Payaso de alcantarilla La coulrofobia es un tema serio, un pánico irracional que se dispara ante la imagen de un payaso y que es sumamente común entre niños y adultos. Según los especialistas, los colores vivos, el exceso de maquillaje, el reconocer un cuerpo con formas humanas pero con características diferentes o exageradas pueden ser muy chocantes para los niños pequeños, y una mala experiencia temprana de este tipo podría derivarse en un trastorno y una fobia de por vida. Se ha dicho que el telefilme It, de 1990, adaptación de la novela homónima de Stephen King, terminó por acentuar ese miedo atávico y colectivo, y cierto es que a partir de entonces el payaso maligno se consolidó en el imaginario popular como uno de los íconos de las historias de terror. No era para menos; un par de escenas en las que el payaso se aparecía en los desagües eran la imagen viva de lo que Freud llamaba “lo ominoso”, lo siniestro que se aparece desafiando toda racionalidad, y fueron lo suficientemente poderosas como para aterrorizar a generaciones enteras. Abundan las historias de jóvenes espectadores que luego de ver la película no podían ir al baño por miedo a que Pennywise (la criatura payasesca) emergiera de las cañerías. Con tales precedentes y luego de un sinfín de películas clase B que se continuaron, era de esperarse esta remake. Lo curioso es que viene liderando la taquilla estadounidense desde su estreno hace dos semanas, y está siendo un éxito inesperado incluso para los mismos estudios. La nostalgia funciona muy bien para vender entradas, como vienen demostrando docenas de superhéroes resucitados, y para esta apuesta se reclutó al director argentino Andy Muschietti, autor de la notable Mamá, quien había demostrado cierto talento para las atmósferas enrarecidas, y especialmente para la incorporación de criaturas profundamente desagradables. Es de suponer que las presiones de los productores afectaran los resultados, y el libreto, escrito a seis manos por Chase Palmer, Cary Fukunaga y Gary Dauberman, bosqueja una trama irregular, excesiva en sobresaltos y en apariciones macabras. Lo ominoso deja de serlo si comienza a ser predecible, y ese es uno de los mayores problemas de esta película; la seguidilla imparable de amenazas sobrenaturales de todo tipo –que además se suman a amenazas del mundo real: un grupo de adolescentes bullies, un padre abusador– lleva a cierta monotonía y a que la experiencia se torne una suerte de tren fantasma en el cual se sabe que luego de cada giro aparecerá indefectiblemente una nueva fuente de sustos. Así se resiente el suspenso y la expectativa; It cuenta con escenas intensas que aisladamente pueden funcionar muy bien, pero el resultado es sumamente irregular. Como detalle aparte, es curioso que un triángulo amoroso presentado, en el cual una de las partes es un niño con sobrepeso, acabe desarticulándose para que el romance se concrete entre los otros dos. Lo llamativo es que hasta entonces la película señalaba al gordito como un candidato inteligente, sensible, que conectaba con la chica, sin otra baza en contra que su físico particular. En ningún momento se explica por qué la chica opta por ese otro muchacho. Es decir, la película parte de la base de que por más cualidades que tenga, ni siquiera es imaginable que un chico como él pueda gustarle a la muchacha en disputa. Como mensaje es bastante lamentable.
Más acá del bien y del mal Es verdad, hace falta un cine latinoamericano enfocado en la política. Si bien el thriller político es una constante del cine de Hollywood desde hace décadas, cierto es que nunca hubo un correlato similar en estas latitudes, y es algo que se echa en falta. Hoy la serie House of Cards se ha ocupado de llevar a un público masivo las intrigas palaciegas, los juegos de corrupción, las verdades a medias, las mentiras flagrantes, las traiciones entrecruzadas en los centros de poder. Pero la política estadounidense dista mucho de la latinoamericana, y por eso es notable que el género comience a replicarse con un correlato tercermundista. Mucho de eso hay en La cordillera, y esa parte es, por lejos, lo mejor de la película. Santiago Mitre (autor de la excelente El estudiante, así como de Los posibles y La patota) es un director que puede permitirse ser pretencioso, ya que posee el talento y el oficio necesarios como para generar un cine intachable a nivel técnico, notablemente orquestado tanto en fotografía, sonido e interpretaciones como en montaje y puesta en escena en general. En este sentido es sumamente original esta seria y fría inmersión en la política a gran escala, en la que un buen puñado de los mejores actores argentinos de la actualidad (Ricardo Darín, Érica Rivas, Gerardo Romano, Dolores Fonzi), así como grandes talentos de otros países (la chilena Paulina García, protagonista de Gloria, la española Elena Anaya, de La piel que habito, entre otros grandes) protagonizan escenas dentro de la Casa Rosada y en el interior de un hotel cinco estrellas, con elegantes y logrados planos secuencia. El foco está puesto nada menos que en el presidente de la república argentina (Darín) y en su desempeño antes y durante una cumbre de presidentes latinoamericanos en Chile. Pero lo curioso de La cordillera es que, además de la intriga política central, plantea una segunda historia paralela: una que involucra al protagonista en un episodio que refiere a la inestabilidad mental de su hija (Fonzi), quien sufre un repentino brote histérico justo durante la cumbre de presidentes. De apuro es reclamado un psiquiatra, quien se ocupa de tratarla mediante hipnosis para sacarla del estado de mutismo en el que se encuentra inmersa. Es evidente que toda esta larga y curiosa historia paralela, desplegada a partir de la mitad de la película y en la que se impone algún elemento fantástico, busca darle al resto de la historia una carga alegórica. Son estimables las intenciones de los realizadores –Mitre escribió el guión junto al también reconocido director Mariano Llinás– de experimentar con el género y de aportarle otro tipo de lecturas, pero el problema es que la metáfora esbozada es burda, prácticamente infantil. Refiere principalmente al poder y a la tentación de cruzar una y otra vez la línea entre el bien y mal durante su ejercicio. Lo cierto es que cualquiera con una mínima capacidad de abstracción puede entender la complejidad de las decisiones políticas, así como la debilidad humana y esa ambigüedad presente en los estadistas y su accionar. ¿Realmente es necesario recurrir a las entelequias del bien y el mal, e invocar al demonio para hablar de política? Y sobre todo, ¿correspondía emprender un camino tan engorrosamente largo, con anticlimáticas e invasivas escenas de Fonzi en crisis, de una hipnosis y de una extraña entrevista en la que el presidente cuenta un sueño, para plantear una alegoría tan superficial? Cuesta creer que, con todo el potencial de ambos guionistas, no se les haya ocurrido dejar una reflexión más profunda en torno a la temática que escogieron. Una que, de paso, diera a la audiencia algo en qué pensar; algo que no supiera de antemano.
Otro tipo de musical El cine de acción centrado en las persecuciones de autos es un subgénero típico y casi exclusivo de Hollywood. De gran éxito en los años setenta, películas como Contacto en Francia, Bullit, The Driver, Vanishing Point, Duel o The Sugarland Express afianzaron un estilo basado en velocidad, choques, explosiones y muchísimos dólares derrochados en carrocería. Desde entonces, las persecuciones automovilísticas pasaron a ser parte de muchos thrillers y películas de acción, aunque generalmente no fueran lo central sino algún agregado de intensidad en momentos específicos. Curiosamente, hoy el subgénero no sólo ha renacido sino que se encuentra en auténtica ebullición, y qué mayor prueba de ello las ocho exitosas entregas de Rápidos y furiosos. Hay quienes señalan que esta nueva camada de películas son publicidad subliminal (y no tanto) financiada por la industria automovilística, en un intento por mantener su status y recuperar algo de su prestigio perdido por el calentamiento global, los precios del petróleo, la saturación urbana y el éxito creciente de los autos eléctricos (que perjudican directamente las ganancias multimillonarias de muchas ramas de la tradicional industria automotriz). La masividad de estas películas calaría sutilmente en la mentalidad de millones de potenciales consumidores, quizá persuadiéndolos de seguir inclinándose por los motores de combustión interna. Asentado este detalle, es de señalar que esta película tiene unas cuantas singularidades que le aportan cierta personalidad y la llevan a sobresalir respecto del cine de acción mainstream. El protagonista sufre de tinitus, por lo que escucha música en sus auriculares para tapar un zumbido constante. Es por eso que la acción que lo circunda, así como sus mismos movimientos, suelen acompasarse al ritmo de esos temas que oye. Por esto la película es un gran tour de force, prácticamente un musical de acción en el cual un chirrido de neumáticos se corresponde con riffs de guitarras eléctricas, los disparos con golpes de batería, y así toda la película puede verse como una gran coreografía donde lo que danza al ritmo de la música no son los personajes, sino la puesta en escena en su totalidad. Así, el director británico Edgar Wright (Shaun of the Dead, Hot Fuzz) despliega con oficio una imparable sucesión de videoclips, de a ratos brillantes. Otro de los puntos altos es el trazado de personajes, y fundamentalmente de un puñado de villanos que no sólo comienzan a aumentar sus recelos entre sí sino hacia el mismo protagonista, generando una tensión paulatinamente creciente. Lo que en cambio no está tan bien son ciertos lugares comunes, como una historia de amor tan incondicional como asexuada, recuerdos pasados innecesarios –es mejor que el protagonista haya nacido huérfano a recurrir a sandeces nostálgicas que alargan innecesariamente la película–, y el tropo del villano que revive varias veces antes de morir definitivamente, auténtica plaga del mainstream desde Terminator.
Sinfonía en tres movimientos Se entiende que los hechos acontecidos después de la batalla de Dunkerque, durante la Segunda Guerra, fueron fundamentales para el triunfo de los aliados. Es paradójico, porque ese suceso significó el acorralamiento de las tropas aliadas por el ejército alemán en la costa del extremo norte de Francia, la ocupación definitiva del país por los nazis y la retirada del ejército británico de la defensa de la zona. Pero lo cierto es que la evacuación –a través de las operaciones “Dínamo” y “Ariel”– supuso el casi milagroso rescate de casi 350 mil soldados ingleses, que se salvaron por los pelos de ser masacrados por el enemigo. Si ese repliegue no hubiese sido exitoso, Gran Bretaña se habría visto obligada a rendirse, probablemente los alemanes hubiesen conquistado Europa y Estados Unidos no hubiera vuelto a la guerra. Es por esto que Dunkerque se considera un punto de ruptura y un momento decisivo. El éxito de la evacuación incluso permitió que Churchill instalara la idea de una victoria moral –a lo que militarmente era una clara derrota– que le permitió infundir nuevos ánimos a sus tropas y consolidar cierto espíritu de resistencia. Este hito histórico está brillantemente recreado por el director Christopher Nolan (Memento, Batman: el caballero de la noche, Inception, Interestelar), quien desplegó en la misma playa de Dunkerque a miles de extras y decenas de aviones y barcos reales, en función de un gran espectáculo bélico y un cine catástrofe a gran escala. Es así que Nolan se permite tres líneas de acción simultáneas en las que sigue a las tropas de a pie, a los barcos a través del paso de Calais, y a los aviones que sobrevuelan la zona. En cada uno de los casos la tensión es extrema y prácticamente constante, la palpitante banda sonora de Hans Zimmer recurre a la idea del tic-tac de un reloj para poner de punta los nervios de la audiencia –como en A la hora señalada– y mediante un montaje paralelo los clímaxes de las diferentes líneas narrativas son notablemente superpuestos. La aproximación, sin embargo, dista de la típica película bélica hollywoodense. Cierta austeridad general y la frialdad característica de Nolan lleva a pensar, al menos en un comienzo, en aproximaciones históricas de tipo La batalla de Argelia o aquellas de Paul Greengrass (Bloody Sunday, Vuelo 93, Capitán Phillips). Algunas escenas, y especialmente las que toman la posición de los soldados de infantería, exhiben claramente cómo ellos son como hormigas en un incendio, y cuán expuestos están ante un enemigo demasiado grande y a una implacable fatalidad. Desde la primera escena en que un soldado corre a través de las calles esquivando una balacera que surge no se sabe de dónde, aquellas de los bombardeos sobre una playa en la que se apiñan soldados británicos, franceses y belgas, e incluso el hundimiento de un crucero repleto de tropas, –que recuerda invariablemente a Titanic– se expone con claridad cómo la guerra diezma invariablemente a todo el mundo, sin importar grado, formación o desempeño militar. Es en las escenas aéreas que la película se vuelve un espectáculo más clásico, y donde sí entran en juego las habilidades de los pilotos; estos fragmentos vistosamente fotografiados no tienen nada que envidiarle a las mejores escenas aéreas jamás filmadas, nada menos que aquellas dibujadas por la mano de los maestros del animé Hayao Miyazaki y Mamoru Oshii. Es una pena que sobre el final, apenas unas líneas proferidas por los personajes dejen una impronta heroica que hasta el momento brillaba por su ausencia. Apenas unas notas desafinadas son capaces de bajar considerablemente el nivel de una gran sinfonía y, si bien Dunkerque es un logro increíble y una gran película bélica, estos pequeños apuntes finales acabarán chirriando a más de uno.
La humanidad al alcantarillado El tiempo pasa y ésta es ya la decimocuarta película de Alex de la Iglesia, aquel loquito bilbaíno que, en sintonía con el más disparatado esperpento español, sorprendía en los años noventa con películas absolutamente demenciales y desternillantes como Acción mutante, El día de la bestia y Muertos de risa. Allí el humor negro se conjugaba con la sátira social y política, desplegando excesos de todo tipo. Lo cierto es que, de toda una camada de cineastas promisorios y talentosos entre los que también se contaron Fernando León de Aranoa, Alejandro Amenábar, Icíar Bollaín, Javier Fesser y Julio Medem, el único que mantuvo una producción sostenida hasta el día de hoy fue De la Iglesia, quizá amparado en un estilo sumamente popular –la comedia negra suele funcionar muy bien en las taquillas– que llevó a que su producción resistiera los embates de la crisis. El bar quizá no sea una de sus películas más inspiradas, pero sí es típicamente suya. El primer plano-secuencia, en el que una chica camina por las calles de Madrid hablando por celular y se entrecruza con varios de los que luego serán los principales personajes del conflicto, retrotrae al cine de Luis García Berlanga y a su estilo aparentemente caótico e hiperdialogado, pero asimismo orquestado y calculado con oficio. De la Iglesia ha señalado varias veces su deuda con el cine de Berlanga, a quien le rinde culto continuamente. Varias personas confluyen en un bar. Hay un trajeado hombre de negocios, una señora que juega continuamente en un tragamonedas, un ex policía, un publicista, un mendigo delirante. En cierto momento, uno de los parroquianos se levanta de su mesa, sale del bar, y en seguida recibe un tiro en la cabeza. Cuando otra persona sale del bar para ayudarlo sufre la misma suerte. Así, los personajes quedan encerrados en el café, sin saber de dónde surgen los disparos ni por qué tienen lugar, intentando darles un significado a los extraños sucesos en los que se ven inmersos. Esta primera parte, en que los personajes discuten, especulan y elaboran teorías disparatadas, es lo más entretenido de la película. La estructura del whodunit se despliega, con varios personajes sospechosos y un misterio a resolver. El recelo constante y un delirante intercambio verbal entre desconocidos recuerdan a esas películas de encierro tipo Perros de la calle y Los ocho más odiados. El problema es que el enigma se disipa demasiado pronto, y la película al poco tiempo toma otros rumbos. Cuando una facción del grupo decide encerrar a los demás en el subsuelo, el asunto ya adquiere un tono de supervivencia posapocalíptica, con alguna notable bizarrada, como la salida a través de un estrecho hueco por el que a duras penas puede pasar un ser humano. Más sobre el final, De la Iglesia y su habitual guionista Jorge Guerricaechevarría continúan su planteo referente a la condición humana y al egoísmo en situaciones límite, pero de a ratos éste toma giros caprichosos y hasta inverosímiles, como cuando uno de los personajes decide aprovechar un momento de oscuridad para ahogar a otro. Estos últimos tramos a través de las alcantarillas son los más flojos, con una resolución más bien anodina (y ruidosa, ya que los personajes no paran de gritar) que rebaja el nivel del planteo. Aun así, El bar funciona: De la Iglesia es un maestro a la hora de idear conflictos, extremarlos y llevarlos hasta sitios inusitados, como bien había demostrado en Muertos de risa, 800 balas, Crimen ferpecto o incluso su anterior película, la notable Mi gran noche.
Cuerpo y alma Puede sonar simplista, pero que haya sido una mujer la directora de esta película ya ha vuelto notoria la diferencia en la aproximación a su protagonista. La cámara no se detiene lascivamente en gratuitos planos-detalle del cuerpo de la Mujer Maravilla, y el abordaje se enfoca en su personalidad y su forma de pensar y sentir; de hecho, quizá esta sea la primera vez que una superheroína es representada como una mujer con convicciones y no como un objeto y una proyección de fantasías masculinas. En primer lugar, lo más meritorio de esta película tiene nombre y apellido: la israelí Gal Gadot es una sorpresa absoluta, una actriz sumamente competente a la hora de aportarle personalidad y cierta densidad emocional a la protagonista. La intérprete fue miss Israel en 2004 (cuando tenía 18 años), luego instructora de educación física del ejército israelí y más adelante se anotó unos tantos en la actuación, aunque nunca había tenido un protagónico de este porte. Lo cierto es que más allá de tener un físico funcional a la acción y al desempeño necesarios, Gadot pareciera sentir realmente al personaje, aportándole una credibilidad inesperada. Si los mayores problemas de las películas de DC-Warner (Batman, Superman) últimamente son los de contar con historias extremadamente serias e impersonales, aquí ese problema parece diluirse gracias a su presencia. Pero además, uno de los aspectos más interesantes de esta película es que durante la parte inicial del metraje la protagonista se presenta como una muchacha ingenua proveniente de otro mundo y otra época, una inconsciente que, con una espada, un escudo y un látigo, pretende enfrentarse a ejércitos enteros armados de ametralladoras, granadas y morteros. Es así que al comienzo prima la idea de que ella no tiene idea de dónde está metiéndose ni contra qué le toca enfrentarse, y ese perfil que oscila convincentemente entre la credulidad y una suicida osadía es logrado acertadamente por Gadot. Otro de los puntos interesantes de esta película es su tratamiento visual, y lo bien que están planificadas las escenas de acción. La directora Patty Jenkins, quien desde hace años viene desempeñándose en series (The Killing y Arrested Development, entre otras), logró una puesta en escena dotada de una estética coherente, en sintonía con la oscuridad predominante de DC-Warner, pero al mismo tiempo con esmero en los detalles, con un montaje que permite diferenciar siempre a los cuerpos y a los personajes en las contiendas, y su desempeño en cada momento. Lo que sí es bastante flojo es el guión, y más concretamente los diálogos, que frecuentemente pisan los lugares comunes, volviéndose absurdos e inverosímiles. En una escena, el coprotagonista, supuestamente uno de los mejores espías del ejército británico durante la Primera Guerra Mundial, intenta “seducir” a una malvada especialista en el desarrollo de armas químicas con líneas de diálogo que dan vergüenza ajena y que, para mayor sorpresa, son efectivas en su propósito. Con un pilar tan temblequeante, la película en su totalidad no queda a la altura de Godot, ni de Jenkins. Aun así, esta nueva aparición de una superheroína como protagonista principal de un blockbuster hollywoodense –desde Gatúbela (2004) y Elektra (2005) nadie se atrevía– es mucho más digna de lo esperable.
Detener, reiniciar Han pasado ya 14 años desde la primera entrega de la saga Piratas del Caribe. La maldición del Perla Negra, aquel fresco y descontracturado filme de aventuras que abrió en su momento un nuevo camino a los estudios Disney. Desde entonces hubo tres continuaciones más, que permitieron a la franquicia una recaudación de más de 4 mil millones de dólares. En aguas misteriosas fue una cuarta entrega bastante floja, donde se perdía ese espíritu lúdico, se incorporaban co-protagonistas poco carismáticos, y se desplegaba una historia bastante anodina, con escenas de acción impersonales y aparatosas. Fue así que los estudios Disney decidieron apaciguar sus ánimos, y esperaron unos seis años más para sacar esta nueva entrega, quizá pretendiendo que las audiencias hayan olvidado aquel engendro y darle así un nuevo impulso a la saga. La estrategia quizá fue acertada; esta quinta película es, curiosamente, de las mejores; llega al nivel de las dos primeras, y de a ratos retrotrae a sus mejores momentos. El guionista Jeff Nathanson ha señalado que la referencia principal para su trabajo fue La maldición del Perla Negra, y es algo que se nota. Esta entrega retoma ese humor físico propio del slapstick, característica deudora del cine de Buster Keaton y que estalla en escenas de acción notables y desternillantes, como un robo fallido que culmina con una casa arrastrada por caballos a través de las calles; el momento en que la chica y Jack Sparrow están a punto de ser ejecutados respectivamente en la soga y en la guillotina, o un final en el que el sanguinario fantasma de Salazar persigue al protagonista, quien escapa saltando sobre los cañones de dos barcos enfrentados. Los directores reclutados para este nuevo despliegue fueron esta vez los noruegos Joachim Ronning y Espen Sandberg, que si de algo saben es de filmar en alta mar: justamente su anterior película, Kon-Tiki, transcurría principalmente a bordo de una balsa que atravesaba el océano Pacífico. Una de las particularidades más interesantes de la serie de películas de Piratas del Caribe es que el “protagonista” se comporta prácticamente como un secundario. La figura del antihéroe parecería tomar una nueva dimensión en la figura de Sparrow, ya que a él ni siquiera pareciera interesarle formar parte de la aventura; de hecho entra y sale de la narrativa casi accidentalmente, como si se pasara las películas drogado, en sus propios viajes de ácido. Son otros quienes llevan adelante la acción, aquí principalmente una astrónoma acusada de brujería y un joven marinero que pretende encontrar un legendario tridente, aunque también hay otras sorpresas. Esta vez el pirata encarnado por Johnny Depp se la pasa borracho, embarrado de pies a cabeza o encerrado en una celda, a la espera de su ejecución. Cerca del final, una escena que es un sinsentido absoluto aporta las notas emotivas y melancólicas de rigor. Lo curioso es que el paso del tiempo ficcional –al menos 20 años deberían haber pasado desde la acción acontecida en la tercera entrega a la de esta– no haya avejentado en lo absoluto a ciertos personajes, apenas diferentes en su apariencia. Pero la magia de Disney puede lograrlo todo, incluso la eterna juventud.
Monsters, Inc Es por lo menos curioso ver a un veterano de Hollywood como Ridley Scott (autor de Blade Runner, La caída del halcón negro, Misión rescate y docenas más) abocado a una enésima entrega de Alien, saga que él mismo inició hace más de treinta años. Es extraño por tratarse de un cine de subgénero (terror espacial) y porque generalmente cuanto mayor es la cantidad de secuelas –para este caso particular corresponde hablar ya de precuelas–, menor suele ser su calidad. Pero los tiempos parecen estar cambiando: Hollywood ve a la antigua saga terrorífica como una inversión, un filón a explotar y reinventar; y el director como una oportunidad para orientar su capacidad de dirigir a lo grande, con abultadas cifras destinadas a efectos especiales, escenarios vistosos y un reparto digno. Ya en Prometheus Scott pretendía darle una trascendencia mayor al universo de los aliens, con una estética sumamente cuidada, enormes despliegues de producción y un guión, de a ratos, grandilocuente. Todos estos elementos se reiteran en esta nueva entrega. El mayor mérito de Scott es que, como pocos, sabe manejar la tensión, crear climas, envolver a los personajes con una atmósfera amenazante y angustiosa. Los monstruos son en sí un mérito aparte: pocos pueden dudar de que las viscosas creaciones del demente artista plástico HR Giger fueron, desde sus inicios, piezas fundamentales que dotaron de atractivo a la franquicia. Tanto en la primera precuela, Prometheus, como en esta continuación, una de las ideas fue introducir variantes y mutaciones a los monstruos ya conocidos. Así, unos aliens albinos se presentan como especies menos evolucionadas que las conocidas, y hay otros ejemplares. (Atención: siguen detalles del final de la película). Ahora bien, esta nueva serie de películas que profundiza en la mitología de los aliens, pretendiendo dar cuenta de su gesta, apela a algunas explicaciones bastante trilladas y baratas que, lejos de aportar, parecen frivolizar una saga que siempre estuvo aderezada por el misterio. El hecho de que sea un androide, una inteligencia artificial rebelde, la creadora de los aliens, y que lo haga con el objetivo de exterminar a la humanidad de la forma más horrenda posible, es un giro bastante perezoso –“la rebelión de las máquinas” es uno de los lugares comunes más extendidos en la ciencia ficción de la segunda mitad del siglo XX–, pero además que los temibles alienígenas sean en sí “mascotas” de uno de ellos, les resta dignidad. Justamente la gracia era pensarlos como criaturas autónomas, tan inteligentes como nefastas. Pero es un poco peor que el guión no respete siquiera las reglas del universo ya existente: si bien al final de esta película ya aparecen los aliens “negros”, mutados y evolucionados –los de siempre, bah–, éstos se saltan los tiempos de gestación y de crecimiento que se introducían al comienzo de la saga, en Alien el octavo pasajero, filme que el mismo Scott dirigió. La aparición de otro alien negro, al final, que no pudo haberse gestado dentro de ninguno de los humanos presentados, es un bache de guión poco entendible. En definitiva, la coherencia interna parece haberse sacrificado en función de un entretenimiento más bien irreflexivo.
Sobria y precisa Mathieu, un treintañero parisino que trabaja en una empresa de comida para mascotas, recibe una sorpresiva llamada de larga distancia. Un desconocido de Montreal le informa que su padre acaba de morir. Su madre ya le había contado, cuando adolescente, que su concepción fue fruto de una aventura pasajera, y por consiguiente que su verdadero padre existía, pero vaya uno a saber dónde. Es así que, sin comerla ni beberla, el hombre se entera ahora, de golpe, que su padre vivía en Canadá, que acaba de morir (o eso parece) dejándole un paquete a su nombre y que tiene además dos medios hermanos también adultos, a quienes conocerá por primera vez. A poco de comenzada la película, y ya emprendido el viaje a Montreal, la trama irá cobrando, sutilmente, ciertas claves del cine policial: el cuerpo de su padre desapareció en medio del río sin dejar rastro, su muerte parece beneficiosa para algunos, hay miradas que sugieren más de lo que los personajes dicen y algunos parecen decir verdades a medias o directamente mentiras; la película irá agregando información paulatinamente, a medida que el metraje avanza. Pero estos elementos, más que encasillarla en el género, son utilizados notablemente para darle tensión y mayor misterio al asunto. El guionista-director Philippe Lioret (un sonidista francés sesentón que ya viene dirigiendo una decena de títulos, entre ellos la multipremiada Welcome) propone un comienzo abrupto con el que se gana al espectador de inmediato, acompasa un ritmo sereno y reposado con un enigma creciente, y propone asimismo notables giros de guión. El elenco está todo muy correcto, pero sobresalen el protagonista Pierre Deladonchamps (una revelación a partir de la reciente El desconocido del lago) y el veterano canadiense Gabriel Arcand (hermano del director Denys Arcand). El hijo de Jean es una película lineal, clásica, tradicional: el drama de búsqueda de las raíces es prácticamente un subgénero en si mismo y aquí la historia es habitada por personajes acomodados, cercanos a los parámetros dominantes de belleza –hasta el cigarrillo es utilizado como factor estético de seducción, lo cual parecería algo propio de otros tiempos–, con un protagonista que es un ejemplo de ética, y con un final que hasta ofrece cierta sutil moraleja. Pero se trata asimismo de una obra inteligente, sobria, precisa: no le sobra ni le falta una escena, todo pareciera cerrar perfectamente, no hay excesos catárticos, artificios estridentes ni subrayados innecesarios. En definitiva, una película disfrutable y notablemente concebida.