Muerte y rumores en el desierto blanco. En el 2005, el pueblo de San José de las Salinas, en Córdoba, se vio sacudido por el único crimen violento en toda su historia. Distéfano se mete en esa historia llena de secretos y, como un etnógrafo, desenrolla el ovillo social de la comunidad. Según el censo oficial realizado por el Indec, San José de las Salinas, en el norte de la provincia de Córdoba, contaba en el año 2010 con apenas poco más de 600 habitantes. A comienzos del siglo XX, la extracción en las salinas cercanas del mineral que le da nombre a la localidad dejó de ser una actividad semi-artesanal para transformarse en una industria de mediana escala, sosteniendo económicamente a casi la totalidad de la población del lugar. El documental de Lucas Distéfano –que tiene finalmente su estreno comercial a más de un año de su presentación en el Bafici– quiebra en varias oportunidades el ritmo de las conversaciones y entrevistas a los lugareños para presentar imágenes de los salares, abandonados luego de que la falta de lluvia alterara el equilibrio mineral del terreno. Los lentos travellings hacia ninguna parte, en un aparente blanco y negro convocado no por una decisión estética sino por la escasa presencia de colores en el paisaje, dejan ver rieles oxidados, aparatos derruidos y vehículos detenidos en la solitaria inmensidad del lugar. Por momentos, las imágenes parecen tomadas de alguna película fantástica o post apocalíptica. De todas formas, el reflejo más cercano e inmediato de ese desierto blanco parece ser la falta de trabajo formal en San José de las Salinas, que en el año 2005 se vio sacudido por el único crimen violento en toda su historia como comunidad, cuando Ramón Cáceres fue asesinado por su esposa y su cuñado y el cuerpo arrojado a un pozo de agua. Que el hombre tuviera 80 años y la mujer apenas 36 ya no llamaba la atención de ningún vecino, aunque el casamiento tres años antes se había realizado en secreto, a espaldas de las familias de unos y de otros. Distéfano se mete en esa historia llena de secretos a voces, rumores y chismes de toda intensidad y tenor no tanto como el investigador o detective dispuesto a dilucidar los detalles de un caso como un etnógrafo que deseara desenrollar el ovillo social del comportamiento de un pueblo. Para ello, la cámara se acerca a los familiares de la víctima, amigos de los victimarios, policías responsables de la investigación, simples vecinos e, incluso, al autor del golpe mortal, condenado a prisión perpetua por un crimen que, afirma, no cometió. “Acá eso pasa seguido”, afirma un anciano del lugar. No se refiere a las muertes violentas, sino al emparejamiento de hombres muy mayores con mujeres jóvenes. “Lo que quería era no perder la pensión”, dice entre lágrimas a punto de brotar de sus ojos un familiar directo de Cáceres, convencido de que esa unión matrimonial no fue otra cosa que un plan artero y criminal. La peluquera más popular de Las Salinas atiende en su propio jardín y en las charlas con algunos de sus clientes se deslizan otros detalles –apócrifos o ciertos, imposible saberlo– de esa relación y su fatal desenlace. Otro ciudadano de San José de las Salinas, hombre de familia y padre de varios hijos, confiesa a cámara su absoluto convencimiento de que varios de ellos son en realidad frutos de otro padre, gestados durante su ausencia; más tarde, luego de una cena familiar al aire libre, contará en detalle su fallido intento de suicidio algunos años atrás. En la suma de todos esos elementos, el breve, compacto y conciso documental de Distéfano abandona la intención de encarnar en una simple investigación de un caso policial –que estuvo presente en los noticieros y diarios durante algunos días, para ser luego abandonado– y se transforma en la descarnada descripción de una sociedad que parece acercarse, lenta pero inexorablemente, a un estado de auto abandono. Como si los lazos comunitarios basados en la solidaridad vecinal hubieran desaparecido y el único apaciguamiento para el espíritu estuviera presente dentro de las paredes de lona de la iglesia evangélica, conducida por un sacerdote que repite los pasajes de la Biblia con dogmática literalidad. Afortunadamente, nada de eso es subrayado por la película –con la excepción de un breve pasaje en la banda de sonido de tono marcadamente ominoso– sino que va desprendiéndose lentamente de la narración. El de Crimen de las Salinas no deja de ser un recorte de la realidad –como ocurre en cualquier film documental– y quizá la vida en el lugar no sea tan temible. Pero lo cierto es que ese primer y único homicidio parece haber introducido un virus que llevará mucho tiempo eliminar del organismo.
El entramado de una comunidad. El gran logro de la película, de la que participa Osvaldo Bayer, es la organización de un relato que logra transmitir las líneas invisibles que unen la vida cotidiana de los vecinos de la región: las de las viejas generaciones con aquellas más jóvenes. Los rastros de lo real están impresos a fuego en cada rasgo ficcional de Las calles, primer largometraje de la jovencísima (nació en 1992) realizadora cordobesa María Aparicio. Y viceversa, ya que la materia con la cual fue edificado cada plano de la película descree de esa falsa máxima que afirma que la distancia entre uno y otro universo es tan enorme como inviolables sus fronteras. Una serie de placas sobre el final confirma algo que el espectador pudo haber intuido durante la proyección: en la localidad de Puerto Pirámides, provincia de Chubut –donde habitan alrededor de 600 habitantes– las calles no llevaban nombre hasta que un proyecto educativo de la única escuela secundaria de la zona terminó en una ley sancionada por el municipio. “Poniéndoles nombre a las calles de mi pueblo” fue un largo proceso de cinco años que culminó con una votación popular en el año 2010; ahora cualquier turista o visitante ocasional puede recorrer las calles Cacique Inacayal, Peones patagónicos o Facón Grande, entre otra treintena de bautizadas arterias. A propósito del proyecto, el escritor e historiador Osvaldo Bayer –quien tiene una fugaz aparición en la película, en una escena donde una partida de generala se mezcla con la charla amistosa al calor del vino– escribió en 2009, en las páginas de este mismo diario, que se trató de “la más democrática de las acciones que se pueda uno imaginar. Toda una actividad comenzada por la docente Eugenia Eraso y acompañada desde un principio por otros docentes y las autoridades municipales”. La actriz cordobesa Eva Bianco es la encargada de darle forma a un alter ego posible de Eraso, al tiempo que otros actores y actrices –Mara Santucho y Gabriel Perez desde el frente profesional, a quienes se les suman varios habitantes de Puerto Pirámides sin experiencia actoral previa– se ocupan de recrear, reinventar y reproducir cada uno de los pasos de esa investigación educativa finalizada hace ya cinco años. La estructura formal de Las calles es ciertamente atípica: en lugar de optar por una configuración documental –ya sea en su vertiente tradicional o relativamente lejos de los usos y costumbres–, Aparicio reconstruye desde la ficción las charlas previas entre la docente y los alumnos y las entrevistas a los lugareños que dieron forma a la posterior elección comunal. Pero tampoco lo hace a partir de la simple ficcionalización, desde ese ubicuo formato del “basado en hechos reales”. El resultado es por demás estimulante, aunque no todos los segmentos se revelen igualmente intensos o relevantes. Lo cierto es que la mayor impronta social en ese particular accidente geográfico del sur de nuestro país, que se fue vaciando lentamente en los años 70 y 80 hasta que el turismo de verano logró revertir la tendencia, es la pesca submarina, el marisqueo a profundidad, que un veterano buzo describe en detalle –con sus placeres y dolores– y un matrimonio afincado en la Península Valdés desde hace muchos años confirma como una tradición transmitida de generación en generación, una particular “empresa familiar”. Quizás el logro más destacable del film, que participó de la Competencia Latinoamericana del Bafici el año pasado, sea la paciente organización de un relato que logra transmitir sin demasiado esfuerzo el entramado comunitario, las líneas invisibles que unen la vida cotidiana de los vecinos de la región y también las de las viejas generaciones con aquellas más jóvenes. El día a día de un sitio que, como se afirma en más de una ocasión, está poblado por habitantes nacidos en otros lugares del país que han hecho de ese trozo de mar y tierra patagónicos su lugar en el mundo. Y todo ello sin caer en excesos antropológicos o en el paisajismo con ballenas y lobos marinos como tópico visual recurrente.
Con el manual del profesionalismo a mano. Poco importa que esté basada en un personaje y acontecimientos reales. En el fondo, el largometraje del finlandés Klaus Härö es una típica película de deportes disfrazada de drama histórico prestigioso. Allí están el entrenador venido a menos –su talento fatalmente desaprovechado– y el equipo de perdedores luchando por lograr aquello que nunca antes había siquiera imaginado, rodeados convenientemente por las condiciones más adversas imaginables. Claro que El esgrimista, la emisaria enviada a los premios Oscar por su principal país coproductor, Finlandia, recubre ese costado desembozadamente derivativo y popular con otro tipo de ambiciones temáticas que, en la ecuación final, terminan siendo las menos interesantes del combo. Aclaración necesaria, indispensable incluso: más allá de la nacionalidad de su realizador y de una parte del equipo técnico y artístico, la historia transcurre casi en su totalidad en un pueblito de Estonia y los personajes son, en su mayoría –como los intérpretes encargados de darles vida–, de ese origen. La única excepción geográfica remite al momento climático del relato, el concurso de esgrima que tiene lugar en la elegante San Petersburgo (llamada Leningrado en la era reflejada en el film, a comienzos de los años 50). Endel Nelis llega a Haapsalu, en la entonces república soviética de Estonia, con los más altos pergaminos como instructor deportivo. Claro que bajo un nombre falso. Su pasado lo condena y el espectador lo sabrá mucho antes que el director de la escuela en la cual comienza a impartir a desgano clases de Educación Física a chicos de primaria: durante las últimas escaramuzas de la Segunda Guerra, el muchacho fue obligado a vestir uniforme militar y a luchar contra el Ejército Rojo. Corren tiempos estalinistas y desde el final de la conflagración que Endel anda escapando de una posible detención e interrogatorio, apoyado logísticamente por un amigo y excelso esgrimista ruso. De allí en más, la película rota alrededor de tres ejes, que van alternándose y entrelazándose hasta la conclusión: el posible descubrimiento de su verdadera identidad y consiguiente punición; la relación con una compañera docente, cada vez más cercana al amor; y el sorpresivo éxito de sus clases sabatinas de esgrima, poblada por un grupo extremadamente pintoresco de alumnos y alumnas y practicadas –en un primer momento– con ramas de árbol haciendo las veces de imperfectos floretes. Película de fórmula al uso internacional, sus virtudes están depositadas sobre una pulida y lustrada superficie: un suspenso moderado, la calibrada actuación central, la simpatía de los niños, la evocativa y por momentos brumosa fotografía. También en cierta amabilidad que hace que incluso el villano de la historia –ese rector que le rinde todos los honores a la maquinaria de la delación burocrática– tenga un momento de comprensión y posible redención. Y, por supuesto, en el manejo de las instancias definitorias, que vuelven a demostrar que no hay nada como un buen partido del deporte que sea para atrapar al espectador en la telaraña de la tensión. El resto es prestigio construido con el manual del profesionalismo abierto de par en par.
Mucho más que una pareja despareja. Aun dentro de una estructura algo repetitiva, la película consigue partir de un esquema conocido para desembarcar en un absurdo llevado al paroxismo. Buena parte de su efectividad se apoya en el trabajo de sus protagonistas, François Damiens y Vincent Macaigne. Casualmente o no, Noticias de la familia Mars (el “planeta” del original fue innecesariamente reemplazado) remite directa o indirectamente a la ópera prima del franco-germano Dominik Moll. Si en Harry, un amigo que te quiere bien (2000) el reencuentro de un hombre con un compañero de la secundaria disparaba la más insensata e inquietante de las convivencias, aquí la relación que el señor Mars establece con un colega de trabajo marca el casillero uno de un tablero que se parece a una suerte de infierno cotidiano y sin fin a la vista. Construido desde un primer momento como comedia con pinceladas excéntricas (con ese astronauta soñado cayendo lentamente desde el espacio hacia la luminosa París), el guión de Moll y Gilles Marchand se toma el tiempo justo para hacer chocar de frente a la pareja de opuestos que lo protagoniza. Philippe Mars, bajo la piel del belga François Damiens es un hombre que atraviesa la crisis de la mediana edad con un estoicismo demasiado parecido a la terquedad: separado de su mujer, con dos hijos adolescentes y un trabajo de un par de décadas en una empresa de informática, su vida se asemeja –en palabras de un personaje secundario– a la de un mono enjaulado que se aleja de las barras para simular una imposible libertad. Si el physique du rôle de Damiens resulta ideal, el de Jérôme no lo es en menor medida: Vincent Macaigne parece pintado para su treintañero tardío con serios problemas de depresión, que lo hacen caer cada tanto en ataques de ira incontenibles. Durante uno de esos paroxismos psicóticos Jérôme –tras destruir media oficina– termina lanzando un cuchillo por los aires y cercenando la mitad de una oreja de Philippe. Desde ese momento, el absurdo será elevado a varias potencias. La bondad intrínseca y corrección ética del señor Mars, unidas a un sentido de la empatía que no hace más que traerle problemas, desembocan en la presencia constante del nuevo inquilino en la casa de su ex esposa, en una semana complicada: la mujer, periodista, se encuentra en Bélgica cubriendo una cumbre política, y Philippe ha quedado a cargo de sus hijos. Lo de Jérôme, más que una presencia, es una intrusión profunda, absoluta, casi una invasión, punto de arranque para que el concepto de “pareja despareja” que late en el interior de Noticias... permita que esa relación sea el centro de irradiación del humor como del crecimiento personal del protagonista de apellido “marciano”. Lo más estimulante y/o divertido del film no es tanto su estructura general –por momentos algo repetitiva y previsible–, sino los apuntes tragicómicos de algunas de sus mejores instancias que, a pesar de una comicidad jugada en gran medida al gag, no abandona el aire tristón que el protagonista lleva puesto casi como una máscara. Que el enfrentamiento generacional entre padres e hijos pueda potenciarse por las diferencias de opinión acerca de la producción de alimentos de origen animal y que, a su vez, esa obsesión vegana sea para un tercero apenas otro nombre para la fobia emocional y sexual (y el disparador del ecoterrorismo absurdo de los últimos tramos) es uno de los mejores ejemplos de las pequeñas incorrecciones políticas que atraviesan Noticias de la familia Mars.
Los otros caminos de la educación. El documental muestra cómo una escuela neuquina sigue a una comunidad mapuche dedicada a la cría de chivos y ovejas, y de paso pone en tensión y debate el rol de la educación. La educación formal, la escuela, puede ser muchas cosas, en particular en aquellas regiones del país alejadas de los centros urbanos. Incluso puede ser dos escuelas en una. Como su mismo nombre lo indica, la escuela de nivel elemental N° 6 de Huncal-Cajón Chico, en la provincia de Neuquén, se divide en dos. O, para más precisión, se traslada de una localidad a otra siguiendo la marcha de una parte de la comunidad mapuche Millain Currical, aquella que se dedica a la cría de chivos y ovejas y debe buscar tierras de pastoreo dependiendo de la estación del año. Esa institución educativa móvil, adaptada a las necesidades de su alumnado –poco atenta al calendario escolar tradicional, regida en cambio por las invernadas y veranadas naturales–, es el origen y núcleo del documental de Alejandro Vagnenkos, rodado a lo largo de varios años, condición absolutamente necesaria para lograr el grado de cercanía con los docentes, alumnos y padres que puede apreciarse en muchas de las escenas. Una escuela que, además, es centro social y lugar de reunión para las discusiones de la comunidad. El director del lugar al inicio del rodaje, Pedro Vanrell, ocupa el primer tercio de Escuela trashumante. Nada más lógico, ya que se trata de una de las figuras fundantes de la particular óptica educativa del establecimiento. Su voz afirma que nadie había logrado egresar desde la creación de la escuela en 1911, hasta que su llegada y la de un grupo de colaboradores a comienzos de los 80 comenzó a mover los hilos necesarios para acercarse a la comunidad mapuche y ofrecer los cambios necesarios para lograr una mayor escolarización. Vanrell se jubiló en 2012 –el film registra su emotiva despedida–, se ubicó en su nuevo hogar y se dedicó a armar rompecabezas de infinitas piezas. Resulta claro que su aporte y el de sus descendientes es mucho mayor que el cumplimiento de un horario con sus correspondientes deberes cotidianos: la entrega y el sacrificio personal fue y sigue siendo indispensable para mantener en funcionamiento esa institución y su peculiar concepto de aula movediza. Con la primera sucesora de Vanrell ubicada en la sala de dirección, la cámara de Vagnenkos registra desde un lugar privilegiado las charlas y discusiones entre docentes y padres, e ingresa a las clases y a los hogares de algunos de los habitantes de la región. Lejos de tratarse de un simple documental descriptivo –aunque, en parte, lo sea–, Escuela trashumante logra transmitir los placeres y dolores de la existencia cotidiana en aquellos parajes, demostrando de paso que el delicado equilibrio entre la necesidad del trabajo duro y esforzado y el deseo de escolarizar a los niños de la comunidad sólo fue posible luego de muchos años de prueba y error. “Al llegar, intenté usar técnicas participativas, pedagogía crítica, pero había un muro donde rebotaban todas las propuestas, lo cual me hizo entrar en crisis. Imitar a la profesora más antipática y autoritaria, pero eficiente, que tuve en la infancia fue la decisión más feliz que tomé”, comenta un antiguo profesor del lugar, el legendario cooperativista Orlando “Nano” Balbo, contradiciendo todas las teorías pedagógicas progresistas que se le pongan a tiro. Eliminando de cuajo cualquier atisbo de relato en off o cabeza parlante hablando a cámara, entrelazando la vida de los chicos en las aulas con momentos cotidianos en el hogar (se destaca la escena del parto múltiple de las chivas) y confiando en la propia voz de los sujetos del documental, Alejandro Vagnenkos logra darle forma a una película que, de manera indirecta, pone en tensión y debate el rol de la educación en la Argentina de estos tiempos. Sin condescendencias ni voluntarismos. “Un día hago paro, al día siguiente no, y así”, afirma una docente, en lo que puede parecer una decisión salomónica pero no es otra cosa que la aplicación de una ética personal. Que puede variar dependiendo de las circunstancias y se construye día a día, como esa escuela que debe necesariamente moverse y acompañar a sus alumnos si es que desea seguir cumpliendo su función primordial.
Un calvario personal y otro ancestral. Después de ocultar su embarazo, la “chica que trabaja” en la casa de un clan venido a menos tiene a su hija. El film parte de una dinámica que existe en gran parte del país, donde las empleadas como Dominga están entre una suerte de adopción y una semiesclavitud moderna. Algunas de las líneas argumentales de La hija, primer largometraje en solitario del tucumano residente en España Luis Sampieri (Cabecita rubia fue codirigida, hace ya 17 años, junto a Eduardo Leiva Muller) pueden recordar al espectador atento a la reciente Paula, la película de Eugenio Canevari sobre una joven del interior bonaerense que ocultaba un embarazo a sus patrones. Pero no sólo no hay posibilidad alguna de “contagio” entre ambos proyectos, que fueron producidos de forma paralela, sino que lo que en Paula estaba pautado por los primeros meses de la gestación, en La hija es hecho consumado: a pocas horas de llegar a una casa de fin de semana junto a la familia a la sirve, Dominga romperá bolsa y parirá en un pasillo cerca de la cocina, luego de quitarse la faja que supo ocultar la evidencia física de su condición durante meses. Lo que sí comparten Paula y Dominga es el silencio, tanto el metafórico como el literal, situación que el mismo afiche de la película de Sampieri explicita en su diseño: el título se sobreimprime y tapa completamente la boca de la actriz/personaje. “Parece que la india se olvidó de sus pagos. No sé tu papá cómo se encapricha con la negra esta, si es una vaga de mierda”, afirmará sin ponerse colorada la esposa de uno de los dos hermanos varones de la familia Amado, en camino hacia esas pequeñas y movidas mini vacaciones. Rodada íntegramente en Tucumán, La hija parte de una dinámica que continúa existiendo en gran parte del país, pero es mucho más evidente en el interior de ciertas provincias: la “chica que trabaja” en la casa es el sostén principal de su propia familia y, en la relación con sus empleadores, se produce una situación que puede ser vista, en algunos casos, como un particular caso de adopción. En otros, como una semi esclavitud moderna. El clan que describe el film está marcado por la caída en desgracia económica, representantes de una posible aristocracia rural de antaño que ahora debe vender sus campos y fincas para sobrevivir (y continuar aparentando aquello que ya no es). Precisamente, una de las escenas visualmente más ingeniosas y potentes es aquella en la que lo hermanos practican golf en un campo agreste lleno de yuyos y matas, un momento de surrealismo en un relato por demás realista. Si bien el realizador, en más de una instancia, fuerza a nivel formal y narrativo la descripción de esa putrefacción que parece carcomer a los Amado –no todos los planos generales sostenidos en el tiempo mantienen su pertinencia y los rasgos socio-psicológicos de los personajes parecen algo subrayados–, no es menos cierto que el relato mantiene a raya la sobre-explicitación y prefiere sugerir antes que explicitar la verdadera naturaleza de la relación entre algunos de los personajes. En más de una secuencia –con ese patriarca ensombrecido por la vejez, pero aún dueño de cierta injerencia, y esa adolescente perdida en el laberinto de su propia familia– es posible notar la influencia del cine de Lucrecia Martel, en particular su fundacional La ciénaga. Los ojos tristes y resignados pero resistentes de Dominga, en tanto (la debutante María Laura Carhuavilca), dicen bastante más que mil palabras, y en su silenciosa existencia parecen convivir su calvario personal con otros de orden colectivo y ancestral.
En busca de la figura difusa del padre. El film de Lioret hace de las relaciones interpersonales el eje de la mayoría de sus aciertos. Y es un ejercicio eficaz en un género cinematográfico usualmente no admitido como tal: el drama del descubrimiento sobre las raíces y la identidad. Por cada cosa sugerida hay otra expresada explícitamente en El hijo de Jean, nuevo largometraje del francés Philippe Lioret (Welcome) rodado en gran medida en Canadá y con una porción mayoritaria del reparto de origen québécois. La gran excepción es el propio protagonista, el también galo Pierre Deladonchamps (el joven curioso de El desconocido del lago), que en la piel del parisino Mathieu debe cruzar el océano para conocer ciertos detalles de su origen hasta ese momento desconocidos. Es un llamado telefónico el que lo pone sobre aviso acerca de la muerte de su padre biológico, a quien no ha visto en toda su vida y que, según los dichos de su madre –fallecida tiempo atrás– fue el origen de un intenso y breve amor que terminó creando imprevistamente una nueva vida. El viaje no tendrá como fin esencial la asistencia al funeral, pero abrirá la posibilidad de conocer algunos datos específicos sobre el padre y encontrarse con sus dos hermanastros, completamente ajenos al conocimiento de su existencia. Una vez en Montreal, Mathieu entrará en contacto con Pierre Lesage (el actor Gabriel Arcand, hermano del famoso realizador Denys Arcand), gran amigo de su padre y compinche en aquel viaje a Europa unas tres décadas atrás. Origen del primero en una serie de conflictos, el hombre –un médico clínico de pocas pulgas– no quiere saber nada con perturbar la vida de los hijos del difunto, puntapié inicial para una película que hace de las relaciones interpersonales y las emociones que estas convocan el eje de la mayoría de sus aciertos. El propio Mathieu está separado de su esposa, aunque la relación con su hijo pequeño es todo menos lejana, elemento que se convierte rápidamente en una de esas cosas dichas, quizás demasiadas veces, para confrontar y cotejar unas y otras paternidades. El tono elegido por Lioret para adaptar la novela de Jean-Paul Dubois en la cual se basa se acerca por momentos a las de esos telefilms de antaño, donde cada escena se encadena con la siguiente para acercarle información al espectador con métodos claros y concisos, de manera de poder bosquejar diáfanamente un perfil psicológico de cada personaje. En esa misma dirección, varios de los personajes secundarios parecen construidos de forma algo esquemática, simples reflejos invertidos de todo aquello que Mathieu no es y nunca será. Por el contrario, varias secuencias confían en los gestos y miradas y evitan el exceso de diálogos como único medio de avance narrativo. Sobre el final, una vuelta de tuerca hará que casi todo lo que se había visto y oído cambie radicalmente de sentido, coronada por una delicada muestra de agnición que no necesita de subrayados para lograr la emoción buscada. En última instancia, el film de Lioret es un ejercicio moderadamente efectivo en un género cinematográfico usualmente no admitido como tal: el drama de descubrimiento sobre las raíces y la identidad.
La ética individual puesta a prueba. El realizador de 4 meses, 3 semanas, 2 días, premiada con la Palma de Oro en Cannes 2007, trabaja ahora sobre una serie de pequeñas decisiones de la vida cotidiana, aparentemente inocuas, y su relación con el entramado familiar y social de los tiempos que corren. El de Cristian Mungiu (n. 1968) es uno de los nombres indiscutibles de la renovación reciente del cine rumano, una pequeña cinematografía que –sin embargo, y como su par portuguesa– continúa ofreciendo al mundo, año tras año, películas de enorme fuerza creativa y originalidad. 4 meses, 3 semanas, 2 días, con su Palma de Oro en Cannes en el año 2007, fue el film que lo hizo célebre en todo el mundo, un relato duro y tenso cuya puesta en escena obsesiva, quirúrjica, no lograba ocultar un efectismo emocional de dudosa raigambre. El último largometraje del realizador, que también tuvo su debut en la Croisette, lo encuentra deslizándose sobre aguas algo más sutiles, sugestivas y, eventualmente, profundas. A pesar de partir de un hecho de violencia (que nunca se verá, a excepción de un fugaz video de vigilancia) la historia de Graduación no apunta sus cañones a una decisión tan compleja y peligrosa como abortar en la Rumania comunista, sino a una serie de diminutas resoluciones de la vida cotidiana –aparentemente inocuas en sus consecuencias directas– y su relación con el entramado familiar y social de los tiempos que corren. “Sobre la ética individual, de los dichos a los hechos”, podría llevar como subtítulo Graduación, que encuentra a la joven Eliza a punto de dar un importante examen final en el bachillerato (el bacalaureat del título original) que podría abrirle las puertas de un viaje de estudios en el exterior, dejando atrás la vida en su pueblo natal por una nueva en el Reino Unido. Ese parece ser el mayor deseo de su padre, Romeo, un respetado médico que ambiciona lo mejor para su hija, aunque ese anhelo combine la paternidad amorosa con la sublimación de las frustraciones más íntimas, de todo aquello que no se pudo o no se quiso hacer en otros tiempos. Un intento de violación en las proximidades de la escuela, el mismo día del examen, comenzará a cambiar varias cosas, en principio de manera microscópica, revelándose finalmente como el comienzo de un efecto bola de nieve. Lo que ocurrirá de allí en más no será tanto una búsqueda del culpable (aunque haya algo de eso, apoyada en la ayuda de un jefe de policía amigo de Romeo) sino la descripción de una cotidianeidad ligeramente alterada: las visitas al hospital, los encuentros con una amante de larga data, la constatación de una relación matrimonial al borde del precipicio, el enfrentamiento cada vez más pronunciado con su hija. La primera secuencia despliega las armas de lo concreto como elemento simbólico: la tranquilidad (normalidad sería un término más preciso) de una mañana en el departamento que comparten Romeo, su mujer Magda y Eliza se ve perturbada por una piedra lanzada desde la calle hacia la ventana del living. Esos vidrios rotos por ¿quién?, ¿por qué? –el primero de una seguidilla de extraños hechos de violencia– anticipan una alteración aún mayor, que no tardará en llegar. Para Mungiu, sin embargo, se trata apenas de un punto de partida, casi una excusa: el miedo a que su hija falle en ese examen –para el cual se ha venido preparando durante meses– por un incidente de origen externo dispara la posibilidad cierta de un hecho de corrupción escolar que, en otras circunstancias, nunca hubiera cruzado por su cabeza. A partir de ese momento, la película avanza lenta pero inexorablemente hacia un derrotero personal que termina dándole forma a la descripción de una trama de corruptelas, compensaciones económicas y “ayudas” entre amigos que sobrevive en la sociedad rumana a treinta años del fin de la era de Nicolae Ceau?escu (descripción que puede hacerse extensiva a muchas otras sociedades, por cierto, y no demasiado lejanas geográficamente). Algo similar ocurría en la reciente y magistral El tesoro, de Corneliu Porumboiu, pero el estilo de Mungiu se ubica más cerca del naturalismo seco, menos osado a nivel formal y más afecto al hiperrealismo de las actuaciones y los diálogos como sostenes esenciales del motor narrativo. Afortunadamente, el realizador nunca cae en el facilismo del sermoneo: no hay aquí una crítica despiadada a las miserias de la clase media, aunque sí una descripción certera de algunos de sus miedos y zonas erróneas. Con escasa piedad, pero sin abandonarse por completo a la imposibilidad de la empatía.
Melodrama pasional con ínfulas literarias. “Este es un primer encuentro, nos volveremos a ver”, le dice el señero doctor a Gabrielle Rabascal. Corren los primeros años 50 y el especialista quizás esté pensando en ese término aún utilizado en aquellos tiempos: histeria femenina. Es que la joven, usualmente con la cabeza enfrascada en algún libro o directamente en la luna, se ha obsesionado a tal punto con su profesor –casado y a punto de ser padre– que la familia ha decidido hacer finalmente una consulta médica. La experimentada actriz y realizadora francesa Nicole Garcia (Place Vendôme, El adversario) se apropia aquí de la novela Mal de piedras, de la autora genovesa Milena Agus, e intenta consumar un matrimonio de difícil convivencia: el melodrama pasional con ínfulas literarias y el estudio de carácter psicológico. Y es que Gabrielle –en un papel diseñado a medida para Marion Cotillard–, más allá de ser una muchacha de carácter fuerte que siente como las convenciones sociales y familiares la encorsetan hasta la asfixia, efectivamente sufre de un par de males. En principio el mal de pierres del título original (los familiares cálculos renales), pero también una predisposición hacia la melancolía y el apasionamiento amoroso, una cierta fragilidad a la hora de recibir el flechazo y caer rendida ante la imposibilidad de la consumación. La primera escena del film, en la ciudad de Lyon y una década más tarde, anticipa que la protagonista finalmente se casará y tendrá un hijo, aunque el súbito reconocimiento de un domicilio que se creía olvidado la hará bajar del taxi ante el desconcierto de los suyos. El relato volverá a esa instancia durante los últimos minutos, pero el tuétano narrativo recorrerá una década de vida previa: el casamiento acordado con un inmigrante español llamado José (el catalán Àlex Brendemühl, recordado protagonista de Las horas del día, de Jaime Rosales), su mudanza a La Ciotat y el comienzo de un exitoso negocio en la construcción, la pérdida de un embarazo y el diagnóstico de la enfermedad renal, cuya consecuencia directa será la estancia durante varias semanas en un hotel termal suizo. Allí conocerá al teniente André Sauvage (un impertérrito Louis Garrel, que no le hace los honores a semejante apellido), postrado por una enfermedad contraída en el frente de batalla de Indochina, el comienzo de otro apasionamiento que no terminará -ni mucho menos- junto con el alta médica. Las intenciones de Garcia son evidentes: unir el clasicismo romántico con una descripción de circunstancias sociales, en momentos en los cuales el rol de la mujer estaba cristalizado en compartimientos estáticos. Si bien el film logra algunos apuntes interesantes al respecto –en particular en lo que hace a la relación de la protagonista con su madre–, Un momento de amor no logra que esos dos intereses terminen de coagular y el resultado es un relato episódico en el cual los momentos de mayor intensidad se sienten forzados por las expresiones de los intérpretes, el encuadre y la música. La novela de Agus, escrita en forma de diario personal, está empapada por la subjetividad de la narradora. La película, en cambio, está construida a partir de, al menos, dos miradas, aunque una de ellas permanezca oculta durante bastante tiempo, generando un efecto quizás no deseado por la realizadora: cada paso de la heroína puede ser visto como un acto de entrega amorosa, un acceso de capricho o el más radical de los egoísmos.
El triunfo de la estrella como placebo social. Importante paso en falso para el cineasta palestino-israelí Hany Abu-Assad, El ídolo deja de lado todas las sutilezas para relatar, bajo los designios de la biopic convencional, el ascenso al estrellato del cantante oriundo de la Franja de Gaza Mohammad Assaf, gran triunfador del concurso de canto televisivo Arab Idol (la franquicia árabe de Pop Idol) en su temporada 2013. Desde que su segunda película, Rana’s Wedding, se presentara en el Festival de Cannes en el año 2002, el realizador viene edificando una filmografía que ha intentado entrelazar relatos atractivos para el gran público con una mirada sobre la situación social y política en los territorios palestinos. En aquel largometraje, el costumbrismo y ciertos trazos de comicidad aligeraban la pesada carga de su protagonista, obligada a casarse con un hombre elegido por su padre. Las más prestigiosas El paraíso ahora y Omar, por su lado, retrataban cuestiones ligadas a la violencia cotidiana en la región y la vida de los seres humanos detrás de los ataques suicidas, sin dejar de lado una meticulosa construcción del suspenso cinematográfico. En todas ellas, el equilibrio entre la descripción de condiciones sociales, el mensaje humanista y una estructura clásicamente dividida en tres actos daba forma a películas de cierta potencia narrativa y llegada universal a pesar de su temática local. En El ídolo –producida por capitales egipcios pero rodada en locaciones de Cisjordania que hacen las veces de Gaza– cualquier atisbo de complejidad es eliminado de un plumazo ya desde la primera escena. El extenso prólogo presenta al protagonista, a su hermana y amigos, todos ellos empeñados en hacer de su afición a la música un modo de vida y, quizás, de escape ante la violencia imperante. La carga literalmente melodramática es potenciada ante la súbita y grave enfermedad de la niña, el primero en una serie de golpes de timón de un guion que, a pesar de estar basado en hechos estrictamente reales, se toma varias libertades en la consecución de un tono que oscila entre lo épico y lo patético. De allí en más, elipsis mediante y con un Mohammad Assaf ya adulto (interpretado por el actor Tawfeek Barhom, visto recientemente en Mis hijos, de Eran Riklis), la película se transforma en un típico exponente de la lucha entre el deseo personal y las extremadamente coercitivas condiciones circundantes. Ese deseo dibuja una silueta clara: cruzar la frontera y llegar a El Cairo en tiempo y forma para participar de la primera ronda de Arab Idol. De allí en más, una proliferación de deus ex machina empuja al héroe a triunfar en las diversas etapas del concurso, imitando de alguna manera el formato del show televisivo. En algún momento cerca del final, imágenes del Assaf real y del público vitoreándolo en las calles palestinas se entremezclan con las de la ficción, poniéndole el moño a una película que transforma ese triunfo personal –basado, eso sí, en el talento– en una de esas fábulas “inspiradoras” para el consumo global. Irónicamente, tal vez ese amigo de la infancia, convertido con los años en censor religioso y político, tenga en el fondo algo de razón: el efecto popular de la victoria del ídolo tiene toda la apariencia del placebo social.