A los 31 años, el intérprete argentino de El aura, Glue y Lulu se consagró en el plano internacional con este papel protagónico (dentro de una historia de estructura coral) en el nuevo film del director de Les Revenants y Eastern Boys que propone un retrato generacional sobre los jóvenes que en la década de 1990 lucharon en París contra el establishment político y farmacéutico (incluso con contundentes medidas de acción directa) para generar conciencia sobre el SIDA y conseguir así más derechos y mejor atención. En la notable 120 pulsaciones por minuto -ganadora del Gran Premio del Jurado en el Festival de Cannes 2017- Nahuel Pérez Biscayart encarna a Sean Dalmazo, un militante de 26 años de Act Up París (AIDS Coallition To Unleash Power), organización que desde su fundación en 1989 y durante varios años luchó -muchas veces como grupo de choque con medidas de acción directa- por los derechos de los portadores y los enfermos contagiados con el virus HIV. Su nuevo trabajo en el cine francés (ya filmó con Rebecca Zlotowski, Benoît Jacquot, Albert Dupontel y Joan Chemla) está lleno de matices (energía, vulnerabilidad, audacia y un progresivo deterioro físico que lleva con dignidad, sin estridencias, golpes bajos ni desbordes lacrimógenos), pero es además quien carga con el peso emocional de la película dentro de una estructura coral en la que también se lucen Arnaud Valois, Adèle Haenel, Antoine Reinartz y Aloïse Sauvage. Campillo -director de dos reconocidos films como Les Revenants (que luego tuvo versiones como series de TV a ambos lados del Atlántico) y Eastern Boys, y coguionista de El empleo del tiempoy Entre los muros, las dos de Laurent Cantet- integró de joven Act Up París y de hecho vivió varias de las extremas situaciones que se presentan en esta película que coescribió con Philippe Mangeot, presidente entre 1997 y 1999 de esa entidad que luchó para que el gobierno de François Miterrand y los laboratorios farmacéuticos facilitaran el acceso a nuevos medicamentos, muy restringido en aquel momento. Tras pelear durante muchos años por concretar este proyecto -que podría definirse como una mixtura estilística entre la apuntada Entre los muros y La vida de Adéle, con largos debates internos en asambleas y contundentes escenas de sexo, de demostraciones callejeras y de bailes con música house en discotecas-, Campillo pudo saldar esa deuda pendiente con una narración urgente y visceral que logra trasmitir un espíritu de época y un retrato generacional (al menos de un sector como el de los activistas gays con HIV) gracias a una potencia, una convicción, una credibilidad y una crudeza propias del mejor cine francés contemporáneo.
En la primera semana del año se estrenó 27: El club de los malditos. En la segunda, es el turno de un nuevo exponente de género local como este film que pendula entre el thriller psicológico y el terror con un equipo técnico y artístico que combina talentos de Argentina, Uruguay y España. El resultado es fascinante sobre todo en el terreno visual, pero no tan convincente en términos dramáticos. Tras La casa muda (aquel film en plano secuencia y en tiempo real que tuvo una remake en Hollywood titulada Silent House), el director uruguayo ratifica su profesionalismo y su virtuosismo formal en No dormirás, una película que luce mucho en términos visuales, pero no resulta del todo convincente en la construcción de sus distintos climas ni en varias de sus resoluciones. Es una pena porque los recursos de producción, el elenco y los técnicos que lo acompañaron son de primera línea y todo estaba servido para uno de esos eficaces exponentes de género (del thriller psicológico al terror) que el cine nacional (aquí en coproducción con España y Uruguay) busca y necesita con desesperación. Es llamativo que un argentino (Andrés Muschietti) haya dirigido la película de terror más exitosa de 2017 (It: Eso), pero a nivel local solemos quedarnos casi siempre cerca de la meta. Aunque en ciertos niveles puede considerada algo fallida o no del todo convincente, No dormirás tiene varios aspectos rescatables (y destacables): la ambientación de época (el prólogo se desarrolla en 1975 y la trama principal en 1984), la fotografía del talentoso Bill Nieto (Leonera, La luz incidente), el uso no intrusivo ni caprichoso de los vistosos efectos visuales y unos cuantos pasajes en los que surge esa tensión dramática y ese suspenso que en otros momentos se extrañan. La trama combina dos elementos (el proceso creativo por demás extremo de un grupo de teatro y el encierro en una decadente casona), pero los sustos y el impacto son más bien escasos. El énfasis está puesto en la psicología de los personajes y en ese terreno también los resultados son irregulares. La protagonista es Bianca (una esforzada Eva De Dominici), actriz cuya carrera teatral no termina de despegar ya que la joven debe ocuparse de un padre dominado por los traumas y la violencia. Cuando finalmente opta por internarlo está en condiciones de aceptar el desafío que le propone un escritor (un desaprovechado Germán Palacios) que trabaja con Alma Böhm (la española Belén Rueda), mítica, cruel y manipuladora dramaturga y directora que experimenta con una técnica que consiste en mantener a sus intérpretes sin dormir durante varios días seguidos para que ganen en vulnerabilidad y sensibilidad (“sean una esponja”). Así, ella se instala con el resto de la compañía en un hospital psiquiátrico abandonado. Alma le plantea a Bianca una dura competencia por el papel protagónico con la colega Cecilia (la también española Natalia de Molina), mientras empiezan a surgir comportamientos psicopáticos, alucinaciones ligadas al insomnio y secretos propios del lugar y de los seres que lo habitaron. El film es atrapante solo de a ratos, con irrupciones de creatividad que luego se dilapidan a partir de ciertos lugares comunes del género, pasajes algo irritantes y situaciones que no se resuelven del todo o lo hacen de forma bastante caprichosa. Como compensación, Hernández y su DF Nieto nos regalan un fascinante despliegue visual que el cine de género local pocas veces ha ofrecido. Sí, la mitad del vaso lleno...
Coco: la colorida fantasía animada de Pixar Más allá del respeto que Pixar exhibe en cada uno de sus proyectos, el acercamiento a la tradición mexicana y en particular a la celebración del Día de los Muertos podía generar cierta desconfianza. Y más allá de alguna simplificación o de cierto inevitable pintoresquismo, cabe indicar que Coco resulta una bella y querible mirada a ese pueblo, que contó con la participación de Adrian Molina, un estadounidense de padres mexicanos, como coguionista y codirector junto a Lee Unrich (responsable de Toy Story 3). No extraña entonces que el film haya sido muy bien recibido en ese país -donde se estrenó mucho antes que en el resto del mundo- hasta el punto de convertirse allí en el más taquillero de la historia. Pese a lidiar con el universo de los muertos y de apelar a ciertos elementos fantásticos que pueden resultar un poco aterradores para los más pequeños, Coco es siempre una película luminosa, lúdica y colorida, casi el reverso perfecto de los films animados de Tim Burton que también proponen viajes al más allá. El protagonista es un niño de 12 años que vive en la aldea de Santa Cecilia y con el que no es difícil identificarse. Criado sobre todo por mujeres (la presencia de la abuela es fundamental), Miguel Rivera es obligado desde pequeño a trabajar en el taller de calzados de la familia y su pasión por la guitarra es reprimida a cada instante (aunque la sigue cultivando de forma obsesiva a escondidas), ya que la música está prohibida en ese ámbito por un trauma que se remonta a varias generaciones anteriores. Hasta que, fruto de una combinación de casualidades, llegará la visita al universo paralelo de los muertos, donde no solo encontrará exóticos personajes, sino que además irá desentrañando cuestiones ocultas ligadas a sus ancestros. La factoría Pixar vuelve a hacer gala de toda su creatividad (ya no quedan adjetivos para elogiar la maestría de la animación) a la hora de reconstruir la iconografía pueblerina de México (y hasta homenajear la estética de Frida Kahlo) e imaginar cómo podría funcionar el tragicómico y fantasmal universo de los que ya no están (pero están). Para completar la más latina de sus producciones contrató para las voces de los personajes a reconocidas figuras con esas raíces como Gael García Bernal, Benjamin Bratt, Alfonso Arau y Edward James Olmos, entre otros. Cartón lleno.
Pequeña gran vida: querida, encogí al vecino Con Citizen Ruth, La elección, Las confesiones del Sr. Schmidt, Entre copas, Los descendientes y Nebraska, Alexander Payne se convirtió en uno de los directores más admirados de las dos últimas décadas. Durante muchos años intentó sin suerte conseguir la financiación para un guion coescrito con su habitual colaborador Jim Taylor que lo alejaba de sus rutas originales ligadas al cine independiente para meterlo de lleno en las grandes ligas de Hollywood. El éxito y los premios de casi todos sus films le permitieron concretar finalmente Pequeña gran vida, tragicomedia con elementos de ciencia ficción con un enorme despliegue de efectos visuales. La premisa es ingeniosa e inquietante: unos científicos noruegos consiguen a partir de un tratamiento sobre las células reducir a los seres humanos hasta convertirlos en miniaturas. Si bien no es la primera vez que el cine apuesta por una idea de estas implicancias, Payne aprovecha todas las posibilidades visuales del cine actual para una película que en su primera mitad funciona muy bien en su apuesta al humor negro. El problema es que las desventuras de Paul Safranek (Matt Damon), un hombre gris y bastante patético que es abandonado por su esposa, Audrey (una desaprovechada Kristen Wiig), en pleno proceso de reducción corporal y mudanza al nuevo mundo, se van tornando cada vez más recargadas y subrayadas hasta caer en las alegorías obvias y culpógenas sobre las tentaciones desmedidas, los falsos gurúes y las diferencias de clase.
Adorable gigante bonachón La animación nos ha llevado por casi todo el mundo, de China a Madagascar, y ahora es el turno de México en la inminente película de Pixar (Coco) y de España en esta nueva propuesta de los estudios Blue Sky y Fox. El brasileño Carlos Saldanha (responsable de las exitosas sagas de La era de hielo y Río) dirigió este film sobre Ferdinand, un toro que desafía un sino que parece inevitable: enfrentar al torero de turno en las tradicionales corridas. De pequeño, el protagonista ya manifiesta un particular interés por las flores y es adoptado por un agricultor y su encantadora hija. El problema es que con el tiempo su voluminoso cuerpo se tornará incontrolable. Un día, en el marco de una feria, este animal amable, pero decididamente torpe, generará un caos (es brillante la secuencia en que trata de no romper la cristalería de un bazar). Así, nuestro querible antihéroe será apresado y regresado a un campo de entrenamiento para toros de lidia en Andalucía. Saldanha ya había demostrado su habilidad para construir personajes entrañables, escenas llenas de vértigo (la animación en pantalla ancha es prodigiosa) y un eficaz humor basado sobre todo en los gags físicos que pueden disfrutar los más pequeños. No hay en los algo excesivos 108 minutos múltiples niveles de lectura ni alegorías rebuscadas. Está claro que en la película, la mayoría de los hombres no tiene la sensibilidad suficiente como para entender a los animales y que las apariencias, por suerte, muchas veces engañan.
El 47º largometraje del mítico realizador neoyorquino no se ubica entre lo mejor de su filmografía, pero al menos regala una intensa actuación de la protagonista de Titanic. El drama no le sienta demasiado bien a Woody Allen, sobre todo cuando la apuesta es bastante teatral como en el caso de La Rueda de la Maravilla. Esta historia de (des)amores y -otra vez- engaños ambientada en la por entonces esplendorosa Coney Island de los años '50 nos muestra al prolífico director neoyorquino -y a los actores, claro- en su faceta más ampulosa, sentenciosa y recargada. En mi caso, siempre preferiré al Woody leve, cuyo cine fluye con ligereza y espíritu lúdico. El film está narrado en off -y a veces a cámara- por Mickey (Justin Timberlake), un guardavidas con aspiraciones de dramaturgo y poeta que trabaja en la playa de la zona y que será -no le resulta complicado- el galán que enamorará a las mujeres del film. Por un lado está Ginny (Kate Winslet), actriz frustrada a punto de cumplir 40 años y sufrida esposa de Humpty (Jim Belushi), un tipo bastante elemental y con problemas con el alcohol que trabaja como empleado del tradicional parque de diversiones de Coney Island donde está la Rueda de la Maravilla del título y cuya principal pasión parece ser ir a pescar con amigos. Por otro, aparece Carolina (Juno Temple), la hija de Humpty que llega al lugar escapando de un marido mafioso que quiere matarla. Más allá de la atractiva reconstrucción de época (con la producción de Amazon Allen parece haber conseguido mayores recursos) y del valioso nuevo aporte del célebre director de fotografía italiano Vittorio Storaro, La Rueda de la Maravilla nunca logra trascender los límites de lo ampuloso, lo subrayado y una llamativa autoindulgencia. Y seamos por demás benévolos también con ese Woody ya bastante poco riguroso que se permite unas cuantas “licencias ¿poéticas?”, como el caso del ensordecedor ruido de disparos (el stand de tiro al blanco está justo debajo de la vivienda de los protagonistas) que retumba en la escena inicial, pero que luego... ¡desaparecerá por completo en el resto de la película! Aún tratándose de un Woody Allen menor -algo moroso y con ciertos diálogos torpes, muchas veces a puro grito, que acercan el film al grotesco- esta suerte de versión devaluada de Manhattan, Match Point o Blue Jasmine al menos regala ciertos momentos de intensidad emocional en los que es Kate Winslet quien saca el mejor provecho. No es mucho, pero quizás alcance para que los fans del ya octogenario director salgan mínimamente satisfechos tras ver su 47º largometraje.
El segundo largometraje de ficción de la realizadora brasileña se sumerge en la conflictiva relación afectiva entre un escultor y una bailarina. La directora de Historias que sólo existen al ser recordadas (2011) indaga en la intimidad de una pareja de artistas que intenta desarrollar sus respectivos proyectos mientras trata de convivir en un ámbito muy particular como un gigantesco galpón industrial abandonado reconvertido en lugar de exploración para la danza y la escultura. La carioca Murat alcanza algunos aislados momentos de intensidad dramática, pero en varios pasajes la película se torna irritante en la descripción de las contradicciones y miserias de estos artistas con sus egos y carencias a cuestas. Hay algo de psicodrama en la propuesta (los personajes tratan de canalizar los sentimientos que apreciamos en la escena previa en expresiones artísticas que desarrollan en la siguiente), pero -más allá de las búsquedas y experimentaciones- son escasos los hallazgos. La propuesta se remite casi por completo a las escenas de sexo, las discusiones, las diferencias, la rivalidad y los esfuerzos de armonizar en algo que tienen estos dos personajes, ya que las veces que llegan sus colaboradores (para jugar al fútbol, para trabajar en algún proyecto o para participar en una fiesta) es poco lo que agregan a esta suerte de película de cámara sostenida por las actuaciones de Raquel Karro y Rodrigo Bolzan. Encuentros y desencuentros afectivos (el tema de la maternidad/paternidad, por ejemplo, está siempre rondando la relación) y frustraciones en el terreno de la creación artística (ninguno parece estar demasiado conforme con los resultados de sus obras o coreografías) son los ejes de un film que se va desarrollando a medida que los protagonistas evolucionan (o involucionan) en sus respectivas búsquedas y caminos. Un film algo tortuoso, errático y caprichoso sobre la angustia existencial ligada al proceso creativo.
La nueva película del director de O Fantasma, Odete, Morir como un hombre y A última vez que vi Macau es una de las apuestas más radicales del cineasta portugués dentro de una filmografía ya de por sí siempre audaz como la suya. Un western a-lo-Pasolini, una relectura de Deliverance: La violencia en nosotros, de John Boorman, combinada con la historia de San Antonio de Padua y el milagro de los pájaros (sobre el santo más popular en Portugal Rodrigues ya había hecho en 2012 el cortometraje Manhâ de Santo António). Por esos senderos tan diversos transita el nuevo opus de este director fascinante e inclasificable, que es también una película de aventuras, una comedia de enredos, un documental sobre la naturaleza virgen, un ensayo sobre los mitos y los simbolismos religiosos totalmente blasfemo, un viaje de redescubrimiento interior y, claro, una oda gay. La película de Rodrigues (que le valió el premio a Mejor Director en Locarno 2016) narra las desventuras de Fernando (Paul Hamy), el solitario ornitólogo del título que -en pleno viaje de exploración- sufre un accidente con su kayak en un río salvaje. Es rescatado de la muerte por dos turistas chinas que no son tan inocentes como aparentaban (lo mantienen horas atado y pretenden castrarlo). Luego se topará con unos jóvenes alcoholizados que realizan ritos y sacrificios satánicos y más tarde con un pastor de ovejas sordomudos. Y, siempre, están los pájaros siendo observados y observando (las subjetivas desde el punto de vista de las aves son antológicas). Pletórica de escenas absurdas (muchas de ellas geniales, otras no del todo logradas), El ornitólogo es una apuesta permanente a la sorpresa y la provocación. En un cine conservador y previsible como el actual la desmesura, el riesgo, el delirio y la abundancia de ideas que terminan desbordando los márgenes del relato se agradece. PD: La fotografía es del genial Rui Poças, no sólo responsable de la imagen de varias de las mejores películas del nuevo cine portugués sino también de Zama, de Lucrecia Martel. Una película para ver en sala, una experiencia completamente distinta a la de apreciarla en una pequeña pantalla de un dispositivo móvil, de una computadora o de una televisión.
Presentada en la competencia Vanguardia y Género del BAFICI 2017, esta comedia apuesta al absurdo y el vértigo con resultados no siempre del todo convincentes. Elegida en el octavo puesto del Top 10 de 2016 de Cahiers du Cinéma, La ley de la jungla no resulta para mi gusto merecedora de semejante honor. Se entiende que la mítica revista haya querido reconocer a una segunda película que apuesta al humor desatado, pero el film de Antonin Peretjatko -aun con sus buenas dosis de audacia y desenfado- no llega a ser una gran comedia y eso que tiene como protagonista a uno de los mejores intérpretes del género en ese país, Vincent Macaigne, quien ya había trabajado con Peretjatko en La fille du 14 juillet (2013). Macaigne es Marc Châtaigne, un empleado interino del Ministerio de Normas (SIC) que es enviado de apuro por su jefe a la Guayana francesa para implementar las normas de construcción europeas en Guyaneige, la primera pista de esquí amazónica con nieve artificial. Ya en destino comenzarán (o seguirán) sus desventuras en un film que combina humor negro, género de aventuras (expedición por la selva amazónica), romanticismo (por allí aparecerá la bella Tarzan, bella empleada de la Oficina Nacional Forestal interpretada por Vimala Pons) y algo de acidez política al exponer la burocracia y el espíritu colonialista que aún hoy domina a muchos franceses. El tono absurdo y exagerado de La ley de la jungla -que desaprovecha al gran Mathieu Amalric en un papel secundario sin demasiado relieve- remite por momentos al cine del sueco Roy Andersson o del georgiano Otar Iosseliani, así que es capaz de incomodar y hasta irritar a los cultores de la comedia más clásica o contenida. De todas maneras, para quienes gusten de un humor más extremo y delirante, La ley de la jungla es una propuesta valiosa y Peretjatko, un director para tener en cuenta en el futuro.
En 2017 el prolífico y talentoso director coreano estrenó, además de este, otros dos largometrajes como En la playa, sola de noche y La cámara de Claire. Más allá de que todos se han exhibido en distintos festivales y muestras locales, solo El día después se estrena, a cuatro años de la llegada al circuito comercial de En otro país. Se trata, entonces, de un evento cinéfilo y, por eso, este lanzamiento en los cines argentinos cuenta con el auspicio de OtrosCines.com El más reciente de los tres largometrajes presentados este año por el maestro coreano, rodado en blanco y negro y en el crudo invierno coreano, tiene como protagonista a un crítico literario y dueño de una pequeña editorial que se debate entre la desgastada relación con su impulsiva esposa, una vieja amante que desaparece un tiempo y una joven que ingresa como empleada a su empresa. Con pocos y largos planos secuencia (su marca de fábrica), con el aporte de sus maravillosos intérpretes para sostener extensos diálogos entre comidas y alcohol, la película expone la inseguridad, las contradicciones (la cobardía) de este hombre rodeado por tres mujeres. Como los grandes artistas, Hong hace fácil lo difícil. En tiempos de cine solemne, de cortes permanentes, golpes de efectos y mucha posproducción su cine fluye con ligereza aun cuando los conflictos puedan hacer que los personajes -como en este caso- griten y lloren en varios pasajes. Dueño de un mundo propio y de un estilo reconocible que ha marcado a muchos colegas (basta ver las últimas películas de Claire Denis y Philippe Garrel también presentadas en Cannes 2017 para comprobarlo), Hong se posiciona como la antítesis, el antídoto perfecto frente a ese cine del sadismo y la crueldad que abundaron este año en el principal festival del mundo. Por supuesto, los premios fueron para esos otros...