En 1952 el matemático y criptoanalista Alan Turing era procesado por el delito de "indecencia grave" y "perversión sexual" por practicar la homosexualidad, en Inglaterra prohibida expresamente hasta el año 1967. Las autoridades le dieron a elegir: podía pasar dos años en prisión o someterse a una castración química. Lo que se ignoraba en el momento era que Turing era un verdadero héroe, una figura fundamental que cambió el curso de la Segunda Guerra Mundial y, según afirman los historiadores, gracias a quien logró adelantarse el final de la guerra en dos años, salvándose al menos 14 millones de vidas. Esta película nos cuenta la historia alternativamente en tres tiempos. Uno cuando la policía comienza a investigarlo y en el que tiene lugar su arresto, otro antes, en plena guerra, cuando Turing empieza a trabajar con un equipo de académicos, campeones de ajedrez y oficiales de inteligencia, en una operación secreta para descifrar los códigos de la hermética máquina nazi Enigma, y el tercero retrotrae a su más temprana adolescencia, en la que tiene lugar su primer enamoramiento y descubre su pasión por la criptología. Como para demostrar que la realidad suele ser más increíble que la ficción, esta película plantea un sorprendente juego de secretos, de verdades camufladas. Si el equipo de especialistas se aboca desesperadamente a desenmarañar el acertijo de los comunicados nazis, asimismo la narración irá destapando realidades inesperadas que subyacían bajo la superficie. Como las diferentes capas de una cebolla que van quitándose de a una en una hasta llegarse a su centro, el guión va aportando información que devela nuevas dimensiones de los personajes en cuestión, de la operación secreta en sí, de la trascendencia de un trabajo que en un principio podría parecer un asunto menor. Si los giros sorpresivos están siempre a la vuelta de la esquina, es también una formidable dirección la clave esencial para que este thriller se vuelva completamente adictivo, dinámico e imparable. El brillante cineasta noruego Morten Tyldum (su reciente Headhunters es una maravilla del cine negro) logra insuflar a la anécdota un ritmo y un estado de ánimo que se superpone al sentir de los personajes. Esa adrenalina del trabajo a contrarreloj, la inteligencia aplicada al esfuerzo conjunto, el cálculo y la agilidad mental de los personajes se transmite exitosamente al espectador, volviéndolo parte gracias a una construcción psicológica notable, a una gran dirección de actores, a trabajos de guión y montaje diáfanos y precisos. Para quienes no estén al tanto de esta historia, ver El código enigma se vuelve una tarea imprescindible, ya que se explaya en una de las anécdotas más decisivas y apasionantes de la Segunda Guerra; quienes ya la conozcan, podrán igualmente disfrutar de una anécdota brillantemente desarrollada y de un relato que da gusto a cada momento. El tema aún está candente. Fue recién en 2013 que la reina de Inglaterra le dio un indulto póstumo a Turing, un "perdón real" desmesuradamente tardío. Benedict Cumberbatch, el actor que lo encarna, dijo que en todo caso habría que consultar a Turing si estaría dispuesto a perdonar al gobierno británico. Pero por supuesto, eso no es posible, porque se suicidó hace ya más de 60 años. Más allá de heroicidades y reconocimientos póstumos, el episodio destapó un aspecto de la guerra que muchos desconocían: que no se trató del número de tropas, de la capacidad armamentística y destructiva de cada bando, sino de cuál de ellos supo anticiparse al otro y aplicar sus conocimientos e innovaciones de modo más efectivo para desplegar una estrategia. Al menos en este caso, el seso parecería haberle ganado al músculo.
El único camino a la excelencia ¿De dónde salió toda esta gente? Esa es una de las primeras incógnitas que nos hacemos luego de ver una película tan monstruosa como esta. Particularmente, los dos actores principales son poco conocidos y suponen dos de las revelaciones del año, y el director es un prodigio por donde se lo mire. Respondiendo la pregunta, podemos decir que el brutal J.K. Simmons (aquí el profesor Fletcher) circula por Hollywood desde hace dos décadas, siempre desaprovechado en papeles secundarios y, sobre todo, poniéndole su voz a dibujos animados de toda índole. Andrew, el alumno, es Miles Teller, un muchacho que había aparecido en algunas comedias románticas y/o adolescentes, pero del que hasta ahora no se sospechaban tales capacidades (apunte fundamental: Teller toca la batería y, si bien usa dobles para algunas de las escenas, el 40% de la música que suena en la película fue tocada por él mismo). Finalmente, el director de 30 años Damien Chazelle es un amante del jazz que quería filmar esta película pero no obtuvo fondos, por lo que tuvo que transformarla en un corto, ganarse un premio en Sundance por él y así poder financiarla. De ahí a que en los Óscars 2015 hayan cometido la indecencia de nominar el libreto de la película a "mejor guión adaptado" (supuestamente se "adaptó" el guión del corto a un largo) y no a "mejor guión original", como debió haber sido. El prodigio se hace sentir constantemente. Lo que logra Chazelle a su temprana edad es algo propio de las grandes ligas, y algo que centenares de directores consagrados alrededor del mundo no pueden hacer ni que lo intenten: crear una obra intensa, palpitante, que su película se vuelva una verdadera experiencia sensorial y emocional. Un lineamiento simple le basta a Chazelle para llevar adelante un tour de force bestial (como para que aprenda Iñárritu) del que es imposible no sentirse implicado: la relación enfermiza y dañina entre un maestro del prestigioso conservatorio Shaffer de Manhattan, una de los principales institutos de música de Estados Unidos, y su joven pupilo baterista. Secuencias logradas mediante una portentosa edición, que en un contrapunto preciso alterna los planos largos y muy cortos, los paneos lentos y rápidos, con abundancia de planos detalle y primeros planos, y por supuesto, la eficaz sincronización de todos estos recursos a la música. Pero además, la importancia de los cuerpos en la puesta en escena: la dirección de actores es formidable ya que son interpretaciones al mismo tiempo gestuales y corporales. El físico se vuelca, se precipita: así como se enfatiza el detalle de la saliva, el sudor, la sangre y las lágrimas que el protagonista deja al servicio de la maquinaria y de la película, la masa corpórea de los actores se vuelve un vehículo expresivo abrumador. Así como se necesitan dos para bailar un tango, el sadomasoquismo también es un asunto aprobado por dos partes, no es necesario solamente una persona dominante y despótica para llevar adelante el vínculo, sino que además tiene que haber otro que acepte entrar en su juego. Esta psicología dual se encuentra constantemente latente. El profesor impone una disciplina marcial, a sus alumnos les pega, les grita, los humilla, los conduce a una competencia salvaje e inescrupulosa. Arrastrado por esta inercia, el protagonista va perdiendo sociabilidad, deja a su novia por la música, deja de saludar a sus colegas y también va perdiendo el respeto hacia y de ellos; asimismo la película también irá dejando de lado a los secundarios para centrarse cada vez más en la tórrida relación entre alumno y profesor. Lo que a este cronista no termina de convencer es el final, aunque sea una escena formidable de una película que merece galardones por docenas. Un giro último en el que Chazelle parecería borrar con el codo parte de lo que escribió con la mano. La anécdota trasciende como alegoría, en la medida en que el profesor representa la represión de un sistema intransigente que avala y hasta impulsa esta clase de disciplinas marciales, con juicios de valor y tribunales que no perdonan una semicorchea fuera de lugar y que podrían arruinar la vida de un artista para siempre (donde dice artista leáse estudiante, hombre de negocios, deportista, programador, médico, abogado y lo que fuere) y por el cual la música deja de ser algo "subjetivo" –como en algún momento un personaje dice que debería serlo– para convertirse en algo absolutamente mensurable, alejándose de la expresión artística en sí misma. El problema es que, si bien se plantea todo el infierno de este mundo, y hasta se sugiere una rebelión contra ese poder, también se presenta a este método de insultos, gritos y exigencias férreas como un camino correcto, eficiente, con resultados visibles (el baterista trasciende sometido a este mandato). Algo así como hacer una película contra la tortura pero mostrando al final su eficacia en los interrogatorios. ¿En qué quedamos?
El llanto del depredador El estreno de El francotirador, la película de guerra más taquillera de la historia de Hollywood, nominada a seis óscars este año, suscitó una encendida polémica y viene levantando polvareda por basarse en la historia real de Chris Kyle, francotirador del ejército americano que incursionó en cuatro misiones en Irak. Por su abordaje sesgado del conflicto, por su humanización de soldados norteamericanos y su distancia con los iraquíes, por tocar un tema tan sensible y presente, Clint Eastwood, su director, ya ha sido cuestionado por unos cuantos. Entre los detractores de la película, Noam Chomsky fue de los que se han mostrado más enfáticamente ofendidos, y la describe como parte de una campaña propagandística que justifica la matanza de mujeres o niños en tierras extranjeras. Entre sus argumentos, Chomsky señala un artículo en Newsweek, referido a la película y escrito por Jeff Stain, ex oficial de Inteligencia de los Estados Unidos. En él, Stain relata una visita que hizo a una base de la marina, particularmente un club de francotiradores: "las paredes del bar presentaban estandartes de las SS nazis en blanco sobre negro, más otras insignias originales de la Wehrmacht. Los fancotiradores de la marina estaban claramente identificados con los tiradores de la máquina de matar más infame del mundo", aspecto que permite vislumbrar lo lavada que está en la película la imagen de esta ala de los Navy Seals. Los defensores de El francotirador por lo general argumentan que el foco de Eastwood no está en la guerra en sí, sino que se trata tan sólo de un contexto que le permite profundizar criticamente en la figura de un héroe contemporáneo, y en cómo esa construcción heroica contrasta con su vulnerabilidad, su "carga" y sus torbellinos internos. En esta figura harían mella algunas de las contradicciones de la guerra, como bien argumenta Alberto Castro del portal "En cinta": "Que Eastwood respete al personaje no significa que esté completamente de acuerdo con él. Solo alguien tan curtido en la realización podía crear una propaganda de guerra desde su lectura más superficial y llenarla de cuestionamientos entre líneas, volviendo a su protagonista el eje sobre el cual todo se construye, sí, pero también se derrumba (...). Estamos ante un personaje plano por definición, que comienza y termina igual en sus convicciones, pero el actor se encarga de generar capas y dudas en sus expresiones, cuando sus ideales empiezan a destruir todo a su alrededor o cuando sus acciones lo enfrentan a la exacta antítesis de aquello que defiende. " Es interesante conocer estas opiniones y no pueden ignorarse ciertos matices introducidos para evitar los blancos y negros, pero cierto es que el director de una película, por más que busque ser fiel a una biografía, tiene un compromiso con un suceso reciente que causó una profunda herida en una población civil. Es él y ninguna otra persona la que decide en qué aspectos de la guerra enfocarse y cuáles dejar por fuera, y son sumamente significativos ciertos datos reales que desde el libreto fueron alterados. En la película Kyle le dispara a un niño iraquí que lleva una granada y se dirige hacia los suyos. Pero esto nunca le ocurrió al Kyle verdadero. En sus memorias relata que sí tuvo que matar a una mujer que llevaba una granada, pero incluso aseguró que nunca hubiese matado a un niño, inocente o culpable. Por otra parte, es determinante en la película cuando el protagonista ve por la televisión el derrumbe de las torres gemelas, lo que lo lleva a combatir por su patria en Irak. Ahora bien, cuando la caída de las torres, Estados Unidos invadió Afganistán y no Irak, por lo que la película plantea un causa-consecuencia inmediato que no pudo haber sido real, y el paso del tiempo entre ambos sucesos no está sugerido. Los tres elementos señalados: el lavado de ideales de los francotiradores, la introducción de un niño terrorista y la explicación de la invasión a Irak como una consecuencia inmediata al 11/9 son tergiversaciones que favorecen al discurso oficial. Los que tienen el poder escriben la historia. Eastwood decidió mostrar la cara de Irak que se le ocurrió, presentando una invasión y un descarado saqueo de petróleo como una "guerra preventiva", desestimando el sufrimiento inconmensurable que sufrió una sociedad civil que fue torturada y diezmada por las tropas de ocupación. ¿Por qué como espectadores debemos asistir a las desdichas de un "pobre" soldado americano luego de su incursión voluntaria a la guerra en un país remoto?, ¿por qué deberíamos empatizar con un miembro del ejército invasor, con un militar afligido por sus compañeros caídos y no por el centenar de miles de familias devastadas en Irak?, ¿tan enamorados estamos de nuestros opresores?, ¿por qué asistir al entierro solemne de un héroe de guerra estadounidense e ignorar radicalmente la infinidad de réquiems pertinentes a toda una población? ¿Será que el cine dominante logró finalmente encauzar nuestra sensibilidad?
Tensión insuficiente No parece una película de Hollywood, y mucho menos una candidata a cinco Oscar, incluyendo director y guión original. El abordaje del cineasta Bennett Miller (Capote, El juego de la fortuna) no es solamente frío; es gélido. La anécdota se basa en sucesos reales y sus participantes son vistos desde la distancia, las tomas son largas y distendidas, la acción es mínima, los diálogos son concisos y los personajes (sobre todo los protagónicos) se ahorran todas las palabras innecesarias, más algunas de las otras. El énfasis parece puesto en lo que se gesta dentro de ellos, aunque el espectador sólo pueda intuirlo. John Dupont (Steve Carrell, esgrimiendo esta vez una seriedad espeluznante) es el magnate heredero de una de las empresas de químicos más importantes de Estados Unidos; concretamente de la mayor corporación de pólvora del mundo. Como aporte a la grandeza de su país, se convierte –pese a las objeciones de su madre dominante– en un coach de lucha libre, enfocado en entrenar atletas con un objetivo claro: que ganen la medalla de oro en los Juegos Olímpicos. Nada de ayudarlos a fortalecer el espíritu o perfeccionarse, simplemente que sean los mejores del mundo. Entre los protegidos de Dupont, la gran promesa es Mark Shultz (Channing Tatum), un mastodonte inexpresivo, proclive al desborde (durante un entrenamiento con su hermano en una de las primeras escenas, le da accidentalmente un cabezazo que lo deja chorreando sangre), con quien el magnate gestará un vínculo particular, fuente de constante tensión: si Dupont en su constante excentricidad deja bien a las claras que le faltan unas cuantas tuercas, Shultz es pura fibra y energía contenida, una bomba de tiempo que sabemos explotará, mejor temprano que tarde. Con reiteradas referencias a su país, Dupont se convierte en símbolo de la aristocracia republicana estadounidense, acostumbrada a erigir sus fortunas a fuerza de llevarse el mundo por delante, comprando personas si es necesario y utilizándolas a capricho. Foxcatcher es el nombre de su finca, en referencia a los perros que cazan zorros, para deleite de sus dueños. Pero la tensión surgida a partir del vínculo entre los protagonistas puede no ser suficiente para despertar el interés necesario. La austeridad, la inescrutabilidad de los personajes, la ausencia de dinamismo durante largos tramos, son elementos deliberados y escrupulosamente desplegados en esta película, pero proveen a la narración de una arritmia importante, que puede extenuar a la audiencia y dejarla por fuera del cuadro. Foxcatcher es una película interesante, sutilmente sugerente, técnicamente sobresaliente y con actuaciones soberbias, pero no precisamente entretenida y, para los espíritus más inquietos, quizá directamente insufrible.
En un futuro quizá algo lejano, en la ciudad de "San Fransokio", conviven dos hermanos aficionados a la robótica y a la tecnología de punta. El menor de ellos, Hiro, descubre un filón en la pelea clandestina callejera de robots, y se ve seducido por ese submundo en el que fácilmente podría ganarse la vida. Pero el hermano mayor comprende que ese no es un buen futuro para Hiro, y decide introducirlo al Instituto Tecnológico (la universidad de San Fransokio) y presentarle a sus compañeros, nerds e inventores, soprendiéndolo con este nuevo mundo. Pero ciertos sucesos trágicos, de esos que nunca faltan en las mejores películas infantiles, dan un vuelco a la narración, convirtiendo de golpe al personaje en un adolescente decaído y huraño. Todo este comienzo es notable; el antro de peleas de robots recuerda a los escenarios de la película Real Steel, y más adelante, en la universidad, cada uno de los secundarios está muy bien definido, con características claras y hasta una personalidad propia. Y eso que todavía no se impuso aún el robot, un personaje brillantemente diseñado, un grandulón inflable, torpe y encantador que causa gracia a cada paso. Desmesuradamente grande y panzón para sus funciones (unidad de medicina personalizada), su caminar fue inspirado en los toscos movimientos de los pingüinos. Este robot sanador, que aparece oportunamente y como por arte de magia en pleno bajón depresivo del protagonista, comenzará a secundarlo y orientará la trama hacia una búsqueda y una investigación. La idea de tener un amigo tecnológico que propone soluciones a cuanto problema se presente, se suma a la fantasía de ir por la vida acompañado de un ser con una masa corporal idónea como para intimidar a cualquier enemigo (se trata de un tópico repetido en películas como Mi vecino Totoro, El gigante de hierro y muchas más), y este acompañante no simplemente se desempeñará como un mero curador de los males físicos, sino como un auténtico reparador del espíritu en una situación de duelo; velando por su cuidado, orientándolo para mejorar su ánimo (lo hace salir al cruce, llama a sus amigos para que lo rodeen), y hasta poniéndose firme para impedir que el chico cometa graves errores. Las escenas de acción son vibrantes, y recuerdan a películas como Los Increíbles o Los Vengadores, en el sentido en que son dispuestos varios personajes con atributos específicos, que combaten en un montaje paralelo trepidante, inteligente y dinámico. Asimismo, el humor funciona constantemente, ya sea en los gags (que involucran principalmente al robot), o en diálogos ocurrentes y con toques de absurdo. El milagro se ha dado gracias a Disney, pero más específicamente y con seguridad a quien desde el año 2006 se ha convertido en su director creativo, John Lasseter (uno de los fundadores de Pixar y director de Toy Story 1 y 2), quien ha llevado a que la compañía haya mejorado sustancialmente desde entonces en sus producciones animadas (sólo hace falta revisar los títulos: Bolt, La princesa y el sapo, Enredados, la excelente Ralph el demoledor, entre otros). Como sea, Grandes héroes es diversión asegurada, con los agregados de sensibilidad y emoción necesarios para convertirla en mucho más que eso.
Realista y sin mandamientos Esta película trae de todo: lagartos asesinos, plagas bíblicas, ríos de sangre, ejércitos que se dan de palos, un dictador malévolo que esclaviza y ejecuta gente de a decenas y se confronta con un profeta libertario confabulado con un dios vengativo. Qué más podría pedirse. Vista esta acumulación de elementos, podría pensarse que se trata del típico blockbuster divagante, ruidoso, de montaje hiperveloz, repleto de efectos especiales. Y la verdad es que se encuentra bastante lejos de eso. Como en la reciente Hércules, la historia mítica se aborda desde una perspectiva realista (claro que con salvedades; por ejemplo hay que hacer caso omiso a que tanto hebreos como egipcios hablen todos buen inglés), algo así como una especulación racional de cómo podría haber sido, de haber existido, el relato bíblico de Moisés y su rebelión. Así, las 10 plagas son terroríficas (los mejores tramos de la película) pero carecen de componentes fantásticos, la apertura de las aguas del Mar Rojo no se presenta como un milagro divino sino como una circunstancial bajada de la marea, la escritura de los mandamientos no acontece gracias a un rayo celestial sino que es el mismo Moisés que los esculpe a mano y Dios está representado por un niño que sólo el profeta puede ver, lo que deja abierta la posibilidad de que el protagonista esté desvariando por haber recibido muchos golpes en la cabeza. El veterano Ridley Scott (Blade Runner, Alien, Gladiador, Prometeus) plantea una trama en el que se da tiempo para el desarrollo de personajes, con un relato lineal, clásico, cristalino. En su primera mitad este desarrollo puede resultar un tanto lento y tedioso, pero una vez que Ramsés el faraón se convierte en el villano que amamos detestar, la guerra está declarada y acometen las terribles plagas, se entra de lleno en un relato contundente, sustentado en un texto original imperecedero y en el buen pulso de Scott para plasmar deslumbrantes escenas en exteriores. No deja de ser llamativo que a diferencia de otras aproximaciones fílmicas al personaje, aquí no tenga lugar una lectura de las tablas sagradas, lo que parece ser todo un síntoma de la corrección política imperante en Hollywood. Quizá hoy ya no suenen tan bien un puñado de mandamientos que machacan con la existencia de un único dios, o uno más bien orientado al sexo masculino: "no codiciarás la mujer de tu prójimo", bastante cosificador para los tiempos que corren. De todos modos Scott, agnóstico declarado, se las ha ingeniado para herir sensibilidades, y la película no se proyecta en Egipto, Marruecos y los Emiratos Árabes por falsificar la "historia" y personificar la imagen de Dios. También vale decir que debe de ser difícil concebir hoy en día una película centrada en un personaje de crucial importancia para el judaísmo, el islam, el cristianismo y el bahaísmo, y hacerlo sin ofender a nadie.
Verborragia y filosofía cósmica Quizá sea el comienzo de una moda, y dentro de cinco años estemos absolutamente hartos de la última película de ciencia ficción espacial aderezada con pretensiones alegóricas o filosóficas, con humanos abocados a emprendimientos heroicos en confines siderales. Seguramente Interestelar* no existiría si antes no se hubiera hecho Gravedad, y es de suponer que no falte mucho para que surjan otros proyectos cinematográficos de este tenor, quizá manteniendo un buen nivel, quizá peores. El punto es que muchas veces lo que sorprende y parece novedoso al momento de su estreno (en el sitio IMDb esta película ya cuenta con un promedio de 9.1, situándose en el puesto número once de películas de todos los tiempos mejor votadas por los usuarios), con los años pierde su brillo aparente en contraste con el resto. Por esto, no convendría dejarse llevar por euforias masivas ni entusiasmos fanáticos, y observar qué méritos concretos puede tener. Al director Christopher Nolan (Memento, El origen, las nuevas Batman) hay que reconocerle unos cuantos atributos, y que haya sabido depurar su estilo acabando con buena parte de sus carencias. Su tendencia al montaje hiper-veloz y atropellado en varias de sus anteriores películas volvía confusa algunas de sus secuencias, pero aquí esta falencia parece resuelta, con una trama que además se da tiempo para presentar a los personajes, sus vínculos afectivos y sus inconvenientes circunstanciales. Los problemas surgen cuando empiezan el viaje al espacio y a sucederse los cambios de planes, que requieren largas y cansinas explicaciones por parte de los personajes. No contentándose con plantear reflexiones trascendentales sobre el amor, las paradojas temporales y los diversos grados de sacrificio humano, Christopher Dolan y su hermano Jonathan decidieron desplegar en el libreto una verborragia para fundamentar todos y cada uno de los giros que se suceden, algo que no es necesario si se confía realmente en las herramientas expresivas del medio; Kubrick en 2001: odisea del espacio lo comprobaba con un mutismo ejemplar. Los méritos emergen de a ratos: hay varias notables escenas de acción, como cuando el equipo debe escapar de una ola gigante en un planeta hostil o en la escena en que la nave debe acoplarse a una estación espacial que gira descontroladamente en el vacío, lanzando residuos en todas direcciones (y eso que Gravedad nos enseñó muy gráficamente que de estos fragmentos conviene huir despavorido). El vínculo padre-hija es el sustento emotivo de la película, y provee una tensión constante que pesa como un lastre considerable con cada traspié de la misión. Un error le cuesta a los astronautas 23 años de vida y el protagonista debe abrumarse en un instante con los videos que le grabaron sus hijos durante todo ese intervalo, en una escena brillante y sobrecogedora. Lo que contrasta brutalmente es lo dolorosamente honesta y verosímil que es Interestelar cuando habla de apocalipsis, de errores humanos, de engaños, egoísmos, traiciones, soledades y tristezas inconmensurables, y lo forzada y hasta delirante que se torna cuando plantea una visión idílica sobre la fuerza milagrosa del amor, salvatajes inconcebibles, interconexiones espacio-temporales cósmicas y revoluciones científicas y tecnológicas que superan todas las expectativas y toda frontera imaginable. Quizá el desenlace satisfaga a algunos espíritus optimistas, pero quienes somos más bien escépticos a que las grandes adversidades y calamidades de mundo se salvan con amor, fortaleza de espíritu y fórmulas mágicas, no podemos evitar salir del cine con el ceño fruncido.
Otro tipo de magia En uno de los más hermosos diálogos de esta película, el niño Mason (Ellar Coltrane) le pregunta a su padre (Ethan Hawke) antes de irse a dormir, si en el mundo existen criaturas mágicas. La respuesta del padre no es la esperable: le responde que probablemente sí, ya que si se tiene en cuenta que por ejemplo hay en el océano monstruos mastodónticos llamados ballenas que podrían tragarse un auto, y en cuyas arterias podríamos entrar de cuerpo enero, podría significar que sí; quizá no las consideremos mágicas en un sentido estricto, pero tan sólo nos haría falta cambiar un poquito la perspectiva para comprender que perfectamente podrían serlo. De la misma manera, hay en este abordaje, aparentemente apacible y naturalista, aparentemente casual, consistentemente agradable y encantador, algo así como una especie de magia; claro que un tanto diferente a lo que normalmente percibiríamos como tal. La filmación durante 13 años de un muchacho en crecimiento (unos pocos días cada año), desde los 5 años hasta los 18, en varios momentos de su vida desplegados a lo largo de casi tres horas que transcurren como un río, supone una proeza única en su especie, y da lugar a una obra que, pese a esa apariencia de naturalidad, es el resultado de un trabajo persistente, abnegado y meticuloso por parte de un creador y todo un equipo. Un montaje invisible va aportando cambios sutiles, casi imperceptibles en las facciones y en los cuerpos de los personajes (y de los actores) aunque con grandes saltos en las situaciones y en los entornos (el barrio, la familia, los compañeros de colegio). Lo que podría haber sido tan sólo un interesante experimiento antropológico, se encuentra brillantemente logrado y compaginado. Además, la película goza de un notable sentido del humor, y está repleta de referencias culturales (libros, videojuegos, redes sociales) que también son elementos socializadores determinantes. Ver Boyhood es atestiguar el envejecimiento de los padres y simultáneamente el crecimiento y la madurez de los hijos, es observar acontecimientos específicos de una vida, quizá no los más relevantes ni los más determinantes, pero sucesos siempre ilustrativos de los recorridos que van moldeando la personalidad. Si el arte es un medio para mostrar o entender la vida, esta película es un notable cristal en el cual verse reflejado. Boyhood es otro tipo de magia, una que sólo fue posible gracias a una notable perseverancia y a un brillante uso del lenguaje cinematográfico, y su visionado significa una experiencia única en su especie. No hay aquí efectos especiales, varitas mágicas o criaturas mitológicas, pero sólo basta con cambiar un poco la perspectiva para comprender que el director Richard Linklater, maestro del artificio, es uno de los grandes ilusionistas de nuestros tiempos.
Miedo sin oficio Hace unos cinco años la tendencia parecía ser otra, pero afortunadamente no se dio así. Parecía que el cine gore y de explotación de la tortura se iba a convertir en el nuevo cine de terror dominante, que nos dirigíamos hacia un embudo cinematográfico dentro del cual confluirían todas los intestinos, las tripas y los líquidos fisiológicos existentes. Pero luego de una decena de nauseabundos ejemplares, (Hostales y Juegos del miedo principalmente) la tendencia desapareció. En su lugar, surgió un cine de terror muchísimo más inquietante, infinitamente mejor logrado y mucho más efectivo en lo concerniente a dar auténticos sobresaltos. Fuertemente influenciado por el cine de terror asiático de los dos mil, comenzó a basarse en cambio en el suspenso, en los horrores psicológicos más atávicos, en lo sugerido o lo expuesto parcialmente. Hoy es esta la clase de cine de miedo la que ha ganado terreno y se ha instalado, imponiendo una nueva "moda". Y es muy bueno. Basta echar una ojeada para dar con títulos notables: Actividad paranormal (en varias entregas), Insidious (idem), El orfanato, La huérfana, Mamá, Sinister, La dama de negro, El conjuro, Oculus. Todas ellas presentan buenas atmósferas, alcanzan sorprendentes climas de tensión y, por supuesto, provocan sobresaltos mayores. Y de esta película puede decirse lo mismo. Pero Annabelle está más cerca del margen inferior del cúmulo de películas nombradas. Claro que si lo que se busca es pasar un mal rato y pegarse unos buenos sustos es una opción muy recomendable, pero en este caso particular se echan un poco de menos la originalidad y las buenas ideas. Otra vez hay una familia que comienza a ser acechada por fuerzas demoníacas, esta vez incorporadas a una desagradable muñeca. Luego de una muy simpática y sangrienta visita de una banda de ocultistas (son los años sesenta y causan revuelo los psicópatas tipo Charles Manson), de a poco comienzan a ser acosados por fuerzas sobrenaturales: los máquinas que se encienden solas, las puertas que se abren o cierran, las apariciones. Se utiliza notablemente el suspenso, llegándose a un punto de horror extremo en una escena dentro de un ascensor, secuencia perfecta que juega maravillosamente con el fuera de campo, la oscuridad y una ambientación particularmente siniestra. Pero los problemas son varios. El primero y más visible es puramente conceptual. No tiene ningún sentido que una familia quiera tener una muñeca tan pero tan horrenda en su casa, menos que menos que la consideren algo agradable y digno de tener cerca de su beba. Más allá de esto, los diálogos introductorios son de manual, carecen de chispa y no involucran al espectador en un ambiente cotidiano ni despiertan interés alguno en los personajes; para colmo, van acompañados de una música ambiental constante, que denotan la desconfianza en el material obtenido y la necesidad de "rellenar" esas escenas con algo. El director John R. Leonetti, director de fotografía en las Insidious y El conjuro, parecería tener la capacidad de generar esa ambientación necesaria para asustar, pero también parece que pasara de todo el resto: de los momentos de distensión, del desarrollo de personajes, de las transiciones que hacen avanzar la trama; elementos que también hacen a una película de terror.
Manga de boludos Es intrincado y quizá innecesario resumir aquí la trama de esta película. Pero podemos decir en resumen que se trata de cine-dentro-del-cine, o si se quiere, algo que va más allá, todo un ensayo meta-cinematográfico, desplegado por un grupo de creadores que hacen de sí mismos y plantean apuntes sobre la producción nacional argentina y las ayudas económicas foráneas, y ciertas formas de pensar la dependencia económica con el primer mundo, aplicada a lo cinematográfico. Todo esto, aunque resulte extrañísimo, basándose libremente en el cuento de Edgar Allan Poe "El escarabajo de oro" y, como dice en los créditos inicales, en "La isla del tesoro desde el punto de vista de los piratas", aunque los puntos en común entre esas obras y ésta sean más bien escasos. El equipo protagónico viene conformado por el director Alejo Moguillansky, Mariano Llinás, que aquí también se desempeñó como productor y coguionista, y los actores Rafael Spregelburd y Walter Jakob, y junto a este grupo y otros personajes se plantea un viaje (al estilo Historias extraordinarias) que también es un rodaje y una búsqueda de un tesoro. En los márgenes, los fantasmas de la escritora sueca feminista Victoria Benedictsson y de Leandro N. Alem, padre fundador de la Unión Cívica Radical, insinúan otras reflexiones sobre lo que ocurre en la trama. Entre tanta referencia, lectura posible y metanarración, también hay lugar para algunos guiños cinéfilos (un suicidio filmado homenajea al final de Mouchette, la obra maestra de Robert Bresson). Lo curioso es que una película tenga tanto contenido y que, sin embargo, sea tan profundamente fallida. Uno de los grandes problemas es que el ritmo se estanca: abundan las voces en off que se explayan demasiado sin decir mucho (es decir, que carecen de poder de síntesis) y se asienta cierta tendencia a poner el foco en los tiempos muertos del planteo, planteando diálogos circulares e inconducentes, que pueden recordar al Kiarostami más irritante. A lo Fargo, la trama se centra en una buena cantidad de personas que se cree inteligentísima y urde una artimaña para engañar a todo el mundo, para finalmente acabar haciendo un ridículo enorme. Como se ha señalado, si hay algo que no puede achacársele a los creadores es caer en el autobombo; los protagonistas –ellos mismos– están presentados como personas sumamente limitadas, algo resentidas, con argumentos pobres, que se concentran en actividades estériles (es paradigmática la escena junto al mar en la que Jakob intenta pegarle a una roca con piedras), ríendose de ocurrencias pelotudas y buscando joder a los demás sin darse cuenta de que ellos son los que están siendo utilizados. Pero lo que molesta a este cronista es que exista una jactancia de todo esto, una búsqueda de la complicidad y de la risa, precisamente a partir de esas limitaciones. Algo así como un Jackass en versión rioplantese-depresiva: si en Jackass hay un grupo de personas celebrando su propia imbecilidad y su capacidad para darse la cabeza contra un muro, aquí tenemos prácticamente lo mismo, un guiño al espectador a partir de la boludez radical de los personajes (y su capacidad de darse la cabeza contra un muro figurado). Lo cuestionable es que la empatía no se busque a través de la inteligencia de los personajes –o esos pequeños matices que a veces permiten inferirla– sino a través de sus limitaciones. Siendo los creadores representándose a sí mismos, y conociéndose sus capacidades, esta subestimación con la que se tratan parecería, además, un tanto deshonesta.