Perdidos (y cercados) Un grupo de asesinos profesionales de distinta procedencia –algunos son soldados de elite y otros pertenecen a mafias organizadas- caen literalmente desde el cielo a una selva que no podría ser más inhóspita: allí hay extrañas y monstruosas criaturas, y la supervivencia se augura complicadísima. Desde su mismo comienzo, Depredadores deja abiertas incógnitas, y los personajes empiezan a especular como llegaron allí, por mandato de qué extraña voluntad, si fueron elegidos por alguna razón especial, y si quizá no estarán todos muertos o inmersos en un infierno particular. Al estilo de la serie Lost, la película sabe manejar el enigma como un poderoso y persistente llamador de interés. El grupo de forajidos descubrirá al poco tiempo que está siendo parte de un juego macabro, que a pesar de ir armados hasta los dientes son tan sólo presas de una gran cacería y poco más que ratones en un laberinto infranqueable. La película cobra interés por varios aspectos que los guionistas y el director Nimrod Antal (Hotel sin salida) supieron explotar simultáneamente y con sabiduría: en primer lugar los mismos personajes funcionan como elementos de tensión, por su dudoso sentido de la moral y ciertos indicios de demencia –especialmente un inquietante condenado a la pena capital, que tiene como pasatiempo violar mujeres- por otra parte, la paulatina dosificación de información va despejando parte de las incógnitas pero asimismo deja abiertas otras; y se demuestra un notable sentido del ritmo y una excelente dosificación de tensiones y clímaxes –un memorable momento de distensión en el que hace aparición Lawrence Fishburne está muy bien ideado y es sugestivamente truculento-. Antal logra un clima convincente, gracias en parte a las buenas actuaciones y a una acción física cruda y contundente. La banda sonora, de a ratos inquieta, divertida y lúdica, parecería la de una aventura familiar, y contrasta con la seriedad predominante, recordando que estamos ante un entretenimiento sin mayores pretensiones, que no debería ser tomado como más de lo que es. El pasaje a créditos final, con el clásico bailable “Long tall Sally” de Little Richard rememora a la primer Depredador de 1987 y refuerza la idea de que los creadores se divirtieron mucho haciendo esta película. Puede llamar la atención que la agente selecta de las IDF (Fuerzas de defensa de Israel) sea justo la más equilibrada, humana y considerada del grupo, -uno de los guionistas, de apellido Litvak, parecería ser el responsable del detalle- y que de la película se desprenda una moralina que sugiere que no es bueno fiarse de nadie y mucho menos detenerse a ayudar a compañeros caídos. Pero estas son cuestiones mínimas, apuntes de un cronista quisquilloso que, en definitiva, disfrutó como un mono de esta intensa, inteligente y bien concebida película de acción.
Heridas abiertas La UVF (Fuerza voluntaria del Ulster) fue hasta hace poco tiempo un violento grupo paramilitar de Irlanda del Norte, leal a la corona británica. Sus integrantes eran unionistas, anglicanos y conservadores y, al igual que los de otras organizaciones paramilitares -la UDA, la OV- perpetraron centenares de asesinatos contra civiles católicos, ya que veían en ellos una amenaza y los asociaban con la Irlanda independiente. En Lurgen, en octubre del año 1975, el adolescente Alistair Little, de 17 años, ejecutó a su vecino católico Jim Griffin, como forma de ganar prestigio y asegurarse la entrada a la UVF. Luego de cumplir una condena de 12 años Little, arrepentido, se dedicó a viajar por el mundo predicando activamente por la no-violencia. A partir de estos hechos reales, el guionista británico Guy Hibbert (que ya había escrito varios libretos relacionados con el conflicto) imaginó una instancia hipotética: qué pasaría si Little se encontrara hoy cara a cara con el único sobreviviente de la familia Griffin. Así esta película expone los hechos ocurridos en 1975 y plantea asimismo un reality-show televisivo en el que se enfrentarían por fin, luego de treinta y tres años, el victimario y la víctima indirecta. Los dos se muestran como personajes traumatizados y agobiados por su pasado, y los dos acceden a concretar el insólito encuentro, aunque pronto sabremos que por razones muy distintas: mientras Little busca redimirse, Griffin planea concretar su venganza asesinando frente a cámaras al verdugo de su hermano. El director alemán Oliver Hirschbiegel (El experimento, La caída) ya había demostrado su habilidad para exponer situaciones incómodas, claustrofóbicas y prácticamente irrespirables, y gracias a esa impronta Cinco minutos de gloria es una película recargada y sumamente intensa. Largos primeros planos generan un atípico involucramiento con ambos personajes, y mediante repentinos flashbacks se sugieren sus pensamientos en los momentos más angustiosos. Liam Neeson (Little) y James Nesbitt (Griffin) logran protagonistas convincentes, y la desmesurada ansiedad y el palpable desequilibrio del último vuelven su sola presencia un poderosísimo elemento de tensión. También brilla especialmente Anamaria Marinca (4 meses, 3 semanas, 2 días), como casual confidente de ambos personajes. El programa de televisión se muestra como el vehículo banalizador por excelencia, en su pretensión de buscar “verdad” y “conciliación” mediante un forzado encuentro frente a cámaras. Pero los realizadores supieron alejarse de esa ingenuidad y dar cuentas, con notable poder de sugerencia, que la cicatrización de las heridas de una guerra centenaria, la superación, la reparación y la reconciliación son instancias difíciles, sumamente improbables y prácticamente idílicas. Que no es verdad que el tiempo lo cure todo, que el perdón puede parecerle a muchos una palabra absurda, y que las espirales de violencia causan, en el entramado social, estragos inimaginables.
Un sueño compacto Está claro que los cineastas del cine mainstream no sirven para filmar sueños. Por razones concretas –los montajes rápidos, la rigidez arquitectónica, la contundencia física, lo racional y coherente de los diálogos y el poco lugar que se deja para las pulsiones- las atmósferas “oníricas” de estas películas dejan muchísimo que desear, delatan la falta de imaginación de los creadores y develan cómo el formato popular masivo acota sus posibilidades. A siglos luz de distancia de los de Terry Gilliam (El imaginario del Dr Parnassus), Jim Jarmusch (Dead man), Takashi Miike (Audition), o Pen-ek Ratanaruang (Ploy), y a milenios de los viajes de David Lynch o Hayao Miyazaki, los sueños en El origen se parecen demasiado a las películas de acción y muy poco a los sueños reales: para ser una película cuya principal locación es el inconsciente, se siente inmensamente lógica y vívida. Si se deja de lado este detalle, si se asumen las complejas reglas de juego que la película plantea y si se logra mantener la vigilia durante los 148 minutos de metraje, la propuesta puede ser interesante y hasta estimulante, algo así como un complicado ejercicio de lógica y velocidad interpretativa. Además de intrincado, el guión está muy bien concebido y, como en algunas de las mejores series norteamericanas de hoy, se confía en el gran poder de abstracción de los espectadores y en su capacidad para mantener la atención durante todo ese tiempo. El director Christopher Nolan (Memento, El gran truco) parece repetir varias de las fórmulas de éxito de su anterior película Batman, el caballero de la noche: una trama densa e hiperdialogada, mucha acción, una complejidad creciente y muchos personajes de gravísimo semblante –la terrible seriedad de la película parecería gritar: “¡miren que esto es mucho más que una película de entretenimiento!”-. También se repite el principal defecto de su precedente: se abruma al espectador con datos, espectacularidad desatada y giros narrativos, sin dejar lugar para la distensión. El riesgo que se corre cuando se siguen estos pasos es que, paradójicamente, se pierde intensidad. Los picos altos en las películas necesitan de una contrapartida de tranquilidad para ser tales, y en este caso esa carencia se hace sentir. La trama es complicadísima y difícil de resumir aquí, pero en un principio podría decirse que el protagonista es un ladrón que se dedica a extraer secretos valiosos de las profundidades del inconsciente, y que trabaja para el mundo del espionaje corporativo. Pero el asunto se complica cuando le ofrecen un trabajo por el cual tiene que invertir su labor habitual. En lugar de robar una idea durante el sueño debe colocar una, y semejante operación trae riesgos inesperados. Lo que llama considerablemente la atención, y quizá sea un síntoma de los tiempos que corren, es que el grupo contratado para llevar a cabo la arriesgada labor lo haga sin un mínimo de conciencia crítica. Están siendo empleados por el dueño de un conglomerado multinacional para perjudicar a otro, y, enfrascados en su tarea, no cuestionan ni una vez si lo que están haciendo es una buena acción. Resulta extraño en una película que se la juega tanto a ser profunda e inteligente.
La ley con sangre entra Muchos se han cuestionado si la “nueva ola rumana” fue tan sólo una afortunada casualidad y poco más que una moda pasajera o si realmente tendría la solidez necesaria para perpetuarse un poco más en el tiempo. Llega el momento en que sus tres principales directores hacen entrega de nuevas obras, y seguramente en estos tiempos se podrá extraer una firme conclusión al respecto. Cristian Mungiu (4 meses, 3 semanas, 2 días) ya estrenó en festivales y en cines de Europa sus Cuentos de la edad de oro, y Cristi Puiu (La muerte del Sr. Lazarescu) está terminando de filmar Aurora. A juzgar por esta nueva obra de Corneliu Porumboiu (Bucarest 12:08) podría decirse que, por ahora, las cosas van bien. Centrada en acciones mínimas y tiempos muertos, con pocos diálogos, nada de música, planos largos y poco dinámicos, esta película pondrá a prueba la paciencia de unos cuantos. Pero cierto es que los que puedan lidiar con la extrema morosidad del planteo también podrán llevarse a sus casas material suficiente como para meditar durante semanas. Otra vez hay un cuadro de estancamiento, otra vez se ve una Rumania desgastada, estructuras edilicias avejentadas y descascaradas, casilleros oxidados, monitores de computadoras obstruidos por rayas molestas, cajas de correo rotas. La gente trae el desgastamiento dentro, y las relaciones laborales son ríspidas, díficiles y extenuantes. La burocracia impone su presencia y entorpece el flujo vital. La anécdota puede recordar a algunas películas de los iraníes Kiarostami o Panahí, ya que un abordaje micro arroja reflexiones profundas sobre la sociedad y los mecanismos de represión imperantes. Se trata de un policía joven encargado de vigilar un chico que se encuentra bajo sospecha de consumir y traficar hachís. A diferencia de la mayoría de los países de Europa, en Rumania todavía está penado el consumo de marihuana y, al igual que en muchos otros (como Uruguay) convidar a un amigo con unas pitadas es interpretado como suministro. El protagonista no tarda en darse cuenta que el adolescente en cuestión no sólo no es una amenaza social, sino que además es un individuo sencillamente inocuo, que lleva una vida simple y que va de la casa al colegio y viceversa. El policía también tiene sus vicios -aunque sean legales- y lleva asimismo una vida rutinaria y monótona, por lo que puede intuirse que se ve reflejado y que el chico llega hasta a simpatizarle. De esta manera, surge en él un serio dilema ético ya que es consciente que podrían darle al muchacho hasta ocho años de prisión, y no pretende arruinarle la vida y cargar con ese lastre en la conciencia. Sabe además que esa ley está al borde de caducar y que incluso podría ser modificada prontamente. Los residuos del totalitarismo pesan sobre los individuos y en muchos casos generan un daño social real, parece decir Porumboiu, y así establece un paralelismo entre la forma en que el lenguaje determina las formas de pensamiento y de vida, como lo hacen las leyes y la burocracia. Policia, adjetivo es una película sobre la arbitrariedad. El protagonista protesta casualmente por la forma en que la academia rumana impone reglas gramaticales ridículas, y asimismo las leyes parecen estar más basadas en definiciones preconcebidas que en la moral y el sentido común. Como en Bucarest 12:08, la escena más sobresaliente de la película es un plano fijo en el cual interactúan tres personajes; una situación tensa, incómoda y no carente de cierta hilaridad. Se trata de un diálogo con el capitán -interpretado por Vlad Ivanov, en un papel tan odioso como el que concibió como abortista en 4 meses, 3 semanas, 2 días- donde se regodea aleccionando a sus subordinados, haciendo un despliegue de autoritarismo y apelando a leyes inalterables de la semántica para quebrantar al protagonista. Palabras como “policía” y “ley” convertidas en sentencias. El tercer interlocutor, otro policía, podría ser el mismo protagonista luego de quince o veinte años: un hombre perezoso y resignado, entregado a la desidia. Y uno de los mayores aciertos de este filme es el de generar un personaje que, a pesar de su desaprobación por como se dan las cosas, parece condenado a reproducir las taras del sistema. Él, ante todo, respeta los procedimientos y construye la investigación; podría haber mentido en sus informes, pero quedó atado al reglamento. En una conversación informal con un compañero de trabajo, él mismo se muestra intransigente y hasta llega a hablar de leyes inquebrantables. Podemos ver en su accionar diario las repercusiones de un empleo sumamente insatisfactorio y extenuante: se lo ve malhumorado, irritable y por momentos hasta abúlico. Su mujer le pide que por favor se cambie el buzo, ya que lo lleva puesto hace cuatro días, y se dejan ver indicios de una relación marital que, pese a estar recién conformada, parece condenada al fracaso. Lo que cabe cuestionar de esta película es si es realmente necesario expresar la monotonía con más monotonía, si hay que exponer la burocracia con una obra igualmente burocrática. Existe una gran distancia entre este filme y la sofocante intensidad de 4 meses, 3 semanas, 2 días, la desesperación kafkiana de Lazarescu, el ludicismo sarcástico de Bucarest 12:08 o de California dreamin'. Policia, adjetivo no deja de ser buena y profunda, pero realmente requiere un gran esfuerzo para ser vista.
Cátedra de ineptitud ¿Qué es esta bazofia? ¿Y por qué será que estos tanques infumables todavía tienen cabida en la cartelera montevideana? El aprendiz de brujo vendría a ser el refrito cuadragésimo octavo de una inacabable serie de películas de batallas milenarias entre el bien y el mal, profecías que auguran el fin del mundo y que están a punto de concretarse –en el medio de la Nueva York actual, naturalmente- y un nuevo e inesperado mesías que apareció para salvar al mundo. Todo aderezado con un humor infantilizante de golpe y porrazo, enfrentamientos múltiples y efectos especiales millonarios, y todo sin una pizca de imaginación. No es solamente que la película carezca de energía y corazón, que la banda sonora sea espantosa, que la trama sea predecible en su totalidad, que Nicholas Cage esté impresentable, que su aprendiz (Jay Baruchel) se crea carismático pero despierte instintos homicidas, que las escenas de acción sean pura rutina y que las dos tramas románticas tengan menos química que una visita al gastroenterólogo. El mayor problema es que no debe haber ni una línea de diálogo que no sea un bochornoso cliché. Ejemplos aislados: “¿Has oído que las personas sólo usan el 10% de su cerebro?; los hechiceros son muy poderosos porque son capaces de usar toda la fuerza de su cerebro.”; “los civiles no deben saber que la magia existe”; “no controlarás la magia si no aprendes a controlarte a ti mismo, tienes que dejar de preocuparte y empezar a creer en ti”; o ese sufrido “tú no sabes lo que es vivir un infierno”. Y lo peor es que todas estas frases se pronuncian en tono sentencioso y grandilocuente, como si fueran originales, reveladoras e insustituibles. Las referencias a otras películas son de perogrullo, hay al menos tres referencias a Star Wars que pretenden ser guiños para entendidos, y otras tantas solapadas que más bien parecen obedecer a una radical falta de ideas. Hay un accidentado embrujo a escobas y trapeadores igual que en Fantasía o La espada en la piedra. Los magos se tiran bolas de plasma a lo Dragon Ball, hay un hechizo maligno final que resucita muertos como en Hellboy 2, al igual que en Matrix el elegido desarrolla poderes por fuera de los contextos imaginables. El director Jon Turteltaub quizá no sea el peor director hollywoodense de la actualidad -Michael Bay construyó una gran escuela de ineptos- pero sí uno de los más burocráticos: difícil recordar alguna escena de sus películas Fenómeno, Instinto o El chico. El problema con El aprendiz de brujo no es que sea defectuosa por donde se la mire, sino que además tampoco se vuelve divertida por ser tan mala. Es involuntariamente aburrida cuando pretende entretener, y al ser pura monotonía y repetición, no tiene nada que pudiera llamar la atención a un adulto. Quizá algunos niños queden encandilados con tanto derroche en fuegos de artificio, pero difícilmente guarden en sus memorias algún fragmento de este monótono pastiche.
Juguetes en fuga El fatídico final tan previsto y temido por los personajes al fin llegó. Suponía una situación realmente angustiante para este grupo de juguetes que Andy, su dueño, creciera y dejara de jugar con ellos, relegándolos a una caja oscura y cubierta de polvo. Y peor que eso, que los separaran, los vendieran con destinos inciertos o los tiraran a la basura. Ya desde un comienzo nos desayunamos que varios personajes fueron regalados o llevados a ventas de garage, entre ellos Wheezy el pingüino, la pizarra mágica y Bo Peep, la novia de Woody. Fue una decisión muy sabia eliminar algunos personajes del nutrido equipo de juguetes, pero aún mejor fue no hacerlos desaparecer mágicamente, sino dar a entender que alguna vez estuvieron y ya no están, para tristeza de muchos. La compañía Pixar (Buscando a Nemo, Wall-E, Los increíbles) marca una vez más la diferencia con la mayoría de las productoras de animación mainstream. En primer lugar respeta la inteligencia del espectador y busca que sus guiones estén libres de fisuras y facilismos, pero ante todo no busca ahorrarle los malos tragos a los niños; una gran película de animación no puede estar libre de elementos dramáticos, y aquí el drama se instala y se impone, llegando hasta puntos inesperados. Los juguetes van a parar a un jardín de infantes, un sitio aparentemente idílico en donde la contínua reposición de niños les aseguraría una estadía permanente, sin riesgos a ser nuevamente apartados o desechados. Pero pronto descubrirán que el amable y simpático líder de los juguetes de la guardería es en realidad un tirano que los esclavizará, les obligará a un trabajo insalubre y perpetuo, y les encerrará en una institución infranqueable, vigilada por una guardia temible. En las películas de Pixar suelen presentarse personajes ínfimos (ratas, peces, insectos, juguetes) en mundos subordinados al nuestro (Monsters inc es un caso ejemplar) pero planteados como espejos alegóricos en los cuales pueden verse reflejados algunos aspectos sociales. Una organización mafiosa de juguetes oportunistas y explotadores, que subyugan a los demás para vivir desahogadamente puede hacer pensar en una infinidad de situaciones, y recuerda especialmente a algunos dramas carcelarios, aunque el ambiente sea más bien propio de un campo de concentración o de un mismísimo gulag. Más cercana a Celda 211 que a El gran escape, Toy Story 3 propone un puñado de villanos terribles -el bebote y el mono diabólico son aterradores e inolvidables- y una situación atroz que provee a la película de una intensidad poco vista. La fuga se convierte así en una cuestión urgente y vital. Luego de dos brutales primeras entregas, la trilogía se cierra maravillosamente, concluyendo con uno de los finales más emotivos que pueda recordarse en el cine de animación. Al fin de cuentas, estos personajes han acompañado a varias generaciones de espectadores durante una década y media. En la sala de cine al que este cronista acudió se dio una situación muy particular; varios padres lloraban y sus hijos los consolaban diciéndoles cosas de tipo: “no es para tanto, son juguetes”.
Dulce y despiadada Lo primero que llamará la atención a muchos espectadores es el tono desenfadado, libre y volátil con que una película de superhéroes norteamericana exhibe la violencia y verbaliza cuestiones relativas al sexo. Quizá por ser una coproducción inglesa-norteamericana y no haber sido producida desde las grandes compañías, quizá por no haberse pensado para recaudar ganancias multimillonarias, y seguramente por no haber sido concebida como entretenimiento familiar, aquí las heridas sangran, las espadas dañan y destrozan, los balazos atraviesan los cuerpos salpicando hemoglobina. Puede parecer un aspecto banal, pero muchos estábamos un tanto hartos de que en las películas del género los personajes se golpearan y masacraran durante un buen tiempo sin que se viera ni una sola gota de sangre. Y más atípico aún es que aquí haya un superhéroe adolescente que utilize buena parte de su tiempo vital en masturbarse, o que él y sus pares hablen de sexo con absoluta gracia y naturalidad. Claro que estos son detalles que a lo sumo podrían aportarle a una película un toque atractivo y bizarro, y los verdaderos méritos de Kick-Ass se encuentran en otro lado. El director británico Matthew Vaughn es relativamente desconocido -había filmado tan sólo dos largometrajes que pasaron desapercibidos: Stardust y Layer cake- y logró aquí una divertidísima sátira/homenaje (toda sátira es al mismo tiempo un homenaje) al cine de superhéroes, donde el protagonista se arriesga a sublimar su fantasía de ser un paladín de la justicia, pero choca brutalmente contra la más despiadada realidad. Vaughn logra una superficie terrenal, donde los miedos están aterrizados, los golpes se sienten y duelen, y el personaje adolece, según sus propias palabras, de la “perfecta combinación de optimismo e ingenuidad” para abocarse a una iniciativa demencial. Y por supuesto que este terreno realista será anárquicamente destrozado en mil pedazos con la aparición de los superhéroes. Vaughn logra, además, despertar carcajadas y a los pocos minutos un nerviosismo sistemático; el ritmo es endiablado y el montaje paralelo permite que se acumulen tensiones simultáneas. Una divertidísima trama romántica corre al mismo tiempo que una grave y seria, en la cual campea la traición y la muerte. Y un dato no menor es la excelente composición de personajes; algo que demuestra, quizá mejor que ningún otro detalle, el magnífico dominio del medio del director. Hasta un matón que aparece fugazmente y será eliminado a los pocos segundos se vuelve un personaje memorable gracias a los gestos, el lenguaje corporal, la espacialidad, el montaje y el lugar que el director-coguionista le otorga dentro del relato. Ya podría hablarse de un nuevo cine que entrecruza la mejor comedia norteamericana con lo mejor del cine de géneros mundial, y que este último año ha generado un tríptico fundamental, inesperadamente disfrutable y querible: ¿Qué pasó ayer?, Zombieland y esta grandiosa Kick-Ass. Como para reconciliarse con el cine norteamericano.
Same old shit Hace veintiséis años la anécdota básica de la primer Pesadilla era sumamente original y efectiva: un difunto psicópata se dedicaba a martirizar a un grupo de adolescentes, inmiscuyéndose en sus sueños. Allí tenía poderes ilimitados, y si sus víctimas eran asesinadas en sueños, también morían de verdad. Freddy Krueger jugaba con sus presas como con ratones en un laberinto, regocijándose en su desesperación. No debe existir adulto en el mundo que cuando niño no haya tenido miedo de soñar alguna vez, y en su esfuerzo por no dormirse, somnolientos y exhaustos, tomando compulsivamente café y otros estimulantes, los protagonistas de la franquicia han servido como atávicos vehículos de identificación. La idea fue explotada hasta el cansancio, en siete películas de estructura similar y calidad cambiante. Las hubo muy malas, regulares y hasta alguna buena, dependiendo ante todo de la imaginación para idear universos oníricos del director de turno. La primera estuvo muy bien, y supuso la introducción al personaje y la historia. En la tercera y mejor de las entregas, los sueños tenían una relación con los perfiles de los personajes, levantando cierto vuelo de a ratos. Cabe preguntarse qué agrega esta remake y esta pretensión de nuevo comienzo a las entregas anteriores, y la respuesta es tan simple como inmediata: nada. Otra vez varios adolescentes se dan cuenta de que sueñan con el mismo tipo y que los está matando uno a uno, otra vez descubren que sus padres tienen un pasado en común con él. Una vez más comienzan a hacer guardias para vigilar el sueño del otro, y despertarlo ante cualquier indicio de agitación. Otra vez Freddy busca meter miedo raspando su garra de metal contra las paredes. Otra vez aparecen las niñas saltando a la cuerda y cantando ese infaltable "Freddy viene por ti". Hay escenas calcadas de la Pesadilla original, y los pequeños matices no aportan mucho: hoy Freddy está encarnado por Jackie Earle Haley (el pedófilo en Little children y el superhéroe Roschach en Watchmen) y el personaje gana en repulsión gracias a sus rasgos de marciano libidinoso, pero en cambio perdió presencia -Earle Haley nunca tendrá una mirada intensa como la de Robert Englund- En lugar de haber sido un infanticida, ahora Freddy tiene un ilustre pasado como pederasta, por lo que el actor continúa arriesgándose a ser lapidado en la vía pública. Como la película no es un desastre de concepción ni de ritmo, se lleva bien y hasta logra dar unos buenos sobresaltos. Pero está claro que fue ideada para una nueva generación que nunca experimentó la franquicia anterior, o para espectadores sumamente desmemoriados.
Un superhéroe abatido La primera Iron man fue un verdadero soplo de aire fresco; un entretenimiento ágil, enérgico y palpitante que dio una razón más de ser a esta tendencia febril de incorporación de viejos héroes del comic a la pantalla. Considerando el precedente, daba para pensar que la calidad se mantendría, ya que en esta secuela se reiteran dos de los talentos más importantes que sostuvieron la entrega anterior: Robert Downey Jr. y el director Jon Favreau (Zathura, Elf), pero el resultado no logra colmar las expectativas. Lo que falla básicamente es el guión, pero no por las líneas de diálogo sino por una singular carencia de ideas y por su irregularidad, que redunda en un problema de arritmia narrativa -algo particulamente grave para esta clase de películas-. Una de las mayores complicaciones que aquejan al protagonista es que el reactor ubicado en medio de su pecho y que provee de energía a él y a su armadura está provocándole un serio problema de contaminación en la sangre, y podría matarlo en poco tiempo. Cabía esperar entonces que este factor de tensión hubiese sido explotado para que el personaje tuviese problemas de desempeño en medio de la acción, para que sus habilidades menguaran en los momentos más duros y para que, al fin de cuentas, su triunfo final fuese un gran alivio, -Superman tuvo sus momentos más intensos gracias a su debilidad ante la kriptonita- pero lo curioso del asunto es que el protagonista se envenena y encuentra una solución a su problema sin que en el interín se le presente una amenaza, sin que haya una escena de acción entre medio. Cabe preguntarse entonces para qué existe ese vaivén de guión, y qué aporta a la historia. La respuesta más convincente es que era necesario hacer tiempo y rellenar una trama deficiente. Y es que Iron man 2 tiene todas las características de una película-puente. Es decir, es de esas obras que ofician como intermedio entre las dos partes más concluyentes y relevantes de una trilogía. Así fueron El imperio contraataca, Volver al futuro II, Matrix Reloaded y El señor de los anillos: Las dos torres, la clase de segundas partes que aportan elementos y personajes nuevos que serán explotados en la tercera. La Iron man 3 parece sugerirse permanentemente, y también se aportan varias puntas que adelantan Los vengadores, una ambiciosa franquicia prevista para el 2012 que reunirá varios personajes de la Marvel: Iron man, Hulk, Nick fury, Thor y Capitán américa, entre otros. Hay superhéroes para rato. Entre otras cosas, hubiese sido necesaria alguna escena más de acción para darle agilidad e intensidad al relato. Robert Downey Jr. logra una vez más la difícil hazaña de que un multimillonario pedante y ególatra caiga simpático, pero no pudo darle a esta película la vitalidad que necesitaba. Su personaje se pasa la mitad del metraje aquejado por su dolencia -o borracho, o triste porque su padre fallecido no lo quería-. Claro que tiene cierta gracia ver al villano ruso interpretado por Mickey Rourke esgrimiendo sus látigos de energía y a la Scarlett Johansson vapuleando, con una vistosa combinación de técnicas marciales, a una docena de guardias de seguridad. Pero nunca podrían paliar tan grandes carencias.
Masticando frustración El director alemán radicado en Austria Michael Haneke parece superarse año tras año. Cuando se pensaba que no podía hacer algo mejor que Caché, redobla su grandeza con esta imprescindible La cinta blanca, quizá su película más accesible y la que condensa mejor los principales tópicos de su obra. En 1989, Haneke filmaba su primer largometraje y obra maldita, El séptimo continente, en la que seguía la cotidianeidad de una familia nuclear vienesa hasta su repentino suicidio colectivo (se basaba en una historia real). Allí se inauguraba una trilogía sobre la “glaciación emocional”, que se continuó con El video de Benny y 71 fragmentos de una cronología del azar. En El video de Benny la aproximación se centraba en la vida, también basada en hechos reales, de un adolescente de 14 años que asesinaba a una amiga simplemente para saber qué se sentía. Más adelante, el director se interesaría en una serie de crímenes perpetrados por jóvenes acomodados, para los que no había una explicación social, y esta preocupación la llevó a la pantalla en su descomunal Funny games, una de las película más crudas que pueda recordarse, que trataba sobre una familia que era invadida y arrasada por un par de jóvenes perversos. El filme escondía una inteligente deconstrucción de los tópicos de la violencia y la manipulación en el cine. Heredero de la austeridad enigmática de Bresson y de la despiadada franqueza de Bergman, el director alemán fue entonces, desde sus inicios, un implacable diseccionador de la violencia más desatada y desconcertante; especialmente aquella que surge desde las entrañas del estado de bienestar, de las buenas costumbres y de la estabilidad de la burguesía bienpensante. Esta obsesión es traducida en una microfísica de la violencia, donde es explorada su expresión pero también sus sufridas causas, la opresión escondida en las relaciones de poder, las injusticias privadas, la oscuridad reinante que predispone al horror. Haneke no da respuestas, indaga en la idiosincracia, en los gérmenes de la culpa y la pesadumbre, la vergüenza y la frustración, con deslumbrante lucidez crítica y, de a ratos, directamente demoníaca. Nadie se encuentra a salvo en su cine, sus personajes viven realidades que los convierten en bombas de tiempo, en sospechosos y en los posibles depositarios de un mal ancestral. La obra cinematográfica de Haneke podría dividirse en dos: por una parte se encuentran sus películas más herméticas y de difícil análisis, entre las que se hayan sus obras “fragmentarias” compuestas por retazos de la vida cotidiana de diferentes personajes, sin un claro hilo común (El séptimo continente, 71 fragmentos de una cronología del azar, Código desconocido), y películas desconcertantes y de difícil descripción como El video de Benny y El tiempo del lobo. Por otro lado, sus películas más accesibles (Funny games, La profesora de piano, Caché) tienen un eje narrativo claro, son lineales y hasta se valen de algunas características de género. En esta última vertiente se podría inscribir esta brillante La cinta blanca. Un pueblo protestante en el norte de Alemania, en 1913, es el sitio ideal para que Haneke disperse sus ácidos cáusticos. En primer lugar porque es la tierra fértil de donde surgirá el nazismo, pero además porque reúne características productivas y sociales de un poblado del S XIX, con ciertos indicios que marcan el pasaje al S XX. La primera Guerra Mundial cierra la película, inaugurando un siglo signado por las catástrofes; asimismo, cerca del final el barón es abandonado por su mujer, quien se va con un sofisticado banquero italiano, en un movimiento que simboliza el desmoronamiento del antiguo orden y el triunfo de la burguesía capitalista. Sería injusta una lectura única de la película como una aproximación al huevo de la serpiente y al surgimiento de los futuros nazis, porque las circunstancias expuestas son factibles de verse reflejadas en una infinidad de situaciones, con resonancias en nuestra existencia misma. En palabras de Haneke: “Cuando alguien cree tener la verdad sobre lo que es justo, se torna rápidamente inhumano. Esa es la raíz de todo terrorismo político”. Desde una perspectiva coral, se parte de una serie de crímenes anónimos que, en un principio, llevarían a pensar en una trama de tipo policial. Pero como en Caché, el enigma nunca es resuelto, ni tiene solución aparente. Valerse de las premisas de los géneros para luego romperlas y traicionarlas es el efectivo recurso utilizado por Haneke para disparar interrogantes en su audiencia. Terminada la película, a muchos espectadores le asaltarán las incógnitas: “¿Quién es el autor de los crímenes?” (en Caché sería “¿quién filma los videos?”), luego “¿por qué la película está concebida de esta manera?” y, más acertada: “¿qué es lo que acabo de ver?”. Y nadie podría responder mejor esta última pregunta que el espectador mismo. En La cinta blanca el poder es detentado por una tiránica trinidad encubierta de buena educación: el barón, el médico y el pastor. Ellos son quienes determinan la existencia del resto del pueblo, quienes son más respetados y temidos, y por la misma razón, quienes gozan de una impunidad absoluta. El barón monopoliza la producción de bienes del pueblo, y tiene la potestad de arrojar al hambre y a la miseria a familias enteras -como dijera Foucault, el poder de “dejar morir”-, el cura inocula el sentimiento de culpa y define el comportamiento de sus devotos, criminalizando a piacere, y el médico utiliza su investidura para maltratar y abusar sin miramientos de sus allegados. Dentro de esta lógica perversa, el último eslabón de la cadena de frustración son los niños. Ellos son golpeados, apaleados, maniatados y hasta abusados sexualmente por los mayores, y para colmo, la religión los convierte en culpables y pecadores. La cinta blanca del título es el símbolo de la inocencia y la pureza, la marca que deben llevar los hijos del pastor para autocorregirse en su comportamiento. No causa daño físico a sus portadores, pero reproduce el poder al interior de ellos mismos, aún cuando los mayores no están presentes. Es el recordatorio de que son pecadores de antemano, que deben aprender a controlar sus acciones, sus dichos y hasta sus mismos pensamientos. Haneke muestra además como acciones de mínima gravedad son replicadas con castigos terribles y desmesurados: una llegada tarde supone quedarse sin comer, tortura psicológica, golpes de vara y sermones insoportables; un solidario llamado a silencio, tirones de orejas y humillación pública. Los niños están incapacitados para expresarse y por consiguiente estallan de diversas formas: desmayándose, tomando pequeños revanchismos, exponiéndose a la muerte, violentándose entre sí. La sugerencia de que ellos mismos pudieran ser los autores de los crímenes propicia un clima de ominosa paranoia que recuerda al clásico de terror de Wolf Rilla El pueblo de los malditos, en el cual los niños de un pueblo inglés desplegaban poderes telepáticos, con oscuras intenciones. Una pulcra y despojada puesta en escena rememora a los austeros cuadros de las películas de Dreyer y la perfecta composición fotográfica en blanco y negro de Christan Berger aporta una fuerza climática y un atractivo visual que no tiene precedentes en la anterior obra de Haneke. El título original viene acompañado de un agregado: “un cuento infantil alemán”, apunte sarcástico que se condice con una obra con aires de fábula, ambientada en un pasado distante y concebida en un registro cinematográfico que transporta al espectador a un mundo alternativo; uno que podría ser elocuente sobre la humanidad y varios de sus peores vicios. Un último apunte permite entrever otro gran sarcasmo hanekiano. Al final de la película las febriles desconfianzas se ven apaciguadas, y el rencor imperante se amortigua con la llegada de la guerra. El pueblo se revitaliza y vuelve a ponerse en movimiento y, curiosamente, la frustrante represión afectiva y sexual impuesta al narrador por parte de su futuro suegro se ve aligerada. La guerra propicia la unidad y el entusiasmo colectivo en una comunidad nutrida -y necesitada- de violencia. Raíces malditas En el año 2002, Haneke nombró para la revista Sight and sound diez de sus películas favoritas de todos los tiempos. Tres de ellas tienen elementos en común con La cinta blanca: Al azar Baltazar (el despojado cuadro semirrural), Alemania año cero (la aproximación a las más insufribles penurias de un niño) y El espejo (la escena del incendio del granero); las otras películas se condicen sobremanera con su perfil: Al azar Baltazar (Robert Bresson, 1966) Lancelot du lac (Robert Bresson, 1974) El espejo (Andrei Tarkovskii, 1975) Saló o los 120 días de Sodoma (Pier Paolo Pasolini, 1975) El angel exterminador (Luis Buñuel, 1962) La quimera del oro (Charles Chaplin, 1925) Psicosis (Alfred Hitchcock, 1960) Una mujer bajo la influencia (John Cassavetes, 1974) Alemania año cero (Roberto Rossellini, 1948) El eclipse (Michelangelo Antonioni, 1962)