidad. No solo respecto de la inseguridad de Ally (algo muy presente en Gaga, quien en muchas de sus letras se define como una mujer totalmente insegura), sino también de la tormentosa figura de Jackson (Cooper actor), una especie de Bob Dylan mutante con resabios de Keith Richards. Los movimientos pausados, casi de seductor involuntario, medio vampíricos por el efecto del alcohol y las drogas, nos acercan bastante a esas estrellas de rock emocionalmente inestables y decadentes de los salvajes 70. Sam Elliot, que compone al hermano mayor de Jackson, nos retrotrae a viejos personajes del western: rostro impávido, sereno y justo, curtido por la vida. Gaga está bastante bien (su voz descuella por momentos), pero Cooper reclama una atención inmediata, casi hipnótica. La química entre ambos es innegable y por poco lo mejor de la película. Cooper empieza bien el relato, mostrando algunas formas interesantes (las formas son todo lo que puede decir en el cine) bajo la tradición del relato clásico (el protagonista atormentado por la figura paterna, una historia familiar de terratenientes que entiende las bondades del melodrama, etc.), pero es en el final donde todo se desbarata. Los últimos minutos (incluyendo una última y pésima canción, raro viniendo de dos muy buenos intérpretes), especialmente la última toma, destituyen las formas clasicistas y honestas que el relato fue construyendo en dos horas y pico. Esa toma final, que tiñe de una ambición desmedida por su subrayada y alegórica intención, parece sacada del manual del director pretencioso; nada tiene que envidiarle a las torpes ideas audiovisuales de Tarkovsky cuando hacía mirar a sus personajes a la cámara, reclamándole al espectador una imposición tan solemne como acostumbrada. ¿Se puede pasar de un relato ameno y tradicional a esto? La respuesta es sí. La canción antes mencionada se vuelve contradictoria, teniendo en cuenta el discurso sobre la libertad de la mujer que suele expresar Gaga en sus canciones. Por momentos, bajo el disfraz de un romanticismo perenne, nos trae un alegato más anclado en el patriarcado que en el feminismo. Si bien sabemos que Nace una estrella cree fervientemente en el American Dream, este no molesta ya que ilustra con aciertos trágicos que para llegar alto hay que dejar o perder cosas en el camino. Esa ilusión de perfección y de vida color de rosas que suele tener la música Pop se desvanece. Es un camino duro como la vida misma, como la de todos.
En 1989 fue publicada la novela The Turn of the Screw de Henry James, conocida como Otra vuelta de tuerca. A aquel recordado cuento gótico sobre una joven institutriz que llegaba a un enorme caserón para cuidar de dos hermanitos que parecían ocultar un extraño secreto se le atribuye ser la mejor novela de fantasmas de la historia. La importancia del texto se basa no solo en la majestuosa narrativa de James, sino en las múltiples interpretaciones que fue cosechando con el paso del tiempo gracias a su reveladora vuelta de tuerca final. La Novela Gótica alcanzaba su máximo exponente y las narraciones sobrenaturales comenzaron a integrar elementos psicológicos importantes. El cine se adueñó de ese poder creativo e insistió con la fórmula reiteradas veces sin mucho éxito hasta que llegó la notable The Innocents (1961) de Jack Clayton, sin duda la mejor transposición de la terrorífica novela. Años más tarde The Haunting (1963), de Robert Wise, la superaría con creces sin ser una adaptación de esa misma historia. El tiempo hizo de las vueltas de tuerca en el cine de terror sobrenatural, específicamente de fantasmas, un lugar común, desbaratando por completo las tramas paranormales para concluir en psicología racionalista barata. Formas (o formulas) proteicas que sobrevivieron y que hasta estos días se cargan películas como Historias de ultratumba (Ghost Stories), que hace de las suyas en la pantalla para el espanto del espectador y no en el buen sentido. El film se compone de tres episodios donde los terrores del más allá parecen acechar a la vuelta de la esquina. Phillip Goodman, profesor escéptico que desenmascara fraudes relacionados a lo sobrenatural, se topa con tres archivos que detallan encuentros de ultratumba aparentemente irresueltos. Obviamente el enfrentamiento con los hechos resonará en su psiquis, poniendo en duda toda una filosofía de vida. Ya en el final las vueltas de tuerca irán desencadenando una metamorfosis narrativa que si bien hace buen uso de la metafísica del cine no alcanza para salvar las papas. Principalmente cuando se le toma el pelo al espectador. El film exhibe una solemnidad abrumadora y una densidad (en el peor sentido de la palabra) que va in crescendo hacia una resolución ridícula y terriblemente parecida a la de otra mala película de este tipo, El sereno (2017), con Gastón Pauls. Ambas se valen de giros inesperados para romper con la construcción que tanto les costó entretejer, solo por el vil capricho de la sorpresa en loop. Las nefastas formas alegóricas que aquí se profesan con tal de manipular la suerte del cine mismo, solo para hacerse con la idea de querer ser algo más que una mera película de terror sobrenatural, resultan incluso risibles. Historias de ultratumba no cree en la bondad y la humildad del relato clásico, una tradición que algunos directores como James Wan (El conjuro, Insidious) o Ti West (The Innkeepers) saben aprovechar aun sabiendo que en sus obras cuentan con giros inesperados. Ojo, tampoco hablo del giro final de El sexto sentido (1999). En el film de Shyamalan la vuelta de tuerca se ajustaba a las demandas del relato clásico sin desbaratar por completo los terrores sobrenaturales. Lo mismo se aplica a Los otros (2001), de Alejando Amenábar. Ambos films gozaban de ideas y formas acordes a su naturaleza de género; la diferencia entre ambas era que en una primaba la autoconsciencia mientras que en la otra se imponía una épica final aplicada al terror, pero sin alejarse jamás de los valores trágicos inherentes a la construcción del mismo. Historias de ultratumba se caga literalmente en esas tres (torpes, vagas y previsibles) historias que cuenta y se transforma de a poco en un dramón sobre un zopenco que no sabe ni dónde está parado. La música acentúa esa ejecución dramática no en la edificación de los hechos y su progresión, sino en su fatalidad lacrimógena del género dramático. Lo único rescatable es cierto coqueteo metafísico no intencional. Amén de un par de escenas inquietantes, no hay ni un dejo de terror, aun sabiendo que este género no solo se eleva por meros sobresaltos. Convengamos en que tampoco se torna inquietante (como la maravillosa La casa del Diablo de Ti West, por nombrar una actual) pues clausura esa posibilidad a base de tópicos mecánicos, momificando el golpe de efecto como única alternativa de suscitar miedo. Las Creepshow de los 80 con un par de ideas y modestia están a años luz de este bodrio insufrible y lapidario, para su género y para el espectador. Andy Nyman viene del teatro y este film es una adaptación cinematográfica (o algo así) de su obra. Viendo el resultado poco feliz debería volver a sus raíces. Por su bien y el de toda la humanidad.
Ernesto cruza una avenida atestada de autos. La cámara lo sigue mientras el plano se va abriendo hasta dejar al joven perderse en la inmensidad de la Facultad de Derecho en busca de su novia Paula, quien estudia allí. Ese primer plano con el que la película inicia es quizás el más significativo una vez que empezamos a conocerlo, pues da cuenta de un sujeto que está fuera de lugar o que simplemente queda reducido por no pertenecer a ese mundo regido por leyes, opuesto a su libertinaje adolescente. Ambos viven en Buenos Aires pero nacieron en Misiones. Ernesto es todo lo opuesto a su novia. hasta el physique du role de la pareja se ve desfasado, casi incongruente. Él es flaco, desgarbado, de rasgos brutos y actitudes torpes; ella en cambio es delicada, femenina, no fomenta la tentación pero su belleza resalta al lado de Ernesto. El problema arranca cuando ambos empiezan a salir por separado, cada uno con su grupo de amigos y amigas, y son tentados por noches de alcohol, bailes y salidas varias. Los vagos es una película sensible, no muy nostálgica, que retrata el coming of age enfatizando el interés sexual y la desesperación hormonal. Principalmente por parte de Ernesto, quien está dispuesto a encarar una cruzada por acostarse con una chica rubia que conoció una noche. La reflexión sobre la camaradería entre hombres (“los vagos” son el grupo de amigos de Ernesto) y su fijación por tener sexo sin importar las consecuencias habilita una narración que elude las típicas formalidades del cine indie argentino (planos momificados, actuaciones herméticas) para construir con honestidad una comedia dramática bondadosa y sutil, casi sin desbordes. En lugar de buscar la redención del personaje principal, Los vagos parece funcionar como un ajedrez que lucha asiduamente por poner las cosas en su lugar, sin jugar a la moral barata y redefiniendo el género en un ambiente que no nos es ajeno. Su anacronismo conduce a un pasado no muy lejano, cuando los celulares eran cosa para privilegiados y las citas se tomaban levantando el tubo del teléfono de línea. Los vagos es un relato crepuscular, toma la tradición de las películas románticas y crea sus propias formalidades sin caer en la tentación del experimento críptico. Por el contrario, su sincera exposición de sentimientos a flor de piel la engrandece.
24 Frames, de Abbas Kiarostami, abre con el cuadro de Brueghel Cazadores en la nieve (Jagers in de Sneeuw) como preludio a una obra que se emancipa de la narrativa clásica y se yergue sobre el experimento cinematográfico. Sus formalidades, densas y profundas, se reflejan en su condición intrínseca. El film consta de veinticuatro episodios cuasi fotográficos, estáticos, de unos cinco minutos de duración cada uno, que se ven afectados por varios elementos que cobran vida dentro del encuadre. En realidad se trata de una mezcla de técnicas fotográficas y fílmicas, apoyada por capas y capas de retoques digitales (animales superpuestos, nieve digital, entre otros trucos) que dan vida a todo lo que se mueve dentro del registro visual (caballos, aves, ciervos, vacas, las inquietas aguas en una playa, la espesa nieve que cae incesantemente). Como en la pintura antes citada, Kiarostami expone una temática que se repite en cada fotograma y que configura la relación entre la naturaleza y el hombre, o bien la irrupción de este en distintos terrenos. Muchas veces esa irrupción sucede gracias al fuera de campo, en forma de un disparo o de ruidos de lejanas motosierras. La nieve, los “cazadores” (que acechan el fuera de campo), el ambiente rural y la fauna animal reconstruyen durante más de 100 minutos esta especie de réquiem (es el film póstumo del realizador) cuyo discurso parece anclarse estrictamente en la posición que el cine puede tomar a partir de ideas o formas. 24 Frames, en cierta instancia, parece antagonistar con la sombría y surrealista El año pasado en Marienbad de Resnais, cuya función de experimento gratuito era momificar las figuras humanas recortadas sobre fondos sobrecargados, figuras que revelaban la existencia del cine gracias a los extraordinarios movimientos de cámara. Por el contario, 24 Frames momifica el encuadre y atesora el desplazamiento de todo aquello que lo compone, dejando solo un episodio bajo la fuerza cinemática de la cámara. En él se aprecia la subjetiva desde un automóvil en movimiento mientras dos caballos negros contrastan con la absoluta blancura de la nieve. Ambos films conforman una mirada compleja sobre las bondades del cine y sus mecanismos, sobre el registro sacro de la cámara -menos interesante como experiencia y más valorable por su riqueza intertextual. 24 Frames se comporta como una absurda paradoja: de tanto control, tanto retoque digital, tanto manoseo en la edición -¿Se puede hablar de montaje?-uno no deja de ver el artificio, corrupto y abusivo, de la bellísima e inquietante pintura de Brueghel en su esencia: la naturaleza indomable, la muerte repentina, las imágenes de registro instantáneo, la impredecible fauna animal. Todo se pierde por obra de un capricho audiovisual museístico que poco puede acercarse al cine, aun cuando sus ideas bien intencionadas sobre la imagen (pintura, fotografía, cine) tengan firmeza y creencia.
“You´re gonna need a bigger boat” En 1975 se estrenaba Tiburón (Jaws), la diabólica obra maestra spielbergiana sobre un escualo devorador de hombres que aterrorizaba las playas de una ciudad costera. Con él nacía el blockbuster, y la historia hizo el resto. Cuando el personaje de Roy Scheider escupe aquella frase citada, a modo de quitarse los escalofríos y la adrenalina de quien vio de cerca la muerte, todos nosotros espectadores no estábamos preparados para su significación posterior. Dicha significación no estaba ligada al culto de la cinefilia, sino más bien al legado que fue magnificándose por su metalenguaje. La frase era “You´re gonna need a bigger boat” (“Vas a necesitar un barco más grande”). Con el paso del tiempo esta explotó como grito autoconsciente y simbólico de las formas adoptadas por el mainstream y los blockbusters. La frase determina en instancia que el tiempo todo lo agranda, sea por tamaño o por cantidad. Tiburón, como génesis del monstruo que es la misma parafernalia hollywoodense, quedó relegado a un plano de vejestorio por las demandas de un nuevo público adepto al bigger size. Los nuevos monstruos no son iguales a los viejos. Para confirmar esto existe Megalodón, película de monstruo acuático que toma parte de la obra spielbergiana y la mezcla con Piraña 3D (Piranha 3D, 2010) de Alexandre Aja y con la atrofiada Tiburón 3 (Jaws 3, 1983), pasando por un filtro de cine catástrofe y de ciencia ficción. Megalodón empieza con un rescate en las profundidades del océano, perpetrado por el aventurero y pragmático Jonas Taylor (Jason Statham) y su equipo. El submarino en el que desembarcan para llevar a cabo la tarea de rescate parece haber sido golpeado por algo desconocido. Cuando Jonas parecía tener todo bajo control, un problema lo obliga a dejar atrás a los restantes tripulantes ya que la amenaza vuelve a castigarlos. Como estamos ante una película clásica, no hay héroe sin conflicto interno, y no hay narración que no lo obligue a tomar un camino hacia la redención. Luego de cinco años, ya retirado tras aquel trágico incidente, el protagonista debe volver al ruedo cuando un viejo amigo lo contacta para una nueva misión: rescatar a su ex mujer, varada en las profundidades junto a dos colegas en una pequeña nave. Ese abismo alberga al enorme pez del título, una especie de animal que se creía extinto y que mide unos veinticinco metros de largo. Todo esto patrocinado por un inescrupuloso multimillonario y su empresa que investiga el fondo infinito de los océanos. Obviamente algo sale más que mal y el bicho del título sale a la superficie a hacer de las suyas. Y es en ese instante que el film encuentra sus mejores momentos. Megalodón, entonces, asume una enorme irresponsabilidad, pero sin desbordes en gran parte por su enorme simbología mitológica y bíblica. Acá no hay desnudeces en primer plano que impliquen un discurso hacia lo irreverente como en esa hermosa oda a la irresponsabilidad llamada Piraña 3D, la cual utilizaba chorros y chorros de sangre para hacerse con una festividad y una fisicidad que el cine clase B suele tener. Tampoco observamos los atributos cinematográficos de aquella épica de terror que fue Tiburón, donde las clases sociales (un científico aburguesado, un policía y un pescador) se unían para enfrentar a un enemigo en común. Las formalidades de Megalodón pasan por otro lado. No hay referencias a ninguna de las películas citadas, por lo que la obra niega la autoconsciencia para con su cine (el de peces asesinos) con la intención de hacer borrón y cuenta nueva. En cambio, supone una versión definitiva de films sobre tiburones o seres que pululan las profundidades del océano pues hace gala total de ese bicharraco enorme capaz de tragarse una familia entera de un solo bocado. Se ve salpicada en pequeños detalles por una operación de descentramiento narrativo logrando, ahora sí, un dejo de autoconsciencia. Tal es el caso del romance de Jonas con Suyin (Li Bingbing), evitando la tradición de las ex parejas que vuelven a unirse en medio de una situación límite y que en este tipo de relato es moneda corriente. Ahí, en lo que parece un detalle menor, se encuentra parte de un discurso que procura eliminar viejos clichés de este subgénero. Dicho rasgo se afianza en una charla que tiene Jonas con su ex mujer: ella lo invita a “probar algo nuevo”, que se anime a salir de su soledad (¿dejar de ser el héroe clásico?), incitándolo a probar suerte con la joven protagonista asiática. Jonas, interpretado con voz aguardentosa y cargado de humor irónico, es el alma de la película: un héroe con culpa, muy de la vieja escuela, que sabe quedarse con los diálogos más ocurrentes e hilarantes del film. Su nombre hace alusión al profeta del Antiguo Testamento Jonás, el intrépido que tras fallar en una misión y huir a bordo de una embarcación que se hundía en una gran tormenta fue arrojado a las aguas. El Jonas de Statham es culpado por las muertes ocasionadas en el rescate del inicio y tirado a los perros por sus errores. La resignificación del mito es una pieza fundamental en el cine clásico. El enorme tiburón, transformado por el cine mismo en un demonio de las profundidades, en un Leviatán bajo las oscuras imposiciones metafísicas del cine; emancipa el mito a medias para volverlo un símbolo reconfigurado de nuestros tiempos: Leviatán, el ser creado por Dios según el Antiguo Testamento y que gobernaba las aguas como un centinela, es en Megalodón el brazo de justicia moral, divina; un castigo que la ciencia afronta por su impronta de violentar el orden de la naturaleza y llevarla hacia el caos que predomina el mandato del ser humano. Por eso, cuando el monstruo escapa de su letargo, lo hace por mera ambición del hombre. Esta metatextualidad sobre los poderes (el científico, el empresarial, el de la naturaleza y su símbolo divino) habla de una postura moral, revistiendo una religiosidad culpógena que no se viste de axioma sino que por momentos hasta se puede tomar en solfa, como burla hacia los típicos discursos moralistas de turno. Dicha religiosidad católica (castigo y culpa) no molesta porque desde el vamos está asumida. Con todo, ello no evita el goce del espectador. Amén del argumento, la verdad del cine se encuentra detrás de las imágenes: ver a la enorme bestia desembarcar en las coloridas playas atestadas de turistas aburguesados paga de por sí el precio de la entrada. Megalodón es un infierno acuático encantador, una revisión absoluta y letal del blockbuster sobre monstruos marinos que deja ver en qué se convirtió el cine en estos tiempos. Lo que se dice una película actual, que no mira con ojos de nostalgia reaccionaria los éxitos de otras épocas. Al contrario, se los devora.
Emma es ciega. Su discapacidad nos transporta hacia la oscuridad absoluta, a una vida donde los otros sentidos deben ser desarrollados involuntariamente por la biología del cuerpo humano en su afán por reemplazar la visión. Trabaja como osteópata y enseña francés a una muchacha joven no vidente de carácter temeroso y rebelde que jamás salió sola a la calle. Un día conoce a Teo, un cuarentón buen mozo que se gana la vida como creativo publicitario y que responde a toda característica lógica de hombre exitoso. La atracción no se tarda entre ellos, en medio de escapadas nocturnas, cenas con vinos finos y un cúmulo de pasiones que, latentes entre charlas que abrazan el encanto de lo novicio, se hacen esperar como consumación de virgen. Todo parece perfecto hasta que se da cuenta, por un encuentro desafortunado, de que el galán tiene pareja. El cuento de hadas perfecto termina. L’ Amore con Te, de Silvio Soldini, tiene un par de hallazgos que no la confieren al olvido eterno, también tiene algunas buenas ideas en la puesta en escena que parecen hablar de un realizador preocupado por narrar algo más que un mero film romántico. Una escena tiene a Emma perdida entre las góndolas de un supermercado, luego de enterarse de que su conquista estuvo siempre en pareja, y cuando intenta escapar no solo de la situación, sino de ese sentimiento que parece arderle en el pecho, vemos cómo el entorno se va de foco. De manera inteligente, Soldini no utiliza subjetivas imposibles o ridículas (¿Puede un director ser tan manipulador e intentar hacer una subjetiva de un ciego?…), por lo que sitúa la cámara detrás de la protagonista y por sobre sus hombros. Ella jamás ve el entorno que la rodea, pero nosotros sí. Somos testigos de un mundo que comienza a difuminarse, a borronearse. Las formas que emplea el director son justas, certeras, y se basan en elementos puramente cinematográficos que van desde el relato clásico (que responde más a la tradición del cine romántico norteamericano que al europeo) hasta sus formalidades estéticas. Otra escena notable ocurre cuando Teo y Emma están en el cine, hundidos en sus butacas: él le relata lo que ve, en voz baja, intentando que el resto de los espectadores no pierdan la paciencia. Nosotros jamás vemos nada del film en cuestión, por lo que se nos confina a un fuera de campo que simboliza las limitaciones de Emma. Oímos el relato de Teo, o por lo menos creemos en lo que él ve. Teo, quien al trabajar en una agencia de publicidad manipula imágenes, marca un distanciamiento con respecto a Emma. Por su parte, la función del galán es convencer a la gente de que el producto al que se hace referencia en las publicidades sea necesario y se venda. Como viejo mujeriego que es, se la pasa vendiendo una imagen a su novia con tal de zafar del desastre. El final, con aroma a western urbano y un personaje en camino hacia la redención, asume la molestia de tomarse en solfa las situaciones en el momento más logrado e hilarante de la película; todo un logro a esta altura del partido en el cine Italiano actual. Film ameno, simpático, bien ejecutado y para nada denso (que no solemnice el tema de la ceguera implica casi una proeza), L’ Amore con Te se deja ver sin moralinas, sin golpes bajos ni otros horrores que suele arrastrar este tipo de relato.
Dinosaurio, del Griego Deinos “terrible” y Sauros “lagarto”: “Lagartos terribles”. Los viejos monstruos Cuando en 1993 fuimos testigos y cómplices de aquel paleontólogo apasionado llamado Alan Grant bajo el mejor y más famoso fuera de campo de la historia del cine, seguido de una subjetiva hacia una planicie llena de dinosaurios donde había creencia y fe, vimos cómo ese mismo artefacto (el cine) se transformaba en un dispositivo para poder resucitar una realidad física del pasado y traerla a la vida nuevamente. Tal resurrección (qué mejor palabra para definir la significación de esta película), además, cumplía una función simbólica para con el cine: ese Saurópodo de nueve metros de alto representaba, para el espectador, aquel tren que se acercaba a la pantalla y parecía atropellar al público en La llegada de un tren a la Estación de La Ciotat (1896, Louis Lumiére). Tanto el enorme brachiosaurio como el ferrocarril sintetizaron el poder de creencia en la imagen, en el cine como verdad; una religión sacra basada en veinticuatro cuadros por segundo. La palabra resurrección rima con revolución. Jurassic Park, como los dinosaurios mismos, comparte la esencia del descubrimiento, lo novicio y, de manera involuntaria, la fascinación. Ese fruto es perpetrado por el hallazgo mismo y contemplado por el hombre que volvió mítico a estos seres debido a que jamás había(habíamos) visto un dinosaurio vivo. En realidad nunca lo hicimos, pero preferimos rendirnos ante el engaño, la ilusión (algo que en el film siempre se evoca). Por ello ese lejano 1993 fue testigo de aquel hallazgo: la primera vez que veíamos uno de estos bichos moverse, rugir y respirar. Solo el cine pudo hacerlo. Cuando Ian Malcolm (Jeff Goldblum) dice: “Lo logró, el loco hijo de p…. lo logró” en referencia al magnate John Hammond (Richard Attenborough), lo que en realidad hace es dirigirse al mismísimo Steven Spielberg. Pasaron los años, las décadas y vinieron varias secuelas: algunas regulares, otras buenas y otras excelentes. Los nuevos monstruos Su cuarta parte, Jurassic World (2015) resucitó la esencia del espectáculo en la saga y con ello algo del discurso sobre el cine. Habla sobre una nueva era para estos monstruos: híbridos que la ciencia creó gracias a las demandas del público. En Jurassic Park quedaba explicitado el discurso sobre la manipulación genética, pero es aquí donde adquiere un mayor significado. Indominus rex, el nuevo monstruo, condensaba la mítica absoluta de toda la saga. Por eso, en Jurassic World el Tiranosaurio Rex deja de ser un villano y se convierte en un Deus ex machina: Cuando Bryce Dallas Howard acude en su ayuda encendiendo una bengala transformada en atrezzo icónico, lo que hace es apelar al viejo y clásico monstruo. Jurassic World nos dice que no nos olvidemos de dónde venimos, que no olvidemos el pasado. El T. Rex es un bicho clásico que pertenece ya a la cultura popular y viene a poner orden en un mundo cada vez más ficticio, superficial y capitalista, aun cuando es un invento de este mismo sistema que lucró, lucra y seguirá lucrando con su existencia. Las diferencias (y distancias) se entablan cuando esa cultura popular antes mencionada adopta su forma, la cual no necesita ser empaquetada, promocionada y vendida. Nos pertenece como una especie de patrimonio. El Tiranosaurio Rex ya no necesita presentación. En Jurassic World: El reino caído (2018), quinta parte de la saga Jurásica, el discurso sobre la explotación de estos seres y el peligro de jugar a ser Dios está más que explícito. No porque no crea en la astucia del espectador y lo vuelva una cosa literal, más bien porque deja en claro la visión de un mundo actual de una manera feroz y sin dejar cabos sueltos. Si la anterior Jurassic World dialogaba constantemente con el espectador acerca de sus demandas en esta la puja por lucrar a cualquier precio sin medir riesgos y consecuencias es llevada al límite. Tres años pasaron del (nuevo) desastre en el parque. Ahora los dinosaurios están expuestos a una amenaza que nuevamente los acerca a su dramática extinción: un volcán activo transformado en bomba de tiempo. Para detener el trágico destino de los dinos, un magnate (asociado muchos años atrás a John Hammond) contrata a Claire Dearing (Bryce Dallas Howard), ahora dedicada a la protección de las criaturas prehistóricas. También contacta nuevamente a Owen Grady (Chris Pratt), ya retirado y levantando con sus propias manos un hogar en medio de la nada. Ambos acceden a la misión junto a otros especialistas y a un grupo entrenado para traer la mayor cantidad de especies y asegurar su supervivencia. Ya en la isla, en medio del desastre apocalíptico y corridas varias, se avivan: el propósito de la misión es otro. Transportados en una especie de Arca de Noé prehistórica, los dinosaurios serán llevados a una instalación secreta donde se experimentará con ellos y se los venderán al mejor postor con fines insospechados. Aquí también hay un híbrido, el Indoraptor, monstruo peligroso e inteligente que dobla la apuesta del Indominus rex: luce más letal y modificado en aras de su razón de ser. Esa clara mirada sobre el mito frankensteiniano se agranda cada vez más como la metáfora de la bola de nieve. Si Jurassic World era una revisión de la primera Jurassic Park, esta lo es de su secuela El mundo perdido: Jurassic Park (1997), quizá la más floja de la saga. Jurassic World: El reino caído es un film un tanto fallido. No porque sea malo, más bien porque en él hay muy buenas ideas que se podrían haber aprovechado mejor. Lo extraño es el nivel de delirio que predomina, evidenciando que aquellas viejas ideas asumidas por las primeras partes de la saga quedaron relegadas en pos de la ciencia ficción más irresponsable. Emerge una inventiva de la clase B sobre monstruos -hay escenas que parecen salidas de un film de terror- que aleja espectáculo de la predecesora. Es una secuela más chica, reducida no solo por sus espacios (una mansión en medio de un bosque infinito) sino también por sus formas cinematográficas. Hay un par de vueltas de tuerca muy ligadas a los thrillers de suspenso, introduciendo una visión simplificada de un universo menos ambicioso que el blockbuster de aventuras. Coquetea un poco con la screwball comedy, como sucedía en la cuarta parte, salpicando la pantalla con la química de sus protagonistas. Por momentos parece ser solo un pequeño eslabón, un aperitivo para una potencial secuela, un preludio que entretiene, divierte y mete un par de emociones de vez en cuando. Es inofensiva, por más que su discurso sobre la apropiación y explotación de las bestias sea bastante radical. La escena donde se deja atrás al brachiosaurio, figura icónica de la primera Jurassic Park y eje vertical definitivo sobre la creación del cine, marca la pauta final de la vieja saga,su muerte. Esa escena, quizás una de las más crueles de los últimos tiempos y filmada con precisión, dice más de lo que parece a simple vista. Su visión paga el precio de la entrada. En apariencia autoconsciente con sus formas y no solo la fisiológica, referida a los animales prehistóricos, la película formula una desinteresada maqueta en base a momentos bien definidos que la salvan de la debacle (hablando de maqueta, hay una secuencia tenebrosa y oscura que transcurre en una galería repleta de maquetas de dinosaurios, jugando constantemente con esa construcción que es el cine). Algo de todo el asunto nos recuerda a Aliens (1986) de James Cameron, donde un grupo de marines interrumpía una base casi deshabitada para aniquilar a los xenomorphos del título, dando paso al engaño de la empresa que contrataba a la teniente Ellen Ripley (Sigourney Weaver). Jurassic World: El reino caído manifiesta sus intenciones desde el título. Habla de un reinado propio del cine como lo es el universo Jurassic Park. Dominio ya prehistórico, extinto, invadido por imágenes que pueden profanar su esencia y que dan pie a otra cosa. Los dinosaurios están entre nosotros.