Los primeros pasos Nueva edición de la selección de cortometrajes nacionales. Como siempre, es muy difícil juzgar a los cortos que integran Historias Breves como un todo. Se puede, sí, observar cosas en común que tienen unos con otros, pero da la impresión aquí de que se tratan más de coincidencias circunstanciales que de una cuestión programática o estilística. Lo que sí se puede, como balance, es considerar a esta muestra como discreta, no demasiado trascendente ni original, descripción de la que se escapan dos, uno de ellos ya reconocido a partir de competir en Cannes como es Rosa , de Mónica Lairana, el punto más alto de esta sexta edición. Rosa es la historia de una mujer sola, de unos 60 años (Norma Argentina), que atiende las rutinas de su casa con la misma parsimonia con la que se masturba. Una salida de su casa a visitar a un familiar, el encuentro con un hombre, serán los mínimos datos que Lairana nos da de ella. Pero con eso logra crear un mundo que muchas veces no observamos en este tipo de personajes: la soledad, la sexualidad, una callada angustia. Sin lugar para especulación ni juicio ni morbo, Rosa nos pinta un día en la vida de una mujer. Otro corto intenso es Coral , de Ignacio Chaneton, sobre la “relación” entre una mujer y una serpiente que puede ayudarle a resolver sus problemas. Técnicamente impecable, tiene una vuelta de tuerca que desmorona la gravedad que parece tener el asunto. Alicia , de Tamara Viñes, es la simpática historia de una chica que se prepara para una fiesta donde espera conquistar a un cadete, pero las cosas no salen como lo pensaba. La sombría Arbol , de Lucas Schiaroli, se centra en una familia azotada por el frío y un árbol que puede ayudar a resolver el problema. Cinco velitas , de Paula Romero Levit y Michelina Oviedo, parte de una buena idea (una mujer que deja a su hijo en cumpleaños de desconocidos para irse a trabajar), pero no logra buenos resultados. El sueño sueco , de Gustavo Riet Sapriza, es una confusa historia de un chofer cansado que sueña, o no, con una misteriosa pasajera sueca, mientras que a La araña , de Sihuen Vizcaíno, la redime apenas su vuelta de tuerca final. Los teleféricos , de Federico Actis, se concentra en la relación entre un joven, su abuelo y una voz en off, mientas que La última , de Cristian Cartier, pone el eje en la paranoia del dueño del “Emporio del huevo”.
Piedra rodante Una chica en problemas es el centro de este drama. No se trata de una nueva realizadora -su primer filme es de 1994 y luego estuvo haciendo cortos y dando clases en universidades durante varios años antes de volver al largometraje con Old Joy en 2006-, pero lo cierto es que Kelly Reichardt, gracias a sus últimos tres filmes, se ha convertido en una de las realizadoras más interesantes del panorama actual del cine norteamericano. Entre medio de Old Joy y Meek’s Cutoff (de 2010, en competencia en la reciente edición de Venecia), Reichardt realizó en 2008 la que sería su película más popular con Wendy & Lucy , retrato íntimo, personal -y a la vez social- de una joven que viaja junto a su perro y con poquísimo dinero con la idea de irse a la zona de Alaska donde la espera un trabajo. Los problemas para ella comienzan cuando se le rompe el auto en el medio de la nada, cerca de un pueblo chico en una zona bastante abandonada. Allí deberá permanecer mientras intentan reparar el auto, aunque no parece muy probable que la chica pueda hacerse cargo de los gastos. No se sabe mucho de su pasado, pero intuimos que sus recursos son mínimos. La situación se complica más cuando ella decide robar algo de comida para su perra (la Lucy del título), un empleado la descubre, la detiene y termina en la comisaria con una multa. Allí no acaban los problemas. Además de sin dinero y sin auto, Wendy se queda sin su fiel perra, que desaparece en medio de estas complicaciones. Contado así, puede parecer una comedia de enredos. Nada más lejano que eso. Reichardt (los que vieron Old Joy pueden atestiguarlo) es una cineasta apegada al realismo, a cierto lánguido naturalismo en el que las cosas suceden a su tiempo y se desarrollan de una manera tan calma como inevitable. No hay histrionismo ni explosiones dramáticas en Wendy & Lucy . Lo que hay, en cambio, es una creciente desesperación por la suerte de la chica, interpretada por Michelle Williams, que recibió varios premios por este rol y también protagonista de Meek’s Cutoff . Enfrentada a gente del pueblo que la mira con desdén y a otros -en general vagabundos y desposeídos- que la ayudan en su mala pasada, Wendy termina deambulando por ese olvidado pueblo del noroeste estadounidense, buscando a su perra, atrapada en su libertad. A mitad de camino entre el primer neorrealismo (se la podría comparar en cierto modo con Ladrones de bicicletas ) y cierto aire bressoniano (Wendy tiene algo de mártir, como la protagonista de Mouchette ), en realidad Wendy & Lucy más se asemeja a algún blues o balada popular norteamericana que pone en paralelo la depresión de los años ‘30 con los Estados Unidos de la entonces inminente crisis económica de 2008. O, más que cualquier otra cosa, uno podría imaginarse a la historia de la chica vagabunda, su auto roto, su perro perdido, el pueblo chico y la ruta, la larga ruta con destino incierto, como una canción de Bob Dylan llevada al cine. Algo de eso hay.
La venganza es lo último que se pierde Jean Reno es un gángster retirado que sobrevive a una lluvia de balas y sale en busca de revancha. El hombre parece disfrutar de una tarde apacible con su pequeño hijo, manejando el auto y cantando con él. Uno sabe que la situación no va a terminar bien, se siente en el ambiente, en la puesta en escena, en la belleza casi epifánica de ese momento familiar. Y así sucede. El hombre estaciona el auto y ocho hombres enmascarados y armados hasta los dientes le estampan 22 balas (con ese título se conoce a la película en inglés) en la cara y en el cuerpo. Pero aquí en la Argentina el filme de Richard Berry, más conocido por su trabajo como actor, se llama El inmortal , y uno supone que el hombre sobrevivió porque es un superhéroe o que algo sobrenatural está sucediendo. No. El inmortal es una película de gángsters y el hombre, Charly es su nombre, simplemente (habría que decir acá “milagrosamente”), sobrevive a los 22 disparos a quemarropa. Pierde buena parte de los sentidos y una enorme cicatriz atraviesa su rostro, pero sigue siendo Jean Reno, reconocible con o sin barba, con o sin heridas en la cara. Luego de unas semanas de hospital, el tal Charly -de quien iremos sabiendo que se trata de un gángster retirado- se irá de la clínica y allí la película contará una doble persecución: la suya, para vengarse de quienes quisieron asesinarlo, y la de los criminales en cuestión, que querrán terminar la tarea que dejaron a medias. ¿El resultado? 25% investigación, 75% de persecuciones y balas. Con algunos flashbacks centrados en la adolescencia de Charly y, específicamente, de un pacto con sus amigos ladronzuelos de entonces -que podría dar pistas sobre quienes hoy son sus aliados y enemigos-, el filme de Berry será la saga del vengador, tratando de eliminar (al mejor estilo Kill Bill ) a quienes lo dieron por muerto, mientras los asesinos buscan detenerlo o amenazarlo de alguna otra manera. En el medio, previsiblemente, está la policía, que casi siempre llega tarde y pifia, más allá de los esfuerzos de una oficial (Marina Föis), cuyo pasado la hace simpatizar más de lo debido con el vengador que, digámoslo, pese a que sea “el héroe” del filme, es un mafioso de temer como cualquiera de los otros. Acción bien dosificada y una dureza típica de policial francés clásico hacen que El inmortal sea bastante disfrutable pese a una narración que avanza por caminos más que previsibles, y en la que podemos adivinar fácilmente hasta las supuestas sorpresas que la trama esconde. Reno siempre es una presencia imponente y creíble hasta cuando con su cuerpo medio destrozado es capaz de aniquilar bandas enteras como si fuera Terminator. Más cerca de Kitano, por momentos, que de un héroe de cine occidental (la película tiene bastante de policial asiático), Reno liquida, impasible, a sus enemigos. ¿Podrá con todos ellos?
La sonrisa de mamá Un drama de Marco Bellocchio centrado en un hombre cuya madre va a ser canonizada. Por más italiano que alguien sea, nadie está preparado para recibir la visita de un párroco y que el hombre le diga: “Su madre está en proceso de ser canonizada”. Esa es la noticia que recibe Ernesto (Sergio Castellitto), al comienzo de La hora de la religión , película del gran Marco Bellocchio que se estrena en la Argentina ocho años después de su lanzamiento en Cannes 2002. El asunto se complica por varios motivos. Primero, Ernesto es ateo y no quiere saber nada con la religión organizada. Segundo, no tenía una muy buena relación con su madre. Tercero, necesitan su testimonio ante las altas esferas eclesiásticas para “probar” la santidad de su madre, una mujer que fue asesinada por uno de sus hermanos, mentalmente inestable. Su testimonio debería confirmar que su madre le sonrió y perdonó a su torturado hijo antes de morir. La presión familiar es fuerte. Sus otros hermanos quieren llegar a destino con la canonización y su mujer (de la que se está separando) también piensa en los beneficios que la santidad podría darle al hijo de ambos, quien encima toma clases de catecismo y parece muy interesado en saber detalles sobre la existencia de Dios, tema del que su padre no es buen interlocutor por más que intente disimularlo. Con un clima que se va enrareciendo cada vez más al punto de que no se sabe si ciertas escenas son reales o pesadillas de Ernesto, que es dibujante de libros infantiles, Bellocchio va llevando la historia por caminos inesperados. Más que narrar lo que sucede con la canonización, prefiere centrarse en las sensaciones de su protagonista y en las extrañas cosas que le van pasando: el encuentro, y enamoramiento, con la profesora de religión de su hijo; un enfrentamiento que termina en duelo con un conde monárquico, el reencuentro con su hermano perturbado y con los otros -que quieren convencerlo de seguir adelante con el tema- y la temida audiencia con Su Santidad para dar testimonio de algo en lo que, sinceramente, no cree. Con similares recursos “operísticos” que pudieron observarse en Vincere , pero con una narración que avanza de manera más impresionista y con un modelo autoral casi en desuso (plagado de símbolos, visiones, un tono onírico que bordea por momentos lo surrealista), La hora... tal vez no sea una película tan lograda como lo fue esa historia de la primera esposa de Mussolini, pero va al centro de una de las preocupaciones fundamentales del director a lo largo de su carrera: el rol y el peso de la religión organizada en la cultura y la política italiana que, en el filme, actúa y funciona como una mafia. El filme se llamó en algunos países “La sonrisa de mi madre”, debido a esa actitud de comprensión y perdón que podría transformar a una mujer que él creía “tonta y fría” en una santa. En la interpretación de lo que trasluce esa sonrisa estará lo que cada uno quiera ver: gracia, sorpresa, estupor o, simplemente, una sonrisa. La misma que Ernesto empezará a usar al ver cómo los acontecimientos lo envuelven cada vez más. ¿Amor, comprensión o sarcasmo? Los caminos del Señor son insondables...
La rebelión de las cámaras Intenso documental sobre la protesta y represión en Birmania, con imágenes de videoperiodistas. Birmania debe ser uno de los países más cerrados y secretos del mundo. Con un gobierno totalitario que controla cada protesta al punto de encerrar violentamente a un hombre por levantar un cartel en la calle, es poco lo que trasciende de la brutal dictadura que maneja ese país hace décadas ante un pueblo que en muy contadas ocasiones se ha rebelado contra ese poder criminal. Burma VJ se centra en un grupo de reporteros (en uno, especialmente, que narra el documental, que se hace llamar Joshua) que han decidido salir a las calles a filmar con sus cámaras de video lo que sucede realmente en su país y enviar ese material, contrabandeado o vía Internet, hacia el exterior, para que se sepa la verdad. De la manera en la que la narración está organizada, se entiende que esos reporteros se topan con la que va a ser la primera y mayor revuelta política interna desde 1988, año en el que la última rebelión fue brutalmente aniquilada. Corre 2007 y a partir del aumento del precio del gasoil y la consecuente inflación, el pueblo empieza a salir tímidamente a la calle a protestar, siendo reprimidos en cada ocasión. Pero la situación va creciendo y explota cuando los monjes budistas no sólo se suman a las protestas, sino que las lideran con una valentía asombrosa, suponiendo que el respeto religioso hacia ellos impedirá que se los ataque. Pero las cámaras de los reporteros -casi todo lo que se ve en el filme proviene de esas filmaciones- mostrarán que no fue tan así, en una serie de cada vez más violentos enfrentamientos, donde la investidura religiosa de los monjes no tiene peso alguno y en el que, pese al crecimiento exponencial de la protesta popular, el gobierno no duda en una represión salvaje, de-saforada, que las cámaras captan en algunas escenas shockeantes. El filme de Anders Ostergaard fue nominado al Oscar y es un documento no sólo de la crueldad y brutalidad del régimen de Birmania (Myanmar es el nombre oficial del país, pero no es aceptado por la gente), sino de las posibilidades de la tecnología (videos, Internet y, lo que luego serían las redes sociales) para revelar los actos encubiertos y los secretos que se desconocen de un país que sufre a puertas cerradas. En tiempos de Wikileaks y otras revelaciones de documentos secretos, el trabajo de los “videoperiodistas” de Birmania muestran que la tecnología es útil y necesaria para dar a conocer situaciones que se ocultan al mundo. Después, si sirven o no, si complican o ponen en peligro la vida de los que las difunden, es otra cosa. Finalmente, cuando Myanmar atraviese las brutales idas y venidas de la rebelión de los monjes, se topará con uno de los tsunamis más terribles de todos los tiempos. Y contra eso, la tecnología no podrá hacer demasiado.
La amenaza esponjosa Extraterrestres se sitúan sobre Los Angeles y el caos comienza. Hay películas flojas que terminan resultando buenas, involuntariamente. Skyline: la invasión bordea, por momentos, la autoparodia, y uno se ríe en situaciones y diálogos ridículos que se acumulan a lo largo de sus minutos. Pero no es lo suficientemente absurda como para que se la termine disfrutando. Es, simplemente, una muy floja película. De hecho, y pese a lo que puede parecer en sus avances y afiches, Skyline es una película pequeña, casi Clase B, que sólo al final revela algo más que efectos especiales animados seguramente montados después del rodaje con los cinco o seis actores principales de este drama. Dos amigos, sus novias, alguna amante y poco más. Una torre tipo condominio con una piscina. Un departamento lujoso y su terraza donde sucede gran parte del filme. Y, en el fondo, una animada amenaza extraterrestre pegajosa y difícil de vencer. Es que Colin y Greg Strause, los directores, son especialistas en efectos y han trabajado en eso para clásicos como Titanic y Avatar . Y deberían seguir haciendo eso. Los efectos no están mal aquí, especialmente si se considera que tuvieron mucho menos presupuesto. Pero parecen desconocer casi todo lo demás -guión, actuación, puesta en escena, etc.- que implica hacer una película. Jarrod y Elaine son una pareja que va a Los Angeles a visitar a un amigo de él, Terry, al que le va muy bien económicamente. Ella se acaba de enterar de que está embarazada y al llegar se da cuenta de que Terry quiere convencerlos de quedarse a vivir allá y trabajar para él. Pero mientras Terry se divierte entre fiestas y chicas, y la pareja piensa qué hacer, una amenaza extraterrestre se planta sobre el cielo de Los Angeles y todo lo demás pasa a segundo plano. De ahora en adelante será cuestión de zafar de los alienígenas, mezcla de pulpos, lagartos y mariscos de todo tipo y color. Babosos y gomosos, de esos. Casi todo lo que sucede es previsible -salvo el final, que depara alguna sorpresa que lleva a pensar en futuras secuelas-, pero de la peor manera. Una mezcla de La guerra de los mundos con Sector 9 y Alien vs. Depredador (la dupla dirigió la secuela), pero en versión miniatura y no particularmente celebrable por eso. Digámoslo de otra manera: no es un John Carpenter ni un clásico de Clase B. Es una película mediocre y pegajosa, pero el efecto, por suerte, se pasa muy rápido.
Neuróticos anónimos Jason Bateman y Jennifer Aniston, en una comedia de enredos sobre un hijo inesperado. Las promociones dirán, obviamente, que es una comedia romántica con Jennifer Aniston. Y no mentirán ya que, en cierta manera, lo es. Pero en realidad se trata de algo diferente. Más que ella, el protagonista es el notable Jason Bateman (el padre adoptivo de La joven vida de Juno , el jefe de Clooney en Amor sin escalas , el protagonista de esa gran y poco vista sitcom que fue Arrested Development ). Bateman es un gran comediante -gran actor- y aquí encarna a Wally, un neoyorquino neurótico y pesimista que puede competir tranquilamente con Woody Allen en depresiones y obsesiones macabras. Pero es más joven y “presentable”, por lo cual su personalidad termina siendo insoportable para quienes lo rodean. Y especialmente para sus citas, quienes tras escucharlo un rato, o largan a llorar, se deprimen o directamente abandonan la salida. Pero Wally tiene un cable a tierra y ella es Kassie (Aniston), con la que salió brevemente tiempo atrás (imaginamos que ella no toleró su oscuridad y/o sus sweaters rayados) y ahora han quedado como mejores amigos. Kassie ronda los 40 y quiere tener un bebé. A falta de pareja, optó por la inseminación artificial, algo que a Wally le molesta y fastidia. ¿Por qué no su esperma? Bueno, Kassie le confiesa que no desea que su hijo tenga genes parecidos a los suyos... Kassie se embarca en un proceso por el cual conoce a un profesor universitario (el rubio Patrick Wilson) que ofrece lo suyo porque necesita dinero para comprar una casa con su novia. Y la amiga de Kassie (Juliette Lewis) arma una fiesta alrededor del evento. Y Wally, en el primer momento clásico de enredo del filme, borracho y frustrado, termina sin querer reemplazando el esperma del donante por el suyo. Pero nadie se entera. Ni él mismo, de hecho, demasiado pasado de copas. Kassie queda embarazada, se va a tener a su hijo a su pueblo natal, pasan varios años y vuelve a Nueva York. Wally, igual que siempre. ¿Qué ha pasado en el medio? Lo imaginable: el niñito es una copia fiel al padre. Y mientras Kassie se reencuentra con el que ella cree que es el verdadero (que se separó), el niño comienza a relacionarse con “el tío Wally” con las previsibles confusiones. La rareza de Papá por accidente es que es un filme a mitad de camino entre dos géneros. Parece pivotear entre la comedia dramática, digamos, “independiente”, con Bateman como un personaje al borde de la depresión crónica y centrada en sus problemas de conexión con el mundo: es allí donde el filme hace notar que proviene de un texto de Jeffrey Eugenides, el autor de Las vírgenes suicidas y Middlesex : se trata de un cuento titulado Baster y publicado en The New Yorker en 1996. El filme lo toma, apenas, como punto de partida. Y, por el otro, propone los conflictos y enredos típicos de la comedia romántica convencional, con escenas que no parecen del todo corresponderse con las demás (en especial, la involución del personaje de Wilson) y que quedan un poco descolocadas aunque, sin duda, ayudarán a que la película sea más comercial. Un poco Allen, un poco Stiller, el secreto es Bateman, especialmente cuando debe lidiar con su “mini-yo” (Thomas Robinson) en escenas que son graciosas y tiernas. La “envoltura” del filme de Will Speck y Josh Gordon (los mismos de la bizarra comedia con Will Ferrell, Blaze of Glory ) es curiosa pero no termina de arruinar lo que es, en definitiva, la pintura de un hombre en crisis, que no sabe bien cómo afrontar su vida hasta que la realidad se le presenta y lo obliga a tomar decisiones importantes. Entre ellas, abandonar los sweaters con rombitos. No da.
Primero hay que saber sufrir El filme de Diego Martínez Vignatti se centra en la crisis que atraviesa una intérprete que atraviesa una crisis. Las películas sobre tango son un subgénero complicado para un realizador argentino. Desde que el tango es más pasado que presente, más nostalgia, evocación y metáfora que realidad circundante, muy pocas películas han salido bien de la parada. Hablando de cine de ficción, habría que remontarse a Las veredas de Saturno , de Hugo Santiago y con Rodolfo Mederos, para encontrar una gran película sobre el tema. De entrada, La cantante... tiene tres cosas a favor. Su realizador, Diego Martínez Vignatti, es argentino pero vive en Bélgica, con lo cual puede ofrecer una mirada que, si bien no está exenta de la nostalgia del “exiliado”, tampoco exagera el poder metafórico del género. Otro punto a favor es el haberse concentrado en el tango-canción en lugar de la danza, una zona menos explorada y que funciona, en relación con los contenidos del filme, como coro y comentario. Y el tercero es que Vignatti es un gran director de fotografía (cumplió esa labor en dos filmes de Carlos Reygadas, Japón y Batalla en el Cielo ) y muchos de sus planos-secuencia ofrecen un deleite visual que no es habitual en muchas de estas producciones que suelen apostar por estereotipos. La historia arranca de manera sencilla y luego de va enrareciendo. Helena (Eugenia Ramírez Miori) es una cantante de tango abandonada por su pareja de la que está enamorada. El hecho, en lugar de hacerla sacar sus penas más profundas en su voz, la paraliza al punto que no puede cantar. En medio de todo esto, las clases de canto con el maestro Oscar Ferrari (que murió luego de realizarse el filme) ofrecen una mirada íntima a su preparación como cantante. Tras lo que aparenta ser un intento de suicidio, la película se parte en dos y no sabremos muy bien si una de esas dos partes pertenece al orden de lo onírico. Por un lado ella sigue cantando aquí, tratando de superar sus conflictos, que también incluyen una difícil relación con su padre, un tanguero a la antigua que mucho no respeta su estilo de cantar y su grupo musical. Y, en otro “plano” del filme, ella viaja a Calais, Bélgica, donde conoce a otro hombre (el gran actor francés Bruno Todeschini, igualito a Manu Ginóbili) y empieza a mostrar su talento allí. Si es o no una buena cantante de tangos, es algo que excede esta crítica, si bien la película tiene muchas (acaso demasiada) escenas de canciones en vivo. Cierta fragilidad y debilidad en la voz parecen apropiadas para representar los miedos e inseguridades del personaje, aunque eso no siempre genere grandes performances vocales. El problema que Vignatti no consigue del todo resolver es el de cierto “turismo autóctono” que aparece en la película. Sabe de su talento visual y por momentos lo pone en primer plano aún a costa de irse más allá de lo que pide el personaje o la historia. Pero son problemas, si se quiere, menores, en un filme que sale bastante bien parado de un desafío que ha hecho fracasar a muchos realizadores más experimentados.
Anclado en Bernal Sobre un hombre que nunca sale de su casa. Tal vez no sea lo más cómodo y común escribir la crítica del filme de un realizador que también es periodista, trabaja conmigo y se sienta a unos pocos metros de donde yo estoy ahora. Pero mientras él no espía, aprovecho para escribir de Como bola sin manija , el documental de Miguel Frías (crítico de cine de esta sección), Roberto Testa y Pablo Osores, un proyecto que es fruto del trabajo de varios años y que se centra en la figura de un tal Rubén, un hombre de 77 años (al momento de rodarse el filme) que ha tomado la decisión, 30 años atrás, de no salir de su casa nunca. Jamás. Su mecánica de funcionamiento es clara. Vive en una casa construida detrás de la que tienen sus sobrinos y ellos -uno de los cuales vive adelante-, junto a dos de sus vecinas, se ocupan de resolverle los problemas cotidianos básicos, como hacer las compras, pagar impuestos y... apostar a los caballos y a la Quiniela. Rubén es un poco hosco y huraño, pero no parece ser intratable ni mucho menos. Extrañamente ocurrente y por momentos simpático, pesimista a más no poder (nihilista, casi), pero irónico y gracioso, no se mueve demasiado de su cocina ni parece cambiarse nunca de ropa. Y así, entre mates, partidos de Rácing que sufre por TV y conversaciones con sobrinos y vecinos, ve pasar la vida. Algo que acaso no sorprenda tanto en alguien de casi 80 años, pero él rondaba los 50 cuando decidió encerrarse. ¿A qué se debe el encierro? Ese es el “MacGuffin”, como diría Hitchcock, la trama a resolver, que en realidad no es más que el hilo conductor para conocer a este extraño personaje, casi el opuesto perfecto de Sofía, la mujer del documental de Hernán Belón, que era todo optimismo, alegría y jovialidad... y tenía cien años. Hay algún amor perdido, cuestiones de personalidad, comodidad y una relación extraña con un primo que vive en Rojas con el que dejó de hablarse, que puede haber tenido algo que ver con su decisión. Pero cuando conocemos al famoso “Manija”, cuesta pensar que ese bonachón y tímido hombre de pueblo pueda causarle a Rubén algún tipo de trauma. Aunque, nunca se sabe... El filme íntimo, pequeño de Frías y dos de los codirectores de Flores de septiembre , respira por todos lados un aire de familia. De hecho, Rubén es un personaje cercano al mundo personal de Frías y gente muy cercana también aparece en la pantalla, por lo general hablando con Rubén y tirándole las cartas (Ana, su sobrina tarotista), buscando respuestas donde no parece haberlas (Nora, su otra sobrina) y criticándolo (Nicolás, el sobrino con el que convive y el que menos paciencia parece tenerle). Más allá de alguna excesiva búsqueda de algún tipo de respuesta (simbólica, al menos) por el lado del tarot, lo interesante de Como bola sin manija es que no presiona para llegar hacia ese “Rosebud” que explicaría todo, como aquel trauma infantil que en El Ciudadano se usaba para explicar la personalidad de Charles Foster Kane. El mundo de Rubén es mucho más pequeño y discreto, y sus fastidios son más de resignación ante un mundo que lo agobia y altera, lo atemoriza y fastidia. O, simplemente, será lo que le sucede a cualquiera cuando es hincha de Racing durante toda una vida.
Togas y piedrazos Esta superproducción de Alejandro Amenábar se centra en la lucha entre ciencia y religión en el siglo IV. No siempre las buenas intenciones resultan en buenas películas. Agora , superproducción de 70 millones de dólares que Alejandro Amenábar ( Mar adentro, Los otros ) filmó en inglés con Rachel Weisz, está planteada como una película que, a partir de contar la destrucción de la Biblioteca de Alejandría en el siglo IV (más los acontecimientos previos y posteriores a ese hecho), quiere llegar a un saludable e inteligente punto: hacer una crítica de los fanatismos religiosos y cómo han sido perjudiciales para el desarrollo del conocimiento a lo largo de la historia hasta llegar a hoy. El problema del filme es cómo lo hace: Agora no es más que una suma de discursos dichos más a los espectadores que hablados entre los personajes que debaten (cual asamblea o reunión de consorcio en togas) los puntos que la película trata. Como la reciente El origen (que al menos tenía la suficiente pirotecnia visual para distraernos), Agora necesita explicarse todo el tiempo. Pero no trata de aclarar sus complejidades de guión, sino directamente hablar de los temas del propio filme. Un filme de ideas, es cierto, no es algo que abunde entre las superproducciones. Pero Amenábar no sabe cómo crear drama a partir de ellas. Y, por otro lado, los conflictos que intenta crear -el religioso/científico; y el romántico, con tres hombres distintos que se enamoran de Hypatia (Weisz)- nunca crecen ni se conjugan. Da la sensación de que el filme es una pegatina de debates, escenas de muchedumbre (no hay mucha acción ya que los conflictos se dirimen, en su mayoría, con brutales piedrazos) y explicaciones de los avances científicos de Hypatia. Ella cree sólo en la ciencia y aborrece la idea de lo religioso. Eso la aleja del creciente cristianismo, y de las disputas entre paganos y cristianos que terminarán en la destrucción de ese monumento del conocimiento del que logran salvar poco material. Y también están los judíos de por medio, ofreciendo otro potencial conflicto. Y mientras ella trata de descifrar cómo orbita la Tierra alrededor del sol, tres hombres que fueron sus estudiantes y que siempre intentaron, sin suerte, conquistarla (parece que el amor y la pasión están más a mano de los religiosos que de los fríos científicos) van participando de los violentos cambios que atraviesa el Imperio Romano hacia su previsible decadencia. Pomposa, con apenas Weisz saliendo airosa del desafío actoral que es recitar parlamentos como si fuera una obra escolar en el tono más solemne imaginable, Agora tampoco aporta mucha acción, algo que Amenábar intenta disfrazar con ampulosos planos aéreos con los que trata, uno imagina, de mostrarle a sus productores en qué se gastó el dinero en una película cuyos temas podrían haberse debatido en un par de salones. Agora es una didáctica obra de teatro transformada en una extraña superproducción. Y la transformación resulta un híbrido casi sin vida.