Del suspenso a la trampa de la parábola. El director de La separación vuelve a algunas de las ideas que ya estaban en aquel film, con una pareja de clase media atravesando una crisis, en la que pesa el componente cultural y religioso de la teocracia iraní. Sin embargo, la resolución resulta forzada. Con un segundo Oscar en sus manos (aunque ausente durante la ceremonia de premiación, merced a las políticas inmigratorias de la era Trump), Asghar Farhadi se ha convertido en el realizador iraní con mayor proyección internacional, el único que ha logrado unir con creces los mares del prestigio autoral, vía el Festival de Cannes, con los de la distribución mundial. La fórmula del alquimista no es sencilla: desde los inicios de su carrera, hace unos quince años, el énfasis en el naturalismo social no ha hecho mella en una notable capacidad para elaborar sus relatos con una buena dosis de suspenso tradicional, sumada a un componente humanista que suele reflejarse en la puesta en tensión de ciertas problemáticas (en particular, aquellas referidas al rol de la mujer) que, sin dejar de ser universales, tienen una particular relevancia en su país de origen. En sus mejores películas (las inéditas en nuestro país Fireworks Wednesday y About Elly o la reconocida La separación), esos elementos se combinan para ofrecer una particular mirada sobre relaciones humanas a partir de las disyuntivas morales de sus personajes, sin estridencias ni excesos dramáticos. El viajante llega luego de su primera película rodada fuera de Irán, El pasado, y retoma algunas de las ideas que resultaban fundamentales en La separación, aunque aquí no haya un divorcio en proceso sino apenas el prólogo de una crisis que, posiblemente, horadará esa relación de manera definitiva. Los protagonistas, Rana y Emad (notables Taraneh Alidoosti y Shahab Hosseini, ambos miembros regulares de la troupe de Farhadi) integran, nuevamente, un matrimonio de clase media, en este caso una pareja de actores semi profesionales que, al comienzo del film, se encuentran dándoles los toques finales a los ensayos de una puesta de La muerte de un viajante (puesta no exenta de problemas de producción y, como se desliza en un breve diálogo, acosada por la censura de los comisarios culturales). La mudanza de urgencia a un nuevo departamento será el punto de partida del conflicto, que comenzará a avanzar como una mancha venenosa sobre su vida personal y profesional: la antigua habitante del lugar pudo haber sido una prostituta y uno de esos pequeños errores que se revelan fatídicos terminará dejando las puertas abiertas para que uno de sus clientes la confunda con la nueva inquilina. Corte al hospital, donde Rana es atendida por un grupo de médicos, fuera de peligro, pero con varias heridas en su cuerpo y las secuelas psicológicas del hecho a flor de piel. Esa elipsis se transformará en un arma de doble filo durante el resto del film: la mujer fue atacada, sin dudas, pero la narración le esconde al espectador (¿y al personaje del marido?) cierta información, punto de partida para una serie de notorios cambios en el carácter de Emad, que en pocos días dejará de encarnar a cierto arquetipo de liberal culto para obsesionarse con una búsqueda del culpable que lo mostrará en una novedosa faceta, exacerbado en varios niveles un componente machista que permanecía oculto. Si bien es cierto que El viajante no sería la misma película de haber sido rodada por otro realizador en otro país (el componente cultural y religioso de una teocracia se siente con fuerza), es evidente que el mecanismo mediante el cual Farhadi parte del punto A para llegar al punto B se lleva por delante varias sutilezas e, incluso, lo obliga a disponer más de una incongruencia en el relato, que no conviene revelar aquí ya que forman parte del bagaje de resoluciones finales. La película logra transmitir, en el silencio inicial de Rana, no sólo una respuesta a la violencia muy diferente a la de su marido sino, como se verá más tarde, una toma de posición muy férrea al respecto. Su punto de vista resulta esencial, más allá de que quien reacciona a partir del hecho inicial es Emad. La grieta comienza a ensancharse entre ambos y las escenas “teatrales” –aquellas que registran las representaciones de la obra de Arthur Miller– se transforman en el reservorio de aquello que no se dice, o se dice a medias, fuera del escenario. Pero a diferencia de lo que ocurría en la reciente El vecino, del rumano Radu Muntean, e incluso en El hijo, de los hermanos Dardenne –donde los dilemas éticos también iban de la mano de la construcción del suspenso–, Farhadi recorre en los últimos treinta minutos de El viajante el camino inverso al concepto de “menos es más” elaborado en esos films, cayendo finalmente en la trampa de la parábola, que había logrado sortear con bastante éxito durante la hora y media previa.
Crónica de un niño solo, con arma. Drama social disfrazado de historia policial o viceversa (todo un clásico en la historia del cine), la ópera prima del salteño Cristian Maximiliano Barrozo tiene la particularidad de provenir de una región del territorio argentino usualmente poco representada desde sus entrañas, a partir de una mirada alejada del centralismo de la producción cinematográfica. Característica que le aporta todas sus virtudes: un oído atento al timbre del habla local, los aires documentales de algunas secuencias rodadas en bulliciosas locaciones reales, la ausencia del paternalismo porteño observando desde la distancia. Sobre esa capa de base, el realizador monta un relato ficcional clásico, con un héroe ídem (aunque muy joven) tomando al toro por las astas ante una desesperada situación de vida o muerte. Casi desde un primer momento, con esos ostentosos movimientos de cámara que siguen al protagonista regresando a su casa luego de una noche en la comisaría, los engranajes narrativos comienzan a chirriar, no tanto por falta de aceite como por la constante presencia de rebarbas en sus puntos de encastre. El debutante Álvaro Massafra, sin experiencia previa en la actuación, interpreta a Leandro, un adolescente de clase media a quien poco parecen importarles sus obligaciones escolares y que el film presenta como algo conflictuado. Tanto él como sus amigos –en particular Chachota, quien claramente pertenece a una clase social más humilde– coquetean con actividades criminales de poca monta, apoyados por la modesta pero efectiva estructura de Gustavo, dueño de un prostíbulo y organizador de robos desde las sombras. En ese papel, Roly Serrano aporta una nueva versión de su clásico personaje de “pesado”: ronco y usualmente borracho, su sola presencia impone respeto y miedo, construcción dramática al uso profesional que, en más de un pasaje, choca con la dirección de actores del resto del reparto, amenazando con devorar toda la atención. La aparición insospechada de una chica del barrio en la ecuación, en una de las escenas más inverosímiles del film (inverosímil por contexto y desarrollo), marca el punto de inflexión para el inicio del tercer acto, donde primarán el instinto de supervivencia y la fidelidad a ciertos principios personales. A pesar de su título, Lo que no se perdona no es un film moralista. Ni pretende encarnar en un ensayo sociológico sobre la criminalidad juvenil en estos tiempos. A pesar de ello, no puede evitar cargar las tintas sobre ciertos aspectos que no pueden interpretarse como secundarios, v.g.: la manera de representar visualmente la falta de comprensión de los mayores (específicamente, la de la madre del chico), dejando usualmente fuera de cuadro el rostro de la mujer, extraño reflejo del “plano Tom & Jerry”, aquel que sólo mostraba las piernas de la dueña del famoso gato. En otros momentos, Barrozo sigue al protagonista desde atrás en largos travellings –recurso que parece haber sido patentado por los hermanos Dardenne– o se detiene en sus gestos mientras, en off, se escucha la voz del policía que lo ha detenido. Momentos más o menos logrados que se pierden ante la inminencia del enfrentamiento final, aquello que más parece importarle al relato: la crónica de un niño solo, arma en mano, frente a frente con un malo de película.
Cuando una noche tibia nos conocimos. Una historia de amor y erotismo precoz que ha quedado trunca conforma la espina dorsal del film, nueva demostración de la vitalidad del cine con temática GLBT en nuestro país. Las cosas nunca dichas resultan tan relevantes como aquello que es explicitado. Rodada íntegramente en la localidad correntina de Paso de los Libres, la ópera prima en el largometraje de Papu Carotto retoma algunas ideas de un cortometraje previo (Matías y Gerónimo) para narrar el reencuentro de dos amigos de la infancia, distanciados durante algo más de una década. Esteros comienza con la visita de Matías (Ignacio Rogers, el protagonista de El pasante) a su pueblo natal, acompañado de su pareja, una chica brasileña con la cual parece mantener una relación estable y duradera. El azar define que Matías se encuentre con Jerónimo (Esteban Masturini) luego de todos esos años de alejamiento y el film acompaña la inesperada situación con el primero de una serie de flashbacks hacia un verano que se revelará inolvidable, por razones muy diversas e incluso contradictorias. La profunda amistad de los chicos, a punto de terminar sus estudios primarios, comienza a evolucionar hacia algo distinto a medida que la atracción física entre ambos se hace cada vez más evidente, ante la mirada de algunos de los adultos que los acompañan en esa chacra cercana a los esteros. Esa historia de amor/erotismo precoz que ha quedado trunca, por razones que el film dará a conocer más temprano que tarde, conforma la espina dorsal del film, nueva demostración de la vitalidad del cine con temática GLBT en nuestro país. Pero Curotto no parece estar interesado en bajar línea, sino en enfrentar a sus personajes a ciertas decisiones del pasado y del presente que, más allá de sus particularidades, no dejan de ser universales. En ese sentido, Esteros es tanto un coming-of-age (en este caso, un relato sobre el paso de la infancia a la juventud) como un posible coming-out-of-the-closet: si Jerónimo, que se dedica sin demasiado éxito a los efectos especiales para el cine, ha asumido su condición homosexual abiertamente y ante todo el mundo, la situación de Matías es muy diferente. Un imprevisto viaje a ese lugar en el mundo donde, una década atrás, surgió la atracción, permitirá que ambos jóvenes vuelvan a verse ante la necesidad de tomar decisiones que afectarán tanto el presente como el futuro. El realizador establece y sostiene durante gran parte del metraje un acercamiento intimista al derrotero del dúo, a partir de una narración convencional pero atenta a los detalles: si bien los diálogos tienen una importancia esencial, las miradas, los roces y las cosas nunca dichas resultan tan relevantes como aquello que es explicitado. La tensión narrativa (y también la emocional y física) entre los protagonistas va en aumento a medida que la posibilidad cierta de un segundo capítulo de la historia comienza a tomar forma, y Curotto encuentra la manera de transmitir la compleja relación entre ambos de manera sutil, pero, al mismo tiempo, evita cualquier clase de eufemismo o ambigüedad. La sociedad ha cambiado y también lo ha hecho el cine: estamos a años luz de aquellas “otras historias de amor” de hace apenas tres décadas. Si el deliberado apuro en el cambio de tono de las escenas finales de Esteros inhabilita o no sus logros previos, dependerá de la sensibilidad de cada espectador.
Una película de aventuras a la vieja usanza. Producido por la cadena Nickelodeon, el primer largometraje con actores de carne y hueso del especialista en animación Chris Wedge (La era de hielo, Robots) se sostiene sobre el que quizá sea el concepto más estrambótico visto en un film para toda la familia en bastante tiempo: la amistad entre un joven amante de los fierros y un ser surgido de las profundidades de la tierra, suerte de pulpo gigante con la cabeza y la inteligencia de un delfín educado en la mejor de las universidades. Y cuya alimentación se basa en toda clase de derivados de los hidrocarburos. En el fondo, Monster Trucks remite –aunque sin la melancolía retro explícita de un Stranger Things– al universo del fantástico ochentoso y aledaños; de hecho, su estructura esencial es similar a la de E.T., aunque con condimentos y aderezos de otros formatos y géneros narrativos. Su gadget básico, por otro lado, no puede sino recordar a los ubicuos Transformers: la posibilidad de que el bicho en cuestión, que responde al nombre de Creech, se adapte perfectamente al chasis de esas 4X4 customizadas que tanto gustan allá en el norte, transformadas aquí literalmente en “camionetas monstruosas”. Nada nuevo bajo el sol: el cine popular y el infanto-juvenil en particular viene alimentándose de ideas previas desde tiempos inmemoriales. Como corresponde, hay aquí un villano de manual y también un hombre algo mayor dispuesto a ayudar al jovencito y a su nueva amiga a salvar a Creech y a su raza de la extinción, interpretados respectivamente por Rob Lowe y Danny Glover, nueva demostración de que más vale billete en mano que búsqueda infructuosa de roles más sustanciales. Dicho lo cual, a pesar de los aspectos derivativos y de una tendencia a la reiteración de situaciones de suspenso y peligro similares (eso que en la jerga suele denominarse cliffhanger), Wedge y sus colaboradores en el departamento de montaje y de diseño de efectos digitales se las arreglan para que Monster Trucks pueda ser disfrutada como una película de aventuras a la vieja usanza. Sin demasiada inteligencia y menos aún profundidad, es cierto, pero con algo de nervio y ritmo y una creciente simpatía por una criatura con la cual, a priori y a juzgar por las apariencias, resulta difícil sentir algo de empatía. El resto puede listarse sin llamadas a pie de página: el obligatorio mensaje ecológico, las escenas de acción no del todo afinadas, la actuación central de un Lucas Till pasado de galancito teen (aunque la adolescencia del propio actor haya quedado atrás hace unos cuantos años), el romance en ciernes con la chica nerd que resulta ser bastante sexy. Una fantasía (en parte) animada de hoy con un corazoncito old school en su interior. Y eso es todo, amigos.
Como lucecitas en la oscuridad. El segundo largometraje de la argentina Milagros Mumenthaler vuelve a transitar senderos que ya estaban abiertos a la caminata en su ópera prima, Abrir puertas y ventanas: las relaciones entre los miembros de una familia –muy particularmente, entre las mujeres– y la ausencia de un ser querido. La realizadora partió en este caso de una adaptación muy libre de Pozo de aire, el libro de fotografías y poemas en el cual la autora, Guadalupe Gaona, recorre su propio pasado –el de unas vacaciones en la Patagonia, marco geográfico de la única fotografía que posee de su padre, desaparecido durante la última dictadura militar– y el presente que le da origen al volumen. “No sé cuándo las comí / Pero las uñas me dan vuelta en el estómago / Como lucecitas en la oscuridad”, escribe Gaona y Mumenthaler, sin citar literalmente la frase, recrea algo cercano a esa primera sensación y, literalmente, pone en pantalla una secuencia donde un juego nocturno con linternas se transforma en uno de los momentos más bellos y evocativos de la película. Inés (Carla Crespo) ultima detalles de la edición de su obra fotográfico-literaria mientras recorre los últimos meses de su embarazo, recientemente separada de su pareja (Juan Barberini). Desde ese presente no exento de conflictos y a partir del relato de la protagonista, el film viajará hacia un pasado con apariencia idílica, durante un descanso veraniego entre bosques y lagos y con gran parte de la familia, allegados y amigos participando de cenas, encuentros y juegos. En realidad, La idea de un lago irá alternado esas capas temporales (a ese presente y pasado se les sumará una tercera etapa, ligada a las primeras instancias de libertad post adolescente de Inés) para ir construyendo un tapiz de emociones. Pequeñas alegrías y grandes dolores que, de alguna manera, remiten a la estructura del libro de Gaona y, al mismo tiempo, al que puede suponerse ha construido el personaje en la ficción. La otra mujer esencial es la madre de Inés, interpretada por Rosario Bléfari, quien perdió a su marido en aquellos años y ahora se resiste a remover los vendajes de esas heridas, que nunca han cicatrizado del todo. Si la memoria es el tema central de su nueva película, Mumenthaler esquiva el tono discursivo y los excesos de verbalización emocional para edificar pacientemente una historia que se construye (en algunos casos se deduce) a partir de los pequeños gestos y acciones. Y, desde luego, las miradas: no es casual que Inés sea fotógrafa. Es la particularidad de sus “recuerdos” –presentados a partir de diversas texturas y formatos de fotografía: un presente digital, un pasado analógico, una reluciente cámara VHS con la cual una Inés niña registra un momento incómodo entre su madre y un amigo de visita– los que le dan un sentido a prácticamente la totalidad de las escenas. El punto de vista es entonces esencial, como terminará de demostrarlo una instancia decisiva cerca del final del relato: todo forma parte de una subjetividad, los hechos son inevitablemente tamizados por una mirada particular. “Somos acumulación de memorias”, podría afirmar Inés, mientras espera el nacimiento de su hijo y recuerda, aunque a veces la intrusión de lo onírico tome el lugar más relevante de ese bagaje de evocaciones personales. Sólo así puede reconstruir esa singular idea de un lago, a la que puede sumarse el más estrafalario de los botes: un Renault 4 que responde al nombre de Correcaminos.
Los números no saben de colores. “Presuntamente al que más sabe a la hora de ‘meter’ películas en los Oscar, esta vez al productor Harvey Weinstein le falló el cálculo, dejando la muy calculada St. Vincent fuera de las nominaciones”, escribía en estas misma páginas Horacio Bernades hace exactamente dos años, en ocasión del estreno local del largometraje anterior de Theodore Melfi. A los productores de Talentos ocultos –entre ellos el músico Pharrell Williams, quién además aporta un puñado de temas originales a la banda de sonido– no les fallaron los números en lo más mínimo, a pesar de las cualidades calculadas que comparte con esa película previa. Tres nominaciones no es poca cosa, particularmente en un año en el que deberá competir con otros dos films de “temática afroamericana”: Luz de luna, que lo sobrepasa en cinco casilleros en las diversas secciones de los premios, y la igualmente oscarizada Fences, dirigida y protagonizada por Denzel Washington. Tradicional en su origen y estructura de film basado en hechos reales, ideológicamente inimputable en su descripción de la segregación racial en los Estados Unidos de comienzos de los años 60, atractiva por la temática histórica –los primeros pasos de la carrera espacial en las oficinas y talleres de la NASA– y con una precisión milimétrica para construir un verosímil naturalista en cada gesto de los personajes y elemento de la utilería, Hidden Figures es una película que difícilmente pueda disgustar en el sentido profundo del término. Un clásico caso de ingeniería cinematográfica. O televisiva, dada la alta vara de la producción para la pequeña pantalla existente de un tiempo a esta parte. Aunque la razón también para esto último puede ser otra, muy distinta: el de Melfi es un producto pensado para la pantalla grande que (y tal vez sea hora de cambiar ese paradigma) puede confundirse con un típico telefilm de antaño: el mensaje es más importante que el medio. La saga de las chicas negras que trabajan diariamente en un salón segregado dentro del complejo de la agencia aeroespacial como “computadoras” –así las llaman, utilizando la más precisa definición etimológica–, comienza típicamente con una breve escena de la niñez de una de ellas: Katherine Johnson, niña prodigio del cálculo matemático, es becada para continuar sus estudios. Desde ese prólogo en los años 20, el film salta a lo que será el presente del resto del relato, durante los esforzados tiempos del Explorer I y el Friendship 7: junto a Katherine viajan en el auto, rumbo al trabajo, las también matemáticas Dorothy Vaughan y Mary Jackson, compañeras de cómputos y compinches en la vida fuera del ámbito laboral. El hecho de que sean detenidas momentáneamente por un policía por su color de piel no es un detalle menor, indicador temprano de las batallas que deberán luchar –tanto en el terreno público como en el privado– para vencer prejuicios, trampas legales y otra clase de obstáculos que les impiden realizarse por completo en su carrera profesional y, por ende, en sus vidas personales. Son, desde luego, las figuras ocultas del título original; tan secretas como las “figuras” matemáticas (gracias a la polisemia en idioma inglés) que los físicos e ingenieros intentan develar para que un estadounidense logre finalmente orbitar con éxito alrededor de la Tierra. Una historia “inspiradora” –como gustan decir por aquellas tierras– con una aceitadísima y absolutamente empática encarnación de Taraji P. Henson, Octavia Spencer y Janelle Monáe. Las dos primeras, actrices con una larga trayectoria en cine y tevé; la tercera, actriz y cantante que inicia su carrera en la pantalla aquí y en la ya mencionada Luz de luna. Acompañadas por Kevin Costner y Kirsten Dunst, en roles jerárquicos diseñados desde el guión para romper –lenta, pero inexorablemente– con algunas de las reglas segregacionistas del lugar. El gag recurrente del personaje de Johnson corriendo, ida y vuelta, varios cientos de metros, para utilizar el baño de mujeres “de color” –mientras en la banda de sonido Williams canta “estoy harto y cansado de correr”– es sintomático del film en su conjunto: bienintencionado, amable a pesar de las aristas más oscuras de su temática, sobrecargado de un deseo de agradar al espectador a toda costa.
“Antes del atardecer” porteño. Vapor, el primer y ultra independiente largometraje de ficción en solitario de Mariano Goldgrob, comienza con un viaje en auto. Su protagonista femenina (Julia Martínez Rubio, una de las “musas” del realizador Matías Piñeiro) viaja con lágrimas en los ojos al velatorio de su padre. Montaje alterno: el coprotagonista de la historia, otro personaje sin nombre (Julián Calviño), se lava la cara y se prepara para salir a la calle sobre el final de uno de esos días de verano de altas temperaturas y humedades estratosféricas. Desde ese primer momento el espectador anticipa que ambas experiencias se cruzarán más temprano que tarde, aunque no puede imaginar que Él y Ella ya se conocen: son ex novios o amantes, y a partir de los primeros diálogos, luego del casual encuentro bajo las sombras de la noche, resulta claro que las huellas que dejaron uno sobre el otro son profundas y duraderas. Sobreviene un recorrido por calles, esquinas y bares de Buenos Aires que sólo terminará al amanecer, cuando esa otra realidad interrumpida por el reencuentro reanude su inexorable impulso. Goldgrob dispone el relato (minimalista sólo en apariencia, ya que se dicen y recuerdan muchas cosas y ocurren otras tantas) a partir de un énfasis en tres elementos centrales: la dosificación de la información, que la conversación va revelando a partir de momentos aparentemente triviales, la búsqueda de un tono naturalista en las actitudes del dúo protagónico –logrado en casi todas las instancias– y una elaboración del ámbito urbano como tercer y esencial personaje. Ambito, dicho sea de paso, aquejado por la falta de agua en hogares y locales, que persigue a los habitantes de la ciudad –y a ese par de transeúntes– con su sequedad, parecida a la del “upite de una monja”, según dicen al unísono en un primer momento de recuperada complicidad. La tentación de hacer del personaje masculino un escritor y, por ende, de superponer otra capa narrativa no logra usurpar el lugar de privilegio que posee la historia central, que hace del movimiento el principal motor de esa despedida que ninguno parece estar dispuesto a acelerar. Podrá pensarse, momentáneamente, en algún capítulo de la saga de los amantes de Linklater (hay incluso una referencia directa a Antes del atardecer en un diálogo temprano), pero lo que parece interesarle al realizador no es tanto la posibilidad o imposibilidad de un nuevo episodio conjunto en la vida de sus criaturas como una elaboración del duelo ante la pérdida, doble en el caso de ella. Es por eso que el pasado y el presente se confunden muchas veces en la charla, mientras la espera del último subte, la fugaz parada en un bar sin aire acondicionado o el descanso en un boliche de karaoke activa emociones casi olvidadas, relegadas a una memoria selectiva que ahora abre sus compuertas durante unas pocas horas de noctambulismo. Esa búsqueda poética a partir de elementos tan concretos, tangibles incluso, es el logro más acabado de un film pequeño, pero esencialmente honesto, sensible y sustancial.
El orgullo de asumirse como cocoliche. Esta sexta entrega de la saga recupera varios logros del film original, con especial énfasis en las escenas de acción. Tanto la saga cinematográfica Resident Evil como su creador (y director de cuatro de las seis entregas) tienen sus detractores y admiradores confesos, más allá de la relación con las diferentes ediciones del videojuego en el cual está basada y la sinergia entre los grupos de jugadores y espectadores. Dejando de lado la discusión acerca del “autorismo vulgar”, en la cual Anderson (éste Paul Anderson, no el infinitamente más respetado Paul Thomas Anderson) fue tomado como bandera por los defensores de las bondades de cierto cine de acción contemporáneo, lo cierto es cada uno de los peldaños de la franquicia –centrada en la lucha de su heroína titular, Alice, contra la corporación Umbrella y los zombis y monstruos creados como consecuencia de la difusión de un virus– ha tenido sus altos y bajos. Más de los últimos que de los primeros. Este Capítulo final, sin embargo, parece recuperar varios de los logros del film seminal, poniendo especial empeño en crear un imparable ritmo en las escenas de acción y dejando de lado algunas de las pretensiones pseudo filosóficas que habían lastrado los últimos episodios. Luego de un clip de dos o tres minutos gracias al cual el espectador olvidadizo o neófito puede hacerse de una somera idea de cómo se ha llegado hasta esta situación, el film ubica a Alice (nuevamente, Milla Jovovich, quien ha hecho del personaje casi un alter ego de su persona) en una Washington apocalíptica, absolutamente devastada. En cuestión de segundos, el primer peligro que acecha entre las sombras y los escombros dice presente y la súper mujer debe poner su cabeza y cuerpo en funcionamiento para sobrevivir. Si Resident Evil 6 abusa en esos primeros minutos de los golpes de efecto sonoros con la intención de hacer saltar de la butaca al espectador, lo que sigue es bastante más digno y noble: Anderson aplica desde el guión, los encuadres y el montaje una de las más viejas lecciones cinematográficas: la persecución de unos por otros, se trate de quien se trate, es uno de los conceptos que parecen haber nacido para ser llevados a la pantalla. Ciertamente, los villanos parecen de cartón pintado y los infectados por el mal viral demuestran ser la enésima versión de los undead creados por George Romero (un aplazo en la materia Originalidad). Tampoco resulta sencillo encontrar aquí la construcción de climas o la ética individual y de grupo que algunos de los mejores realizadores del cine de género han sabido inyectar en sus creaciones durante las últimas décadas. Menos aún existe una lectura sociológica que vaya más allá de los lugares comunes de un humanismo ramplón. Las confesiones y revelaciones de último momento, finalmente, no logran ir más allá de la superficialidad de aquellas otras que pueden encontrarse en cualquier telenovela de la tarde (atención: lo mismo puede afirmarse de sagas cinematográficas mucho más prestigiosas, incluyan o no batallas estelares). ¿Qué hay de bueno, entonces? Fundamentalmente, las cualidades cinéticas de una película de aventuras que se encarama sin vergüenza sobre su condición chatarrera, que sabe cómo resolver –con energía e imaginación– una nueva encarnación del ataque al fuerte blindado por infinitas hordas de enemigos y que confía en la osadía de sus cualidades más bestiales para contrarrestar las desventajas de un presupuesto moderado. No casualmente, esta ¿última edición? (el final deja el horizonte bien limpio para un nuevo reinicio) ni siquiera contó con capital estadounidense, resultando en una típica coproducción con actores y actrices de orígenes diversos –australianos, canadienses, un cubano exiliado y, por supuesto, una ucraniana–, un rodaje en media docena de países y una actitud cocoliche que viste con el pecho henchido de orgullo.
Tiempo interrumpido y punto de partida. La ópera prima en el largometraje de Nadia Benedicto parte de una crisis personal para construir una pequeña fábula de crecimiento y cambio concentrada en tres personajes, una madre y sus dos hijas, durante un viaje intempestivo a un pequeño pueblo de la Costa Atlántica. La separación de Sofía de su marido ocupa los primeros dos minutos de Interludio, aunque nunca se verá a ese personaje masculino. “Es puto. No sabés lo claro que lo tenía”, le confiesa Sofía entre llantos a una amiga a través del teléfono, detalle que anticipa, tal vez innecesariamente, el tema central de una de las tres subtramas que sobrevendrán (el espectador tiene la sospecha de que ese divorcio podría haberse dado por cualquier otra circunstancia). Y es así que hacia esas playas frías y solitarias de temporada baja parten Sofía (Leticia Mazur), su hija adolescente Irina (Sofía del Tuffo) y la pequeña Pachi (Lucía Frittayón), arrastradas por algo que las supera, a la espera de que ese tiempo interrumpido se transforme en el punto de partida para una nueva etapa. Benedicto plantea el relato a partir de la tensión entre aquellos momentos en los cuales los tres personajes coinciden en un mismo ámbito y aquellos otros en los cuales cada una de las mujeres transita un derrotero en solitario. Aquejada por el llanto en cualquier momento y lugar, Sofía atraviesa el luto con amargura y rencor, pero intenta aparentar una calma inexistente ante la presencia de sus hijas; Pachi comienza a fantasear con la posibilidad de que una pareja de hermanos gemelos no sean otra cosa que extraterrestres de visita en la Tierra; Irina, finalmente, comienza tibiamente a acercarse a una lugareña de su misma edad, dando inicio a la que, puede suponerse, es la primera relación sentimental de su vida. De esas tres historias particulares, la de Irina se revela como la de mayor sensibilidad y potencia dramática: la realizadora encuentra varias maneras de transmitir el terremoto íntimo que está sacudiendo a la chica a partir de escenas aparentemente (mentirosamente) triviales, como un paseo por un restaurante abandonado o una conversación a la luz de la Luna. El de Sofía tal vez sea el menos interesante de los trayectos, no ayudado precisamente por un par de interludios de danza contemporánea que sólo pueden explicarse por el hecho de que la actriz que la interpreta es bailarina (nunca se aclara si ese es también el oficio o hobby del personaje). La súbita relación que establece con un técnico electrónico que viene a reparar un televisor y, casualmente, vive enfrente de su casa de “veraneo”, es otro de los elementos del guión que se sienten algo forzados, una excusa algo torpe para hacer avanzar la trama. Interludio aporta frescura en su retrato multigeneracional cuando logra registrar ciertos pequeños detalles en la relación entre los personajes, algunas miradas no del todo claras, las inevitables frases que lastiman. Pierde fuerza, en cambio, cuando siente que debe elevar la apuesta emocional o cerrar cada bifurcación de la historia con un calce perfecto.
Hermanos en una cacofonía de gritos. El film ganador del Gran Premio del Jurado en Cannes es otra creación hiperventilada del director de Yo maté a mi madre, que continúa confundiendo catarsis con vómito, con personajes que parecen estar siempre al borde de la explosión emocional. Xavier Dolan, el niño maravilla canadiense, nutrido y mimado en ese centro del universo llamado Cannes y con no pocos admiradores en todo el mundo, continúa investigando las relaciones familiares, ineluctablemente conflictivas. En Es sólo el fin del mundo, ganadora del Gran Premio del Jurado en ese festival, la cuestión se torna un poco (apenas) más expansiva que en la anterior Mommy –dominada por la ecuación amor-odio entre una madre y su hijo adolescente–, sumando a la pequeña saga a un par de hermanos y a la pareja de uno de ellos. Sin embargo, continúa la cacofonía de gritos, que a esta altura es una de las marcas registradas de su cine: los personajes parecen estar siempre al borde de la explosión emocional, cuando no la surfean en el pico de su altura, y no hay casi un momento de la historia en la cual asome algo parecido a un momento de pacificación. Con la excepción, quizás, de un puñado de flashbacks que idealizan momentos muy puntuales del pasado del protagonista, Louis, el joven y exitoso dramaturgo que regresa, luego de doce años de ausencia, para avisarles a los suyos que está por morirse. Dolan contó para la ocasión con un reparto envidiable de talentos franceses, comenzando por la veterana Nathalie Baye como la reina madre y continuando con Vincent Cassel (el hermano), Marion Cotillard (la cuñada), Léa Seydoux (la hermana) y Gaspard Ulliel como el muchacho que regresa al seno familiar. ¿Por qué se fue? No se sabe y poco importa, aunque la toxicidad de ese hogar es ciertamente uno de los principales sospechosos. ¿De qué está muriendo? Tampoco se sabrá y su semblante sólo puede indicar la presencia de un mal terminal con un poco de imaginación. Lo cierto es que la ausencia y súbito regreso traen aparejados –previsible e, incluso, lógicamente– varios cuestionamientos y no menos reproches, y basta que Louis atraviese el umbral de la casa para que las palabras comiencen a arremolinarse en un vendaval de frases entrecortadas y, por lo general, hirientes. En particular cuando salen de la boca del hijo mayor, un Cassel de ojos inyectados en sangre en lucha con el mundo entero y, en esa jornada particular, enfrentado ferozmente a su hermano menor. El origen teatral de la historia y la histeria se evidencia aquí y allá en el tendido espacio-temporal de la trama, que Dolan intenta encubrir con primeros planos y súbitos cortes de montaje –y una eventual y breve salida al espacio exterior–, y sólo sobre el final hará un intento de evidenciar el artificio mediante el uso de la iluminación, un recordatorio demasiado tardío de un modo de representación dramático que puede confundirse perfectamente con el realismo exacerbado. Los únicos momentos que quiebran ese continuo pegajoso de sopapos verbales recorren fugazmente el pasado, no tanto como chispazos de la conciencia sino como publicidades preciosistas donde el producto a vender es la sensibilidad del personaje que está rememorando. Dos únicas instancias demuestran las posibilidades contendidas en la historia para un desarrollo diverso, más sutil, tal vez más sensato: dos breves escenas en las cuales Louis conversa o simplemente se mira atentamente con Catherine (Cotilllard) y la posibilidad de algo cercano a la comprensión asoma en el horizonte. Ese film posible, sin embargo, está completamente eclipsado por el existente, otra creación hiperventilada del director de Yo maté a mi madre, que continúa confundiendo catarsis con vómito.