Motores encendidos Potente filme de José Campusano sobre las tribus motoqueras. Después de Vil romance , película centrada en el choque entre los códigos “pesados” del conurbano y una relación homosexual, José Campusano retoma temas y personajes de un documental previo ( Legión: tribus urbanas motorizadas ) en Vikingo , su filme de 2009 que se mete en el universo de las tribus de motoqueros, sus códigos, costumbres y, también, los potenciales peligros que las atraviesan. Vikingo es el líder de una de estas tribus, dueño de un particular código de conducta, que implica muchas reglas a cumplir (en su familia directa y su “gran familia” motoquera), aunque en otros asuntos actúa de manera algo más laxa. Dos situaciones lo pondrán a prueba. Por un lado está la llegada a su casa de otro motoquero (Aguirre), un tipo que se ha separado de su mujer y que termina uniéndose al grupo de Vikingo, aunque difiera en algunos de los rigurosos códigos que aquel mantiene. Y algo similar pasa con un sobrino del protagonista, que va entrando en una rutina delictiva peligrosa, poniendo en peligro la frágil estabilidad social del grupo. Campusano cuenta su historia de manera simple y directa, sin embellecimientos y con los errores (de actuación, en especial) que conlleva ese acercamiento. Pero, a la vez, esa forma de encarar el tema y el universo le da al filme frescura, humanidad y verdad. Esa paz entre las tribus, entre las generaciones (los mayores se dedican a beber alcohol copiosamente y no ven con buenos ojos el consumo de drogas y el tráfico que ejercen los más jóvenes) y entre los mismos miembros del grupo de Vikingo es la que estará amenazada y la que será fuente de todos los conflictos del filme, que empieza de forma más “documental” y va creciendo en intensidad dramática con el correr de los minutos. Y son los primeros, más que los segundos, los que hacen de Vikingo una buena película: se nota que el mundo está mirado desde adentro, sin juicios de valor (a lo sumo, Campusano se apega a la ética de su protagonista, que pese a su temerario y duro aspecto resulta bastante sensible en muchos sentidos) y sin condescencia, ironía ni intención de “explotación” sensacionalista. Realismo crudo, si se quiere, con ruido de motores a tope.
Una ternura excesiva El seguimiento de cuatro criaturas de culturas diversas, aún con momentos deliciosos, es reiterativo. Bebés es un documental paradójico: ¿hay algo más encantador que ver a niños en su primer año de vida aprendiendo a gatear, a caminar, sonreír, dormirse y jugar? No hay duda de que cualquier padre atesora esos videos de sus niños dándose un golpe al intentar pararse, con algún berrinche incontenible, ese momento en el que (ingrese aquí el nombre que corresponda) se queda, lentamente, dormido en su cochecito. De ahí a ver una película sobre cuatro bebés que, en distintas partes del mundo, hacen, reiteradamente, estas mismas cosas, hay una distancia insalvable. La idea del actor francés Alain Chabat, productor del filme, y del director Thomas Balmes, es la de mostrar el primer año de vida de cuatro bebés de distintos lugares del mundo, y con hábitos y costumbres completamente diferentes. Y probar, en un punto, cómo más allá de las evidentes diferencias económicas, sociales y culturales, en el fondo son todos muy parecidos. Es decir: lloran, se ríen, patalean, comen, se duermen y así todo. Pese a la reputación previa del director de tocar temas sociales en sus filmes, Bebés más bien parece un producto por encargo, una especie de simpático y largo aviso de Benetton donde criaturas de Japón, Namibia, Mongolia y los Estados Unidos (San Francisco, para ser más preciso) son capturados por la cámara en esos momentos que, imaginamos, serán maravillosos de ser repasados por familiares, amigos y, llegado el caso, por un turista que se haga pasar por antropólogo. Pero no tiene ninguna profundidad ni densidad ni interesa más allá de eso. Aclaremos: el filme tiene momentos deliciosos. La niña de Namibia peleándose con su hermano o jugando con animales salvajes; la japonesa enredada con un rollo de papel higiénico; los paisajes que recorre el niño de Mongolia y la cara de la pequeña californiana durmiéndose o pelando una banana con una delicadeza que no tendría un adulto. Y así, por 80 minutos seguidos, algunos más tiernos que otros. Para que el asunto se transforme en una película debería haber algo más que una “cámara sorpresa” siguiendo a bebés durante meses. Y si lo hay -Balmes deja ver las diferencias sociales, por un lado, y a la vez parece decir que la vida de la niña de Namibia es mucho más pura y libre que la cuidada y controlada existencia de la rubiecita californiana, por ejemplo-, no salen de la obviedad y el lugar común de una larga tanda publicitaria o un videoclip de las viejas épocas de Michael Jackson. Es innegable que la película será disfrutada por muchos. Para otros, será algo parecido a sentarse en la casa de algún pariente muy lejano a ver un video de todo lo que grabaron de su seguramente hermoso y divino bebé seguido por un: “¿Y qué tal si ahora les mostramos el de nuestro viaje a Africa?”.
Una adaptación difícil Una madre palestina y su hijo emigran a Illinois, en los Estados Unidos. Llegan en el peor momento y no la pasan nada bien. Ocupación?”, le pregunta el agente de migraciones a Muna cuando quiere entrar a los Estados Unidos con su hjo adolescente. “Sí, estamos bajo ocupación hace 40 años”. La pregunta y la respuesta marcan a las claras el tono y la intención de Amerrika , película que intenta tocar, con un tono amable, hasta liviano si se quiere, los distintos (y confusos) conflictos que vive una madre y su hijo de origen árabe (palestinos) que emigran a una ciudad pequeña de Illinois tratando de escapar de una situación complicada y metiéndose, sin saberlo, en otra. Muna y su hijo (el marido la dejó por una mujer más joven) se van a los Estados Unidos cuando Fadi consigue una beca para estudiar allí. Si bien ella tiene un trabajo en un banco, la situación política y familiar los fastidia y abruma tanto que, apenas aparece la carta, deciden marcharse. El problema es que llegan allí justo cuando los Estados Unidos invaden Irak y, digamos, cualquier persona de origen árabe resulta sospechosa. Si bien tienen familiares que hace tiempo viven allí, a Muna y a Fadi no les resulta fácil adaptarse. En Illinois, ella no consigue trabajo en empresas ni bancos, y termina en una cadena de comida rápida, aunque le miente a su hijo y a su hermana (quien, con su marido y tres hijas los recibe en su casa) acerca de lo que hace. Fadi, por su parte, tiene que empezar a convivir con las agresiones de sus compañeros de escuela, que se burlan de él, lo tratan de terrorista y le complican bastante la vida. Y otros personajes -el director de la escuela, su compañero en la “hamburguesería”- intentan probar que no todos en los Estados Unidos pensaban (o piensan) igual. De cualquier manera, la directora Cherien Dabis -que basa su película en experiencias propias- no lleva las cosas a extremos: peleas, discusiones, incomodidades, nostalgia, sí, pero no hay situaciones extremadamente densas. Prefiere el medio tono, casi naive, con momentos de comedia. Y ese acercamiento, si bien la aleja del costado potencialmente más obvio y cruento del tema que trata, también transforma Amerrika en una película demasiado simplista, buscando accesibilidad a toda costa. Lo más interesante del filme de Dabis es el universo de confusiones y malos entendidos que presenta, aún desde la exageración y el efecto cómico: ese simplismo étnico de los personajes, esa reacción banal ante cualquier diferencia cultural (desde la ropa hasta el acento, pasando por la comida) que se exhibe muchas veces, aún desde la “corrección política”. Y el problema de su filme es exactamente el mismo: en pos de la universalidad, termina reduciendo una serie de conflictos (el tema Israel-Palestina, la guerra de Irak, etc.) a una sola cosa, única y entendible. Y se banaliza a sí mismo.
Encuentros cercanos del primer tipo La opera prima de Alejandra Marino, protagonizada por Mimí Ardú y Enrique Liporace, se centra en la relación de una mujer con una enfermedad terminal y un hombre casado. Películas como Franzie dejan a las claras que hacer cine es una cuestión que excede la suma de sus partes constitutivas. Uno podría decir que, salvo alguna excepción, los actores no están mal. También se podría agregar que el guión tiene apuntes interesantes y que los personajes no están mal construidos. Y así seguir, detalle por detalle, hasta llegar a un número redondo pero imposible de la matemática cinematográfica: si sus elementos funcionan, el todo debería hacerlo también. Bueno, no es así. Y este caso lo prueba casi desde lo esencial: es una película sin película o una suma de partes que nunca constituyen un todo. Hay escenas, momentos, alguna frase, pero la película nunca se construye, nunca cobra vida, no respira. Transcurre, deriva, avanza, como por inercia. Franzie , dirigida por Alejandra Marino, cuenta la historia de una mujer que guarda en relativo secreto que está enferma y que le queda poco tiempo de vida. Encarnada por Mimí Ardú, Franzie es una mujer que no se deja del todo derrotar por su enfermedad, pero que también la usa, en raras maneras, cuando le conviene. Emmanuel (Enrique Liporace) es un escritor frustrado que trabaja como corrector, que espera un hijo, y que se topa en su vida con Franzie. Una propuesta, un intercambio, acaso una confusión, llevan a que ambos se relacionen y generan una extraña forma de intimidad, que fluctúa entre la amistad, el fastidio y algo inexplicable que podría llegar a ser otra cosa. O no. En el medio circula de aquí para allá la madre de Franzie (Norma Pons), mujer con problemas mentales, cuya sola presencia desequilibra toda la ya de por sì bastante frágil estructura del relato. Y así Franzie transcurre, sin prisas, por más de 90 minutos que no logran capturar del todo la atención del espectador. Hay cierta dureza en la puesta en escena que hace que la mayoría de las situaciones, por más armadas y originales que puedan parecer en el papel, no resistan ni siquiera el tiempo que duran. Es una película forzada, trabajosa, trabada, y así hasta sus potenciales buenos momentos quedan enredados en medio de la difícil y complicada tarea que es hacer cine.
A un click de distancia El filme de David Fincher analiza la historia detrás del éxito de Facebook. La idea de David Fincher y de Aaron Sorkin era clara: construir, con la historia del fundador de Facebook, Mark Zuckerberg, y las disputas legales que surgieron de sus inicios, una suerte de El Ciudadano contemporáneo. Los elementos están ahí: el trauma iniciático, la soledad del multimillonario, el intento por ingresar a un mundo “ajeno”, la narración armada a partir de testimonios y la idea de los costos que implica la creación de un imperio. Pero Fincher es más modesto en su ambición temporal –es apenas el inicio de la carrera de Zuckerberg- y también estética, manteniéndose desde lo visual siempre funcional al relato, sin replantearse la idea de puesta en escena en cada plano. Las comparaciones son odiosas y más si esta dupla tiene el “tupé” de mirar de frente a la considerada “mejor película de la historia”. Y si en esa partida pierde con Welles, hay otra en la que el filme revela sus mejores armas: Red social es una película acerca de su época, un relato fiel –en ritmo, estilo y comprensión del comportamiento de sus criaturas- a la historia que cuenta. El filme se inicia con la ruptura sentimental de Mark (Jesse Eisenberg, en una actuación contenida y rigurosidad) y cómo esa frustración lo lleva a inventar un website en el que se compara la belleza, o no, de las estudiantes de Harvard. Por el éxito de ese sitio lo convocan dos mellizos pertenecientes a la elite de esa universidad, a la que Mark (un chico judío, nerd y poco sociable) no podía ingresar, para armar otra página que conectara a los estudiantes privilegiados de allí. Pero Zuckerberg empieza a pensar en grande y toma esa idea para crear TheFacebook (así se llamaba), una red social que crece a niveles insospechados y pronto sale de Harvard y del mundo de las universidades. Su gran colaborador en la tarea es Eduardo Saverin (Andrew Garfield), el alma del filme, el que le otorga un grado de humanidad que el aparentemente insensible Zuckerberg no tiene. Red social tiene una pátina de thriller empresario que recubre otra cosa: una cruda, pero nunca cruel, mirada a una generación obsesionada por los contactos más que por las relaciones, por la “pertenencia” más que por los afectos, en donde el dinero, la notoriedad y la posibilidad de ser “aceptados” es central. Y si bien el guión de Sorkin –veloz, sagaz- pinta a un grupo humano con el que resulta difícil sentir empatía (Timberlake como el fundador de Napster, le otorga brillo a un papel maquiavélico), el logro de Fincher es que podamos conectarnos con esos tipos brillantes y obsesivos, talentosos y solitarios. Fincher ha demostrado su comprensión por ese tipo de personajes apasionados y autodestructivos, y es gracias a él que Zuckerberg nunca es un monstruo, sino un chico confundido, sobrepasado y llevado (por falta de carácter, inseguridad y una imposibilidad por entender ciertas complejidades de lo humano) a ganar el paraíso de los millones, perdiendo a la gente que, en el mundo no virtual, lo tenía en cuenta. No es un filme sobre Facebook en el sentido de la experiencia del usuario. La red aquí es otra: la que liga y separa lo virtual de lo real. Cuando la experiencia se torna cuantificable, Red social parece decirnos que algo de lo humano se nos escapa. O que, tal vez, estemos ante el nacimiento de una era en la que ciertas nociones del siglo XX (humanista en el sentido tradicional) estén muriendo para dar paso a un nuevo tipo de persona que hoy nos resulta distante y temible. Pero que, a la vez, sentimos reconocible, cercana, a un click de distancia.
Satisfacción garantizada Esta premiada coproducción uruguayo-argentina se centra en un enamoradizo guardia de seguridad de un supermercado. La opera prima de Adrián Biniez, Gigante , fue una de las sorpresas del cine uruguayo de los últimos años. Presentada en competencia en Berlín 2009, se fue de allí con dos galardones importantes (el Gran Premio del Jurado y el Alfred Bauer) y después tuvo un largo recorrido por festivales. Biniez cuenta una historia sencilla que combina, como pocas, rigurosidad y liviandad, minimalismo y humor, en un estilo que ya es casi una marca de cierto cine uruguayo (como Whisky ) y que tiene como referencias a maestros como Jim Jarmusch y Aki Kaurismaki. Pero Gigante es todavía más contenida y seca que sus predecesoras. Cuenta la historia de Jara (Horacio Camandulle), empleado de seguridad de un supermercado en Montevideo que se dedica a seguir lo que sucede dentro del local a través de las cámaras de vigilancia. Como su trabajo es nocturno, no hay tanta presión: la cámara sólo registra empleados limpiando (o robándose algo, discretamente) y otros pequeños accidentes. Pero Jara, un grandote con tamaño de guardaespaldas (de hecho, su trabajo de fin de semana es en la entrada de un boliche nocturno) y fanático del hardcore y el thrash metal (porta una remera de Biohazard casi toda la película) encuentra un motivo de obsesión en su tarea. Ella es Julia (Leonor Svarcas), una empleada del local, a la que sigue, primero a través de la cámara y luego, literalmente, por las calles. Y si bien no se atreve a hablarle, se involucra lateralmente en su vida sin que ella, aparentemente, se entere. Esta persecución/seguimiento jamás resulta morbosa para el espectador porque de entrada da la impresión de que, pese a su aspecto, Jara es un tipo sensible, tierno y nada peligroso, más allá de lo discutible u obsesiva que pueda ser su devoción por una chica que no conoce. Pero los apuntes de humor, las situaciones que debe resolver con colegas, con su sobrino y hasta en el boliche, dejan a las claras que es un tipo tímido y enamoradizo, que no sabe cómo acercarse a la chica que lo apasiona. Aunque, nunca se sabe... Minimalista, ligera, con apuntes certeros de la vida cotidiana en Montevideo (la escena de la transmisión televisiva de un partido de fútbol donde un comensal critica al árbitro Larrionda, el del error del gol inglés contra Alemania en el Mundial, resulta sin quererlo muy graciosa) y musicalizada, en parte, por el propio Biniez, esta pequeña Gigante es una película medida y controlada desde lo formal, es cierto, pero que trasciende la habitual frialdad que puede tener cierto cine contemplativo gracias, también, a la actuación y a la presencia de Camandulle en el rol central, uno de esos personajes que tiñen a toda una película con su curiosa, simpática pero también intrigante personalidad.
Armado y misterioso George Clooney encarna a un hombre parco y con secretos en este seco thriller. Acaso para cambiar de aire, o porque le quedaba más cerca la zona de rodaje de su casa en el Lago Como, George Clooney se embarcó en un proyecto inusual como es El ocaso de un asesino . El filme, dirigido por el realizador de Control , el también fotógrafo holandés Anton Corbijn, en bellas locaciones de Italia, difere bastante de los proyectos que usualmente encara el actor. Si bien Clooney es un hombre que toma riesgos en su carrera -lo ha hecho muchas veces, especialmente como realizador-, esta película plantea algo inédito en su filmografía. Es una película europea. En realidad, El ocaso... es un choque de estilos. Por un lado remite a cierto cine estadounidense de los años ‘60 y ‘70 (con antihéroes solitarios y lacónicos, como Steve McQueen, Lee Marvin o el mismo Clint Eastwood), con un asesino silencioso y misterioso, del que apenas sabemos unos datos que quedan claros en el arranque: unos suecos lo están buscando para matarlo. ¿O no es tan así? Lo cierto es que después de ese comienzo que promete -como el trailer- un filme riguroso pero duro, intenso, casi un western que se mudará a los pequeños pueblos de Abruzzo, Corbijn opta por un estilo más contemplativo, intentando acaso remedar a El samurai , de Melville/Delon, o hasta estilos aún más secos (de la línea Antonioni/Bresson) o el de la reciente Limits of Control , de Jim Jarmusch. Pero se queda a mitad de camino entre ambos. Siempre rodeado de bellas mujeres (una prostituta, Clara, especialmente), el hombre -que puede llamarse Edward o Jack o Mr. Butterfly- se escapa y se esconde, se hace pasar por fotógrafo, comienza a construir un arma a pedido (acción que ocupa un largo rato del filme), a tener conversaciones pseudofilosóficas con un cura y uno, como espectador, sabe que el estallido no tardará en volver a aparecer. El ocaso de un asesino homenajea con conocimiento y respeto a esos antecesores, pero no consigue emular ni su tensión ni su fuerza dramática. Parece, casi, un ejercicio de estilo o una recreación fotográfica, donde las piezas están todas ubicadas en el lugar correcto pero el filme cobra vida sólo intermitentemente, acaso por la dedicación algo excesiva del director en destacar la belleza del lugar. Y, claro, de Clooney y sus varias mujeres. Haber hecho el filme de Corbijn es una elección respetable y noble de parte de Clooney. Lástima que el resultado no esté a la altura de sus pretensiones y que, finalmente, el filme no convoque ni interese tanto como otros trabajos suyos cercanos a este estilo como Syriana o Michael Clayton.
Cámara con mirada de mujer Denso drama histórico del sueco Jan Troell. Junto a Bo Wideberg, Jan Troell es uno de los más respetados cineastas suecos post-Bergman, con una carrera larga pero limitada en cantidad de títulos que arrancó a mediados de los ’60. Es, además, poseedor de varios e importantes premios (un Oso de Oro y un premio a mejor director en Berlín, dos nominaciones al Oscar) y títulos considerados semiclásicos como la saga de Los emigrantes y La nueva tierra , ambos filmes de principios de los ’70 que contaban novelísticas historias de la emigración sueca hacia los Estados Unidos en el siglo XIX. Momentos que duran para siempre , estrenada ayer, la filmó a los 77 (ahora tiene 79), y en ella demuestra que su estilo sigue imperturbable pese al paso del tiempo: largas tramas épicas en las que las vidas de un grupo de personas se cruzan con los grandes eventos históricos. Todas bellamente fotografiadas, ya que si hay algo en lo que siempre se destacó Troell fue en su exquisito y por momentos preciosista trabajo en ese campo. Como aquí se estrena en formato DVD, lamentablemente, uno de los aspectos más interesantes del filme pasará inadvertido. El filme toma la vida de una familia humilde sueca a principios del siglo XX y se centra en las experiencias de Maria, madre de seis hijos y esposa de un marido alcohólico y bastante maltratador, quien un día sale a vender una cámara fotográfica que había ganado en un sorteo, pero la convencen de quedársela y aprender a usarla. Esa anécdota, si bien no cambiará del todo su vida (sus complicaciones familiares, su falta de dinero y, especialmente, la brutalidad de su esposo seguirán) la ayudará a atravesar los momentos más difíciles y le permitirá observar el mundo de otra manera. Tal vez esa sea la metáfora más evidente: la del uso de la cámara para aprender a captar cierta realidad que no se aparece de manera obvia a los ojos del que pasa por la vida sin observarla. Troell pone esa metáfora en juego en una saga dividida en dos tiempos y que pinta tiempos difíciles con una belleza acaso excesiva. Ese, tal vez, sea el mayor problema de la película: convertir experiencias traumáticas en una serie de bonitos cuadros. Las cámaras (la de Troell y la del filme) pueden ayudar a mirar, pero tal vez no sean lo suficientemente intensas como para penetrar del todo la superficie.
Red de mentiras Notable documental sobre un curioso hecho político. Orquesta roja cuenta un episodio “político/mediático” muy curioso de la historia argentina reciente que parece de ficción. Pero fue cierto. Y el ingenio y originalidad de esta opera prima de Nicolás Herzog es trabajar el tema desde varios ángulos y con varios formatos, pasando desde el documental tradicional de entrevistas a momentos ficcionalizados y a un “detrás de cámara” que, finalmente, deja por sentado que todo lo que se cuenta es, finalmente, una construcción mediática. El episodio en cuestión tuvo lugar en Concordia, Entre Ríos, en abril de 2000, cuando Crónica TV transmitió en vivo entrevistas a un grupo guerrillero que, al mejor estilo zapatista, anunció que se preparaba para tomar las armas e iniciar una serie de atentados. Con el canal y Radio 10 difundiendo la noticia, el resto de la prensa se sumó y no tardaron en aparecer las autoridades políticas. Lo cierto es que el comando guerrillero del “Chelo” Lima, Carlos Sánchez y Patricia Rivero era bastante menos peligroso de lo que se pensaba: eran militantes piqueteros que armaron una puesta en escena, exagerada, con pasamontañas y todo, que el canal no sólo compró sino que hasta estimuló, generando una de esas tantas “situaciones reales” que son pura ficción, como las que pululan por la pantalla a partir de “peleas” entre famosos o los “reality” shows. Orquesta roja se centra en los testimonios actuales de los tres integrantes de ese “Comando Sabino Navarro”, recordando la situación (y el detrás de escena de aquel momento) y observando la cobertura mediática que se hizo en el momento. Otras entrevistas (a políticos y periodistas que estuvieron allí) y algunas reconstrucciones de la situación sirven para armar un filme que, a su vez, se “muestra” a sí mismo para terminar armando una cadena de ficciones en la cual queda claro que no hay película que no sea una puesta en escena. Y que tanto la vida, como el cine, siempre dependen de un ojo que mira. Y que está dispuesto a creer en lo que ve.
Como en la tele El filme con Katherine Heigl tiene un planteo de sitcom. El inicio de Bajo el mismo techo deja tan en evidencia casi todo lo que va a suceder en el resto de la película que, pese a que las circunstancias se alteren y no sean tan amables como el espectador imagina que serán, todo conduce a un destino ineludible. Es normal -forma parte de la lógica del género- que las parejas de las comedias románticas no parezcan, de entrada, hechas a medida. Pero lo que sucede aquí es tan exagerado que cualquier solución a ese problema parece muy forzada. Holly (Katherine Heigl) es una chica que tiene una tienda de comidas, bastante seria y nerviosa, a la que no le cae nada bien que el hombre con el que le arman una cita, un amigo de amigos, llegue una hora tarde, venga en moto y no en auto, no haya hecho reservas en ningún restaurante y que, encima, reciba llamadas telefónicas con un “Plan B” en caso de que la noche no vaya por el camino esperado. Messer (Josh Duhamel) es también, misterios de la naturaleza, amigo de la misma pareja que ella, y pese a que la primera cita termina siendo un desastre (de hecho, ni siquiera arranca), se seguirán topando a lo largo de años por los amigos en común, que se casan y tienen una beba. Hasta que un día, esa pareja que integran Peter y Alison (Hayes MacArthur y Christina Hendricks, la bella secretaria Joan de la serie Mad Men ) sufre un accidente y mueren ambos, dejándoles la criatura a cargo a ambos sin haberse tomado el trabajo de preguntarles ni de avisarles. Tras ese golpe bajísimo, la dupla deberá, de un día para otro, decidir qué hacer con la niñita (y con la enorme casa), y la opción de convivir Bajo el mismo techo y cuidar de Sophie aparecerá como una posibilidad antes que dejarla al cuidado del Estado. Y, pese a que ambos se llevan mal, no se entienden en casi nada y son, digamos, “el agua y el aceite”, las circunstancias y la criatura harán que las cosas empiecen a cambiar. Como es de esperar, con dos personas que ni siquiera soñaban días antes con ser “padres”, abundan los chistes de bebés indomables en una película que bien podría ser el planteo de una sitcom televisiva (se recomienda, desde acá, que la muerte de los padres de la criatura suceda antes del inicio de la narración en ese caso). De hecho, tanto el director Greg Berlanti (productor de Brothers & Sisters ), como Heigl ( Grey’s Anatomy ) y Duhamel ( Las Vegas ) han comenzado sus carreras allí. En estos tiempos raros en el que muchas series de TV tienen calidad cinematográfica (y hasta son mejores que mucho de lo que sale en pantalla grande), resulta raro toparse con una película que remeda a una serie de las que ya casi no se hacen. Tal vez el panorama esté cambiando y, cada día más, uno encuentre “cine” en la TV y “televisión” en el cine.