Un clan como reflejo del mundo Con tal retraso llega a la cartelera local la ópera prima de la realizadora Karin Albou que su siguiente largometraje, La canción de las novias, ya fue estrenado hace un par de meses en las salas porteñas. La pequeña Jerusalén, presentada en el Festival de Cannes hace cinco años, forma parte de un creciente grupo de películas de origen europeo –muchas veces, aunque no es éste el caso, en coproducción con países “del Tercer Mundo”– que intentan retratar el microcosmos de un clan religioso como reflejo de las tensiones y conflictos del mundo moderno. De origen judío aunque no practicante, según declaraciones a la prensa, Albou se interna en el seno de una familia ortodoxa que habita en las afueras de París, cerca de los barrios árabes, pero se concentra fundamentalmente en uno de sus miembros. La joven Laura (Fanny Valette) cursa estudios filosóficos en la universidad y ya en una escena temprana descubrirá que sus paseos vespertinos –siguiendo las enseñanzas de las famosas caminatas kantianas– no son vistos con buenos ojos por sus familiares. Laura es joven, bella y temerosa de los cambios que se están gestando en su interior. No ayuda mucho que la familia y el barrio estén atravesando por diversas crisis: la madre quiere casarla a toda costa lo antes posible, su hermana Mathilde descubre que el marido la engaña con otra mujer, los ataques a la sinagoga local se multiplican exponencialmente. Como si todo eso fuera poco, Laura se enamora de un compañero de trabajo, un joven musulmán que le quita el sueño y agita su cuerpo y espíritu. Hay una esencia en extremo programática en La pequeña Jerusalén, algo que no deja que la película respire con un ritmo propio, como si la realizadora pensara en la sucesión de escenas no tanto como un continuo narrativo sino como una progresión dramática diseñada para la demostración de una hipótesis. A pesar de los apretados encuadres que pretenden contagiar cierta idea de intimidad –en particular los del cuerpo de Laura cuando se viste y desviste–, el film termina transmitiendo una frialdad que no se desprende de la rígida estructura religiosa que retrata, sino por la necesidad de que cada personaje y situación se ponga siempre al servicio de una idea concebida de antemano. Es así como la subtrama que involucra a Mathilde, cuya crisis matrimonial parece originada por su falta de entusiasmo sexual, se resuelve con un par de consejos en la mikvé, el baño de purificación mensual (breve aparición de Aurore Clément). La historia de pasión de Laura también es clausurada de manera brusca, como si Albou (también guionista) sólo pudiera resolver de manera salomónica un intríngulis que, tal vez, hubiera requerido una posición radical: entrega o ruptura incondicional con la tradición. Asimismo, el cierre del relato, con el viaje a otras tierras de la familia y un futuro abierto a las posibilidades para Laura, termina no haciéndose cargo de los conflictos planteados por el film en los noventa minutos anteriores, una variante de la corrección política que intenta, sin éxito, conciliar el pensamiento dogmático con las leyes del cine intimista más canónico. En última instancia, La pequeña Jerusalén, con sus correcciones técnicas, artísticas y políticas, termina convirtiéndose en un film aséptico, superficial, incluso banal.
Exploración de un territorio poético El director de El árbol se revela como un realizador del misterio, autor de un film que se va construyendo como un rompecabezas. Luego del episodio netamente experimental que significó La orilla que se abisma, Gustavo Fontán vuelve a un formato más narrativo con La madre, último esfuerzo en una obra que se abre camino sin comprometer su cauce estético. En más de un sentido, esta breve (apenas una hora de duración) pieza de cámara comparte intereses y ansiedades con su anterior El árbol. Por un lado, vuelven a aparecer cuestiones centrales como el paso del tiempo y la interrelación de los procesos naturales con la vida cotidiana; por otro, la misma sensibilidad para el retrato de cuerpos humanos, objetos y seres animados y cierta sustancia inmaterial que la puesta en escena evidencia en cada uno de los planos. Fontán se ha revelado un realizador del misterio, un fabricante de imágenes y sonidos que no se agotan en la manifestación de su superficie, sino que, por el contrario, obligan al espectador a investigar qué se oculta detrás de ellos. No se trata de un cine expositivo o descriptivo, sino más bien de un territorio poético que le hace los honores a aquella idea de la multiplicidad del séptimo arte. La anécdota de La madre, cercana al mito o la fábula, recrea la relación entre una madre, su hijo y un padre ausente que, por esa misma razón, hace su existencia aún más fuerte. El joven, interpretado por el hijo del realizador, Federico Fontán, atraviesa varios despertares –fundamentalmente el sexual, junto a un cuarto personaje que podríamos llamar “la novia”– mientras que su madre comienza a recorrer un ocaso físico que se antoja insoportable. La acción transcurre fundamentalmente en dos espacios: una casa de barrio que se hace eco de reflejos, estadías y vacíos y otro hogar, despoblado, que se transforma en el destino final de varios tránsitos con resultados siempre estériles. La madre bebe en exceso y olvida reglas de precaución hogareña básicas, víctima de una depresión que el hijo no puede más que acompañar con cuidados y atenciones consoladores. Se adivina un sentimiento difícil de expresar verbalmente –éste es un film con poquísimos diálogos–, una desesperanza que en cualquier momento puede trocarse en odio. Con la única excepción de un encuadre que se repite en varias oportunidades, volviéndose así significativo –una calle polvorienta enmarcada por frondosos árboles–, cada plano de La madre está construido como un retrato opresivo, asfixiante. En ese sentido, no hay una sola imagen desechable; el film se va construyendo como un rompecabezas de sentido mentirosamente unívoco, donde cada pieza intenta dar una pista de cierta totalidad escurridiza. El realizador contó para esa construcción con dos asistentes de excepción. En primer lugar, el director de fotografía Diego Poleri, que logra arrancarle a la fotografía digital una belleza nunca pintoresca, elemento primordial en una película que trabaja en base a imágenes y texturas evocativas, menos descriptivas que plásticas. Algunos de esos encuadres logran una cualidad tan precisa y milimétrica que terminan transformándose en retratos de la abstracción. Finalmente, el encargado del sonido, Javier Farina, registra sutilezas como, por ejemplo, la particular resonancia de una copa de licor entre las manos, elementos de una pista sonora tan compleja como su par visual. El resultado final es un largometraje que, más allá de la exigua sucesión de eventos, hace del conjunto de imágenes y sonidos, de su interrelación y superposición, una mitad fundamental del relato. Fracción que se completa con el fuera de campo, aquello que se presiente o se infiere y que el realizador debe forjar con elementos formales propios del cine. Es una obra con una sensibilidad fantasmagórica, onírica, que el relato en off de un sueño (o pesadilla) recurrente no hace más que potenciar. Tal vez La madre no signifique un avance fundamental en la carrera de Gustavo Fontán –muchos de los logros descriptos ya estaban presentes en El árbol–, pero sin dudas vuelve a demostrar su talento para construir universos cinematográficos con una voz tan personal como estimulante.
Memorias de los años de plomo La intención del primer largometraje de Bustamante es reflexionar sobre una época, la de la dictadura militar, y sus consecuencias individuales y colectivas. Pero los gestos, detalles y sutilezas van dejando paso a una enfática afectación discursiva. Entre los pliegues de la ópera prima de Daniel Bustamante –uno de los cortometrajistas responsables de la cuarta edición de las Historias Breves– se esconde una película interesante y provocadora que pudo haberlo sido mucho más. No es que Andrés no quiere dormir la siesta carezca de virtudes, pero el producto resultante se hamaca entre dos puntos opuestos, el de la alegoría política y una vertiente melancólica del drama costumbrista, en una apuesta que se aleja progresivamente de la complejidad y la ambigüedad para arroparse finalmente en la afectación discursiva. La historia tiene como protagonista a un chico que atraviesa doce meses particularmente problemáticos de su vida. Corren los años de plomo de la última dictadura militar y el ritmo cotidiano de un barrio santafesino dista de la tranquilidad que las calles parecerían transmitir, particularmente por la cercanía de un centro de detención clandestino cuyos portones se abren y cierran constantemente, como las fauces de un monstruo apenas entrevisto. Lejano a todo eso, luego del horario de la escuela Andrés pasa sus días potreando, escapándole a la siesta, soñando con la serie Kung Fu, juntando bolitas para algún campeonato en ciernes. Ello cuando no es enviado a ver a su padre, separado del núcleo familiar, en busca de algunos pesos indispensables para la manutención. El film presenta la primera de sus dos emblemáticas muertes a pocos minutos del inicio. La madre de Andrés y de Armando –su hermano mayor– fallece luego de ser atropellada por un automóvil. Lejos de lo azaroso, la película relaciona indirectamente el trágico hecho con la relación que la mujer mantiene con un “subversivo” (o simplemente un intelectual de izquierda, no queda en claro ni interesa esclarecerlo). Luego del duelo y la mudanza a la casa de la abuela Olga (Norma Aleandro en un rol característico), los chicos deberán adaptarse no sólo a la pérdida sino a las nuevas reglas de juego impuestas por un severo padre. Manteniendo la mirada de Andrés por encima de cualquier otra, el relato se acomoda sin apartarse demasiado del clásico arco dramático del coming of age, donde el dolor del crecimiento va acompañado de toda clase de descubrimientos del mundo adulto. Que ese punto de vista se apuntale durante casi 110 minutos depende en gran medida de decisiones de puesta en escena, pero también es mérito del niño Conrado Valenzuela, actor debutante con unos ojos profundos y espesos que recuerdan, por momentos, a los de la actriz española Ana Torrent en sus años mozos. La mirada de Bustamante sobre la vida de barrio durante aquellos años –según declaraciones del realizador, existe incluso alguna cuota autobiográfica– se acerca en varios momentos a la exposición de memorabilia: no son escasas las escenas que destacan el aspecto del Simulcop, el infame libro de lectura de Constancio Vigil Upa o ese símil Pocketer tamaño gigante accionado por chorros de agua y que todo aquel que se acerque a los cuarenta abriles recordará sin problemas. Los chirridos y notas falsas del film con el material que tiene entre manos aparecen y se acrecientan a partir de la necesidad de argumentar el choque entre la realidad del mundo infantil y el horror circundante. Es entonces que los trazos sutiles que había sabido conseguir –particularmente el desprecio e incluso el odio creciente de Andrés hacia prácticamente todo aquel que lo rodea, una idea de la infancia sin dudas alejada de la cursilería– son sepultados por la explicitud de situaciones y diálogos. La “amistad” entre Andrés y un represor pone en tensión una relación por cierto perturbadora, pero la caracterización de este último cae inevitablemente en el trazo grueso. Algo similar puede decirse de Olga, personaje construido en base a detalles, gestos y frases breves, hasta que es obligada por el guión a recitar un soliloquio que exhibe, en letras de molde, aquello que podía inferirse por conductas y reacciones previas. La intención de Andrés no quiere dormir la siesta es indudablemente reflexionar sobre una época y sus consecuencias individuales y colectivas, pero su especulación sobre el “no te metás” y el “algo habrá hecho” se revela como un lugar común utilizado como excusa argumental. De allí la paradoja de que los últimos minutos del film tal vez sean los más interesantes, si se los toma aisladamente, por su carga de violencia contenida y su elucubración implícita sobre el futuro de Andrés. En el marco de la totalidad del metraje –como esa mancha de sangre lavada a manguerazos por los vecinos, cargada de sentido alegórico– la clausura se torna enfática y redundante.
Cuando los muertos vivos se divierten Abandonando de entrada el costado político de la extensa obra de George A. Romero, Zombieland se zambulle, desde el primer fotograma, en la más desembozada parodia del género, al que le suma sin pudores muchas de las ansias y frustraciones de la comedia teen. Has recorrido un largo camino, zombi. Desde que George A. Romero rebautizara con nuevos pelos y señales a los undead con su seminal La noche de los muertos vivos (1968), una parte del cine de terror dejó de ser lo que era. De un tiempo a esta parte, las secuelas –tanto originales como apócrifas–, parodias, robos y homenajes se cuentan por docenas. El mismo Romero recibió luz verde para continuar su inextinguible saga con tres nuevas entregas (la última de las cuales, Survival of the Dead, todavía no tiene fecha de estreno en la Argentina) merced, en gran medida, al éxito del remake de unos de sus films. Si los muertos están más vivos que nunca, Tierra de zombies vuelve a confirmar que la imagen apocalíptica de un planeta Tierra dominado por criaturas antropófagas puede ser excusa tanto para el susto como para la comedia más visceral... esto último nunca mejor dicho. El título original, Zombieland, da más pistas sobre el tono burlón, con aroma y color a parque de atracciones, que tiñe la ópera prima de Ruben Fleischer. Abandonando de entrada el costado político de la extensa obra magna de Romero, Tierra de zombies se zambulle, desde el primer fotograma, en la más desembozada parodia del género. Al menos en un cincuenta por ciento, porque la otra mitad –entrelazada e inseparable de la primera– adopta sin pudores muchas de las ansias y frustraciones de la comedia teen. Uno de sus protagonistas, Columbus, es un adolescente virgen sin demasiada experiencia en mucha cosa, exceptuando la capacidad para encerrarse en su cuarto por semanas para sumergirse en los placeres de algún videojuego online. No casualmente Columbus está interpretado por Jesse Eisenberg, quien encarna aquí una versión caricaturesca –aunque perfectamente humana– de su personaje de Adventureland, otra película con título de parque de diversiones. Pero a no equivocarse: el muchacho posee varias virtudes, entre ellas el haber logrado salvar el cuello en un ambiente sumamente hostil gracias a una serie de inflexibles reglas de supervivencia. Entra en escena Tallahassee, cuyo estrafalario nombre se lleva de maravillas con su configuración mental, particularmente en la piel de un Woody Harrelson en plan “rompan todo que se acaba el mundo”. Las aventuras en la tierra de los zombies de esta pareja despareja –un señor maduro con alma de infante y una notable afición por las armas de fuego junto a un joven con las hormonas a punto de estallar– pega un volantazo luego del encuentro con Wichita y Little Rock (Emma Stone y Abigail Breslin), dos hermanitas con suficientes artimañas como para engañar a los hombres en más de una oportunidad. Ya integrado el cuarteto, que devendrá en una suerte de familia disfuncional, el film continúa por la ruta del disparate, sin dudas su mayor fuerte. Es que Tierra de zombies no puede ni debe ser tomada en serio. Se trata de una película que pide a gritos ser disfrutada como lo que es: una estudiantina slapstick ejecutada con buen ritmo. Precisamente, el film trabaja con estereotipos y clichés tomados de cientos de relatos ya vistos y oídos, pero logra construir con ellos personajes singulares y situaciones que, sin ser novedosas, se sienten frescas y originales. Un buen ejemplo de ello es el recuerdo de Columbus de una noche en la cual su posible debut sexual con una bella vecina deviene en flashback que anticipa el horror por venir. De esa intimidad expuesta y traicionada se desprende la adopción de nombres falsos (ciudades de los Estados Unidos) como método de profilaxis ante el acercamiento emocional. Romper a golpes las cabezas de los zombies se transforma en algo así como el deporte nacional y la posibilidad de iniciar una nueva vida rodeada de muertos la única chance de mantener la cordura. De allí la terquedad por saborear cierta golosina que obsesiona a Tallahassee o la necesidad de Columbus de continuar su búsqueda del erotismo y, tal vez, del amor. Bill Murray hace algo similar al encerrarse en su mansión de Beverly Hills, mientras se interpreta a sí mismo en una de las secuencias más divertidas de la película (aunque el remate del chiste no esté a la altura de su desarrollo). Tierra de zombies, es cierto, llega un poco cansada al desenlace, con sus dos caballeros de acero al rescate de las doncellas en un parque de diversiones controlado por una horda de muertitos. A esa altura los mejores gags han pasado y la rutina parece a punto de infectar el relato. Pero el film termina rápidamente y el recuerdo no podría ser más agradable: una comedia que le hace los honores gore al universo que parodia –hay baldazos de sangre irónica– pero que no olvida la necesaria dosis de humanidad para que los personajes resulten entrañables y la aventura sustancial.
Fellini se debe estar revolviendo en su tumba Pobre Fellini. Pobre cine. ¿Con qué necesidad? ¿Con qué derecho? Cavilaciones y preguntas que surgen ante las tortuosas dos horas que propone Nine, una vida de pasión, nuevo musical de Rob Marshall que, como ocurriera años atrás con Chicago, vuelve a trasponer las coreografías de Broadway a la pantalla grande. En este caso, se trata de la obra homónima estrenada en los años ’80 y que, con Raul Juliá en el rol protagónico, resultara ganadora de varios premios Tony. Tanto la pieza original como el film se basan libremente en 8 ½, cumbre de la modernidad en la obra de Federico Fellini, aunque aparezcan aquí y allá detalles que remiten a otros largometrajes del maestro italiano. En otras palabras, Nine narra la historia de un cineasta en pleno bloqueo creativo, al tiempo que expone sus miserias afectivas, particularmente aquellas que involucran a las mujeres de su vida, llámense éstas esposa, amante, madre o vedette. Pero si en 8 ½ su creador lograba plasmar en pantalla una pesadilla autobiográfica sublimada por el poder del cine, el medio punto necesario para llegar a este “nueve” no hace más que restar y restar y restar. Poco importa el aporte de grandes estrellas como Daniel Day-Lewis (el ególatra realizador Guido Contini), Penélope Cruz, Marion Cotillard, Nicole Kidman, Sophia Loren, Judi Dench y Kate Hudson. Tampoco el hecho de haber rodado una parte del film en los legendarios estudios Cinecittà, posible ámbito inspirador. Vaya uno a saber qué clase de recomendaciones, de haber existido, incluía la adaptación de Michael Tolkin y el de-saparecido Anthony Minghella. Lo cierto es que el aspecto más destacable en Nine es la impericia narrativa y el dudoso gusto estético del realizador Rob Marshall, quien confunde ritmo con acumulación y desea hacer pasar por kitsch lo que en buen criollo suele llamarse grasada. Los números musicales nunca se sienten integrados al resto del film, más bien lo contrario: parecen pegoteados con alguna cola de mala calidad; pero incluso tomados de manera independiente solo pueden ser descriptos como perezosos acercamientos a un arte cinematográfico que hoy parece perdido para siempre. Marshall plantea la puesta en escena tomando el proscenio teatral como punto de partida, trasladando la cámara constantemente hacia los costados y disponiendo objetos diversos (elementos de utilería, paneles de escenografía) entre la cámara y los bailarines para lograr la impresión de movimiento, olvidando por completo que existe algo llamado “espacio cinematográfico”. Los momentos no musicales no elevan precisamente el promedio y están construidos en base al más básico de los artificios: aquel que descree de la inteligencia del espectador y se arropa en la más absoluta de las simplificaciones. Y si bien, seguramente, no sea otra cosa que un resabio de la obra original, resulta bastante molesto escuchar hablar a los personajes en un inglés con fuerte acento italiano. Pero todo en Nine es así, chabacano y simplón, más cerca del ridículo que del escarnio. No por nada, en el que quizás sea el momento más vergonzoso de la película, la letra de la canción le hace decir a Kate Hudson una paparruchada sobre el “neorrealismo”. Que Cesare Zavattini los perdone.
Dios vuelve a salvar a la reina El cineasta canadiense, que apunta sus cámaras a los años mozos de la soberana del Reino Unido, se preocupa por proveer entretenimiento sin caer en excesos sentimentales. Lo que queda es una típica historia romántica, que además deja bien parada a la monarquía británica. La reina Victoria de Inglaterra ha sido desde siempre una de las favoritas de ese subgénero del film histórico protagonizado por próceres del pasado monárquico. Un universo de lujos materiales atravesado por intrigas palaciegas e imperecederas pasiones que, por pertenecer a tiempos pretéritos, parecen incluso más legítimas que las actuales. Desde las múltiples adaptaciones cinematográficas del período mudo basadas en la pieza teatral de Lois N. Parker, Disraeli, hasta la más reciente Mrs. Brown –cuyo rol titular estuvo a cargo de la muy inglesa Judi Dench–, han sido varios los largometrajes dedicados, directa o tangencialmente, a la vida y la obra de uno de los más insignes miembros de la realeza europea. En el caso de Alexandrina Victoria hay mucha tela para cortar, particularmente por tratarse de un reinado que ocupó gran parte del siglo XIX, desde 1837 hasta su muerte en 1901. Que un período histórico se conozca como “victoriano” –con sus usos y costumbres, sus pudores sexuales y fortalecimientos económicos– remite a la impronta histórica de un personaje que muchos británicos ven, incluso hoy en día, como la quintaesencia del sentir nacional. God Save the Queen. Como su nombre indudablemente lo indica, La joven Victoria apunta sus cámaras a los años mozos de la soberana del Reino Unido (entre otros títulos: también ostentó el de emperatriz de la India), antes de cumplir dieciocho años, edad necesaria para acceder al trono, y con su tío el rey Guillermo IV todavía en el poder. El film del canadiense Jean-Marc Vallée se lanza en sus primeros tramos a la observación de los tejes y manejes de la política, fuera y dentro del palacio real, todos ellos con centro de gravitación en la figura de Victoria. Particularmente retorcidos son aquellos hilos manejados por su madre, la duquesa De Kent (Miranda Richardson), y su secretario y probable amante, Sir John Conroy, ansiosos por acceder a la médula del poder. El dúo encierra virtualmente a la adolescente en una jaula de oro y la somete a una serie de estrictas reglas cotidianas, todo ello con la excusa de protegerla de influencias externas. Que Guillermo IV esté interpretado por Jim Broadbent en plan tío bonachón, siempre dispuesto a apoyar a su joven sobrina, no ayuda tanto a la comprensión de una cosmovisión como a presentar en pantalla personajes claramente definidos a partir de las reglas del drama histórico. Llegará la coronación del nuevo monarca y con ella subirán al proscenio una serie de personajes que pasarán a tener una radical importancia en la vida de la reina, fundamentalmente dos hombres: su primo, el príncipe Alberto (Rupert Friend), y el político de carrera Lord Melbourne (Paul Be-ttany). A pesar de la resistencia inicial a caer bajo el dominio de cualquier hombre, Victoria sentirá una notable atracción por ambos, desposando finalmente a su familiar directo y conformando un matrimonio que dejaría como herencia nueve hijos (pero ésa es otra historia, ya que el film abandona a sus personajes mucho antes de la madurez). Si todo esto suena un poco a versión paralela de las desventuras de la princesa Sissi es porque algo de ello hay, aunque revestido de realismo y “verosimilitud” histórica, cortesía del guión de Julian Fellowes (Vanity Fair, Gosford Park). La joven Victoria se preocupa por proveer entretenimiento sin caer en excesos –sentimentales o de otra clase–, haciendo de la mesura una moderada virtud narrativa, sin influencias en ese departamento de uno de sus productores, el sanguíneo Martin Scorsese. Algo similar puede decirse de la utilización de palacios y castillos reales, utilizados como trasfondo pero casi nunca como oropeles del diseño de arte. Pero si en una película la totalidad nunca es sencillamente la suma de las partes, al mismo tiempo –y en esto no hay ironía alguna– ese recato bien british sumado a la necesidad de cerrar filas sobre la historia de amor hace que el film se estanque en una serie de referencias a hechos históricos bien conocidos y no termine siendo ni profundo ni frívolo, ni apasionado ni objetivo. No hay aquí, digamos, la obsesiva búsqueda de un posible entendimiento del pasado como en La toma del poder por Luis XIV, de Rossellini; tampoco los juegos de amor, placer y poder de Relaciones peligrosas, en cualquiera de sus versiones para la pantalla. Apenas una historia romántica entendida como lugar común revisitado y aderezada con algún comentario social que, todo sea dicho, deja muy bien parada a la monarquía británica decimonónica, como en una visita guiada al Palacio de Bu-ckingham. Finalmente, todo sería menos interesante sin Emily Blunt, quien se carga la película sobre sus hombros aportando no sólo belleza (que la Victoria real hubiera sin dudas envidiado, a juzgar por las fotografías) sino el talento necesario para lograr un registro que hace del prócer una figura creíble y humana.
Un derroche de hemoglobina en clave psi Con cuatro largometrajes en su apéndice curricular, ya no resulta válido tildar a Rob Zombie de “rockero metido a cineasta”, un director de películas en todo su derecho. No tanto cinéfilo como fan incondicional del cine de terror –particularmente el realizado en los dorados años ’70–, Zombie parece empeñado en abandonar algunas de las delicias de estilo y tono de sus dos primeros esfuerzos (los más que interesantes e incluso inquietantes 1000 cuerpos y Violencia diabólica) y en profundizar varios de los problemas que se insinuaban entre los pliegues de su anterior Halloween, el comienzo. ¿Era aquella una remake hecha y derecha del original de John Carpenter, la seminal Noche de brujas de 1978, o una versión “reimaginada”, como les gusta decir a tantos realizadores contratados para revisar obra ajena? De todo un poco: cal, arena y, por supuesto, mucha sangre. Lo indiscutible es que la intensidad y el suspenso de la original se perdían en gran medida por dos razones, evidentes desde el minuto uno: a) el exceso de explicaciones pseudo-psicológicas, con sus traumas familiares al por mayor, y b) un evidente gozo ante el detalle hemoglobínico que, sin dosificación de por medio, atentaba en varios pasajes contra la posibilidad de la imaginación y, como consecuencia, del miedo. En Halloween II esto último se mantiene y potencia. Son varias las escenas que tensan los límites de lo explícito en el terror mainstream, como el descabezamiento de un enfermero encargado de trasladar el supuesto cadáver de Michael Myers –el monstruo titular– y el asesinato a golpes contra un espejo de una stripper, por citar apenas un par de ejemplos. Pero a medida que el film avanza ocurre algo curioso. La mayor parte de los desmembramientos y mutilaciones se encuentra acumulada en los primeros dos tercios del relato, abandonando progresivamente los detalles sanguinolentos hasta llegar, incluso, a utilizar el fuera de campo para una muerte de suma importancia. Una de dos: o la imaginación morbosa se ha agotado para ese entonces o, lo que sería aún más atípico, Zombie cree que hay ciertas muertes que merecen más respeto pudoroso que otras, lo cual hablaría de una particular moral nunca antes evidenciada en el terreno del gore desembozado. En cuanto a la vertiente psi de este Halloween reloaded, la nueva entrega hace uso y abuso del didactismo freudiano e incluso se le anima a la vertiente más onírica del padre del análisis. Caballos blancos, pesadillas que semejan videoclips de alguna banda metalera (el pasado te persigue, Rob) y la presencia constante del fantasma –en el sentido más francés de la palabra– de la madre de Michael transforman al film, por momentos, en un pastiche kitsch un tanto indigesto. La película, lejos de la tensión creciente que intenta denodadamente conseguir, se empantana en subtramas irrelevantes que incluyen nuevamente al Dr. Loomis (Malcolm McDowell), ahora transformado en súper estrella del mercado editorial gracias a la fama de su perfecto asesino. Mientras tanto, Laurie, la protagonista adolescente y hermana de sangre de Michael, intenta resolver sus conflictos emocionales. Por momentos, Halloween II se asemeja a alguna novela teen de la televisión norteamericana, pletórica de crisis de identidad y estados alterados por el exceso de hormonas. Claro que rápidamente llega el 31 de octubre y con el “hombre de la bolsa” vivito y coleando todas esas cosas pasan a segundo plano. Al menos la película incluye un simpático gag generacional. Y es que para muchos jóvenes contemporáneos, el nombre de Michael Myers seguramente no remita al clásico slasher film creado por Carpenter, sino, diminutivo mediante, al comediante y creador de Austin Powers. Tarde o temprano, alguien tenía que hacer ese chiste, y es mejor que todo quede en familia.
Los límites de la asepsia afectiva El creador de Extraño se embarca en otro viaje al interior de sus criaturas, en este caso un estudiante de medicina desconectado del mundo y una chica que recurre al sexo como placebo fisiológico. Pero la afasia emocional le juega en contra. Con un título al menos sospechoso de cierta presuntuosidad, el nuevo opus del cordobés Santiago Loza se embarca en otro viaje al interior de sus criaturas, más cerca de los silencios de su ópera prima Extraño que del despliegue histriónico de Cuatro mujeres descalzas. Son bien escasas las palabras que se pronuncian en La invención de la carne, afasia emocional que los protagonistas contrarrestan con algunas manifestaciones corporales que bien podrían calificarse de extremas. Mateo (el debutante Diego Benedetto), joven estudiante de medicina, es dueño de una desconexión con el mundo y su propio cuerpo que tiene su máxima expresión en unos intensos ataques de angustia y la imposibilidad de aceptar su atracción por otros hombres. Sólo en los regulares baños en una piscina olímpica –primera en una serie de referencias cargadas de espiritualidad o incluso, dependiendo de la mirada, de religiosidad– parece encontrar alguna clase de sosiego, de apaciguamiento ante tanta zozobra existencial. María (la modelo y actriz Umbra Colombo) entrega su cuerpo a cuanto hombre se cruce en su camino, más cerca del placebo fisiológico que de la adicción sexual, al tiempo que lo ofrece para algunos ejercicios médicos en el mismo hospital en el que Mateo realiza sus prácticas. En una posible inversión de El origen del mundo, de Courbet, el sentido de un plano detalle de su vagina se completará más tarde con la confesión de su esterilidad reproductiva. María y Mateo –sus cuerpos y sus ansias insatisfechas– se cruzarán e iniciarán juntos un viaje lejos de la ciudad. Viaje geográfico que, como se ha dicho, es también un tránsito interno, subjetivo, que incluye la posibilidad de la paternidad como una de sus estaciones. Si en Extraño el protagonista era un médico que acompañaba en los últimos meses de embarazo y ayudaba en el parto a una mujer desconocida, en La invención de la carne el futuro doctor le solicita a una extraña que lo acompañe en un recorrido con destino incierto. En un hotel de pueblo, en una casa de bajos recursos se sumarán un nacimiento y un bautismo secular, la traición y un probable renacimiento. El realizador, con la ayuda de Guillermo Saposnik e Iván Fund a cargo de los quehaceres fotográficos, construye un universo de encuadres opresivos, que tanto en los planos generales como en los detalles corporales aspira a transmitir la esclavitud de los personajes a sus propias incertidumbres y pesares. Esa virtud plástica, paradójicamente, es uno de los elementos que termina minimizando las posibles resonancias humanas y artísticas del film. Secuencias notables desde lo visual, al ser tomadas individualmente, como la sumersión de unos bebés y el protagonista en la piscina, la escena de sexo masturbatorio o algunas circulaciones nocturnas de María terminan desnudando en el conjunto del metraje su carácter programático, excluyente. Loza impide, no sin esfuerzos, que cualquier elemento ajeno a sus intereses contamine el relato, eliminando en gran medida la posibilidad del drama y concentrándose en las imágenes y sonidos como transmisores de sensaciones y estados emocionales. Nada hay de malo en ello, al menos desde que el cine se sabe moderno, pero la película se contagia progresivamente de la asepsia afectiva de sus protagonistas, restándole potencia a medida que se acerca a su desenlace. La invención de la carne confirma el talento y la sensibilidad particular de Santiago Loza para la creación de climas, al tiempo que plantea los límites de un proyecto cinematográfico que insiste en encerrarse sobre sí mismo con doble vuelta de llave.