A Chris, el protagonista, le toca atravesar una situación bastante incómoda. Hace cuatro meses que está saliendo con una chica y es tiempo ya de conocer a su familia, blancos de buen pasar que viven en un apartado suburbio de casas grandes y amplios jardines. Ella ya le mencionó que es el primer novio negro que tiene, y los padres aún no lo saben, por lo que los motivos de temor, con razón, no son pocos. Ya en el camino un policía le pide los documentos, y cuando llegan surge otra circunstancia desafortunada: más allegados a la familia, perfectamente blancos, llegan para celebrar un gran encuentro, por lo que la incomodidad se potencia. Pero es verdad que en la cercanía también hay otras personas negras: el jardinero, la limpiadora, así como un hombre “de compañía” de una señora mucho mayor. Es simplemente brillante la forma en que el director y guionista Jordan Peele maneja la tensión, sobre todo durante la primera mitad de la película. La situación presentada es tan creíble, tan terriblemente real, que demuestra lo mal que el racismo enquistado puede hacer sentir a una persona que se atreve a asomarse, intentando ser aceptada o simplemente pasar desapercibida, en un gentío de petulantes hombres ricos. Por detrás de las buenas formas, de las preguntas “inocentes” que le hacen, de las sonrisas, del trato acentuadamente amable, se percibe cierta incomodidad, pensamientos insidiosos, prejuicios indisimulables. Si los blancos ya se comportan de forma extraña, los negros (la servidumbre, en definitiva) también lo hacen. Las brechas sociales, los roles ancestrales, el impostado progresismo, hacen evidentes los cortocircuitos ocurridos en la mente de cada interlocutor de Chris. “El problema no es lo que dicen, es cómo lo dicen”, intenta explicarle en determinado momento a su novia, luego de una seguidilla de circunstancias profundamente desagradables. Hasta ese momento la película podía ser perfectamente leída como una notable y afilada denuncia social, pero llegada la mitad del metraje el planteo se convierte en algo completamente diferente. No hablaremos de ese giro del guión, pero cierto es que el tono cambia radicalmente para adentrarse por completo en los terrenos del thriller más trepidante. Desde ese momento la anécdota se presta para otros tipos de lecturas, más metafóricas, sobre cómo los lugares reservados históricamente para los negros apenas han cambiado, más allá de los logros sociales. La inteligencia y el conocimiento de los recursos cinematográficos que tan sutilmente fueron utilizados durante la primera mitad explotan desde entonces hacia el más atrapante cine de género, y con una eficacia similar. La tensión se acentúa y las escenas de acción, cortas pero intensas, juegan su papel de alivio catártico luego de momentos angustiosos. Ahora bien, también es en esta segunda mitad que comienzan a soltarse algunas hilachas, y que el relato comienza a hacer un poco de ruido. El realismo de la propuesta lleva a que ciertos elementos que escapan a la lógica sean más cuestionables –aquí sí convendría que el que aún no haya visto la película dejara de leer–, como el hecho de que, con el simple flash de un teléfono, el protagonista pueda romper el perpetuo estado hipnótico en el que se encuentran ciertos personajes. Es decir: un relámpago, un fuerte pantallazo, una luz intensa intermitente y otras circunstancias cotidianas podrían sacarlos del trance todos los días. No es lo único ni parece tan importante, pero esas pequeñas incoherencias atentan contra la perfección de una película que sobresale en un sinfín de aspectos, y que definitivamente hay que ver.
La adolescencia suele representarse en el cine con austeridad y distancia, o con estereotipada superficialidad. Es realmente difícil encontrar en la pantalla grande un abordaje a esta etapa de la vida, o a la primera adultez, en el que se respete su abanico emocional, sus desbordes, sus inquietudes y responsabilidades; en definitiva: su humanidad. Pinamar es una película personal, necesaria, tan encantadora como alejada de los estándares, y cuenta además con un registro íntimo que prácticamente no cuenta con precedentes en el cine latinoamericano.
Angustia germana No debe de existir, en el panorama europeo, cineasta más prolífico y al mismo tiempo desparejo que el francés François Ozon, quien viene estrenando ininterrumpidamente un largometraje por año desde 1999, y que pareciera intentar tocar todas las teclas del espectro genérico y emocional, con resultados desiguales. Capaz de lograr dramas terribles y recargados como Bajo la arena, policiales-musicales luminosos y deliberadamente kitsch como Ocho mujeres, o thrillers más bien livianos como En la piscina, sus películas oscilan desde propuestas completamente intrascendentes, vacuas y hasta amaneradas, a obras profundas e imperdibles, como esta última: Frantz. En el año 1919 los traumas de la Primera Guerra Mundial se sienten a flor de piel en la población europea. En un pequeño pueblo de la Baviera alemana aparece un forastero francés, quien misteriosamente deja flores en la tumba del joven soldado Frantz Hoffmeister, muerto en el frente de batalla. La primera en advertir su presencia es Anna, prometida de Frantz, que se encuentra en luto constante. Odiado por todos los pueblerinos que lo ven pasar, el joven francés prácticamente no puede salir de su hotel sin ser insultado, pero a pesar de ello intenta acercarse a la familia del fallecido; insiste, lo conoció en territorio francés. Tras un rechazo primario, la familia Hoffmeister acaba abriéndole las puertas de su casa, recibiéndolo primero con curiosidad y luego con creciente calidez, a pesar de la reprobación del resto del pueblo. Lo fundamental a resaltar es la dirección de actores y el formidable reparto con el que trabajó Ozon. Los cuatro personajes principales están interpretados con una profundidad emocional y de matices soberbia, donde el cuidado de las buenas formas y la impostada rigidez se ven a menudo quebrantados por el surgimiento intempestivo e incontrolable de las emociones. Ese dolor indisimulable generado principalmente por ese vacío al que refiere, desde su título, la película. El director francés utiliza reiteradas veces un recurso que se ha visto muchas veces en el cine reciente, pero de manera algo diferente. Son alternadas escenas en color con otras en blanco y negro, pero lo interesante y novedoso es que Ozon radicaliza el cambio, incorporándolo en el transcurrir de una misma escena. La transición al color se presenta así, en un par de ocasiones, como un milagroso rayo de luz que aplaca la amargura imperante, de la misma manera en que el director canadiense Xavier Dolan jugaba cambiando las dimensiones de la pantalla en Mommy, subrayando un alivio, una apertura mental, el fugaz amor por la vida surgido de los personajes en ese determinado momento. Además de lograr una vistosa puesta en escena y una impecable adaptación histórica, Ozon utiliza y dosifica notablemente el suspenso generado por la amenaza constante de un pueblo germano que, sabemos bien, se encuentra profundamente resentido por su reciente derrota y humillación. A esto se suma el enigma del visitante, un personaje que evidentemente esconde cosas, y la película se permite incluso dejar un par de pistas falsas, que llevan al espectador a suponer otras variantes en la relación entre ambos soldados. Pero es también notable cómo el abordaje explora, además del duelo y los amores perdidos, el compromiso con la verdad y la honestidad en determinadas situaciones, que puede convertirse en una trampa y en una fuente de dolor y daño profundo para los demás. Esta clase de dudas morales que suelen aquejar repetidamente a las personas es central en Frantz, y otra de las razones de su profundidad y su trascendencia. Publicado en Brecha el 16/6/2016
Suele decirse que el cine de géneros es el utilizado por la industria para perpetuarse, aquel que sigue lineamientos comerciales preestablecidos, y que los cumple sin muchas variantes. Pero es notable ver cómo esos géneros (policial, terror, suspenso, comedia) son reinventados desde países sin una industria cinematográfica, con películas que suelen tener mayores libertades en su producción y estar condimentadas con particularidades locales. Así, el cine policial argentino o español suele ser mucho más interesante que el hollywoodense, porque pueden encontrarse allí mayores libertades, y también temáticas y concepciones estéticas diferentes y originales. Esto sucede El otro hermano, la rabiosa vuelta al ruedo del director uruguayo radicado en Argentina Adrián Caetano, con uno de los policiales más negros y truculentos de los últimos años, quizá el más sucio y sangriento que haya dado hasta hoy el cine rioplatense (sólo comparable en su tono a la notable La sangre brota (2008, de Pablo Fendrik). Todos los actores están aquí afeados en extremo: Daniel Hendler engordó ocho quilos para su papel, Leonardo Sbaraglia tiene los dientes ennegrecidos por el sarro, Alián Devetac –joven revelación por su protagónico en La otra orilla, de Celina Murga– tiene labio leporino y un desaliño crónico, el siempre notable Pablo Cedrón presenta una continua renguera y hasta respira con dificultad, Ángela Molina se ve desgarbada y avejentada. La historia agudiza esa idea de “pueblo chico, infierno grande”; basada en la novela Bajo este sol tremendo, de Carlos Busqued, se ambienta en un desolador pueblo del Chaco llamado Lapachito. Allí nada es atractivo, tierra yerma para que el abusador de turno haga y deshaga a gusto. Duarte, brillantemente interpretado por Sbaraglia, es un repulsivo ex militar que aprovecha cuanta oportunidad encuentra para robar, saquear, violar impunemente. Es verdad que el villano está cerca de ser el mal encarnado, pero Sbaraglia transita tan creíblemente el perfil del chanta impune, con su sonrisa a flor de piel, sus nada sutiles métodos de persuasión y convencimiento, sus indisimuladas críticas a todo lo que lo rodea y un resentimiento que sale a luz en escenas clave, que termina convenciendo en su papel. El resto de los personajes presenta también ciertos matices, de modo de escapar eficazmente al más burdo estereotipo. Duarte perpetúa una serie de secuestros como negocio vital, pero aquí estamos lejos de la profesionalidad y los operativos de inteligencia de los ex militares de El clan; el modus operandi es rústico y soez, y en este sentido el abordaje está mucho más cerca de Fargo: los secuestros no parecen planificados, los perpetradores no se cubren el rostro frente a sus víctimas, la “viveza” deriva en un ridículo despliegue de credulidad. Luego de sus desafortunadas películas Francia y Mala, Caetano volvió al cine que hace mejor y a ese estilo tan propio, bruto y crudo, desplegado en sus notables Pizza birra faso, Bolivia, Un oso rojo, Crónica de una fuga y la serie Tumberos. Pero como nunca antes, El otro hermano es un cine cargado de un nihilismo rasante y un pesimismo desolador, y tan magistralmente orquestado que es capaz de mantener a la audiencia al borde de la butaca durante dos horas enteras. Lo que se echa en falta es un marco social más amplio, al menos alguna referencia al entorno o a circunstancias que den pautas para comprender mejor la situación, en vez de atribuirse el “mal” a la sórdida voluntad de un único individuo.
Desde que Alien sentó en 1979 las bases del cine de “terror espacial”, el esquema no ha cambiando en absoluto. A partir de entonces surgieron réplicas, secuelas y decenas de subproductos que calcaban su idea general (monstruo/s alienígenas que arremeten contra un equipo de humanos en un entorno hostil, con limitada movilidad y recursos), aunque hace tiempo que no se los veía. Es lógico que con el exitoso paquete reciente de películas espaciales (Gravedad, Interestelar, Misión rescate, Pasajeros) la idea se haya reflotado una vez más, con la esperanza de que vuelva a funcionar en las taquillas. Esta superproducción contó con un presupuesto de 58 millones de dólares, bastante más de lo que suele facilitársele a cualquier película de terror. Los “tanques” hollywoodenses cuentan usualmente con equipos técnicos de centenares de personas. Y entre todos esos contratados suele haber auténticos talentos cuyos atributos apenas pueden verse plasmados durante breves instantes, quizá segundos, en una película. Aquí uno de los elementos que más relucen es el diseño del extraterrestre y, sobre todo, de sus movimientos. Ese bicho semitransparente que crece con cada nuevo humano ingerido, que se encoge o se expande, que se traslada por la nave utilizando sus múltiples tentáculos, que se repliega presurosa y sorpresivamente en torno a antorchas luminosas que flotan, ofrece fugaces momentos que evidencian las habilidades del equipo de efectos especiales. Una gran secuencia tiene lugar cuando el monstruo mata a la primera de sus víctimas, y borbotones de sangre emergen de la boca abierta del cadáver y se expanden lentamente en gravedad cero. Ahora bien, de todos los múltiples oficios y del amplio abanico de elementos que componen una película, uno de los fundamentales, prácticamente su columna vertebral, es el guión. Y algo tiene que estar muy mal si el único personaje interesante de todo el cuadro es el monstruo, una entidad que no habla, que no expresa sentimientos, que pasa buena parte del metraje intentando eliminar a todos y cada uno de los humanos. Lo curioso es que, a pesar de todo eso, este bicho tiene verdaderas razones para volverse contra los personajes, luego de que uno de ellos tuviera la brillante idea de aplicarle descargas eléctricas para observar su reacción. Luego del picaneo, el monstruo descubre que para sobrevivir tendrá que deshacerse de esos “alienígenas” que lo secuestraron y pretenden experimentar con él. Los diálogos de estos fulanos son deplorables. Una tripulante, después de que el espécimen se deglutió a la mitad de la tripulación, en lugar de entrar en shock, llorar, gritar o violentarse, señala con mucha calma algo así como que sus sentimientos en ese momento “no son racionales, ni científicos”; otro se pone a recitar frases existencialistas con la mirada perdida, y prácticamente todos se aprestan a sacrificarse por la supervivencia de los que quedan. Después de escuchar tantas memeces, tanta majadería junta, al espectador no le queda más que esperar que el “villano” ingiera prontamente a todos y cada uno de los que quedaron en pie. Y, como para acrecentar más las ambivalencias de esta película, el final es grandioso. Un remate que no se ve venir y que supone uno de los mejores desenlaces del cine de terror de los últimos tiempos, seguramente uno de los más angustiosos y desesperantes. Una pena, una auténtica contradicción que una película tan mala termine a semejante altura.
Divertimento con actitud No es una secuela, ni una remake, ni un spin-off, sino simplemente una nueva versión que vuelve a utilizar un ícono de la cultura occidental. Por fortuna el abordaje se distancia mucho de la ampulosa e interminable –y corresponde decir, de a ratos genial– King Kong (2005) de Peter Jackson. Aquí no hay lugar para la grandilocuencia ni los tiempos muertos; volvemos al espíritu lúdico y pochoclero que caracterizó al cine de clase B de monstruos gigantes en sus más diferentes acepciones, sean los kaiju-eiga (Godzila (1954), Mothra (1961), como sus pares estadounidenses (Tarántula –1955–, La isla misteriosa –1961–, entre tantos otros). Divertimentos en los que poco importaba la alegoría, la psicología, la carga emocional o las líneas de diálogo, porque al fin y al cabo se trataba de sembrar el pánico mediante monstruos gigantes. A una exótica isla del Pacífico llega una expedición de exploradores y soldados. Es el año 1973, plena crisis de Vietnam y de la administración Nixon. La Guerra Fría y la carrera por la supremacía llevan a que el equipo sea enviado en una misión de reconocimiento, antes de que lo hagan los rusos. Pero enseguida la aventura se convierte en un llano enfrentamiento contra toda clase de criaturas monstruosas. La isla Calavera es, a partir de entonces, una explosión de colores y de sonido, un espectáculo palpitante y un divertimento desacatado de helicópteros contra el mono gigante, de hombres contra bichos, contra pajarracos y lagartos, de soldados contra Kong y de este último contra un lagarto gigante. Poco importa más que estas vibrantes escenas de acción, razón de ser de la película y donde está puesta toda la carne en el asador. Lo demás es principalmente relleno, actores inmensos como John Goodman, John C Reilly y Samuel L Jackson trabajan como en piloto automático, aunque cierto es que le agregan cierto encanto al asunto. El guión no se sale de lo estándar pero funciona, los diálogos son algo anodinos y la metáfora simple pero por ello muy secundaria: ni bien llegan los humanos se encargan de bombardear bien y de refrescarlo todo con napalm antes de siquiera poner un pie en la tierra, lo cual ya mueve al (obvio) cuestionamiento de quién es realmente el monstruo. La llegada de los soldados y su lucha injustificada contra King Kong genera un desequilibrio: los reptiles subterráneos de la isla, al no ser ya dominados por el mono gigante, comienzan a apoderarse de todo. En este plan, esos monstruos, más terribles e incontrolables, podrían ser leídos como el vietcong o, si se quiere, como el terrorismo islámico de hoy, resultado colateral de los destrozos provocados por las potencias intervencionistas. Pero como decíamos, lo preponderante es la acción, y qué pedazos de escenas de acción. Una inagotable sucesión de cataclismos notablemente orquestados que se imponen sin respiro. Los riffs de Black Sabbath resuenan entre el fuego y las explosiones, y las astas de los helicópteros se acompasan en un notable juego musical que homenajea a Apocalipsis Now. Los monstruos son todo lo desagradable que cabría esperar y las contiendas, de lo mejor que ha dado el subgénero. Pero lo más interesante es que el joven director Jordan Vogt Roberts (autor de la notable The Kings of Summer) imprime a la película un humor cinematográfico notablemente contrapuesto a la seriedad imperante, marcando un estilo y una personalidad propias. Ya sea en el muñequito de Nixon que se sonríe ante toda la debacle, como en los festines de calamares gigantes y de humanos a los que se aboca el rey Kong, La isla Calavera marca su festejante diferencia respecto al resto de las superproducciones actuales.
Farhadi decidió dedicarse al cine por una vivencia accidental. Fue a ver una película y se metió en la sala equivocada. La proyección había empezado hacía rato, por lo que comenzó a verla a partir de la mitad. Cuando terminó y se fue a su casa pasó el resto del día pensando y especulando con cómo sería ese principio. En ese momento se dio cuenta de que quería filmar un cine así, historias que pudiesen propiciar, en la mente de sus espectadores, esa clase de dudas posteriores. Es por eso que sus películas suelen contar con un enigma fuerte, poderoso; aun después de terminadas dejan espacios de sombra en torno a los cuales quedan un montón de piezas dispersas. Puede decirse que sus obras recién empiezan ni bien terminan; no existe mejor lugar para completarlas que en una mesa de bar, conversando, discutiendo sobre aquello que se vio. Ese es uno de los principales diferenciales: aunque los conflictos presentados sean nítidos y claros, muchos de los puntos fundamentales quedan incompletos, propiciando reflexiones profundas. Es tarea del espectador recoger las piezas e intentar armar el puzle a su manera. El comienzo de El viajante es imponente. El edificio que habita la pareja protagonista sufre una gran sacudida: las paredes tiemblan, los vidrios se resquebrajan, los vecinos entran en pánico, piden ayuda, corren bajando las escaleras, los viejos fantasmas de los bombardeos contra Teherán durante la guerra entre Irán e Irak sobrevuelan. Pero la escena culmina mostrando la verdadera y absurda razón del cataclismo: una excavadora está haciendo estragos en el predio lindero. La capital de Irán hoy sufre de lo mismo que tantas otras grandes ciudades del mundo: una modernización arquitectónica forzada; se desmantelan viejos edificios y se construyen nuevos constantemente. La fiebre edilicia es tal que este trabajo compromete y pone en riesgo las estructuras antiguas, que acaban resquebrajándose o directamente desmoronándose por su cercanía con obras y demoliciones. Pero esto es sólo una escena al comienzo, y el tema no vuelve a tocarse. La pareja –en la ficción ambos son actores de teatro– se muda a un departamento que un colega les facilita y, al poco tiempo de hacerlo, surge lo inesperado. Un extraño se cuela en el nuevo domicilio, va al baño donde la mujer se está duchando y la ataca violentamente. Cuando el marido llega, encuentra sangre por todas partes, vidrios rotos. Su mujer está hospitalizada, con una gran herida en el cráneo. A partir de este trágico hecho la película sigue su abordaje naturalista, la pareja continúa su vida cotidiana, pero entramos en lo que es una constante del cine de Farhadi: un hecho fortuito generó una inflexión, un punto de no retorno. Nada vuelve a ser como antes, y se intuye que las consecuencias serán nefastas. En una entrevista el director ilustró claramente este tipo de momentos: “Es como una mesa de billar. Se ponen todas las bolas en la mesa, se les pega con otra bola y todas se expanden por la mesa. Al principio de mis películas los personajes suelen estar en situaciones normales. Pero entonces algo los golpea fuerte y empiezan a ver otro lado de ellos mismos que no sabían que existía”. Así el comportamiento de ambos protagonistas cambiará sutil pero radicalmente. El trabajo actoral es, como siempre en el cine de Farhadi, sobresaliente. Los intérpretes Taraneh Alidoosti y Shahab Hosseini son viejos colegas de la troupe del director, y su desempeño en el papel de los personajes que intentan ocultar con grandes esfuerzos el “elefante dentro de la habitación” es brillante. Es gracias a estas sutilezas que comienzan las grandes dudas: mientras el protagonista masculino va enloqueciendo soterradamente y reúne pistas para dar con el culpable, la esposa intenta apaciguar su impulso y hasta boicotear su investigación. Ella sabe que nada bueno puede pasar si da con el responsable. Pero aun en este accionar le resulta imposible disimular las secuelas de su trauma. Esto lleva a que su marido –y el espectador– especulen y sospechen lo peor: en ese baño ocurrió mucho más de lo que ella cuenta. Su negativa a hacer la denuncia ante las autoridades puede entenderse por la inoperancia judicial y la posibilidad de que se ensañen con ella –el solo hecho de que haya dejado la puerta abierta puede ser interpretado como un “incentivo” para que se colara un extraño–, lo que podría dañar su reputación. Pero también puede ser que no quiera pasar por la re-victimización que sufren las mujeres violadas al hacer la denuncia, y tal vez pretenda apaciguar el inevitable cataclismo que propiciarían esos hechos. Si bien el punto de no-retorno de la película es ese posible abuso sexual –cómo y hasta dónde llegó es el espacio de sombra que carcome a su marido–, Farhadi nos lleva, como es su costumbre, a la acumulación de crisis, a las situaciones límite a las que pueden llegar los seres humanos bajo presión. La narrativa es así llevada hasta puntos de tensión extrema, cuando la “investigación” del marido lo enfrenta por fin con el posible responsable. Así, la última media hora de El viajante es de un incómodo, intenso y casi insoportable dramatismo. La opresión gubernamental y su fundamentalismo religioso son elementos que están tangencialmente presentes en las películas de Farhadi. El conflicto aquí refiere, cómo no, a una situación facilitada por el patriarcado, al orgullo machista vulnerado, al destrato de las mujeres. Pero pensar esta película y su nudo como algo exclusivo de la idiosincrasia iraní sería tomar una posición de una esquizofrenia proyectiva, ya que es probable que una situación similar se pueda generar en cualquier parte del mundo, y que la reacción de los diferentes personajes ocurra del mismo modo, tanto en Vladivostok como en Montevideo. De ahí la puntería y la pertinencia de esta película, y su brutal universalidad.
Violencia achacosa Los westerns crepusculares eran películas de corte melancólico donde los protagonistas, veteranos de mil y una batallas, se aprestaban, exhaustos y muchas veces a regañadientes, a una última misión. La idea era sacársela pronto de encima para luego retirarse de una vez por todas y así poder llevar una vida más apacible. En el clásico Shane (1953), de George Stevens, el personaje interpretado por Alan Ladd pretendía asentarse en una granja, pero el despotismo de un ganadero de la zona lo forzaba a continuar utilizando las armas. En Logan la referencia a ese clásico es explícita –varios personajes lo ven en un televisor, y lo comentan–, y los puntos en común entre ambos filmes no son pocos. En los dos existe una relación particular entre el veterano y un niño, cuyo legado natural parecería ser seguir los mismos violentos derroteros. De un lado de la ecuación está el héroe abatido, culposo, internamente destrozado, del otro, un retoño lleno de vitalidad, que lo sigue con fascinación e idolatría. El veterano es consciente de ser una pésima influencia para el niño, pero no puede salirse de su naturaleza. En este caso se trata de una niña, una mutante de poderes similares a los del protagonista. Pero Wolverine (notable Hugh Jackman) no quiere saber nada con nadie; viviendo de incógnito, trabajando como chofer de limusina e intentando llevar lo más dignamente posible sus últimos tramos de vida, se le cruza en medio del camino una situación dramática y una responsabilidad ineludible, así como la imposibilidad de seguir su inercia vital. La película obtuvo la calificación R en Estados Unidos, lo que significa que los menores de edad pueden ingresar a las salas sólo con la compañía de un adulto guardián. En Uruguay esta calificación se tradujo en la prohibición a menores de 18, y razones no faltan. La violencia explícita ya justifica la calificación; abundan los desmembramientos y todo tipo de destrozos de cuerpos. Una de las escenas más sorprendentes, y sí, también de las más bellas, tiene lugar cuando la niña mutante aparece cargando con la cabeza recién extraída del cuerpo de un militar, y la arroja desafiante al resto de sus contendientes. Pero no es lo único; también hay algún desnudo femenino parcial y, sobre todo, mucho consumo de sustancias: tanto el protagonista como el legendario Charles Xavier (Patrick Stewart) necesitan drogarse casi continuamente, sea para soportar los achaques de la vejez como para mantener controlados sus más peligrosos impulsos. En una escena clave, Logan se inyecta un suero verde que le causa el mismo efecto que las espinacas a Popeye, pero en este caso bajo la advertencia de que una sobredosis de la sustancia puede ser mortal. Nunca se había visto una película de superhéroes tan nihilista, melancólica e implacablemente triste. Es toda una novedad y un verdadero salto cualitativo en comparación con lo que se venía viendo. Por fortuna el director James Mangold (Johnny y June, El tren de las 3.10 a Yuma) trae a tierra a Logan alejándola de los peores vicios de las películas del género: la simpatía forzosa, la verborragia chistosa, las demoliciones a gran escala y las amenazas de destrucción total de la Tierra (o del universo, qué más da). En cambio se concentra en una historia pequeña, sentida, con el foco en los personajes y su convaleciente humanidad.
Un musical, un cataclismo Hace años que los intentos de revivir el musical caen en saco roto. Llámese Moulin Rouge, Chicago o Los miserables, los excesos de grandilocuencia, así como la recarga de artificios y la impostada importancia de estas producciones llevaban a que se convirtieran de a ratos en alardes técnicos y en grandes e impersonales despliegues, en los que se olvidaban y quedaban en el debe elementos fundamentales de clásicos de la talla de Siete novias para siete hermanos, Brindis al amor o Un día en Nueva York: el encanto y la pasión por hacer cine, de sacar a bailar a los personajes y de contaminar a la audiencia con esa energía. Sólo películas sin muchas pretensiones, como Mamma Mia o Hairspray (y en especial esta última, la de 2007), con su desenvoltura y su falta de miedo al ridículo, dieron con la tecla para revivir ese espíritu contagioso. Más cerca en el tiempo, tan sólo hace falta animarse a dar el paso hacia Bollywood para descubrir que el musical está más vivo que nunca y que nadie ha recibido ese burbujeante legado mejor que cineastas indios como Farah Khan, Sanjay Leela Bhansali o Farhan Akhtar. Ahora bien, cierto es que mucha gente al musical no se lo traga, aunque se lo faciliten con aperitivos, elogios y galardones varios, y no hay mucho que pueda hacerse al respecto. Quizá solamente el género de terror sea tan rechazado –y tan amado– como el musical. Pero algunas veces, y cada tanto, aparecen obras capaces de deslumbrar incluso a los más apáticos e incrédulos. Si Kill Bill en su momento maravilló a gente que jamás se hubiese acercado al cine de samuráis, de artes marciales o al animé, La La Land es capaz de oficiar de vehículo (y lo hace) para que muchos se interesen y apasionen por el jazz, las otras películas de Damien Chazelle o, simple y llanamente, por el cine musical. Porque la principal baza de su propuesta es esa: la pasión, el absoluto convencimiento de contar con una historia digna de ser trasmitida y de sensaciones que claman a gritos por salir. Nadie podría poner en duda esto: existiendo tanto cine impersonal en el mundo, que aparezca un muchacho joven y enérgico, un melómano cinéfilo, un obsesivo de las formas y los detalles dispuesto a tomar al toro de Hollywood por las astas, subirse a su lomo y redirigirlo en la dirección que a él se le canta es un bienvenido cataclismo hecho cine. Uno que, además, parece creer en la nostalgia al mismo tiempo que explora nuevas formas. La La Land comienza como un musical clásico, uno que, además, carece de conflictos y presenta una historia de amor aparentemente inocua, quizá hasta superficial. Pero las apariencias engañan, Chazelle nos endulza con bellas imágenes y nos lleva del pescuezo para confrontarnos a un drama tan duro como la vida misma, imponiendo la clase de problemas que carecen de solución y que marcan a fuego internamente a las personas. Con un desenlace inesperado y único en su especie, un último tema resignifica el resto de la película, le agrega una nota de pathos rioplatense (aunque no suene ni un solo bandoneón, nunca un musical hollywoodense fue tan tanguero) y, al mismo tiempo, nos lleva a asimilar en el propio cuerpo esa mezcla de sentimientos que tanto en su concepción como en su ejecución trae aparejado el jazz. La La Land podría no llevarse el Oscar a mejor película. Pero Chazelle viene arrasando, y marcando sus sentidas muescas en la historia del cine.
Punto para Disney El primer gran diferencial de esta película es la investigación en la que se sustenta. Previo a la escritura del guión, los directores Ron Clements, John Musker y otro grupo de artistas contratados por los estudios Disney viajaron a las islas del Pacífico para conocer las diferentes comunidades en persona, se empaparon de tradiciones, rituales e historias propias de las culturas zonales. Fueron recibidos por la comunidad Korova, en una pequeña aldea de la isla Viti Levu y también viajaron a las islas Fiji, Samoa y Tahití. Conversaron con ancianos, jefes, maestros, artesanos, granjeros, pescadores, navegantes, así como expertos en arqueología, antropología, historia, música y danza. Y hay que decir que todo esto se nota: desde un relato empapado de mitología, pasando por la estética y una infinidad de detalles que van desde la comida, las chozas, las canciones, los bailes, tejidos, tatuajes y símbolos, una gran cantidad de elementos fueron sorbidos y volcados en esta película. Esto es algo notable y bastante atípico. Que desde el mainstream se elabore una superproducción donde realmente se exploran y se respetan culturas remotas, supone una resignificación de la concepción de “exotismo” que normalmente imponen. Es decir, las superproducciones de Hollywood ambientadas en confines remotos del planeta suelen ser ejercicios de imaginación, donde los guionistas se abocan, tocando de oído y a partir de dos o tres elementos, a crear cuadros en los que cualquier punto de contacto con la realidad pasa a ser mera coincidencia. Es por eso que, en buena parte, es allí donde reside el peculiar encanto de esta historia. Pero también hay otras cosas. Un semidiós poderoso y sumamente engreído llamado Maui, en uno de sus traviesas andanzas, robó el corazón de la diosa Te Fiti. Al hacerlo, ocasionó un desastre de magnitudes, expandiendo crecientemente una maldición que lleva a que los peces mueran, los cultivos se pudran, y que una voraz mancha negra se extienda por tierras y mares. Es entonces que Moana, la protagonista, decide abocarse a una travesía para reparar los daños causados. No es tarea sencilla: el paso más difícil a dar es convencer a Maui para que la acompañe. Para algunos detalles es notoria la inspiración en la película La princesa Mononoke, del maestro japonés Hayao Miyazaki; los que saben, saben copiar de los mejores. El libreto fue escrito por Jared Bush, el mismo que guionó la brillante Zootopia, por lo que se da la extraña situación de que en la próxima gala de los Óscar ambas creaciones figurarán entre los nominados a mejor largometraje de animación. Y es difícil quedarse con una de las dos. Hace tiempo que no se veía una aventura animada tan simple, lineal y clásica, en la que además se respira el salitre del mar y el viento a estribor. La personalidad de los personajes –es estupenda la apuesta por dotarlos de cuerpos alejados de los estándares de belleza– así como la originalidad en el trazado de secundarios, especialmente de los dos monstruosos villanos y de un gallo que acompaña a la protagonista compitiendo por ser el más estúpido de los personajes jamás pensados, son otros de los puntos fuertes. Con este filme Disney se apunta otro poroto; y ya lleva consigo varias decenas.