Un musical sincero y bienintencionado Hollywood insiste con el más clásico (y hasta hace no mucho tiempo casi perimido) de sus géneros: el musical. Tras el sorprendente éxito y los premios conseguidos por La La Land: Una historia de amor, la nueva apuesta es El gran showman y, en ese sentido, no extraña que los encargados de las canciones sean Benj Pasek y Justin Paul; es decir, los responsables del mismo rubro en aquel romántico film con Ryan Gosling y Emma Stone. Sin embargo, a la hora de las comparaciones, esta película de Michael Gracey está más cerca del espíritu de Chicago (comparten al guionista Bill Condon) y de la apuesta pop de las incursiones de Baz Luhrmann (Moulin Rouge!, por ejemplo). El gran showman está inspirada en la vida de P. T. Barnum (un carismático Hugh Jackman), considerado uno de los pioneros del mundo del espectáculo como productor y, en algunos casos, también como protagonista de espectáculos (entre el circo y los musicales) que eran adelantados a su época (pleno siglo XIX). Entre sus máximas audacias figuró la de incluir en sus elencos a los que por entonces eran considerados freaks (gigantes, enanos, mujeres barbudas, obesos y un largo etcétera) en una apuesta por la diversidad que los sectores más reaccionarios de aquellos tiempos no le perdonaron (y atacaron con suma violencia). Dirigida por el debutante Michael Gracey (un artista australiano sólo con antecedentes en el mundo de la publicidad que, se supo después, fue ayudado tras bambalinas por el mucho más experimentado James Mangold), El gran showman es un espectáculo old-fashioned y, al mismo tiempo, kitsch -obvio en su mensaje políticamente correcto-, pero que tiene la honestidad brutal de no esconder sus objetivos: un producto para toda la familia con una sensibilidad que intenta sintonizar con ese público masivo que consume desde Lady Gaga hasta el Cirque du Soleil. Foto: FOX Hay drama familiar con triángulo romántico (la relación de Barnum con su esposa interpretada por Michelle Williams y una tercera en discordia encarnada por Rebecca Ferguson), una historia de amor interracial contra todos los prejuicios (Zac Efron y Zendaya) y la épica de un grupo de infatigables artistas "diferentes" que luchará contra la intolerancia reinante. El gran showman es una sumatoria de números musicales "con mensaje" que están bien diseñados e interpretados a puro profesionalismo y con canciones pop pegadizas. Una película naïve y si se quiere elemental, pero que sabe lo que busca y cómo lograrlo. Cínicos, por supuesto, abstenerse.
En 2003 Tommy Wiseau rodó The Room, la mejor peor película del mundo, fracaso absoluto en su momento y luego un formidable éxito en trasnoches dedicadas al cine de culto a partir de su humor involuntario. Casi 15 años después, los hermanos Franco dan vida a los protagonistas de esa épica (James también produjo y dirigió) con resultados irresistibles: una comedia absurda, pero con corazón. Parece que finalmente habrá que rendirse ante James Franco, hasta no hace mucho un director pretencioso con sus irritantes transposiciones de novelas de Cormac McCarthy y William Faulkner y un actor sumamente desparejo. Tras filmar dos episodios brillantes de The Deuce, serie del gran David Simon en la que además regaló dos papeles muy convincentes, consiguió con The Disaster Artist: Obra maestra una película no solo muy disfrutable y lúdica sino también entrañable. Porque en esta reconstrucción de la historia detrás de la génesis, el rodaje y el lanzamiento de The Room, para muchos la peor película de la historia con varios cuerpos de ventaja sobre las de Ed Wood, no solo hay sátira, absurdo, negrura y apuesta al ridículo sino también mucho amor y corazón. Las comparaciones con, precisamente, Ed Wood, la biopic de Tim Burton, resultarán inevitables, pero The Disaster Artist está más concentrada en el lapso (1998-2003) en el que el aspirante a actor Greg Sestero (Dave Franco, hermano de James en la vida real) conoce al excéntrico millonario Tommy Wiseau (James Franco) y juntos terminarán rodando The Room, un costoso film (se dice que su creador pagó 6 millones de dólares de su bolsillo) que en 2003 fue un fracaso absoluto, pero que con el tiempo (y más aún tras el lanzamiento de The Disaster Artist) se convirtió en objeto de culto y un éxito en las típicas funciones de medianoche. Una auténtica “comedia involuntaria”. Franco interpreta a Wiseau como un tipo narcisista, torpe, elemental, con pocas luces artísticas (o ninguna), pero perseverante, entusiasta, decidido a llevar su empresa adelante, cueste lo que cueste. Bastante desconectado del mundo real, una de las claves del film es apreciar de cuánto es consciente y con qué obstáculos se encontrará cuando se choque con la cruel realidad. La película -sorpresiva ganadora de la Concha de Oro del Festival de San Sebastián- está todo el tiempo al borde del patetismo, de la mirada cínica y canchera, pero Franco afortunadamente no cede a la tentación de mirar desde arriba, con superioridad, a su criatura y le otorga una nobleza que nos hace llorar cuando otros sí se terminan burlan de él. Con buenos gags, muchos guiños del cine dentro del cine, actuaciones muy divertidas (incluso los múltiples cameos como los de Bryan Cranston o Judd Apatow, mentor de James Franco) y una mirada despiadada a los celos, egos y vanidades de Hollywood, The Disaster Artist termina siendo casi la mejor película posible sobre la peor película de todos los tiempos. PD: No se vayan durante los títulos finales (Franco recrea de manera idéntica varias escenas del film original), pero esperen a que los créditos finalicen, ya que allí hay una segunda sorpresa que no conviene adelantar, pero que es por demás simpática.
Quizás hoy: incómoda travesía de un antihéroe Estrenada en la Competencia Argentina del Bafici 2016, esta ópera prima de Sergio Corach generó todo tipo de reacciones en el festival porteño: desde una irritación inicial hasta cierta fascinación si es que se logra traspasar esa incomodidad, ese desconcierto del inicio. Miguel (el propio Corach) se despierta de un sueño (los créditos iniciales son como una sopa de letras con algo de videoarte y de la experimentación del canadiense Guy Maddin) y su vida en blanco y negro (con detalles en color, como los dibujos animados que mira) consiste en ir de casa al trabajo y del trabajo a casa. Él anota, a pedido de su psicoanalista, cada una de las ocurrencias que tiene. En medio del tedio, la rutina de los expedientes, las fantasías sexuales medio obsesivas y la casi nula autoestima, Miguel se topa con un amigo de la secundaria y, a partir de allí -y de una serie de casualidades-, su vida y la película irán mutando hacia situaciones cada vez más absurdas (desde ir a un casting de publicidad para el que debe practicar artes marciales hasta ir a una clase de tango donde le roban las pertenencias) con un espíritu tragicómico que por momento remite al de Martín Rejtman y Aki Kaurismäki. Suerte de monólogo interno sobre la neurosis y la angustia existencial de un antihéroe torpe, Quizás hoy resulta una propuesta anómala, por momentos incómoda, pero siempre cruda, visceral, descarnada y con un tono propio.
Star Wars: Los últimos Jedi, la saga galáctica que tiene mucho de familiar La incorporación de Rian Johnson como guionista y director en la saga de Star Wars suponía no pocos riesgos. Más allá de sus antecedentes (Brick, Los estafadores, Looper: Asesinos del futuro y un puñado de los mejores episodios de la serie Breaking Bad como, por ejemplo, "Ozymandias"), había dudas sobre su capacidad para trabajar como autor y narrador de la herencia dejada hace dos años por el realizador y coguionista J.J. Abrams en El despertar de la fuerza. Tras apreciar los 152 minutos del Episodio VIII queda claro que Johnson no sólo aportó su impronta personal, sino que consiguió la que probablemente sea la película más sólida, fluida, divertida y emotiva de la saga desde... El imperio contraataca. Justo cuando la franquicia creada por George Lucas cumplió 40 años parece haber encontrado la madurez que tantos le reclamaban. Claro que los cambios que propone Los últimos Jedi pueden generar también cierta decepción entre aquellos cultores del espíritu más old fashioned de la saga. Es que por su tono, sus climas, su estética y sus conflictos esta entrega significa el ingreso definitivo de la impronta Disney en el universo de Star Wars. Es la película que mejor conecta con un público familiar, pero también puede irritar a los más cínicos defensores de la "pureza" original. El film arranca con una excelente escena de batalla espacial y, desde entonces, casi no parará hasta el final. Por supuesto, hay momentos más intimistas ligados a la relación de Rey (Daisy Ridley) con Luke Skywalker (un Mark Hamill que ahora sí tiene muchos y decisivos minutos en pantalla) y luego con un conflictuado Kylo Ren (Adam Driver), que lucha contra sus contradicciones internas, pero casi nunca detiene su vertiginosa marcha, que encuentra en cada aparición de Leia Organa (Carrie Fisher) momentos de emoción, mérito de la película y la inevitable sensación del espectador de sufrir por la prematura muerte de la ya mítica actriz. En este octavo episodio, que enfrenta a los rebeldes de la Resistencia contra los malvados de la Primera Orden liderados por el Líder Supremo Snoke (Andy Serkis), el risible General Hux (Domhnall Gleeson) y el siempre indeciso Kylo Ren, hay un poco de todo: desde la confirmación de Finn (John Boyega) como héroe de acción pasando por la evolución del piloto Poe Dameron (Oscar Isaac) para convertirse en una suerte de sucesor de Han Solo. En cuanto a las apariciones de Kelly Marie Tran, Benicio Del Toro y Laura Dern aunque no decepcionan tampoco están del todo aprovechados. Los últimos Jedi es, en definitiva, la película épica y monumental que todo fan exige a estas alturas, pero también la comedia que los más pequeños celebrarán. Menos seria y oscura de lo que se preveía, la película regala un final de antología que nos permite esperar con las mejores expectativas el Episodio IX, cuando Abrams vuelva a tomar el mando.
Masoch: El camino del Perro, un personaje, dos pasiones inclaudicables Carlos Masoch es un compulsivo artista plástico con más prestigio que éxito económico. Douglas Vinci es un mito de los medios a partir del personaje del "Reverendo" que formó parte a fines de la década de 1980 de Radio Bangkok, aquel influyente programa de la Rock & Pop. Masoch y Vinci son dos caras de la misma persona, que a su vez es protagonista de este documental de Pablo Doudchitzky que recorre su actualidad en la plástica y su pasado como animador (se lo ve en ciclos de TV, en el mundillo del rock y hasta de visita en la Casa Rosada). La radio y la pintura fueron sus obsesiones desde niño y, con la frase "no claudico, es mi camino" como emblema de vida, pudo cumplir ambos sueños.
Estrenada en la Competencia Oficial del último Festival de Cannes, esta nueva película de esos héroes del cine independiente norteamericano que son los creadores de Daddy Longlegs y Heaven Knows What (Josh también filmó en solitario The Pleasure of Being Robbed) los muestra incursionando por nuevos rumbos, ya que se desmarcan de los diálogos del mumblecore y de los personajes excéntricos para ofrecer un intenso thriller que se apodera de las calles de Nueva York y le permite a Pattinson demostrar ahora sí que es mucho más que un actor carilindo sin demasiadas facetas. Si bien ya había demostrado algunas cualidades actorales en, por ejemplo, dos películas dirigidas por David Cronenberg (Cosmópolis y Polvo de estrellas), David Michôd (El cazador), Werner Herzog (Queen of the Desert) y James Gray (Z: La ciudad perdida), Robert Pattinson nunca logró destacarse demasiado ni mucho menos desmarcarse del estigma de ser el galán insípido de la saga Crepúsculo. Por fin, de la mano de los hermanos Josh y Ben Safdie -auténticos héroes del cine independiente neoyorquino-, salió de esa suerte de letargo, de su impronta entre lánguiday fría, para conseguir en Good Time: Viviendo al límite la mejor actuación de su carrera aportando todo el nervio y la energía a un personaje en el que además está casi irreconocible desde lo físico. El intérprete londinense es Connie Niklas, un ladrón de bancos de Queens que debe hacerse cargo de su hermano Nick (interpretado por el propio Benny Safdie), que padece ciertas discapacidades mentales. La primera media hora de Good Time... es notable: Un asalto a una sucursal bancaria, la fuga y una bomba de pintura que les explota a los ladrones cuando abren el bolso con la plata conforman una secuencia de acción y humor absurdo extraordinaria. Nick es atrapado y enviado a la cárcel de la isla de Rikers. Comenzará entonces una carrera contra el tiempo en la que Connie deberá ir por todo y contra todos para liberar a su hermano. Sin embargo, con el correr de los minutos la película pierde algo de fuerza y deriva hacia subtramas y aspectos poco desarrollados o no del todo logrados, aunque por suerte el desenlace está a la altura de lo mejor del film. Además, aun con sus altibajos, Good Time... nunca pierde la apuesta por el delirio y la potencia narrativa con la música de sintetizadores y beats de Oneohtrix Point Never (aka Daniel Lopatin) de fondo. En ese sentido, además del estilo de cine-guerrilla de los Safdie que se apropian de las calles de Manhattan y Queens, y del apuntado aporte de Pattinson y el resto del elenco, es para destacar la fotografía del siempre talentoso Sean Price Williams que permite sumergirse en esas Calles salvajes neoyorquinas que remiten a la primera época de Martin Scorsese (también hay algo en el film del cine de Nicolas Winding Refn y Michael Mann). Una provocativa, arrasadora y por momentos deforme (en el buen sentido) combinación entre el thriller y el drama familar de espíritu cassavetiano. Se trata, en definitiva, de una alianza satisfactoria para ambas partes entre un actor (Pattinson) en busca de nuevos desafíos con directores arriesgados y una dupla (los Safdie) que intenta salir del micromundo del mumblecore de bajo presupuesto y exclusivo consumo festivalero para incursionar en el cine de género y apuntar a audiencias más masivas. Misión cumplida, entonces, para todos.
Una secuela que mantiene algunas de las virtudes y muchos de los defectos de la comedia original. Hace poco más de un año se estrenó en los cines argentinos El club de las madres rebeldes, exitosa comedia sobre mujeres escrita y dirigida por hombres. Jon Lucas y Scott Moore (reconocidos guionistas de films como ¿Qué pasó ayer? y codirectores de 21, la gran fiesta) vuelven a tomar el timón en esta secuela que se ubica un escalón por debajo de su predecesora. Las protagonistas son Amy (Mila Kunis), Kiki (Kristen Bell) y Carla (Kathryn Hahn) y el período, como sostiene el título, es el período navideño con su caos, su consumismo, sus tradiciones y sus conflictos familiares. En este sentido, nuestras heroínas sumarán a las problemáticas cotidianas las visitas de sus respectivas madres, cada una con su carga no menor de obsesiones, miserias y desplantes. Amy, recientemente divorciada y en pareja con el impecable Jessie (Jay Hernandez), se las tendrá que ver con Ruth (Christine Baranski); Kiki y su marido sufrirán la invasión de Sandy (Cheryl Hines), mientras que la soltera del trío, Carla, deberá lidiar con Isis (Susan Sarandon), una madre todavía más “descarriada” que ella. La película -al igual que el film original- intenta cuestionar (mediante el tono satírico) el lugar de la mujer como madre sufrida, esposa abnegada y administradora / contenedora de la dinámica familiar. El problema es que lo hace apelando en muchos pasajes al lugar común, a la broma fácil y efectista, con una capacidad de provocación casi nula. Así, más allá de que algunas espectadoras puedan sentirse indentificadas con algunos de los padecimientos de las tres mujeres (madres e hijas a la vez) el humor de La navidad de las madres rebeldes es de corto alcance y bajo vuelo (todas las actrices están un poco libradas a su suerte y lejos de los mejores trabajos de sus respectivas carreras). En definitiva, un entretenimiento ligero, superficial y con escasos momentos de inspiración.
La estancia de Duchamp en Buenos Aires es la excusa para este film que se estrena pocos días de su presentación en la Competencia Argentina del Festival de Mar del Plata. Entre 1918 y 1919 el genial y vanguardista artista francés Marcel Duchamp pasó diez meses en Buenos Aires y este film a cuatro manos entre Mariano Galperín y Román Podolsky reconstruye (o mejor, imagina) aquella estancia porteña de este referente de movimientos como el cubismo y el dadaísmo. Rodada en blanco y negro, con una elegancia y audacia formal que por momentos intenta sintonizar con el espíritu de su protagonista (Michel Noher), Todo lo que veo es mío se aleja de cualquier atisbo de biopic clásica. Más allá de algunas verdades históricas (como la obsesión de Duchamp por el ajedrez), la película -que va y viene en el tiempo- lo muestra “luchando” contra una tostada quemada en el desayuno, bebiendo, escuchando tangos, durmiendo o compartiendo charlas con su compañera y musa Yvonne Chastel (Malena Sánchez). Este acercamiento a la intimidad cotidiana de un genio (característica que nunca se percibe en el relato porque casi nunca se lo ve trabajando) resulta por momentos bastante superfluo y banal. La inclusión de una voz en off y textos de cartas o de una música permanente y poco convencional tampoco agrega demasiado y los mejores momentos tienen que ver con ciertos delirios artísticos o inspiraciones donde el artificio se hace más evidente y se percibe la excentricidad de Duchamp (la visión de una jirafa, el uso de disfraces, ciertos juegos eróticos). La reconstrucción de época es inteligente porque maximiza los elementos disponibles (se trata de una austera producción) y disimula las carencias. Ciertas escenas en un barco o un parque también le permiten a los guionistas y directores salir un poco del encierro del estudio/habitación del artista en una película vistosa, pero algo fría en la que -como curiosidad adicional- aparecen en pequeños papeles, entre otros, Luis Ziembrowski, Guillermo Pfening, Julia Martínez Rubio y Sergio Bizzio.
Las películas de supervivencia en condiciones muy adversas y basadas en casos reales constituyen un subgénero, sobre todo en Hollywood. En esa línea se ubica este nuevo film del director de Acto de valor y Need for Speed que recupera la historia de Eric LeMarque, un ex jugador de hockey sobre hielo y fanático del snowboard que en 2004 quedó varado durante más de una semana en una montaña y en medio de una fuerte tormenta. Eric (Josh Hartnett) es un muchacho de pasado traumático, familia disfuncional y presente complicado (adicto a las drogas y con un proceso judicial en camino por un accidente automovilístico). Su “evasión” del mundo real es la velocidad, la adrenalina, el vértigo y, por eso, irse a la alta montaña para lanzarse con su tabla es una obsesión y una necesidad. Pese a la inminencia de un temporal, Eric no sólo sube sino que además sale de las pistas para internarse en la inmensidad blanca (lo primero que le ocurrirá será toparse con una manada de lobos salvajes). Si esta parte de la película no es demasiado ocurrente (hay varias escenas filmadas con cámaras GoPro y editadas como si fuera un comercial sobre deportes extremos), mucho peor resultan los flashbacks que muestran la dura infancia y adolescencia del protagonista, sobre todo la conflictiva relación con su abusivo padre (Jason Cottle) y su madre Susan (Mira Sorvino, otrora una actriz de relieve hoy relegada a este tipo de papeles mediocres en películas ídem). Todo en el film es torpe y subrayado hasta lo irritante: los conflictos, las contradicciones, el (ab)uso de la música épica, la bajada de línea "inspiradora". Piensen en el James Franco de 127 horas, pero sin el más mínimo vuelo visual ni la intensidad de Danny Boyle. Cine de fórmula, de concepto, de marketing, pero sin ingenio ni capacidad de sorpresa. Una película de supervivencia... para el espectador.
El director de la trilogía de [REC] (las dos primeras en sociedad con Jaume Balagueró) se inspiró en el caso real de una adolescente madrileña que en 1991 sufrió todo tipo de experiencias paranormales tras jugar a la tabla ouija con sus amigas. El resultado es un sólido y eficaz thriller psicológico con elementos propios del terror sobrenatural. La posesión de Verónica (su título original en España fue simplemente Verónica) está inspirada en el célebre caso de Estefanía Gutiérrez Lázaro, una muchacha de 18 años residente del barrio madrileño de Vallecas que -no conviene adelantar demasiado- vivió situaciones por demás extremas. Con ese material original -compilado directamente de los informes policiales de la época conocidos como Expediente Vallecas- Paco Plaza construyó un atractivo exponente de género que mixtura elementos propios del coming-of-age; del drama familiar (la protagonista está prácticamente a cargo de la crianza de sus tres pequeños hermanos ante una madre que trabaja de noche en un restaurante tras la muerte del padre); del terror religioso (Verónica va a un colegio católico y allí se vincula con una misteriosa monja ciega); “excusas” y justificaciones varias (un eclipse y la tabla ouija para el contacto con el “más allá”); el uso (sin abuso) de los efectos visuales para las escenas de alucinaciones, pesadillas y hechos sobrenaturales; y todo el arsenal vintage (incluso musical, con Maldito duende, de Héroes del Silencio, sonando una y otra vez en el walkman) propio de los años '90. La debutante Sandra Escacena se carga la película al hombro, ya que está en prácticamente en todas las escenas: mientras cuida a sus hermanos, mientras interactúa con sus pares en el colegio o en una fiesta, mientras va experimentando de forma creciente en su propio cuerpo los efectos de la posesión (la acción transcurre a lo largo de tres días), y así... Una auténtica revelación. No estamos ante una película brillante, ni siquiera frente a una demasiado sorprendente dentro de los cánones actuales del cine de horror, pero el valenciano Paco Plaza es un sólido narrador con buenas ideas visuales y los múltiples ingredientes de la receta están dosificados y esparcidos con criterio. En estos tiempos de indigestión con decenas de subproductos del género de terror no se trata de un mérito menor.