Imágenes en sintonía con el relato. Coproducción entre Uruguay y Colombia, basada en la novela infantil Anina Yatay Salas, de Sergio López Suárez, narra una semana en la vida de la niña en cuestión. Más allá de cierto didactismo biempensante, la película logra mantener la tensión y la atención hasta el desenlace. En el futuro, los libros sobre la historia del cine uruguayo dirán que el primer largometraje de animación realizado en el país vecino fue Selkirk, el verdadero Robinson Crusoe. Y estarán en lo cierto: el film del veterano animador Walter Tournier le ganó la pulseada del estreno comercial, por algunos meses, a AninA, película del Uruguay en coproducción con Colombia que aterriza de este lado del Río de la Plata con mucho retraso, luego de haber formado parte de la Competencia Internacional del Bafici en el año 2013. Basada en la novela infantil Anina Yatay Salas, de Sergio López Suárez, AninA (así, con A mayúscula al final) narra una semana en la vida de la niña en cuestión, afectada por la maldición de su palindrómico nombre, herencia de un cariñoso padre que, sin embargo, parece estar obsesionado con esa particularidad de la lengua. “Capicúa”, le grita con sorna una compañerita de escuela y es a partir de su respuesta, “Elefanta”, que comienza una pelea en pleno recreo. El particular castigo elegido por la autoridad escolar, protegido por un sobre lacrado que no puede ser abierto antes de tiempo, es apenas una excusa para que el film siga a su protagonista, sus padres, amigos y vecinos en un film que encuentra rápidamente un tono entrañable que nunca cae en la ñoñería. El director del proyecto, Alfredo Soderguit, experimentado dibujante de libros infantiles –entre muchos otros, de aquel en el cual se basa la película– y su equipo de animadores crearon un estilo visual bien definido y satisfactorio, tanto a nivel técnico como artístico, que hace que las peculiaridades de Montevideo sean perfectamente reconocibles en pantalla, pero, al mismo tiempo, encarnen en una ciudad que bien podría ser cualquier otra de Latinoamérica. Por momentos, AninA se asemeja a una ilustración infantil en movimiento, aunque el diseño de las imágenes nunca se ubica por encima del relato. Una historia que, a pesar de su dimensión para nada épica –a contramano de gran parte de la animación de gran presupuesto contemporánea–, logra en gran medida mantener la tensión y la atención hasta el desenlace. De hecho, gran parte de los detalles narrativos se concentran en actividades cotidianas: los juegos en la escuela y en las calles del barrio, la hora de la leche con sus tostadas con manteca y tortas fritas, la relación con su padre y su madre. La caracterización de las vecinas chismosas –una de ellas, profesora jubilada– o de la directora (con su saquito colgando de los hombros, sin hacer uso alguno de las mangas) aportan un preciso aguafuerte social de tintes humorísticos, aunque sin abandonarse al esperpento y, mucho menos, a la burla. Por momentos, el estilo del trazo o del dibujo en su conjunto cambia radicalmente: en ciertos recuerdos de la protagonista, por ejemplo, o en el sueño circense que pone a la pequeña heroína al borde de un trampolín y a punto de saltar a una sartén con grasa hirviente. También en la pesadilla que hace las veces de clímax dramático y que parece homenajear el estilo expresionista de clásicos alemanes como El gabinete del doctor Caligari, al ritmo de una canción cuyo estribillo reza “Con sangre la letra entra / Sólo se aprende con sufrimiento”, al mejor estilo pedagogía del siglo XIX. Sobre el final, la rivalidad entre las dos chicas quedará superada gracias a la comprensión mutua. Y si bien es verdad que el film no logra escaparle a cierto didactismo biempensante en sus tramos finales, ¿cuántas películas destinadas al público infantil evitan por completo la tentación del aleccionamiento? Al fin y al cabo, muchas directoras de escuela no son tan malas como parecen y algunos de sus consejos pueden incluso resultar provechosos.
Problemas de pareja. “Estoy harta de sus peleas”, les dice la hija mayor a sus padres Antoine y Alice, quienes después de muchos años de matrimonio y un notorio desequilibrio en la ocupación de los deberes parentales están atravesando una crisis tan fácilmente identificable como típica. Mientras que Alice (Audrey Lamy), una abogada y jueza exitosa, sostiene no sólo económicamente a la familia, sino que atiende en gran medida las cuestiones ligadas a la crianza y el orden del hogar, Antoine (Manu Payet), baterista y empresario musical, continúa a la caza de ese gran descubrimiento que lo transforme finalmente en un productor discográfico exitoso, algo que bien podría ocurrir o no con la grabación del disco de la joven Angélique (la chanteuse Joe Bel). El hombre sigue llegando muy tarde a casa, olvidando obligaciones elementales y relegando cualquier cosa que no tenga que ver con su ansiado deseo y no pasará mucho tiempo hasta que Todo para ser felices, segundo largometraje del francés Cyril Gelblat, disponga todas las cartas sobre la mesa, aunque el principio de la separación de esa pareja dará inicio a una mezcla y nueva repartija de la baraja. Parte drama familiar, parte comedia de costumbres –ambos entrelazados sin solución de continuidad–, la película describe con toques humorísticos no exentos de cierta leve amargura algunos de los dilemas de esa edad intermedia, las cuatro décadas, en la cual los conceptos de carrera, maternidad/paternidad y realización personal comienzan usualmente a tambalear, ligeramente o con la fuerza de un ciclón. Físicamente divorciados, el hombre comienza a relacionarse con una joven admiradora al tiempo que Alice inicia una relación con otro caballero. Un viaje inesperado deja a Antoine a cargo de las chicas (de unos 10 y 5 años, aproximadamente), punto de partida para un regreso del humor, pero también de un cambio esencial en su crecimiento como padre. En los mejores momentos del film, Gelblat –autor asimismo del guion– logra reunir esos dos tonos con cierta gracia y una amabilidad que evita cualquier clase de golpe bajo, que afortunadamente nunca golpea a la puerta. La franco-portuguesa Aure Atika, en tanto, interpreta a la hermana del protagonista, al mismo tiempo ancla emocional y origen de nuevos conflictos. Manu Payet construye a Antoine con una enorme simpatía y buen talante, contrastando abiertamente con la sequedad y dureza de su ex esposa. La posibilidad de una mirada misógina quedará finalmente inhabilitada por razones que no se revelarán aquí, pero esos rasgos casi opuestos son arrastrados por el film hasta el último tercio, un problema narrativo que el film termina resolviendo sólo sobre el final. El guion ofrece la posibilidad de un happy ending pero también de su contraparte, y en esa coda apurada durante la cual comienzan a rodar los títulos de cierre se siente la indecisión última de un guión que supo desde donde partir pero se perdió un poco en el camino. Felizmente, Todo para ser felices no juzga ni mira con desprecio a ninguno de los personajes y eso termina favoreciendo a una película pensada para el gran público que, a pesar de ello, evita en líneas generales la caracterización estereotipada o el lugar común como evento dramático.
Geronto-comedia que busca satisfacer a todos. Crowd-pleaser: en la jerga cinematográfica, dícese de toda aquella producción cuyo principal objetivo suele ser el dejar felizmente satisfechos a todos y a cada uno de los miembros de la audiencia. Un golpe con estilo es precisamente eso, además de un ejemplar acabado de la geronto-comedia de alcurnia, dado el pedigrí inobjetable de sus protagonistas. La película protagonizada por Morgan Freeman, Michael Caine y Alan Arkin es, a su vez, una suerte de remake de la homónima Going in Style, olvidado título de 1979 dirigido por Martin Brest, quien conocería glorias mayores con Un detective suelto en Hollywood, Perfume de mujer y ¿Conoces a Joe Black? Aquí el responsable de capitanear el impracticable robo de un banco por un trío de jubilados es el actor y realizador Zach Braff, que parece haber decidido eliminar cualquier atisbo de preferencia estilística para llevar adelante el proyecto de la manera más directa y transparente posible, dejando que sea el carisma de sus actores y los diálogos (con fuerte apoyo en el impacto de la frase breve e ingeniosa) lo que motoricen una porción importante de la historia. El villano de la película es de manual, en particular luego de la explosión de la burbuja inmobiliaria en los Estados Unidos: una entidad bancaria. Sin la indispensable pensión jubilatoria ante el retiro del mercado local de la empresa en la que trabajó durante décadas y a punto de perder su casa por una demanda del banco, Joe (Caine) –quien pasa sus días acompañando a su nieta a la escuela y jugando a las bochas– decide sumar a sus dos amigos de toda la vida en un plan en apariencia imposible: entrar al edificio en cuestión y, en apenas dos minutos, vaciar todas las cajas con la suma exacta que la empresa les birló, con la colaboración de la banca. Y todo ello sin matar, herir ni traumar a nadie en el camino. Los compinches responden al nombre de Willie (Freeman), que anda necesitando urgentemente un donante de riñones, y su compañero de cuarto Albert (Arkin), el más cáustico de los tres y el que más resistencia ofrece, al menos en una primera instancia, al insólito plan criminal. Amable de principio a fin, pletórica de gags sobre achaques y reducidas esperanzas de tiempos de vida –pero con un momento fumón e incluso la idea de que el sexo puede seguir siendo un componente cotidiano en la tercera edad, cortesía del personaje interpretado por Ann Margret–, Un golpe con estilo no ofrece nada demasiado estimulante ni novedoso ni genuinamente emocionante. Pero si, en el fondo, se trata de un film absolutamente rutinario y, por momentos, incluso poco agraciado, el combo Caine-Freeman-Arkin levanta la puntería un puntito gracias a dos características evidentes: su mera presencia y la voluntad con la cual encararon el proyecto. Si bien es sabido que no resulta fácil conseguir buenos papeles a partir de ciertas edades, en lugar de jugarla de taquito y por el bolo, los tres parecen haberse tomando la idea con sentido del humor y profesionalismo.
Movimientos de una bailarina en el exilio. La ópera prima de los realizadores Angelin Preljocaj y Valérie Müller es un asunto matrimonial: además de ser marido y mujer, su largometraje intenta enlazar amorosamente las artes cinematográficas y las de la danza. Bailarín y coreógrafo con una prestigiosa carrera en su país, Preljocaj parece haber aportado no sólo las coreografías sino, esencialmente, un punto de vista personal sobre la maduración técnica y creativa de la protagonista; Müller, a su vez guionista, tomó como punto de partida una novela gráfica para construir un tradicional arco de ascensos y caídas artísticos y humanos. El extenso prólogo que abre el relato recorre los primeros años de la pequeña Polina –una niña de unos ocho años, primero, adolescente después– enfrentada a sus propias limitaciones y a un rígido profesor (interpretado por el ruso-polaco Alekséi Guskov), mientras se prepara para el examen de ingreso del ballet del Teatro Bolshói. Esa primera media hora de Polina, danser sa vie resulta ser lo mejor del film y encuentra en la debutante Anastasia Shevtsova un rostro lo suficientemente delicado y, al mismo tiempo, potente, como para llevar adelante este relato de crecimiento con convicción. Los paisajes nevados de la Rusia post comunista son reemplazados por las algo más cálidas vistas de París, hacia donde parte Polina –acompañada por su novio francés– para iniciar una nueva vida, cambiando el rigor del ballet clásico por los movimientos más libres –pero no por ello más sencillos– de la danza contemporánea. A partir de ese momento, Preljocaj y Müller hacen derivar la historia hacia un convencional retrato sobre las dificultades cotidianas de una ballerine que no logra encontrar su lugar en el mundo (del baile). Separada de su pareja y con problemas de dinero, deberá aceptar un trabajo como mesera, al tiempo que la relación con sus padres se sostiene gracias al tendido de cables telefónicos. Los realizadores intentan por diversos métodos diluir ese convencionalismo del relato (las dificultades a la hora de encontrar un modo creativo propio y artísticamente efectivo, la relación con la comprensiva pero inflexible profesora encarnada por Juliette Binoche, la dura realidad de la vida en un nuevo país) con una puesta de cámara y montaje elusivos, escapándole asimismo a algunos de los momentos de mayor intensidad y destacando, en su lugar, la descripción de situaciones aparentemente más triviales. Excepto, por supuesto, las instancias de baile, que rozan las zonas del musical tradicional sin entrar de lleno en él. Hacia el final, el círculo se cerrará de manera previsible y esperanzada, confirmando que Polina está más cerca del cuento de hadas hiperrealista que del drama íntimo de una bailarina en el exilio.
Cuando el amor tiene cara de mujer. La directora y la actriz de Viajo sola se reencuentran para un drama asordinado con énfasis en lo cotidiano y lo íntimo. Nueva colaboración entre la realizadora Maria Sole Tognazzi y la actriz Margherita Buy luego de Viajo sola (que tuvo su estreno comercial en nuestro país hace poco menos de un año), Entre nosotras vuelve a recorrer los caminos de la educación sentimental a una edad que la sociedad en general tiende a tildar de inapropiada. Si en aquel otro largometraje Buy interpretaba a una mujer soltera y solitaria en la encrucijada de una serie de dilemas personales y profesionales, Io e lei (título original que, a diferencia del local, habla tanto de la suma como de las partes) la encuentra en el rol de Federica, felizmente en pareja con Marina (Sabrina Ferilli), otra mujer que, como ella, transita los primeros tramos de la quinta década de existencia. Marina y Federica, ambas profesionales exitosas (respectivamente, una ex actriz de cine, dueña de un restaurante romano muy chic, y una arquitecta y restauradora con importantes encargos), mantienen sin embargo una diferencia esencial: mientras que la primera ha admitido su condición homosexual ante el mundo hace mucho tiempo, la segunda continúa resguardando su elección emocional y sexual de las miradas ajenas, consecuencia quizás de una vida anterior como esposa y madre de un hijo ya veinteañero. El disparador del conflicto que desequilibra a esa pareja afianzada luego de cinco años de convivencia es, como puede serlo también en la vida real, casual: la aparición de un viejo interés romántico (un hombre, para complicar aún más las cosas). A partir de ese momento, el firme y prolijo terreno por el que parecían caminar de la mano comienza a sacudirse, levemente primero, con la fuerza de un terremoto poco después. Un fugaz diálogo deja entrever que el guión de Maria Sole Tognazzi y sus colaboradores pudo haber entretejido una mayor complejidad en la descripción de esa relación. “Yo no soy lesbiana, nunca lo fui. La única mujer que me gusta sos vos”, le dice, palabras más o menos, Federica a Marina. El relato en su conjunto, sin embargo, se encarga rápidamente de alisar el terreno para continuar con la construcción de un concepto de pareja romántica absolutamente convencional. El cine de Tognazzi suele ser amable (a veces, demasiado) y las tribulaciones de sus personajes tienden a dejar de lado por completo cualquier problemática que no sea la emocional. Una breve escena hogareña con personajes secundarios, por ejemplo, introduce el tema de la “crisis de la recesión”, que podría ser interpretado como un mea culpa ideológico por parte de los realizadores. Pero incluso en ese énfasis en lo cotidiano y lo íntimo, las decisiones del guion no tienden a tomar mayores riesgos ni van más allá de una descripción costumbrista de las pequeñas rencillas y elecciones personales de los personajes. Es un arma de doble filo. Por un lado, en sus mejores instancias, la película –apoyada por las precisas actuaciones de Ferilli y Buy y del reparto en su conjunto– logra una intensidad moderada que se corresponde con el universo relativamente pulcro y ordenado de los personajes. Por el otro, especialmente en el tercer acto narrativo, la incorporación de los modos y tonos de la comedia romántica hacen desviar a Entre nosotras a un territorio mucho menos rico e interesante. Aunque siempre acompañado de un sentido del humor y liviandad que, en líneas generales, es de agradecer.
En las mazmorras de la Justicia. (ACLARACIÓN DEL CRÍTICO: "Se estrena El peso de la ley, de Fernán Mirás (error de tipeo del editor: el puntaje debería ser 5 y no 6)." El prólogo de El peso de la ley, ópera prima como realizador del actor Fernán Mirás, anticipa en parte el mayor lastre que la película deberá arrastras hasta sus últimas escenas. La estudiante de abogacía Gloria Soriano (Paola Barrientos) se enfrenta a un trío de profesores encabezado por una inflexible y sarcástica fiscal de apellido Rivas (María Onetto) en el último examen de su carrera; minutos después de aprobar y entre festejos con algunas amigas, el hueco de un ascensor se transforma en la trágica vuelta del destino que dejará en ella una marca física durante el resto de su vida. Esa instancia excesiva, melodramática, resulta el primer esbozo de un estilo marcadamente televisivo, en el que prácticamente todos los personajes y los hechos que suceden son aquejados por el mal del subrayado (al menos hasta el desenlace, donde la narración adquiere una súbita intensidad que hasta ese momento permanecía oculta). Basada aparentemente en un caso real de la historia judicial argentina, ocurrido en algún momento de los años 80 en el interior del país, la de Gloria (alias La renga, corolario del mencionado accidente) es la historia de David contra Goliat por otros métodos. Abogada defensora de la categoría más gris imaginable (su “oficina” es un subsuelo infestado de legajos, donde ni siquiera funciona la cadena del inodoro), ocupada usualmente en defender clientes culpables de los hechos imputados, la llegada de un nuevo caso la pondrá en la línea de fuego del aparato judicial de su distrito, enfrentándola asimismo con esa antigua profesora, ahora en camino hacia un posible sillón de jueza. La defensa de El Gringo (el experimentado actor de teatro Daniel Lambertini), habitante de un minúsculo pueblo donde nadie parece sonreír, no parece sencilla: acusado de violar a Manfredo (el personaje que se reservó el propio Mirás), un hombre tímido y callado al que las fojas del legajo consignan como “deficiente mental”, las piezas del juego parecen estar fijadas en casilleros inamovibles, cruzando corrupción policial y civil con intereses de todo tipo, ínfimos y de gran calibre. Hay algo genuinamente interesante en el personaje interpretado por Barrientos, que en su viaje para recabar información se transforma en una suerte de detective a la vez que socióloga, enfrascada en un intento por comprender un universo con reglas tan propias como indescifrables para el forastero. Pero el tono usualmente ampuloso y crispado de los personajes, en el que cualquier atisbo de sutileza es inmediatamente eliminado de la ecuación por el trazo grueso (que, por momentos, roza lo caricaturesco), atenta constantemente contra la posibilidad de que el relato encarne en algo más que la ilustración de una serie de ideas dispuestas en el guión. Sobre el final, cuando la batalla entre las dos mujeres es mediada por un juez (Darío Grandinetti), la situación mejora: a pesar de la densa bajada de línea sobre cuestiones sociales y la esquemática descripción de los oscuros entretelones del ámbito judicial, una serie de precisos diálogos deja entrever, durante esos escasos minutos, la película que no pudo ser pero bien podría haber sido.
Llevando la fe al otro lado del mundo. La nueva película del director de Taxi Driver viene a conformar un postergado díptico con La última tentación de Cristo. La crónica de cómo, a mediados del milenio pasado, los portugueses lograron instalar en territorio japonés –junto con el uso de las armas de fuego– la doctrina de la fe cristiana figura en todos los libros de historia de manera detallada y precisa. La consecuente y férrea proscripción de la práctica de esa religión sería uno de los ejemplos más notorios del aislacionismo casi total que el gobierno japonés pondría en marcha de allí en más y durante varios siglos. Ese trasfondo histórico es el punto de partida de la novela Chinmoku (literalmente: silencio), publicada en 1966, en la cual Shusaku Endo narra los pasos hacia la apostasía formal de un sacerdote europeo en territorio nipón. El éxito crítico del libro hizo que el propio autor escribiera, junto al realizador Masahiro Shinoda, una adaptación que sería llevada a la pantalla en 1971. Que el texto de Endo haya llegado a las manos de Martin Scorsese aproximadamente en la misma época en la que se interesaba por otra novela con la cual posee varios puntos de contacto –La última tentación de Cristo, del griego Nikos Kazantzakis– puede ser interpretada, dependiendo del punto de vista, como una feliz casualidad o como un posible ejemplo de intervención divina. Fiel a la cronología del libro y también –excepto un par de detalles secundarios– al film de Shinoda, el Silencio de Scorsese adquiere características muy personales cuando es visto a la luz de la obra previa del director de Taxi Driver. En particular su famosa adaptación de La última tentación…, con la cual podría perfectamente integrar un díptico acerca de los alcances y límites de la fe (al cual se podría sumar como satélite Kundun). El protagonista, un padre jesuita de apellido Rodrigues (interpretado con larga barba de ocasión por Andrew Garfield), parte desde Macao acompañado por otro sacerdote, el Padre Garupe (Adam Driver), hacia las costas de Japón. Las misiones son dos, sin orden de relevancia: continuar con la diseminación del cristianismo en las islas y encontrar al Padre Ferreira, desaparecido en acción luego de años de actividad misionera y de quien se rumorea le habría dado la espalda a la Iglesia. Resguardados en una cabaña rural, protegidos por un grupo de cristianos devotos y clandestinos, los sacerdotes inician sus actividades religiosas atentos a la posible llegada de los soldados del señor feudal de la zona, encargado de recolectar los impuestos y de cazar a los seguidores de la fe prohibida. Lejos del estilo adrenalítico de algunas de sus películas más reconocidas, Scorsese opta aquí por un tono reposado: tanto la longitud de algunos planos como el montaje siempre preciso de su colaboradora Thelma Schoonmaker evidencian la búsqueda y no la imposición de un estilo acorde a la historia. Dividido claramente en dos mitades, es precisamente luego de la brutal ejecución de tres campesinos (entre ellos Mokichi, interpretado por el actor y realizador Shinya Tsukamoto) y el apresamiento de Rodrigues por Inoue, un poderoso samurái de la zona, que los temas centrales del relato comienzan a tomar forma definitiva. Las conversaciones del religioso con Inoue y con el traductor interpretado por Tadanobu Asano despliegan cuestiones como el choque de culturas, la relatividad de aquello que suele entenderse como verdad y, eventualmente, los límites de la práctica de la fe en un contexto poco dispuesto al ecumenismo. En ese sentido, la anunciada aparición del famoso Padre Ferreira (Liam Neeson) cerca del final adquiere la forma de una vuelta de tuerca sobre el misterioso personaje creado por Joseph Conrad, aunque aquí en el corazón de las tinieblas descansen varias acepciones de los conceptos de credo y traición. Personaje central tanto en la novela como en ambos films, el cristiano Kichijiro hace las veces de encarnación o alegoría de Judas en el cual el propio Rodrigues puede ver reflejadas sus propias dudas, las grietas de su creencia. Pero a diferencia del regreso a la cruz de La última tentación de Cristo, el derrotero del protagonista de Silencio es bien distinto: el dogma no se afirma, sino que es puesto constantemente en duda, más allá de una última imagen bastante ambigua, dispuesta por Scorsese como cierre del relato. Como en algunas de las mejores creaciones narrativas donde la fe incontestable de un creyente es empujada hacia el abismo de la extinción, no se trata aquí de argumentar para reafirmar lo que se cree inamovible. Es testamento del interés de Martin Scorsese por este proyecto extremadamente personal que el guión no les quite peso a las disquisiciones sobre teología comparada o sincretismo religioso presentes en la novela de Endo. Que lo haga de manera estrictamente cinematográfica es una de sus más categóricas virtudes.
Un exorcista en clave budista. Conocida desde su debut en el Festival de Cannes, el año pasado, con el título internacional The Wailing, En presencia del Diablo difícilmente hubiera llegado a la cartelera argentina de no ser por el inesperado éxito de Invasión zombie hace un par de meses. La lógica de su estreno, entonces, responde a una hipótesis de dudosa comprobación antes de los hechos y es, en definitiva, una apuesta: si una película de terror coreana fue bien recibida por el público tal vez la situación vuelva a repetirse. Los pingos se verán en la cancha a partir de hoy, pero lo cierto es que no podrían existir dos films más diferentes que el largometraje de Yeon Sang-ho –cuya carrera de Seúl a Busán en un tren infestado de criaturas sedientas de carne humana apostaba a un clasicismo inoxidable– y el último largometraje de su compatriota Na Hong-jin, que hace del pastiche de diversos subgéneros del terror cinematográfico –y también de otros universos– su razón misma de ser. Al mismo tiempo, ambas películas revelan la punta del iceberg de un cine popular hecho en Corea del Sur año tras año, de ninguna manera extrañezas como contundentes pruebas de la vitalidad de esa industria cinematográfica. Ambiciosa, desorbitada, extensísima para los parámetros del horror cinematográfico, la película escrita y dirigida por Na Hong-jin comienza como un policial de investigación, ante la sangrienta evidencia de una serie de crímenes seriales en un pequeño pueblo coreano. ¿Policial? El protagonista, Jong-goo, es un oficial de las fuerzas de ese lugar que –con la excepción de algunos ejemplares dentro del terreno de la comedia más franca– quizás sea el uniformado más torpe y melindroso de la historia del cine. La apuesta de En presencia del Diablo será usualmente seria y, por momentos, incluso melodramática (como ocurre en buena parte del cine industrial coreano), pero los momentos de humor no serán escasos, al menos durante sus primeros tramos. Al pueblo ha llegado un forastero, un hombre japonés (el gran Jun Kunimura, veterano con varias decenas de títulos en su filmografía, de Takeshi Kitano a Takashi Miike, pasando por Quentin Tarantino) de quien no pocos en el barrio comienzan a sospechar, en principio sin mayores razones que la xenofobia. Que el asesino de las primeras dos víctimas haga gala de unas singulares pústulas en todo su cuerpo es apenas la primera de una serie de señales sobre la anormalidad de los hechos. Mientras el supuesto Caligari japonés anda rondando los bosques enfrascado en sus misteriosas actividades y los cadáveres continúan apilándose, la hija del protagonista comienza a actuar de manera extraña, inicio de otra punta de un ovillo que sólo se desenredará luego de dos horas y media de desvíos, cruces de caminos y giros de un film que, definitivamente, no le teme ni al exceso ni al ridículo. Y que, como ocurría en The Chaser y The Yellow Sea (las películas previas del realizador, nunca estrenadas en la Argentina) alternan momentos de gran intensidad con otros que no logran cuajar de manera definitiva. The Wailing suma muertos vivos, fantasmas de varias categorías y posesiones diabólicas con sus consiguientes exorcismos, congelando el esquema de whodunit policial que le había dado arranque hasta la llegada de las últimas escenas. La escena del exorcismo budista doble, narrada en montaje paralelo, no sólo se erige como instancia bisagra en la narración, sino que resulta el mejor ejemplo de los logros de la película: imagen, sonido y tensión dramática puestas al servicio de la generación del suspenso más básico y puro. Si el cine de Na nunca se caracterizó por la sutileza, aquí los desbordes de todo tipo –fundamentalmente los de un metraje a todas luces excesivo– parecen estar siempre a punto de arruinar la fiesta. A pesar de ello, y en comparación con la rutinaria exposición de terrores semanales en la gran pantalla (esos films derivativos, tan poco originales como sugerentes, que se estrenan regularmente), los 156 minutos de The Wailing ofrecen una suculenta dosis de novedades y sorpresas. El Mal es aquí tan cambiante como ingenioso y los seres humanos no parecen estar ni remotamente preparados para enfrentarse con semejante poder. La mejor demostración de ello es Jong-goo, el héroe más atípico que el espectador pueda llegar a imaginarse.
El payaso negro que quería ser Otelo. Importante éxito de público en su Francia natal y reciente ganadora de dos premios César, Monsieur Chocolat abreva en las fuentes de la biopic tradicional, alternando datos y hechos de la realidad histórica con otros imaginados por los guionistas, con el objetivo de darle forma a una mirada contemporánea sobre un personaje ciertamente olvidado. Pero quien, sin embargo, es relativamente sencillo de transformar en ícono cultural y, por extensión, en adalid involuntario de los derechos civiles. La vida y obra del dúo cómico integrado por el británico (aquí reconvertido en francés) George Foottit y el afrocubano Rafael Padilla, alias Chocolat, es una de las tantas que las nieblas de la historia han recubierto con un manto de lógico ostracismo, aunque los especialistas en la cronología del clown los consideren figuras relevantes en la renovación del oficio a fines del siglo XIX. Que la película del realizador Roschdy Zem termine con los cuarenta segundos de una de las seis “vistas” de los artistas reales, registradas por los hermanos Lumière en 1900, es testimonio fiel no sólo de su existencia y popularidad sino de los cambios que se avecinarían en las formas del entretenimiento popular. Monsieur Chocolat elige simplificar los inicios circenses del payaso negro (interpretado por el experimentado Omar Sy) y establecer su descubrimiento por Foottit (James Thierrée, con un aire a Chaplin fuera de personaje) como el punto de partida de un casi instantáneo estrellato. Un par de flashbacks introducen datos de la vida temprana de Padilla como esclavo liberado en territorio español, permitiendo asimismo que el tema de la condición social irrumpa en la narración sin medias tintas. Será el gerente del Nouveau Cirque y creador del Moulin Rouge, Joseph Oller (un Olivier Gourmet en modo “de taquito”) el que transformará su acto en una de las nuevas maravillas de la escena parisina, logrando que la dupla instale un nuevo tipo de payaso augusto que, teniendo en cuenta su raza, no hará más que corresponderse con el estereotipo del negro bueno y sumiso. Sometido, claro está, a los mil y un cachetazos y patadas. De alguna manera, la relación entre ambos no es muy diferente a la de los comediantes de Muertos de risa, de Álex de la Iglesia, aunque aquí el humor sólo ruede dentro del circular escenario circense. Una escena ficcional creada para la ocasión hace las veces de bisagra narrativa: en la cima de su popularidad, aunque aquejado por varias adicciones (al juego, principalmente, pero también al alcohol y a las mujeres) Chocolat es detenido por la policía y sometido a varios vejámenes por el simple hecho de ser dueño de una tez oscura. De allí en más, la película reducirá su personaje a una disyuntiva: seguir el camino del éxito comercial con su popular personaje o dar el salto e intentar una carrera en el teatro “serio” como el primer actor negro en interpretar a Otelo. Nada de eso ocurrió en la vida real, por cierto, aunque aquí lo más relevante no sea la exactitud histórica (pocos films cumplen a rajatabla esa condición) sino la aparente necesidad del guión de reducir en semejante grado la psicología de su atractivo personaje central.
Biografía de los cuerpos de una familia. El contacto entre un grupo de hermanas, tías, abuelas y sobrinas de la realizadora es el material de su ópera prima, cuyo tema podría ser el paso del tiempo y el modo en que éste afecta las relaciones entre los miembros de una familia. Nosotras Ellas, el largometraje de la realizadora Julia Pesce que viene de recorrer varios festivales especializados y clausuró la edición 2015 del DocBuenosAires, comienza con una secuencia que anticipa una muerte inminente y termina, una hora más tarde, con un nacimiento. Esa circularidad le da forma y fondo a esta ópera prima con el sello de la productora cordobesa El calefón (Yatasto, Criada). Su “tema”, de ser posible definirlo, tal vez no sea otro que el paso del tiempo y la manera en la cual éste afecta las relaciones entre los miembros de una familia, que en este caso no es otra que la suya. Pero no cualquier miembro, ya que el documental de Pesce –a quien casi nunca se verá en pantalla, a pesar de la cercanía con sus “sujetos de observación”– describe el contacto entre un grupo de hermanas, tías, abuelas y sobrinas, dejando en un fuera de campo casi total a los hombres, con la excepción de un plan de planos y alguna que otra referencia verbal. Ese gineceo metafórico que la cámara recorrerá durante poco más de sesenta minutos no implica que la realizadora aporte una mirada estrictamente feminista, aunque en esa relación entre mujeres se adivinen los rasgos de la cofradía, una complicidad y comprensión que parecería estar vedada a los miembros masculinos del clan. Una (otra) posible definición de familia. Hay aquí también –quizá como consecuencia de lo antedicho– un trabajo casi obsesivo sobre la materialidad de los cuerpos, en particular en su estado de desnudez, ya sea en un plano que encuadra el cuerpo de la anciana mientras sus pies, mancillados por el paso del tiempo, son masajeados con cariño o en una breve escena en la cual otra mujer es bañada por una de sus sobrinas, no sin esfuerzo. O bien aquella otra concentrada en el chorro de la ducha cayendo sobre el hinchado abdomen de una joven embarazada. La presencia del agua es central en el relato que Pesce construye con elementos esencialmente visuales: una de las escenas más bellas del film encuentra a las mujeres de su familia sumergiéndose en un río en un día de calor, como si se tratara de una antigua ceremonia pagana, a pesar de la presencia del moderno shampoo. El film cierra su relato, por otro lado, con un parto acuático. Por ese camino, el del registro de esos cuerpos femeninos y algunas de sus actividades, Nosotras Ellas encuentra una singular manera de transmitir cierta idea de espiritualidad, de armonía transgeneracional, a pesar de las inevitables diferencias y conflictos. En su primera parte, que describe la dura realidad de la decrepitud y la cercanía de la muerte (no sólo la abuela está enferma sino también una de las tías, aquejada por el Mal de Alzhéimer), la realizadora mete el dedo en la llaga de una cuestión que suele causar rispideces en los miembros de cualquier familia: ¿quién cuida a la persona enferma. ¿Quién toma la decisión de internarla (o no) en una institución geriátrica? Son varias las escenas en las cuales se discuten esas cuestiones, pero Pesce las alterna con momentos más felices e íntimos, donde el contacto físico con quien está por morir puede traer el recuerdo de algunos pasajes del cine de la japonesa Naomi Kawase, en particular su notable y muy personal documental Tarachime, que también elaboraba una suerte de (auto)biografía de los cuerpos. Tal vez algunas decisiones en la mezcla de sonido sean discutibles, en particular cuando la película evidencia ciertos diálogos que claramente fueron doblados en posproducción, quizá con la intención de cubrir problemas del registro directo o bien para aportar desde la pista de audio ideas que no surgieron durante el rodaje. La voz en off de la realizadora interrumpe en varias ocasiones la acción y aporta palabras y frases que ingresan en el terreno de lo onírico. Es precisamente el componente poético el que se destaca en un film que bien podría haber caído en el mero exhibicionismo. Nosotras Ellas permite encontrarse con una nueva voz en el cine documental argentino, alejada tanto de las fórmulas establecidas como de la primera persona como mero recurso formal: aquí el “yo” que narra, conduce y describe logra ir más allá de la simple subjetividad de la realizadora.