Ideas sueltas Originalmente era poco más que un chiste, un trailer falso que el director de publicidad John Watt y su amigo Christopher Ford filmaron para colgar en Youtube. Como parte de la broma le agregaron al video un "producida y dirigida por Eli Roth", refiriéndose al director de Hostal y The Green Inferno, figura de cierto prestigio en el ambiente del cine gore extremo. La cuestión es que Eli Roth vio el trailer y se decidió a apadrinar a John Watt, haciéndose cargo de la producción, incluso encarnando él mismo al payaso del título. El "chiste" no le salió nada mal a Watt, al punto de que ahora ha sido llamado a filas de las grandes superproducciones de Hollywood para filmar la próxima película de Spiderman. Si bien se trata de una historia pequeña que parecería prestarse para poco más que una broma, hay que ver lo bien que funcionan estas ideas sencillas como premisas para el cine de terror. La historia de un traje de payaso de origen ancestral e incierto, que una vez colocado queda adherido al cuerpo sin que exista posibilidad alguna de sacarlo y que va convirtiendo al portador en un demonio devorador de niños es, increíblemente, una posibilidad de gran punch cinematográfico. Se echan mano a un puñado de miedos atávicos, la otredad, los monstruos interiores, la figura siniestra del payaso (la fobia a ellos ya se ganó un nombre: la coulrofobia) y la antropofagia, y de esta manera el abrupto comienzo no podía ser más prometedor. El problema es el desarrollo: a medida que la anécdota avanza ninguno de los actores parece demasiado convencido de lo que está haciendo y los personajes carecen de un pasado y de la complejidad necesaria como para que importe mucho lo que les sucede. El conflicto además se extiende demasiado y siempre de acuerdo a lo previsible (en su desesperación por dejar de ser payaso, el hombre busca al típico veterano medio loco que pueda ayudarlo, se esconde y lucha contra sí mismo, con el creciente demonio aflorando en su interior). Quizá lo más interesante del planteo sea utilizar la contienda interior del hombre y sus intenciones de no lastimar a los niños como una referencia velada a los pedófilos y su propia incontinencia. Hay escenas en que los niños, regalados, buscan al horrendo payaso y hasta golpean a la puerta del apartamento en el que se recluye, que si bien carecen totalmente de verosimilitud, pueden ser leídas como la fantasía esquizoide de un pederasta. Si bien se trata de una película con buenas ideas –la mejor escena por lejos es el ataque del payaso a un niño que está solo en su casa, jugando videojuegos en red– los problemas repercuten negativamente en el ritmo y la historia acaba convirtiéndose en algo cansino. Y en definitiva, no parecería estar aportándose nada nuevo al género.
Apostando a la ruina En el mundo de la especulación financiera existe algo tan desagradable como potencialmente redituable que es apostar a que un país o una empresa entre en quiebra y no pueda cumplir con sus deudas. Se trata de una operación complicada y difícil de explicar aquí, pero esta apuesta a la pérdida, llevada a cabo por magnates anónimos, suele traer consecuencias nefastas sobre los mismos países; el interés porque entren en default incentiva a que se propaguen noticias pesimistas o directamente falsas sobre su capacidad económica; esa situación puede propiciar una inestabilidad económica real y, mientras los especuladores salen ganando, todo el resto del mundo pierde. Este movimiento es uno de los ejes fundamentales de esta brillante película. La acción se ambienta en la Italia berlusconiana de la burbuja financiera y concretamente en Lombardía, su norte industrial. La tentación de las ganancias fáciles es lo que lleva a un pequeño empresario (Fabrizio Bentivoglio, increíble en su papel de chanta advenedizo) a invertir todo su dinero en un fondo buitre, regenteado por su consuegro millonario. "Tu banco me ofrecía un 3% de rentabilidad, él me ofrece un 40%. ¿Sabes lo que eso significa?", resalta el personaje, justificándose en un diálogo con su interventor. Un ciclista es atropellado en la ruta por un jeep, cuyo conductor se da a la fuga. Este desencadenante inicial da pie a tres capítulos, cada uno contado desde la perspectiva de un personaje diferente. Así es como se va tejiendo un ambicioso, dramático y elegante cuadro coral, ilustrativo de la crisis de 2008 en Italia y cómo ésta afectó a la totalidad del entramado social. Como haciéndole justicia a las teorías marxistas, la existencia de cada uno de los personajes del planteo se ve completamente determinada por el dinero, pero no en el sentido de que su calidad de vida aumente o disminuya circunstancialmente, sino que el rumbo completo de sus trayectorias se ha visto alterado por el factor económico. Y en un momento en el que los capitales son sumamente volátiles, también parecerían serlo las vidas humanas; el título refiere a la monetización de la vida de una persona, referida como el “valor económico potencial de la mayor capacidad productiva de un individuo, o del conjunto de la población activa de un país”, como se explica al final del metraje. El planteo del director Paolo Virzi (La prima cosa bella, Tutti i santi giorni) se nutre de grandes actuaciones, especialmente en los roles de los tres personajes centrales, a cada cual más interesante. A medida que van siendo presentadas, se van agregando capas de significado a la historia, desde una original perspectiva por la cual el espectador interpreta los hechos de la misma manera que los protagonistas, dándose cuenta en el siguiente episodio de sus propios equívocos y acercándose, en cada etapa, a una nueva verdad. Curiosamente, la novela original de Stephen Amidon se encontraba originalmente ambientada en Connecticut, lo que habla de la universalidad de la historia y su idoneidad al denunciar un problema mundial de primer orden. "Apostamos a que Italia se hundiría y ganamos" dice uno de los personajes en medio de una fiesta, dando cuentas de una antropofagia terminal, por la cual la clase alta se vale de medios indecorosos para erigir sus fortunas y la clase media, a su imagen y semejanza, es capaz de fagocitar a sus vecinos con tal de ascender socialmente. Mientras unos y otros cometen crímenes contra poblaciones enteras en perfecta impunidad, las clases bajas siguen pagando por crímenes comunes, en carne propia y sintiendo la ley con toda su inclemencia.
Abordar lo infilmable A treinta años de la detención policial de Arquímedes Puccio (ver nota referida al clan Puccio) es que surge esta impactante recreación de época dirigida por Pablo Trapero (Mundo grúa, Nacido y criado, Leonera, Carancho) uno de los más renombrados e importantes directores argentinos en actividad. Había que animarse a hacer algo así: no se trata solamente de una producción abultada para los presupuestos argentinos (detrás de este proyecto se encuentran productores como los hermanos Almodóvar y Telefé), sino que entra de lleno en un tema particularmente sensible para la población: el secuestro y la extorsión por parte de paramilitares a civiles durante los últimos años de dictadura argentina y los primeros de democracia. Era necesario entonces un rigor histórico soberano, un esmero específico en darle al abordaje la profundidad pertinente y proveer a los personajes de las ambigüedades necesarias para evitar convertirlos en villanos de manual. Lo curioso, considerando todo esto, es que tanto esta película como la serie simultánea Historia de un clan, en vez de estructurar sus relatos como una investigación policial o plantear los sucesos enfocados en las víctimas, optaron por la opción más complicada y controversial de todas: contar la historia desde la óptica de los mismos secuestradores y asesinos. Es así que El clan entra sin anestesia en uno de los territorios más escabrosos de la historia argentina reciente: la casa perteneciente a la mismísima familia Puccio. Más específicamente, la anécdota se estructura en el vínculo paterno-filial de Arquímedes Puccio (Guillermo Francella en el papel más oscuro de su historia) líder y cerebro del clan, con su hijo Alejandro (Peter Lanzani, a la altura), un joven repleto de inseguridades que accede a los más inaceptables mandatos de su padre. Trapero se confirma una vez más como un gran narrador, y si bien la película transcurre con cierta predecible linealidad y sin mayores vuelos cinematográficos, el ritmo es envidiable y la anécdota está colmada de pequeños y sutiles elementos que llevan a comprender hasta qué punto la impunidad y la omnipotencia estaban metidas en la cabeza del patriarca y su banda, o la forma en que los no implicados de la familia hacían la vista gorda y los oídos sordos a una realidad ineluctable. Hay escenas que sobresalen: los planos secuencia en que los secuestros son filmados desde el asiento trasero del auto y otros tramos oscuros, musicalizados con las desconcertantes "Sunny Afternoon", de los Kinks, "I'm Just a Gigolo", de David Lee Roth, "Wadu-Wadu" de Virus, entre otros alegres temas. La cinefilia de Trapero se vuelca de forma patente en escenas que homenajean a varios de los mejores tramos de Él de Buñuel y de Buenos Muchachos de Scorsese, con un oficio a la altura. En semejante propuesta, la decisión más llamativa es la de buscar la empatía del espectador por el personaje de Alejandro, un muchacho al que vemos participar, en escenas tan duras como sorpresivas, en horrendos secuestros. Pero lo que puede parecer una opción formal profundamente cuestionable se encuentra muy bien resuelta, ya que Trapero se encarga de mostrar que Alejandro tiene plena responsabilidad, es consciente de sus actos y hasta es libre de elegir. Lo vemos en la escena en la que, como en contraposición, su hermano menor decide escapar del núcleo familiar, o en esa otra en la que el padre logra tentarlo con grandes sumas de dinero; por si quedara alguna duda, su responsabilidad se confirma en su decisión de ser juez y verdugo de sí mismo, inmediatamente después de un último y determinante diálogo. Sólida por donde se la mire, El clan es de esas películas necesarias que parecerían estar allí para cumplir un rol, sea historiar, denunciar (aunque sea tardíamente), proponer una mirada, un diálogo con el pasado. Es además un éxito de taquilla descomunal, lo cual en este caso parece algo festejable.
Envejeciendo como los vinos Parece mentira pero la saga de Misión imposible empezó hace casi veinte años. Pero lo que arrancó a medio pelo y con películas más bien irrelevantes (ni Brian de Palma ni John Woo ni J.J. Abrams lograron darle empuje y nervio a sus respectivas entregas) cambió radicalmente en la nueva década, y curiosamente, recién a partir de la cuarta. La grandiosa Protocolo fantasma (2011) nos reencontró con un Tom Cruise ya cincuentón pero más enérgico que nunca, y desplegaba escenas de acción brillantemente planificadas y orquestadas que incluían una hipertensa infiltración en el Kremlin y una horripilante y vertiginosa escalada al edificio más alto del mundo, en Abu Dhabi. Detrás de cámaras se encontraba Brad Bird, uno de los más grandes directores de Hollywood (El gigante de hierro, Los increíbles, Ratatouille) y terminó de redondearse, gracias a un gran elenco, un equipo poderosamente carismático. Esto último es también una de las más importantes basas de esta divertidísima nueva entrega. Si Simon Pegg funciona como un gran comic relief, Jeremy Renner oficia una vez más como contrapeso moral del protagonista, que siempre está arriesgándose y tentando los límites de lo aceptable. Esto sumado al siempre presente Ving Rhames (el Mr. T del cuadro) y a la chica dura recambiable –siempre lo son en las películas de superagentes– esta vez la eficiente y sueca Rebecca Ferguson. Los agregados de Alec Baldwin y Sean Harris, ambos villanos que amamos detestar, sellan a la perfección un elenco que no podía ser más atractivo. La apuesta es a lo grande: la acción se alterna entre locaciones de Minsk, París, Londres, Viena, Casablanca, Washington D.C y La Habana. Apenas arranca la película y el intrépido Ethan Hunt salta a un avión en movimiento, y el armatoste despega con el protagonista bien aferrado de la puerta. Lo lindo del asunto es que la escena no cuenta con efectos de CGI y que Cruise carece de dobles, así que no es otro que él mismo cargando con su más de medio centenar y bien agarrado a una aeronave muy real, remontándose. Claro está que una voluntad así es contagiosa: los fotogramas en las escenas de acción palpitan junto a Cruise. Un cruce de francotiradores en plena ópera de Viena –homenaje al Hitchcock de El hombre que sabía demasiado– aporta sus buenas dosis de suspenso, un trabajo de precisión bajo aguas profundas y sin oxígeno no podría ser más intenso y una persecusión de varios vehículos y motos por las calles de Casablanca es adrenalina pura hecha cine. El director y guionista Christopher Mc Quarrie parece tener muy buen feeling con Cruise (aquí uno de los productores) ya que habían trabajado en tres películas con anterioridad: Operación Valkiria, Jack Reacher y Al filo del mañana, siendo ésta su cuarta colaboración conjunta. El guión es ágil, los gags y chistes aparecen justamente dosificados para equilibrar una trama que nunca llega a perder su seriedad e intensidad. Pero además Cruise logra imponerle humanidad y simpatía a un personaje que hace veinte años parecía soso, lavado y más bien robótico, y que últimamente se ha convertido en lo contrario: un tipo que sufre, se cansa, que la pasa bien y mal, que se estresa y también se divierte. Y los espectadores lo acompañamos, agradecidos.
Boludez gigante Como disparate, la idea es muy buena. Una invasión de alienígenas viene en forma de videojuegos pixelados, replicando a clásicos de los ochenta (más precisamente, anteriores al 1982) como Galaga, Centipede, y Pac-Man. Así es que estas toscas animaciones que poblaron las salas de maquinitas tres décadas atrás se convierten en grandes monstruos antisociales que ponen en jaque y aterrorizan al mundo entero. Los nerds que en aquel entonces pasaban la vida metiéndole monedas, varios de ellos devenidos perdedores de diferente calibre, son hoy reclutados por el gobierno de los Estados Unidos para combatir a esta extravagante invasión. La idea es que con sus reflejos, su capacidad de leer los patrones de programación y sus enciclopédicos conocimientos respecto a asuntos que aparentarían ser profundamente inútiles, podrían superar el desafío que los extraterrestres plantean: una serie de "juegos" muy reales por los que deben enfrentarse alternativamente con monstruos espaciales, ciempiés gigantes, una versión malévola de Pac-Man o el mísmísimo Donkey Kong. La película dice estar basada en el corto homónimo del francés Patrick Jean, dos minutos y medio en los que se presenta, como si fuera un sueño, este bombardeo por parte de los videojuegos, con un gran despliegue visual e ideas muy buenas (como que el Pac-Man se fuera comiendo las estaciones de metro, por ejemplo) y en la cual no existía explicación alguna para el insuceso, aunque todo ese delirio podía prestarse para alguna interpretación alegórica. Pero más bien parecería que buena parte de la "inspiración" hubiese sido tomada de un brillante episodio de Futurama, en el que Fry, bueno para nada salvo para jugar videojuegos, salvaba la tierra de la amenaza. Pero lo que como corto o como breve capítulo funcionaba y muy bien, aquí se encuentra estirado con chistes gritones y poco efectivos, guiños adolescentes y berretas a la cultura pop (una referencia a Gandalf y Harry Potter da clara cuenta de la poca creatividad volcada en ellos) y un manifiesto desaprovechamiento de talentos (como el de Peter Dinklage, genial enano de Juego de Tronos). Adam Sandler, quien alguna vez fue uno de los más impetuosos y completos actores de comedia, ahora parece haber entrado en esa inercia en la que caen algunos veteranos, (síndrome de Al Pacino, podría llamarse), por la que parecería interpretar sus papeles de taquito, sin esfuerzo y apelando a su más trillado catálogo de expresiones. A Sandler aquí se lo ve más abúlico que nunca, como si en vez de combatir los extraterrestres fuera a aplastarlos con su desidia (o con su gran estómago). En definitiva: poca creatividad, chistes mediocres, buenas ideas desaprovechadas. Mejor no perder el tiempo.
Estrellas en conflicto Esta película ofrece no uno sino varios interesantes juegos de espejos. No cuesta demasiado darse cuenta de que el personaje de Maria Enders, encarnado por Juliette Binoche no es otro que el de ella misma, una actriz entrada en años que continúa siendo una estrella internacional y a quien le llueven los contratos (es increíble el azaroso parecido que se ha dado entre este personaje y el de Julianne Moore en Polvo de estrellas, de Cronenberg). Por otro lado, hay dos actrices jóvenes que la circundan; en primer lugar, Kristen Stewart, auténtica celebridad que se catapultó a la fama con su protagónico en la saga Crepúsculo, y que interpreta aquí a su secretaria personal, la ayudante que oganiza su agenda y le acompaña para aprenderse los guiones. Luego, la notable Chloë Grace Moretz, nueva estrella de Hollywood que aquí interpreta a un símil, aunque con el matiz de que se trata de una muchacha envuelta en escándalos y rodeada de paparazzi pese a su prematura notoriedad. Lo curioso con ambas actrices es que parecerían estar cruzadas; mientras Kristen Stewart sí estuvo implicada en ruidosos y tempranos líos mediáticos, Grace Moretz por ahora ha sabido mantener un bajo perfil y parecería al margen de los escándalos públicos. Los juegos de espejos se continúan. Enders (Binoche) atraviesa una crisis, ya que debe interpretar a un personaje manipulable, inestable, patético desde su perspectiva, que la lleva a cuestionarse aspectos de su propio devenir vital. Durante las lecturas del guión que tiene con su joven ayudante se refleja vívidamente el vínculo laboral y afectivo que ellas mismas atraviesan en ese momento. El paralelismo llega a tal punto que el espectador confundirá de a ratos si el diálogo que están llevando es propio de los personajes o de esos otros pertenecientes a la obra que están ensayando. Y como bien han señalado varios cronistas, esta película a su vez evoca varios históricos duelos actorales femeninos existentes, como el de Bibi Andersson y Liv Ullman en Persona, o el de Bette Davies y Anne Baxter en All About Eve. Como en esos casos, la confrontación supone también una extraña simbiosis, ya que una puede verse como la otra más joven y viceversa, y vale decir que, por asombroso que parezca, Stewart se mantiene a la altura de las circunstancias (compartir protagonismo con Binoche no debe ser fácil). El director Oliver Assayas (Irma Vep, Los destinos sentimentales) suele desempeñarse en un cine muy francés; cerebral, sugestivo, multirreferencial, especialmente bien logrado en lo que refiere a plasmar situaciones cotidianas, con diálogos en apariencia casuales y situaciones coloquiales. En definitiva: se trata de un gran director de actores y de un maestro del artificio. Así, esta película supone una agradable experiencia y un ejercicio recargado de significados, aunque queda la impresión de que, como el que mucho abarca poco aprieta, el guión se pierde un poco en ese juego y no se logró profundizar en el conflicto y darle la carga dramática necesaria. Es de suponer que, con tan buen material humano, se podría haber obtenido un mayor vuelo emocional o audiovisual, y es algo que quedamos esperando.
Mucho ruido y poco libreto No eran batallas por comida ni por agua: eran guerras por gasolina. Nadie podía tomarse muy en serio las fantasías futuristas de la vieja trilogía de Mad Max, hiperviolentos entretenimientos trash, despliegues de motores, tachas, músculos, explosiones, parajes desérticos, muertos al por mayor y demencia cyberpunk. Llámese falta de ideas, búsqueda de nuevos horizontes, ejercicio de nostalgia o convicción vintage, Mad Max resurge, y de qué manera. 150 millones de dólares fueron invertidos en esta mega-superproducción, que recoge el espíritu de las de antaño y pone tras las cámaras incluso al mismo director, George Miller, hoy con setenta años. Se plantea aquí el comienzo de una nueva trilogía. Siete taquilleras Rápidos y furiosos son una prueba más que contundente de que la gente es adicta a los ruidos de los motores, a las persecuciones y a los vehículos XL, y qué mejor idea para seguir burlándose del calentamiento global que plasmando un apocalipsis plenamente motorizado, donde la moral y los valores se han perdido hace tiempo pero la fiebre por la velocidad y el combustible se mantiene intacta. El comienzo es imponente y perfecto, la estética desértica y un intenso colorido inunda la pantalla, el protagonista es inmediatamente apresado, esclavizado y utilizado literalmente como bolsa de sangre por los villanos que, en su delirio, creen que las transfusiones de sangre de loco los vuelven mejores guerreros. La aparición de los primeros vehículos, de personajes que se quieren matar todos entre sí, villanos siempre feos, –cuanto más deforme el personaje, más malo es– y un protagonista extremadamente vapuleado (en pantalla y por los fantasmas de su pasado) suponen un adictivo festín anárquico. Durante la primera mitad de película se despliegan notables secuencias como una tensa pelea cuerpo a cuerpo, en la que una cadena impide la movilidad plena del protagonista, y la increíble entrada de un vehículo a una tormenta de arena con relámpagos incluídos supone un vuelo imaginativo deslumbrante y vistoso. Lamentablemente la película se gasta todas sus fichas en su primera mitad. Desde entonces todo empieza a sonar repetido: un guitarrista que viaja sobre la plataforma de un vehículo, machacando riffs distorsionados para aportarle actitud a la llegada de los villanos, puede parecer una ocurrencia genial la primera vez que se lo ve, pero ya en su cuarta aparición se torna cansino –y además al menos una de esas cuatro veces podrían haberse sincronizado sus movimientos con la música que suena–, la segunda vez que un personaje engulle un bicho tiene menos gracia aún que la primera y cuando los protagonistas deciden desandar el camino recorrido y volver a su punto de origen se confirma que de ahí en adelante no habrá nada nuevo para ver. Y así es. Pero quizá lo más molesto de esta segunda mitad sea el perfil pretendidamente feminista del planteo, que da cuentas de un feminismo mal entendido o peor, de una visión sumamente paternalista sobre el tema. Un grupo de mujeres escapa de la opresión de un déspota que las reduce a simples objetos sexuales y de reproducción, y lo hacen incluso bajo el lema "no somos objetos", pero como veremos más adelante, son incapaces de urdir un plan de supervivencia medianamente aceptable y tiene que venir el loco Max para liderarlas, encaminarlas y darles un objetivo coherente, al que adhieren obedientes y sin chistar. Coherentemente con la vieja trilogía, el guión es básico y prácticamente inexistente. Esto podría parecer innecesario para una película que es acción y más acción, pero se echa en falta un trabajo de personajes, una explicación mínima de sus motivaciones, un desarrollo coherente que explique sus cambios y transiciones. Es el problema de volcar tantas energías en ciertos aspectos de una película descuidando otros, igual de importantes.
Superpoblación La primera de las entregas de Avengers, además de ser una apuesta monumental y multimillonaria, seguramente haya sido de las mejores películas de superhéroes jamás filmadas. Dotada de una anécdota bien contada, bien montada y bien resuelta, con un ritmo notable, muchísimo humor, personajes sólidos y carismáticos, un guión que equilibraba la presencia de cada uno de ellos pero sin dejar a ninguno opacado y, sobre todo, con mucha frescura y efectos especiales que parecían puestos al servicio de la historia y no al revés, se convirtió en uno de los puntos más altos a los que había llegado hasta su momento la Marvel Studios. Después vino la maravillosa Guardianes de la galaxia y hasta puede decirse que la superó, pero la idea en su momento era impensable. Justamente esas dos películas pueden darnos la clave de por qué esta nueva entrega de Los vengadores parecería perderse en el intento de llegar a esa altura y no lograrlo. Primero y fundamental: los vengadores de la primera eran seis, los guardianes de la galaxia eran cinco. Se trataban de cifras accesibles para poder darles un protagonismo a cada uno, para plantear diálogos y acción que presentasen una interacción entre ellos y que de esta forma se solidificaran como grupo, con el componente emocional necesario para otorgarles una unidad. En esta nueva entrega hay tres vengadores más: ahora son nueve, y quien mucho abarca poco aprieta. Los diferentes conflictos, las subtramas, los vínculos particulares que se tejen se pierden en una película que naturalmente se acaba recargando demasiado a lo largo de 141 minutos. En segundo lugar, tanto Los vengadores como Guardianes de la galaxia zafaban notablemente de la fiebre destructiva que aqueja a muchísimos blockbusters estadounidenses, sobre todo desde los atentados del 11 de steiembre: esa necesidad de invertir millonadas en edificios derruyéndose, ciudades enteras siendo arrasadas, con civiles de por medio. Una búsqueda de catarsis que termina prescindiendo de la imaginación para convertirse en un ejercicio vacío de demolición y lluvias de escombros. Esta película tiene buenas escenas de acción, especialmente un plano secuencia al comienzo que muestra a los diferentes superhéroes entrecruzándose y desplegando sus poderes durante un operativo, y sobre todo, una lucha cuerpo a cuerpo entre Hulk y una versión hinchada y XG de Iron Man, acorde a la masa corporal del primero (una suerte de paquete de emergencias ideado para controlar al hombre verde una vez que se desquició totalmente), pero en general se llega a puntos en que esa destrucción urbana sin sentido abruma, perdiéndose el poder de impacto que en un principio se busca. Y por todos lados se notan los malabares. Al guión le asoman indicios de estrategia premeditada: es muy probable que para una próxima entrega ya no se cuente con alguna de las más importantes estrellas que componen el cuadro (naturalmente, estamos hablando de grandes actores consagrados que bien podrían hartarse de malgastar su físico y su talento en más blockbusters) y no sería raro que no accedieran a filmar más continuaciones. Por tanto, ya son sugeridos los retiros de varios de ellos, y se hace incapié en la renovación. En estas vueltas, se pierden más minutos, que lo único que logran es que esta atiborrada superproducción se disperse aún más.
La colosal ausencia de humanidad El Leviatán es un monstruo marino presente en las cosmovisiones cristiana y hebrea, a veces descrito como una serpiente de mar, a veces como un cocodrilo gigante. Asociado con Satanás, se habla de una criatura nefasta de una capacidad destructiva ilimitada, terror de los mares y de las costas. Pero en esta película el monstruo está muerto, la imagen de una gran osamenta encayada en las costas del Mar Báltico puede sugerir la idea de que en la Rusia de hoy la bestia ha sido sustituída por otra, mucho más terrible. Luego de los últimos estertores del "norte" comunista, la administración rusa se convierte en una administración sombría, un coloso expropiador que, en su insidiosa red de contactos políticos, policiales, judiciales y religiosos, se vuelve incuestionable, imbatible. Cuando los protagonistas, trabajadores caídos en desgracia pero con una dignidad íntegra entran en la mira del monstruo, la batalla a librar supondrá una osadía mayúscula; una cruzada difícil de sostener, a pesar de que un abogado, amigo íntimo del protagonista, posea un grueso legajo de pruebas que jueguen a su favor. El más sorprendido en esta contienda es un representante del ayuntamiento, un corrupto bien contactado que, cual niño caprichoso, se vincula mediante amenazas y no tolera los enfrentamientos. Este personaje encarnará brillantemente un poder absurdo, chapucero y patético, que no por ello deja de ser devastador. Los grandes directores del cine social saben presentar ficciones cuyos puntos de contacto con la realidad, no sólo en su puesta en escena y en su ambientación resultan verosímiles, sino que además contrabandean sutilmente datos conocidos por todos, sea porque representan problemas coyunturales y globales o porque oímos sus resonancias en las noticias. Aquí la existencia de un poder imbatible, el capitalismo salvaje embanderado del "progreso", supone el desastre para quienes corren con la desgracia de entrar en su camino. Con una impronta austera que recuerda a la de los realizadores rumanos, con conflictos rutinarios, lecturas de actas públicas, cierto humor solapado y tomas largas y reposadas, se refuerza la idea de que somos testigos de un auténtico retazo de vida, una realidad irrefutable. La mirada del gran director ruso Andrey Zvyagintsev (El regreso, Elena), libre de retóricas simples y músicas dramáticas se vuelve terrible en su ascetismo y alcanza un auténtico clímax (siguen spoilers) cuando una pala mecánica irrumpe en la quietud del hogar que el mismo protagonista construyó: la falta de respeto última, la violación más infame a la intimidad, la inhumanidad llevada hasta límites insospechados. En su simpleza pero con una gran profundidad conceptual, esta superficie realista, nítida y calma, en las que los parajes gélidos y desolados y un vacío sepulcral sustituyen la presencia humana, vuelve inolvidable la sucesión de imágenes, como si se tratara de un mal sueño o, directamente, de una pesadilla.
Sueño de invierno (Winter Sleep, Nuri Bilge Ceylan, 2014) Un frío paralizante Al director turco Nuri Bilge Ceylan le va especialmente bien a la hora de plasmar cuadros de frustración acumulada y violencia contenida. Atmósferas recargadas, ambientes silenciosos, personajes fríos y reservados, lo emparentan con otros grandes corrosivos como Ingmar Bergman y Michael Haneke. Con un estilo pausado y de planos largos y detenidos, sus películas suponen certeras disecciones sociales, que rara vez causan estupor o adormecimiento. Nada parece sobrar en sus películas; van al grano, sin introducciones ni revelaciones prematuras. Mediante un abordaje detallista Bilge Ceylan cuida con cautela cada uno de los aspectos técnicos; la imponente imagen de su cinematógrafo de cabecera Gökhan Tiryaki, el meticuloso sonido ambiente y los cansinos rostros de los personajes convierten la puesta en escena en un paisaje envolvente y gratificante. Inspirada en relatos de Chejov, Tolstoi y Dostoiveski, Sueño de invierno nos traslada a la Capadocia, plena estepa de la Anatolia Central. Aydin, actor retirado, vive de las rentas que obtiene de sus múltiples propiedades heredadas y de los ingresos que le da el pequeño hotel en el que vive y administra. Cuando el invierno recrudece y la nieve comienza a cubrirlo todo, el hotel se convierte en un refugio para los viajantes que están de paso, pero también en un ambiente reducido del que no hay escapatoria y que lleva a que los temperamentos se caldeen. En esta suerte de prisión hogareña convive con su mujer, mucho más joven, y su hermana, recientemente divorciada. Surgirán los reproches cruzados, profundamente punzantes y dañinos, con el curioso detalle de que, a diferencia de lo que ocurre en el cine dominante, no existen gritos o llantos catárticos, sino que los diálogos transcurren a media voz, subrayándose así la enfermiza contención de los personajes. A poco de empezada la película, un niño arroja una piedra al auto del protagonista, rompiéndole un vidrio. Se trata de la primera señal de la violencia latente y de las grandes desigualdades instaladas en la zona. Una familia de origen musulmán ha contraído una creciente deuda con Aydin, y vemos cómo este último reclama su pago sin miramientos ni atisbo de humanidad alguna. Arrogante, encerrado en un autoconvencimiento de filantropía, Aydin es un presuntuoso intelectual que va ensombreciéndose más y más, convirtiéndose paulatinamente en uno de los protagónicos más desagradables que haya dado el cine en los últimos años. Los escarpados y nevosos paisajes son la ambientación ideal para transmitir un estado de congelamiento generalizado, en el que la violencia subyace sin explotar nunca, ya que nadie parece tener posibilidades de salirse de su situación o rebelarse. Con una brillante dosificación de tensiones, Bilge Ceylan logra la increíble hazaña de que 196 minutos de metraje no se sientan ni se vuelvan pesados. Un lenguaje sutil, un notable poder de sugerencia y una capacidad para generar recargadas atmósferas proveen al relato de un atractivo constante, infrecuente en las pantallas. No en vano es la obra de uno de los cineastas más sólidos del panorama europeo actual.