Este documental codirigido por el debutante Sergio "Cucho" Constantino y Eduardo Pinto (Palermo Hollywood, Caño dorado) reconstruye la historia de Miguel Abuelo, el admirado e influyente líder de Los Abuelos de la Nada. El film -que contó con el aval de los herederos del genial cantante y poeta, quienes cedieron los derechos y aportaron muchos de los materiales más ricos- reconstruye su corta existencia (42 años) y ofrece un gran despliegue de materiales inéditos o pocas veces visto, así como ricos y emotivos testimonios de quienes estuvieron muy cerca del artista, como Andrés Calamaro, Cachorro López, Gustavo Bazterrica, Kubero Díaz, Daniel Melingo, Alfredo Rosso, Pipo Lernoud o su admirador confeso Luis Alberto Spinetta. El relato está construido alrededor de la búsqueda del "fantasma" de su padre que hace Gato Azul Peralta -único hijo de Miguel Abuelo- y apela (abusa) de efectos visuales y de montaje que ofrecen un patchwork visual que no agrega demasiado, además de soslayar casi por completo las facetas más oscuras y sórdidas de la vida del cantante, que murió de SIDA en marzo de 1988. Así, más allá de los logros apuntados, se convierte en un tributo/glorificación de un artista ya de por sí mitificado por su temprana muerte, en pleno éxito de esta banda que fue vital en la explosión del pop y el rock de los años '80.
El director de Caja negra y Monobloc construye una fábula post-apocalíptica con un impresionante despliegue de efectos visuales (CGI) para una experiencia cautivante desde lo formal a la hora de diseñar un mundo en ruinas, pero fallida desde su construcción dramática (no hay tensión, suspenso y todo se resuelve a puro tiempos muertos y luego –literalmente- a los gritos). De todas maneras, más allá de sus desniveles actorales (el elenco inlcuye a Alejandro Urdapilleta, a Emir Seguel, a Martina Juncadella y al propio director) y hasta de sus desatinos (ciertos diálogos altisonantes e inverosímiles), se trata de un proyecto épico, casi heroico para el cine indie argentino y con indudable destino de culto.
Al maestro, con cariño: ¿En serio la filmó Clint? Al salir de la proyección de Más allá de la vida, a principios de diciembre, en el microcine de Warner Bros. nos miramos con los otros asistentes (en su mayoría, críticos de la revista El Amante) y no lo podíamos creer "¿En serio la filmó Eastwood?", era la frase más repetida. Seamos claros: Más allá de la vida no es una mala película, pero es una muy mala película para un director (un maestro, un emblema, un mito viviente del mejor cine norteamericano) como el viejo Clint. Si la hubiese dirigido M. Night Shyamalan (sería algo así como un remedo de Sexto sentido) o Alejandro González Iñárritu (en sintonía con su cine "trascendente"), estaríamos hablando de un film más, mediocre y efímero. Pero viniendo de las manos del creador de Los imperdonables, Cazador blanco, corazón negro, Bird, Los puentes de Madison, Medianoche en el jardín del bien y del mal, Río místico, Million Dollar Baby y Gran Torino uno no puede conformarse con un producto tan menor, tan obvio, tan impersonal. Es como si el "toque Eastwood" se hubiese perdido aquí por completo, como si fuese una película del guionista Peter Morgan (La Reina, Frost/Nixon) o en todo caso del productor Steven Spielberg (aunque SS nunca cayó tan bajo). De hecho, la película arranca con una (muy buena) escena a puro CGI que bien podría pertenecer a un film spielbergiano con un tsunami que arrasa un paradisíaco enclave turístico en Maui, Hawaii. De esa catástrofe se salva de manera milagrosa una reconocida conductora de TV y escritora francesa (Cécile de France). Esta mujer -cuya vida cambia para siempre luego de esa experiencia extrema- se irá conectando con el correr del film con otros dos personajes: un norteamericano (Matt Damon) con un poder infrecuente para conectarse con los muertos, pero que reniega de sus dotes como psíquico; y un niño inglés con una madre adicta que sufre la muerte de su hermano mellizo. Ni buen thriller psicológico, ni buen melodra, Más allá de la vida es una historia coral del montón, sin logros destacables y con algunos aspectos (la forma absolutamente "grasa" de filmar Londres, París o San Francisco, las obvias referencias a Dickens o el espantoso uso de la música compuesta por el propio Eastwood) que desmerecen por completo los inmensos pergaminos de este verdadero maestro del cine. Lo dicho: no estamos ante una película que indigne, pero para quienes amamos el cine del gran Clint resulta una enorme, profunda decepción.
Un clasicismo cada vez más moderno Con cada nueva película de Pixar uno espera que esos geniales artistas "reiventen" (nada menos) el universo de la animación y con cada nuevo film "puro" de Disney uno espera que -sin descuidar el espíritu clásico que los identifica y con el que crecieron ya varias generaciones (este el largometraje de "dibujitos" Nº 50 dela factoría)- se adecuen a los nuevos tiempos. En ese sentido, si bien está lejos de "reiventar" la animación como un Toy Story o un WALL-E, Enredados combina muy bien "la mirada Disney de las cosas" con todas las posibilidades visuales actuales (aunque aquí los efectos 3D no agregan demasiado) y con ese "toque Pixar" que se percibe cada vez más desde que John Lasseter está al frente de toda la división animada de la compañía. Así, con sus méritos (muchos) y sus lugares comunes (no tantos), esta versión libre del cuento de hadas sobre Rapunzel creado por los hermanos Grimm luce ágil y moderna. Los directores Byron Howard (Bolt, un perro fuera de serie) y Nathan Greno manejan con gran solvencia los distintos elementos de la comedia romántica, el musical a-la-Allan Menken y el relato de aventuras a-la-Robin Hood con un personaje femenino muy fuerte (Rapunzel), un simpático antihéroe (el ladronzuelo Flynn Rider) y una malvada de fuste (la madrastra psicópata). Hay verdaderas proezas (la animación de la rubia cabellera de 21 metros de la protagonista) y momentos de gran belleza (los miles de globos aerostáticos de papel volando encendidos hacia el cielo). Así, con el agregado de un buen uso del humor (no exento de irónía y espíritu autoparódico), Enredados resulta un más que digno y recomendable entretenimiento familiar.
Estado de shock Amat Escalante -discípulo de Carlos Reygadas- ya había llamado la atención en el Festival de Cannes 2005 con su polémica Sangre y volvió a impactar tres años más tarde en la sección Un Certain Régard de esa misma muestra con la cruda y muy controvertida Los bastardos, Este film, que tiene varios puntos de contacto con Funny Games, de Michael Haneke, narra 24 horas en la vida de Fausto y Jesús (los actores no profesionales Rubén Sosa y Jesús Moisés Rodríguez), dos inmigrantes ilegales mexicanos que se ganan a duras penas la vida con trabajos ocasionales: se ubican todos los días junto a varios compatriotas en una esquina de Los Angeles y por allí pasan estadounidenses a recogerlos para diversas changas (y hasta algún avance sexual) por escasos 8 o 10 dólares la hora. Pero Fausto y Jesús ese día deciden llevar una escopeta en el bolso y su objetivo será irrumpir en una casa y ganarse el dinero de la jornada de otra forma. Así, ingresan en la vivienda de una madre que vive junto a su hijo adolescente. Ella fuma crack y el chico está casi ausente, alienado con la música electrónica. El muchacho parte justo antes de que los dos mexicanos lleguen. Así, Fausto y Jesús se encontrarán sólo con la mujer cuarentona. Comerán algo de fast-food, fumarán con ella, se meterán en la piscina, habrá algún encuentro sexual y, luego, llegará un desenlace narrado de la manera más brutal e inesperada, de esos que dejan al espectador en estado de shock. Escalante, de apenas 29 años cuando rodo el film, vuelve a demostrar su innegable talento para el encuadre, para largos planos fijos o para sofisticados planos-secuencia. Es, también, un gran director de no-actores y un incisivo observador. Y, por supuesto, no pierde su oportunidad para incomodar, perturbar, escandalizar al público con una película sólida y audaz, al que algunos condenarán por su violencia gratuita. Una mirada para nada complaciente sobre el tema de la inmigración ilegal, las diferencias de clase y la irracionalidad de la violencia. Otro interesante aporte del nuevo cine mexicano.
La travesía del Viajero del Alba La tercera entrega de Las crónicas de Narnia tiene varios hallazgos y escenas para el asombro En esta tercera entrega de la saga basada en los libros de aventuras escritos por C. S. Lewis (ahora con la 20th. Century Fox al mando, en reemplazo de Walt Disney), ese más que digno artesano que es Michael Apted intenta enderezar el rumbo artístico de la franquicia. Con un par de hallazgos narrativos y visuales, y la inclusión de un atractivo nuevo personaje protagónico, le alcanza al veterano director británico para levantar algo la puntería respecto de El príncipe Caspian , el apenas discreto capítulo anterior. Ya sin la presencia de sus hermanos mayores Peter y Susan -radicados en los Estados Unidos-, los pequeños Lucy y Edmund Pevensie (Georgie Henley y Skandar Keynes) regresan, ahora acompañados por su primo Eustace, desde una Inglaterra en plena Segunda Guerra Mundial hasta Narnia, más precisamente, al barco El Viajero del Alba del título, que capitanea su amigo Caspian (Ben Barnes). Allí se inicia una travesía no exenta de contratiempos, que tendrá su clímax en una isla siniestra en la que deberán enfrentarse a un gigantesco monstruo al servicio de la malvada Bruja Blanca (una Tilda Swinton con mínima participación). El film -que por momentos remite a ciertos elementos de la mucho más delirante saga de Piratas del Caribe - encuentra en una mascota llamada Reepicheep (la voz del gran Simon Pegg en la versión original) y especialmente en los arrebatos de Eustace sus momentos más cómicos. La incorporación de este personaje, muy bien interpretado por Will Poulter (visto en la lograda El hijo de Rambow ), le otorga una más que necesaria dosis de agresividad, desparpajo e imprevisibilidad a la saga. Este tercer episodio asegura un puñado de escenas espectaculares (como el enfrentamiento entre el apuntado monstruo y un dragón pilotado por Eustace) y un look muy cuidado a cargo del director de fotografía Dante Spinotti. En esta ocasión, la conversión a 3D no agrega demasiado a un film correcto y atendible, pero que al mismo tiempo no se destaca particularmente dentro de la cada vez más fecunda producción de películas de aventuras hollywoodenses.
Sin tetas no hay Paraíso Radicado en Suecia (y financiado en su mayor parte por los países escandinavos), el italiano Erik Gandini propone en Videocracy una interesante e inquietante tesis sobre el "imperio" berlusconiano y su impacto sobre una sociedad italiana completamente banalizada y sometida a sus dictados: Il Cavaliere maneja -además del poder político y económico, claro- el 90 por ciento de la televisión y la gente se informa en un 90 por ciento a partir de esa TV. Ergo, su machismo, su misoginia, su exaltación del éxito rápido, sin esfuerzos ni escrúpulos y a cualquier precio, su reivindicación de la chantada, su culto a la belleza, al poder y al dinero o su desprecio por la Justicia han hecho carne en un pueblo encandilado por las luminarias, por el glamour y, sobre todo, por las curvas femeninas. No es la primera vez que el cine italiano se ocupa de las miserias del fenómeno Berlusconi (lo hicieron desde Nanni Moretti hasta el documental Draquila), pero Gandini expone con imágenes de los propios realities de los canales berlusconianos, sumergiéndose en la intimidad de los patéticos personajes que pululan por su entorno y reconstruyendo las "máximas" del modelo y de su líder el estado de las cosas (aterrador) en la península. Por suerte, el director (también narrador) no apela a la bajada de línea discursiva, indignada, de tantos colegas. Las imágenes de archivo y los testimonios que consiguió son tan contundentes que hablan por sí solos. Es probable que algunos -los ya expertos en Berlusconi- sientan que Videocracy propone "más de lo mismo", pero para mí se trata de un más que digno ensayo (sin grandes excesos) sobre un líder, un tiempo y un lugar que indignan y que sirve también como espejo para mirarnos, porque nosotros también elegimos (y reelegimos) a un político riojano bastante parecido a Berlusconi.
La auténtica magia del cine El director de esa gran película llamada ;Las trillizas de Belleville invirtió más de cuatro años de trabajo y 12 millones de euros para concretar este guión original (hasta ese entonces inédito) escrito en 1956 por Jacques Tati, el genial creador de Playtime, Mi tío y Trafic. La película tiene como protagonista al propio Tati (en una versión animada, claro), como un decadente mago que, luego de varios fracasos en París, sale de gira por distintas ciudades y pueblos del Reino Unido hasta que conoce a una inocente joven escocesa que pasa a acompañarlo en el tour y a convertirse en una suerte de hija sustituta (de hecho, Tati concibió esta historia como un regalo y "pedido de perdón" para una hija adolescente a la que apenas conoció) quien cree que el protagonista tiene poderes sobrenaturales para conseguirle vestidos, zapatos y todo lo que ella sueña. Y él, por supuesto, hará todo lo posible para no desilusionarla a pesar de las crecientes dificultades que acarrea. Película de viaje, perdedores y enredos que transcurre en pubs, hoteles y teatros de mala muerte, oda profundamente lírica, sensible y melancólica hacia un mundo perdido y un tiempo que pasó, El ilusionista es un film bello, pero sin demagogia alguna. Esa falta de "gratificaciones" instantáneas lo hace, es cierto, por momentos un poco frío y algo arduo, pero al mismo tiempo le otorga una nobleza y una solidez artística infrecuentes.; Concebida con la técnicas artesanales de animación en 2D y la inclusión de algunos elementos en 3D, El ilusionista es una tragicomedia (llena de gags pero también de una profunda nostalgia) que no sólo remite al universo de Tati (el artista favorito de Chomet) sino también al humor físico de un Charles Chaplin o un Buster Keaton. Es decir, a la altura de los verdaderamente grandes.
¿Debo irme o debo quedarme? Remake norteamericana de un thriller psicológico coreano (Jungdok/Addicted, de Young-hoon Park), rodado por dos realizadores suecos como Joel Bergvall y Simon Sanquist (reconocidos cortometrajistas y directores de Invisible), Personalidad múltiple es un film digno y menor, que trabaja sobre una premisa no demasiado sorprendente (un triángulo amoroso entre dos hermanos opuestos entre sí y una abogada), pero que en líneas generales logra sostener con cierta nobleza la tensión, el suspenso y la intriga sin caer en demasiados efectismos ni golpes bajos. La cosa es así: Jess (Sarah Michelle "Buffy, la cazavampiros" Gellar) está felizmente casada con Ryan (Michael Landes), algo así como el marido perfecto. Pero la intimidad hogareña es permanentemente invadida por Roman (Lee Pace), hermano de él, un ex presidiario violento y psicópata. En una noche de lluvia, ambos hermanos sufren un accidente en un puente y quedan en coma. Un irreconocible Roman se recuperara y empieza a seducir a la atribulada Jess, comportándose (casi) como si fuese su hermano Ryan ¿Ha cambiado realmente? ¿Es todo un engaño? Por esos carriles transita Personalidad múltiple, un film con algunos pasajes potentes, ciertos climas logrados y poco más. Una película que no pasará a la historia, pero que, en definitiva, "se deja ver".
Propuesta artística para un éxito masivo En 1982 se estrenó un film de Steven Lisberger, con Jeff Bridges, sobre un hacker que ingresaba en un mundo paralelo en el que era obligado a participar en juegos de combates entre gladiadores. Aquella película tuvo un discreto paso por los cines, pero casi tres décadas más tarde fue retomada por el estudio Disney para una nueva producción (con algo de remake y otro tanto de secuela) concebida a una escala mucho mayor y aprovechando todo el potencial que la tecnología le aporta hoy al cine en términos visuales. Tron: El legado arranca en 1989 con una sencilla narración que describe la relación entre Kevin Flynn (Jeff Bridges), un visionario creador de videojuegos, y su hijo Sam, que lo admira con devoción. Sin embargo, el padre -además, un influyente empresario- desaparece de forma misteriosa y sin dejar rastros, mientras su corporación queda en manos de inescrupulosos ejecutivos que intentan maximizar la rentabilidad sin ningún prurito. La trama salta un par de décadas y ahora es Sam (Garrett Hedlund), convertido en un hacker rebelde de 27 años, quien boicotea a la propia empresa familiar e intenta desentrañar el misterio de su progenitor. A los 25 minutos de relato logra introducirse en una realidad virtual y, así, la película cambia por completo de tono, de ritmo y de rumbo para convertirse en un sofisticado patchwork estético con un gran despliegue de imágenes generadas por computadora y reflexiones más o menos lúcidas sobre utopías digitales, espacios paralelos y nuevas sociedades. La narración, por momentos, decae un poco cuando apela a ciertos parlamentos solemnes y ampulosos, y -tanto en términos narrativos como visuales- tiene situaciones y elementos ya vistos en films como Miniespías , Blade Runner , Star Wars y, sobre todo, Meteoro (la versión para cine de los hermanos Wachowski). Sin embargo, a pesar de ciertos convencionalismos y superficialidades en el tratamiento de la relación padre-hijo, el film termina imponiéndose por sus logradas escenas de lucha cuerpo a cuerpo (con coreografías propias de las artes marciales) o a bordo de motocicletas que se asemejan a las batallas de los caballeros de la Edad Media. Si a eso le sumamos el digno trabajo del trío protagónico (a Bridges y Hedlund se le suma la fotogénica Olivia Wilde) y la imponente música electrónica concebida especialmente para el film por el dúo francés Daft Punk, Tron: El legado termina siendo una más que digna propuesta artística con seguro destino de éxito masivo.