Suban el volumen Música y locura. Esos son los dos grandes temas que el alemán Hannes Stöhr aborda en Berlin Calling, una verdadera rareza que desembarca -en copias en fílmico- en 7 salas porteñas. El director de One Day in Europe (film en el que realizaba un procedimiento similar al ubicar al fútbol como tema central, pero con el fin de explorar sus connotaciones sociales en diversos países) se unió aquí a un famoso DJ como Paul Kalkbrenner para construir alrededor suyo una historia de ficción que le permite exponer las miserias, excesos, riesgos y pasiones de la escena electrónica berlinesa y dejar en claro también por qué es la más importante del mundo en la materia. Kalkbrenner interpreta a Martin Karow -más conocido como DJ Ickarus- al que vemos tocando su música en diversos festivales europeos. Casi sin descanso, con la presión de terminar un nuevo disco, y apelando a todo tipo de drogas sintéticas, Martin termina sufriendo una sobredosis e internado en una clínica de rehabilitación. Su novia y manager Mathilde (Rita Lengyel) lo deja por una morocha (no olvidarse que Berlín posee una amplísima cultura gay), su discográfica levanta el lanzamiento del álbum y la doctora Petra Paul (Corinna Harfouch) se opone a darle el alta. Los shows se cancelan, sus deudas crecen tanto como su angustia, los dealers están siempre listos para proveerle cocaína o pastillas de diseño, y sólo le queda el respiro de seguir creando música en su laptop y con sus samplers dentro de su habitación como forma de combatir su psicosis. Me gusta la escena tecno y, por lo tanto, me interesaron mucho las imágenes documentales de los shows de Kalkbrenner en Berlín o Amsterdam. Por momentos, pensé que el film iba a caer en la onda alucinatoria a-la-Trainspotting (hay algunos excesos y varias situaciones evitables), pero por suerte la historia de este pelado con un look a-lo-Michael Stipe y siempre vestido con camisetas de fútbol (la peor parte del relato es cuando usa la de la selección argentina) se sostiene con bastante dignidad -y hasta con un buen sentido del humor- sin caer en esos regodeos miserabilistas ni en esos patetismos varios propios de las películas “de rock” con tanto “reviente” y personajes “colgados”. Así, sin ser una película particularmente innovadora ni audaz, Berlin Calling consigue insertar una historia íntima en el marco de un universo multitudinario, muchas veces sórdido, pero siempre fascinante como el de la música electrónica. Suban el volumen.
La venganza será terrible Ligada a la larga y rica tradición del noir, y en sintonía con el resurgimiento del polar de la mano de Olivier Marchal (El muelle y MR. 73), el prolífico actor y ocasional director Richard Berry reunió a un verdadero seleccionado del cine francés para una ambiciosa producción (17 millones de euros de presupuesto) con los enfrentamientos en el seno de la mafia marsellesa como tema principal. Inspirado en el caso real de Jacky Le Mat Imbert, el zar de los gangsters del sur de Francia, el film tiene como protagonista a Charly Mattei (Jean Reno), un veterano padrino que a los 57 años intenta retirarse del submundo, pero es acribillado con 22 balazos en un garage. Para sorpresa de todos, sobrevive al ataque y se ve forzado a tomarse revancha de sus contrincantes. Lo que sigue es el típico derrotero venganza ojo por ojo-perdón-redención con todo tipo de asesinatos a sangre fría, persecuciones automovilísticas, violencia brutal (torturas y sadismo) trabajado con una narración bastante clásica, aunque por momentos hay flashbacks o explosiones modernosas a-lo-Guy Ritchie. Con referencias casi obvias a El Padrino y Buenos muchachos (y algo del cine de Takeshi Kitano), con una música omnipresente y ampulosa que incluye mucha ópera, El inmortal es un thriller "de manual" sostenido por Reno y los otros astros convocados (Kad Merad, Jean Pierre Daroussin, Marina Fois). Más allá de sus excesos y lugares comunes, se trata de una propuesta bastante sólida y con unos cuantos atractivos.
Mentiras, trampas y más de un secreto escondido La ópera prima de Cruz augura un interesante porvenir ¿Por qué Gustavo (Alejo Mango), un prestigioso neurocirujano, y Lola (Marita Ballesteros), una reconocida arquitecta, que sostienen un previsible matrimonio desde hace más de 30 años, aparecen en la primera escena con sus ropas y cuerpos ensangrentados y arrastrando un cadáver por una zona selvática del delta del Paraná? Ese es el principal (no el único) enigma que Víctor Cruz -reconocido productor del medio local que debuta en el largometraje de ficción- irá resolviendo a partir de la deconstrucción de la historia apelando a una fragmentada, tensa y vertiginosa narración. Con mucha cámara en mano, cambiando a cada rato el punto de vista (en mitad del relato aparece un "extraño", el perseguidor del título, que filma a los dos protagonistas con un dispositivo casero de video), y con una estructura que va y viene en el tiempo, Cruz descorre el velo para demostrar que las apariencias engañan y para sumergir al espectador en un mar de pequeñas (y no tan pequeñas) mentiras y trampas de estos abuelos que en verdad esconden más de un secreto. Las referencias al cine de Michael Haneke (perversiones varias, el miedo burgués a ser espiado e invadido en su intimidad, el voyeurismo y otros temas trabajados en Caché/Escondido , Funny Games y otros títulos del realizador austríaco-alemán) son inevitables, pero El perseguidor es bastante más que un sucedáneo o un mero ejercicio de estilo. Aquí hay un guionista inteligente (la historia fue escrita a cuatro manos con su pareja, la también realizadora Sandra Gugliotta), un sólido director de actores (resultan convincentes los trabajos de Mango y Ballesteros) y un dúctil narrador. Es decir, un gran cineasta en potencia. Veremos qué le depara el futuro, pero El perseguidor es una más que auspiciosa carta de presentación.
El placer por los extremos Una road movie desquiciada de Jennifer Lynch, que se acerca al gore y al trash Luego del fracaso artístico y comercial de Boxing Helena , Jennifer Chambers Lynch se tomó 15 años para rodar su segundo largometraje, Surveillance . Con el mismo espíritu provocador y redoblando la apuesta por los extremos (hay aquí todo tipo de excesos y, además, en grandes cantidades), la hija del venerado David Lynch construye una película más tensa y poderosa que su ópera prima, pero en muchos pasajes cae en la explotación gratuita y caprichosa de las peores miserias de sus criaturas. En Surveillance no hay personajes capaces de generar en el espectador un mínimo de empatía o identificación. Todos (policías y asesinos seriales, turistas y drogadictos) son seres dominados por sus traumas y despiadados para con sus semejantes. El único, mínimo rasgo de humanidad está puesto en una hermosa niña rubia que parece comprender las cosas mucho mejor que los adultos, pero que también presenta unos cuantos rasgos "monstruosos". Con elementos, locaciones y personajes que remiten al cine de los hermanos Coen y, claro, al de su padre (aquí coproductor), Jennifer Lynch ofrece una road movie desquiciada, con un amor obsesivo (entre Bill Pullman y Julia Ormond) como eje, pero también con baños de sangre, torturas, perversiones sexuales y todo tipo de bajezas humanas. Lo hace, es cierto, con algún talento para la puesta en escena y no poca capacidad para la narración. El problema es que, más allá de la fuerza o creatividad que pueda haber en sus imágenes, el contenido -por momentos muy cerca de los extremos del trash y del gore- resulta una mera apuesta por el escándalo sin demasiado sustento ni justificación. Así, esta acumulación de crueldades y de cadáveres deriva -paradójicamente- en un film bastante hueco y artificial.
Una Rosa y muchas espinas Se ven y se escuchan bien. Tienen una bella fotografía, una edición cuidada y un diseño de producción irreprochable. Son correctos y "profesionales", pero... ¿Es suficiente, a esta altura, del cine argentino conformarse con esos "logros"? Ya son 6 las ediciones de Historias Breves. Gracias a ellas, hemos podido descubrir a Lucrecia Martel y a Daniel Burman, a Adrián Caetano y a Sandra Gugliotta, a Santiago Loza y a Bruno Stagnaro, a Jorge Gaggero y a Ulises Rosell, a Hernán Belón y a Lautaro Núñez de Arco, entre muchos otros. A 15 años de la primera entrega -pilar fundamental del NCA-, es demasiado poco y en cierto sentido algo frustrante que todo resulte prolijo y académico. Películas sin grandes riesgos, sin experimentación, sin "locura", sin audacia. Films temerosos, atildados, previsibles. Eso es lo que entrega -con un par de honrosas excepciones- esta sexta versión del concurso organizado con las mejores intenciones por el INCAA con el fin de promover a cortometrajistas y ponerlos en la consideración general. Sería injusto para estos nueve directores la comparación con aquel "dream team" de 1995, pero siempre hay que esperar de una selección de cortos premiados con buen dinero algunos trabajos que provoquen, que inquieten, que generen debate, que se expongan (aunque sea al ridículo). Casi nada de eso ocurre este año. La única gran película es, sin dudas, Rosa, debut en la dirección de la reconocida actriz Mónica Lairana que se sumerge con ductilidad, sensibilidad y convicción en las vivencias de una mujer madura y solitaria (Norma Argentina) en la intimidad de su hogar. La apuesta tenía todo para caer en la vulgaridad, en el grotesco o en el lugar común. Resulta, en cambio, una experiencia fascinante, que alcanza una química entre narradora y protagonista muy infrecuente en este tipo de trabajos primerizos. El otro film destacable es Arbol, nuevo exponente de esa "escuela cordobesa" que tanto está dando que hablar en los últimos meses. Lucas Schiaroli prescinde por completo de los diálogos (se sostiene en la expresividad de sus imágenes, en la austeridad de su puesta minimalista y en el trabajo con el sonido) para describir los dilemas de un padre que debe mantener el fuego prendido para calentar y alimentar a su familia en medio de un invierno desolador y una geografía inhóspita. Hay otros cortos que no desentonan (Cinco velitas, corto de Paula Romero Levit y Michelina Oviedo con Rita Cortese, Alejandra Darín, Catarina Spinetta y Nahuel Mutti sobre una madre que deja a su hijo en una fiesta de cumpleaños para ir a un casting y durante la animación la abuela del homenajeado se da cuenta de que el chico es un "intruso" que no pertenece a la misma sala del jardín; Coral, de Ignacio Chaneton; o Los teleféricos, de Federico Actis), un par apenas solventes (Alicia, de Tamara Viñes; El sueño sueco, de Gustavo Riet); y algunos que lucen forzados, exagerados, artificiosos y obvios (La araña, de Sihuen Vizcaíno; La última, de Cristian Cartier). De todas maneras, aunque podía esperarse más del conjunto, sirve seguir estimulando a nuevos directores y técnicos para que trabajen en condiciones dignas de verdaderos profesionales y luego alcancen un estreno comercial. Es la mejor manera de iniciar una carrera en el siempre complejo, intrincado universo del cine nacional
Busco mi destino Una de las grandes revelaciones del BAFICI 2007 fue Old Joy, película de Kelly Reichardt sobre el reencuentro entre dos viejos amigos que parten de viaje. Era una película climática, minimalista y, sobre todo, fascinante y encantadora. Más o menos lo mismo puede decirse de Wendy & Lucy, una producción austera sin los clisés y lugares comunes que han transformado al cine indie norteamericano casi en un género (previsible) en sí mismo. Wendy (esa inmensa actriz sin techo a la vista llamada Michelle Williams) es una chica que viaja desde Arizona hasta Alaska para ganar buen dinero en la industria pesquera y escapar de su familia. Lo hace en un auto destartalado que pronto dejará de funcionar, con unos pocos dólares que se le van evaporando y con la única compañía de su adorada perra Lucy, que para colmo de males queda en manos de extraños cuando ella es detenida por robar un par de latas en un supermercado. Wendy & Lucy no apela al patetismo, no se ríe de la gente de pueblo, no apela al humor irónico, no tiene un milímetro de cinismo y no deja de querer nunca a sus personajes. Además, está filmada sin regodeos ni excesos, y su narración transmite libertad, belleza y un dejo de melancolía. Esta talentosa directora vino al BAFICI 2009 para una retrospectiva integral y un libro dedicado a su obra. Allí pudimos descubrir otros interesantes trabajos suyos, como River of Grass (1995), Ode (1999) o sus cortos Then a Year (2001) y Travis (2004). Mientras esperamos que el festival porteño nos regale la oportunidad de apreciar su western revisionista (y feminista) Meek's Cutoff, estrenado en la competencia oficial de la última Mostra de Venecia y otra vez con Michelle Williams en el elenco, bienvenido sea este lanzamiento en el circuito alternativo de una pequeña gema rebosante de sensibilidad como Wendy & Lucy.
De lo banal a lo profundo No pude ver Viaje sentimental durante el último BAFICI, pero la poca gente la "enganchó" (tuvo muy pocas pasadas y escasa difusión) me la había recomendado. Ocho meses más tarde, este nuevo trabajo de la directora de Vagón fumador y Agua llega al MALBA en "compañía" de Apuntes para una biografía imaginaria, ensayo también personal de Edgardo Cozarinsky (ver aquí). Imposible pensar en un mejor doble programa. Quienes vayan al MALBA este domingo 5/12 podrán disfrutar además de una charla entre ambos directores (que a pesar de las diferencias generacionales, estéticas y formativas tienen más de un punto en común, además de profesarse admiración mutua) a realizarse a las 18.15, una vez que haya terminado Viaje sentimental y antes de que comience Apuntes... El viaje sentimental de Chen arranca en una habitación de hotel (como tantas) en Rotterdam. Lo que sigue es una sucesión de fotos (y luego de imágenes en movimiento) y de frases (en forma de subtítulos) de la directora en la que va exponiendo sus viviencias, sus recuerdos, sus miedos, sus contradicciones y las más diveersas elucubraciones. Si al principio la cosa parece bastante banal, con el correr del relato la cosa se va poniendo cada vez más íntima, jugada y emotiva, especialmente cuando las experiencias no sólo se remiten al típico diario de viaje o a las anécdotas con amigos de todo el mundo sino que se sumergen también en su propia y conflictiva historia familiar. Entre el cine "hotelero" de Sofia Coppola y la home-movie a-la-Tarnation, Chen construye con un puñado de fotos, imágenes caseras, frases y canciones (excelente la selección musical con temas de Washington, Maria Solheim, Electrocutango, Minor Majority y The Margarets) una película artesanal (con una producción casi limitada a una camarita y a una computadora personales) pero no por eso menos arriesgada, profunda, bella y sentida. Un film que no tiene (ni pretende tener) nada demasiado excepcional, pero que reulta auténticamente personal en su trabajo sobre la memoria y decididamente modélico dentro de ese cine independiente del "hágalo usted mismo".
Claustrofobia y terror, con el sello Shyamalan Cinco desconocidos quedan atrapados en un ascensor, en manos de una fuerza demoníaca A partir de una idea "original" del aquí también productor M. Night Shyamalan, La reunión del diablo combina la tensión del thriller (cinco extraños encerrados en un ascensor que queda atascado en un rascacielos de Filadelfia), elementos propios del terror religioso (la presencia de una fuerza demoníaca que los va atacando) y el melodrama familiar, a partir de los traumas íntimos del policía que supervisa la investigación del caso. Por más que la presencia de Shyamalan (el mismo de Sexto sentido y El protegido ) en los créditos pueda sugerirle al espectador una vuelta de tuerca "autoral" y, por lo tanto, una mayor profundidad en el tratamiento de ciertos temas, la veta espiritual del relato es previsible, superficial y trabajada con bastante torpeza por John Erick Dowdle, un director que parece obsesionado por la claustrofobia, ya que venía de rodar Cuarentena , remake hollywoodense del film español [REC]. Por lo tanto, si la "cáscara" (léase la culpa y la redención) que recubre al film no luce demasiado, lo que queda es un núcleo (cinco extraños en un par de metros cúbicos) propio del cine de género. En este sentido, la narración tiene sus hallazgos visuales (hay otro gran aporte del talentoso director de fotografía Tak Fujimoto, habitual colaborador de Shyamalan y de Jonathan Demme) y algunos logrados picos de suspenso. Sin embargo, esos destellos estéticos y los momentos de genuina tensión no alcanzan a compensar la acumulación de lugares comunes (incluso en la forma en que se resuelven las subtramas interconectadas entre sí) y los muchos personajes secundarios sin relieves ni matices (el nivel actoral es, en general, apenas discreto). Así, con más carencias que hallazgos, La reunión del diablo termina siendo un producto profesional que no irrita, pero que al mismo tiempo resulta decididamente menor.
Llega un nuevo y adorable antihéroe Esta nueva producción animada de la factoría DreamWorks apuesta por la utilización cómica de dos aspectos muy de moda en el cine contemporáneo: por un lado, la reivindicación del antihéroe (o, más precisamente, del lado bueno que hay en todo malvado) y la crisis íntima, la carga emocional, el peso simbólico que significa ser un superhéroe. En el arranque de Megamente , tenemos a un superhéroe llamado Metro Man, que está en la cúspide de su popularidad (es, literalmente, una estrella con un ego más grande que sus poderes, capaz de convocar y manipular a las masas en las puertas de un museo dedicado a? la veneración de su persona), y a Megamente, un malvado tan ambicioso como frustrado por sus sucesivas derrotas frente a Metro Man. Sin embargo, cuando éste -sorpresivamente- desaparece, el despiadado villano azulado y de cabeza gigante toma el control absoluto de la ciudad. El problema es que, una vez que se apodera de todo y da rienda suelta a sus deseos y caprichos, se da cuenta de que no tiene rival ni, por ende, estímulos. Lo más parecido al vacío existencial. Por supuesto, el film, dirigido con buen pulso por Tom McGrath (el mismo de Madagascar ), apela a un objeto del deseo (un personaje femenino de fuerte personalidad encarnado por una periodista televisiva), a un nuevo malvado (un camarógrafo que pasa de la frustración a los excesos) y a un simpático comic-relief como la mascota de Megamente, como para que todos los segmentos de un entretenimiento masivo de consumo familiar estén debidamente cubiertos. Megamente tiene unos cuantos elementos ya trabajados (en algunos casos, con mayor inspiración) por propuestas como Los increíbles , Mi villano favorito , Superman o Astroboy (las referencias y guiños son una de las bases de la dinámica de los guiones de la factoría DreamWorks), pero McGrath y su equipo suplen cierto déjà vu con una simpatía desbordante y con un despliegue visual que hace un excelente uso de las posibilidades de la pantalla ancha y de los efectos diseñados para el lucimiento en las pantallas digitales 3D. Así, en este juego de espejos, de contrastes y contracaras, de inversiones de personalidad, Megamente surge como otro villano querible, de esos que se han ganado en buena ley un digno lugar en el imaginario popular.
El ocaso del guerrero Concebido en un principio como un documental sobre Víctor Maytland, pionero, figura de culto, padrino y máximo referente del cine porno en la Argentina (rodó más de 120 largometrajes), este proyecto fue mutando hasta convertirse en un film de ficción protagonizado por el propio director. La idea era tentadora, pero el resultado final de este giro no es del todo logrado y, así, la película termina siendo menos cautivante de lo que "debería" haber sido, teniendo en cuenta las múltiples aristas, y la riqueza de las anécdotas y de las experiencias -entre épicas, bizarras y risueñas- del (anti)héroe en cuestión. La "culpa", en este caso, es compartida entre Charras y el propio Maytland, ya que el primero como narrador y el segundo en su improvisada faceta actoral no alcanzan a dotar al relato de la empatía, la credibilidad, la ligereza y la fluidez buscadas y, así, hay varias situaciones que resultan forzadas, artificiales, demasiado "escritas". Charras -quien fuera colaborador de Maytland- reconstruye la historia del prolífico realizador a partir de los recuerdos del protagonista y de la búsqueda personal que el propio hijo del cineasta emprende (como cuando trata de encontrar una copia VHS de la primera película de su padre, Las Tortugas Pinjas). Abandonado por su viejo productor, Maytland, ex militante peronista, recibirá el apoyo de su hijo -con el que convive con no pocos roces- para financiar la película que tanto ha soñado: una historia (porno, claro) ambientada en un campo de concentración durante la última dictadura militar con el aporte de una actriz que lo cautivó alguna vez, pero con quien nunca pudo volver a trabajar. Maytland es un film sobre las obsesiones de un artista (y un luchador) en el final de su carrera, sobre la relación padre-hijo y sobre el fin de una época (la vieja industria del porno que encumbró a Maytland hoy ha sido sepultada por el download de Internet, la piratería y el consumo online). Es, por lo tanto, una película melancólica, sensible y desgarradora. Pudo ser una gran trabajo de docu-ficción, pero termina siendo sólo un aceptable largometraje, con algunos momentos de gran intensidad e inspiración. Aún así, con sus evidentes desniveles, vale la pena aventurarse en el universo de Maytland (el film) y de Maytland (el ser humano).