Una vida por el cine Una sobria biografía del realizador. Cerca del final de Huellas y memoria de Jorge Prelorán , de Fermín Rivera, el realizador Manuel Antín, que fue director del Instituto de Cine en la época alfonsinista, asegura que si el cine argentino ha tenido una figura relevante a nivel mundial, ése fue Prelorán. La definición, tajante, puede resultar un poco exagerada para algunos, pero lo cierto es que la valiosa obra del realizador etnográfico sigue mereciendo al día de hoy un reconocimiento mayor al que tuvo en vida. El filme es un recorrido por la vida y la carrera de Prelorán, hijo de padre argentino y madre norteamericana, que pasó buena parte de su vida en los Estados Unidos, estudiando primero y enseñando luego en prestigiosas universidades, y que llegó a ser nominado al Oscar en 1981 como codirector de Luther Metke at 94 y que desarrolló un largo trabajo en documentales sobre personajes viviendo en circunstancias difíciles ( Hermógenes Cayo, Cochengo Miranda ), que siempre tuvieron mayor difusión en ámbitos universitarios que en los comerciales. Prelorán, que para algunos no era lo “revolucionario” que debía ser por el carácter observacional y no político de sus filmes, y para otros era “izquierdista” precisamente por el tipo de universos y personas que retrataba, vivió en el exilio y se caracterizó a lo largo de su carrera por un modelo narrativo cercano a cierta escuela estadounidense que prioriza la descripción de ambientes recortando en historias de vida individuales. Además, Prelorán prefería (primero por cuestiones técnicas, luego estéticas) registrar audio y video por separado, lo que sirve para armar una de las más simpáticas escenas del filme, donde el propio entrevistado cuestiona a los realizadores del documental acerca de lo que hacen. “No me gusta que me filmen hablando, con una cámara a 45 grados”, les dice. Huellas... servirá para dar a conocer a quienes no oyeron hablar de él a uno de los directores más interesantes que tuvo el cine argentino. Si el filme permite que sus películas se revisen y vuelvan a ser analizadas por una generación con cierta distancia de la coyuntura que las rodearon durante su gestación, tal vez genere futuros e interesantes estudios sobre su revelador trabajo.
Ni blanco ni negro Un policial centrado en un accidente con imprevisibles consecuencias. Un caso policial puede dispararse hacia cualquier lado, cambiando la vida de todos los implicados en él. Pero no sólo los responsables directos, sino la de todos aquellos que, por circunstancias del destino, aparecen mezclados en él. Y la tesis expuesta en Sin retorno –en el título, sin ir más lejos- es que de esas situaciones no se vuelve. Al menos, no como se entró. El caso que narra el filme es, en principio, simple. Un hombre para (mal) su bicicleta en una avenida para recoger unos importantes papeles que se le cayeron y que se los dio su padre (Federico Luppi). Justo en ese momento pasa en su auto Federico (Leonardo Sbaraglia), un ventrílocuo que viene de trabajar, y se lleva la bici por delante al esquivar un muy poco claro (cinematográficamente hablando) desvío de tránsito. El golpe arruina la bicicleta, pero no le hace nada al muchacho en cuestión. Pero apenas un minuto después pasa lo peor: Matías (Martin Slipak) sale con un amigo de una fiesta para buscar más hielo, y ellos sí se llevan por delante con fuerza al hombre, que todavía estaba ahí, shockeado por el accidente anterior. Los adolescentes dudan, pero deciden escapar de la escena del crimen (el hombre sangraba, parecía muerto), esconden el auto y mienten respecto a lo sucedido. La aparición de la noticia en los medios, la ineficiencia de la policía y la Justicia, y el consecuente escándalo (Luppi termina convertido en una especie de Blumberg) llevan a que Federico, que estaba justo saliendo del país de vacaciones (ay, esas casualidades de guión) pase a ser el sospechoso principal, y que los vecinos “testigos” confundan ambos accidentes, asegurando que él fue el responsable, por más circunstanciales que sean las evidencias. Durante su primera hora, Sin retorno es un policial menor, no mucho más complejo ni desarrollado que un capítulo de alguna serie estadounidense tipo La ley y el orden , ni tampoco mucho más cinematográfico en su tratamiento. Sólido y bien actuado, pero rutinario y metódico, casi programático. Pero las cosas mejoran, y bastante, en su última media hora, aunque contar qué es lo que sucede allí sería revelar demasiado. Digamos que las cartas cambian de mano, que la tensión y el peligro son mayores, y que los dilemas morales no se enuncian sino que se ponen en juego en cuestiones de vida o muerte. Y que los personajes, especialmente el Federico de Sbaraglia (su transformación de timorato humorista a potencial vengador es sorprendente), crecen y se vuelven más ricos y complejos. Lo interesante, además, de Sin retorno , es observar las consecuencias de un caso policial que puede ser sólo un accidente (¿no será, finalmente, el hijo del personaje de Luppi el que causó todo el caos posterior?), pero que termina generando infinidad de versiones. “Cada uno tiene sus razones”, decía Jean Renoir y a esa máxima le hace honor Cohan: llevados por las circunstancias, todos toman decisiones moralmente cuestionables pero, a la vez, entendibles desde la confusión y/o la debilidad. Y la película no busca culpables en los protagonistas. Llegado el caso, la culpabilidad podría recaer en una sociedad que pretende que las cosas sean siempre claras, de manual, blancas o negras. Y no es así: el gris es el más común de los colores.
Tenés un e-mail Thriller francés centrado en un extraño crimen. Algunas películas son porciones de vida, las mías son porciones de torta”, decía Alfred Hitchcock, y si bien la frase está gastada por el uso, se aplica a la perfección a No se lo digas a nadie , el enrevesado thriller de Guillaume Canet, que bien podría ser una sumatoria de temas y situaciones “hitchockianas”: una combinación de Intriga internacional con Vértigo , con un poco de Psicosis y algo de El hombre equivocado . Al ser un filme francés, acaso por costumbre, el espectador se quede esperando un mayor grado de realismo psicológico. Pero si bien la película arranca por ese lado (casi como un drama sobre un hombre perturbado por el misterioso asesinato de su mujer, ocho años atrás), pronto nos daremos cuenta que hemos entrado en un juego de trampas y vueltas de tuerca, de persecuciones y falsas pistas, y lo mejor será dejar de lado cualquier exigencia de realismo y entregarse al rompecabezas que propone Canet y su gran elenco. No se lo digas... retoma la vida de Alexander (Francois Cluzet, cada vez más parecido al Dustin Hoffman de los ’70), justo en el aniversario de la muerte de su esposa, un crimen extraño del que muchos lo consideran sospechoso, pero nunca han encontrado pruebas en su contra. Dos hechos se unen ese día para reavivar el caso: aparecen los cuerpos de dos hombres en la escena del hecho, uno de los cuales tiene una llave a un locker de Margot (Marie Josée Croze) que contiene reveladoras fotos. El otro es aún más misterioso: Alex recibe un e-mail que lo lleva a ver un video en el que aparece Margot viva, caminando por las calles. Ahora. Describir lo que sucede después tomaría cien líneas y arruinaría buena parte del entramado que la película ofrece al espectador, una suma de eventos acaso excesiva para una sola película (hay material para una miniserie) y que va llevando la trama hacia un juego de dobles, espejos, engaños y secretos, y que, paralelamente, ofrece la tarea de un grupo de notables actores, desde André Dussolier a Kristin Scott-Thomas pasando por Francois Berléand, Natalie Baye, Jean Rochefort y el propio Canet, en un rol pequeño pero clave. Las derivaciones del caso llevarán a Alex a fugarse cuando las evidencias parecen volver a implicarlo, a ser perseguido por matones enviados por alguien que no se sabe quién es, a hacer su propia investigación de lo que pasó, a unirse a una banda de matones y, más que nada, a averiguar si su mujer continúa viva o si está siendo víctima de alguna trampa. Canet narra con notable eficiencia esta adaptación de un best seller de Harlan Coben (coguionista), un escritor estadounidense, algo que se nota a partir de su mayor preocupación por los mecanismos de la trama que por la plausibilidad, lógica o realismo de los hechos. No se lo digas a nadie necesita un espectador dispuesto a entrar en ese juego y no uno que se la pase buscando los agujeros narrativos que existen (¿por qué hizo esto y no lo otro?, ¿cómo zafó de esa situación?, etc.) en la trama. Volviendo a Alfred Hitchcock: “Verosimilistas, abstenerse”. Los demás, a disfrutar.
Entre las sombras Secuela de la película de terror de culto, con nuevas aventuras bajo tierra. Para muchos, El descenso , de Neil Marshall (2005, pero estrenada aquí en febrero de 2006), es un clásico del cine de terror contemporáneo. Hecho con poco presupuesto, en Inglaterra, el filme se destacó por acercarse a los miedos primarios de la caída en un abismo de una manera original, haciendo de sus pocos recursos su valor principal. Esto es: el miedo a lo que no se ve. Aquella era, literalmente, una de las películas más oscuras en mucho tiempo. Ya sin Marshall, dedicado a películas más grandes (y con más luz) en las que no parece estar yéndole demasiado bien (su última película, Centurion , fue un raro caso de una gran producción que tuvo una limitadísima salida comercial), El descenso 2 cayó en manos aparentemente confiables y con experiencia: las de Jon Harris. Si bien se trata de su opera prima como realizador, Harris es montajista de filmes de Guy Ritchie, Matthew Vaughn, la original El descenso y la nueva película de Danny Boyle, 127 horas , donde también tiene que lidiar con crear tensión en pequeños y cerrados espacios. La secuela del filme de Marshall arranca donde la anterior terminaba. Una sobreviviente (Shauna MacDonald) de ese descenso a los infiernos oscuros y plagados de repugnantes criaturas todavía está en shock por lo sucedido cuando es forzada por un equipo de rescate a volver para ver qué pasó con sus amigas que, aparentemente, fueron liquidadas por las criaturas de las cavernas. Y ella, aún atontada, entra nuevamente para encontrar que sus traumas siguen creciendo, que los bichos siguen ahí y que esta vez, por suerte, hay más linternas para repartir. El filme funciona de manera similar al anterior (de hecho, hay varios minutos de escenas del original a modo de flashbacks), sólo que ya la sorpresa no está ahí, y los sustos se han vuelto algo más previsibles. La mayor producción casi que le juega en contra, porque si algo impactaba en el filme original era el terror causado con mínimos recursos. Aquí, otra vez tendremos una primera mitad de suspenso y algo parecido a desarrollo de personajes seguida de una segunda parte de batallas con bastante contenido gore para el deleite del espectador fanático del género. Harris ha hecho una secuela eficiente y sin mucho vuelo, casi para salir del paso, y no sorprende que en los Estados Unidos, por ejemplo, haya salido directamente en DVD. Lo suyo no es la dirección de actores (sólo basta ver un filme detrás del otro para darse cuenta) y sí se lo nota más en su elemento a la hora de crear tensión. De esas que alcanzan para pegarte unos sustos una nochecita oscura en el living de tu casa.
Contra el autoritarismo La historia de las mujeres anarquistas. De gran despliegue de producción, este filme realizado con capitales argentinos y españoles en la provincia de San Luis sorprende por su opulencia: de elenco, arte, vestuario, reconstrucción de época y varios etcéteras. Ya la lista de actores que integran el elenco da la sensación de tratarse de una película de presupuesto importante: Eugenia Tobal, Jorge Marrale, Esther Goris, Laura Novoa, Daniel Fanego, Joaquín Furriel, María Alche, Alejandra Darín y, en su última participación en cine, Ulises Dumont. Todos dirigidos por la española Laura Mañá. Ni Dios, ni patrón, ni marido cuenta dos historias. Por un lado es la épica trama de la vida de Virginia Bolten (Tobal), una militante anarquista y feminista de fines del siglo XIX que llegó a Buenos Aires y trató de concientizar a las mujeres de una fábrica que eran explotadas por su dueño (Marrale). Por otro lado, el filme cuenta la historia de Lucía Boldoni (Goris, también guionista e impulsora del proyecto), una cantante lírica famosa a quien las circunstancias irán reuniendo con el grupo de mujeres militantes que empiezan a llamar la atención del poder. Bolten y el resto de las obreras que se suman a su lucha intentarán ponerle límites a su patrón (los abusos no son sólo laborales, sino también físicos) y se encontrarán con la dificultad de que sus exigencias no son atendidas, no sólo por las demandas específicas, sino por que su condición femenina casi les impide ser tomadas en cuenta. A Bolten se la recuerda por ser la fundadora de La Voz de la Mujer , periódico anarco/feminista publicado entre 1896 y 1897, y que fue el que logró que estas mujeres fueran escuchadas y, también por eso, perseguidas y atormentadas. El filme de Mañá, lamentablemente, no parece tener mucho más vuelo que una cuidada telenovela de época, políticamente crítica, pero no por eso estética ni narrativamente diferente. Es curioso como el cine genera productos que, desde lo discursivo (la línea política que se baja) se proponen progresistas y críticos, pero desde lo cinematográfico se presentan conservadores, tradicionalistas y hasta rancios. Como si un cambio de paradigma ideológico no pudiera extenderse a la puesta en escena. De hecho, lo más crudo del filme es su título, que parece remitir a un filme maoísta de los ’70. La película se sigue de una manera bastante mecánica y con toda la previsibilidad del caso, con actores que no parecen estar bien contenidos desde la dirección (o que fueron impulsados a un tono exaltado) y con un drama que nunca cobra vida. Lo más valioso del filme será que da a conocer la obra y la experiencia de este grupo de mujeres que combatieron tremendas injusticias más de un siglo atrás. Injusticias (laborales y sexuales) que hoy, aunque en menor medida, parecen seguir vigentes.
El regreso del gurú de las finanzas Stone y Douglas vuelven a hacer de las suyas. Gordon Gekko es el nombre que en el imaginario de la cultura popular estadounidense pasó a representar la década del ’80 y sus excesos, el capitalismo salvaje y la búsqueda obsesiva del beneficio económico. Aún más que Ronald Reagan, o quienes colaboraron con esos turbios manejos económicos de esa época (que hoy parecen juegos de niños), Gekko y su frase célebre (“la codicia es buena”) pasaron a sellar esa década a sangre y fuego. Y en cierta medida, lo mismo se puede decir de Michael Douglas, actor que antes y después de ese filme se convirtió en el símbolo de una sociedad que se mostraba ambivalente y confundida. Ahora, circunstancias económicas mediante, Gekko/Douglas ha vuelto. Y cuando sale de la cárcel, al principio del filme, da la sensación de que sí, se trata de una reliquia del pasado: con su celular antiquísimo y un aspecto desmejorado respecto al de sus épocas de gloria. Pero, como si la hecatombe económica lo llamara, la economía estaba por volver a caer y él estaba allí para, bueno, se verá para qué … Gekko es una figura secundaria en esta historia, como también lo era en Wall Street (1987), cuyo protagonista era Charlie Sheen. En esta secuela que llega 23 años después de la original, el joven ambicioso que se mete en un mundo de negocios tan tentador como tambaleante es Shia LaBeouf. El joven actor encarna a Jake, empleado de una firma de Wall Street con el conocimiento, la obsesión y los contactos como para jugar fuerte en un mundo donde cada vez se apuesta más y las caídas pueden no tener fondo. Jake está casado con Winnie (Carey Mulligan), que no es otra que la hija de Gekko. Si bien la chica no se habla con el padre por sus “delitos ochentosos” no tuvo mejor idea que elegir para su vida a alguien con similares obsesiones y universo. No sólo eso, sino que Jake idolatra a su mítico suegro. Cuando Gekko regresa al mundo, dando charlas universitarias y publicando libros para sobrevivir, busca reencontrarse con su hija y, al hacerlo, conocerá a Jake y se adentrará en el nuevo estado de cosas de Wall Street. Y, claro, será más fuerte que él empezar a mover las fichas. El filme de Stone planteará la duda de si Gekko salió cambiado de la cárcel y ayudará a su familia o si volverá a hacer de las suyas. Con su ritmo trepidante, diálogos ácidos y furiosos y una trama compleja de venta de empresas, bonos y paquetes accionarios que sólo podrá ser comprendida en su totalidad por economistas, Wall Street 2 funciona como entretenimiento, logrando hacer un paralelismo evidente entre aquella época y ésta al dar a entender que nada ha cambiado y que el sistema está ahora en su versión más salvaje. El drama personal es algo menos interesantes. LaBeouf no es un actor versátil y no es rival para Douglas (ni para Brolin, Wallach o Langella) que parecen comérselo crudo. Sin “marcar” la época como el primer filme (que tampoco era una obra maestra), el filme cumple con su objetivo. No debe haber muchas secuelas hechas un cuarto de siglo después de la original, con el mismo director y protagonista y que sigan mostrando con precisión el pulso de los tiempos que corren. ¿Será que finalmente nada ha cambiado?
Juntas para siempre Un director japonés y otro francés se unen para este notable retrato de la amistad entre dos niñas. Hay algo del universo de la infancia y de la amistad entre chicos, de la manera en la que se observa y se comprende el mundo a esa edad, que es muy difícil de capturar en cine. Es usual caer en la ñoñería, en el realismo mágico o en imponer un punto de vista adulto a esa mirada. Si bien ese punto de vista está en el filme (los directores dejaron de ser chicos hace mucho), ambos han logrado captar en Yuki & Nina algo que bien puede llamarse un realismo enrarecido infantil. Si bien el filme tomará, en algún momento, una senda que podríamos llamar de “realismo mágico” lo hará de una manera tan discreta y poética (más cercano al mundo de Naomi Kawase que a los momentos surrealistas de la literatura de Haruki Murakami, digamos) que jamás traicionará su esencia: la de contar la historia de dos niñas, una amistad, dos universos que se unen y separan. Yuki es hija de una mujer japonesa y un francés. Viven en París y, como se está separando, su madre planea volver a vivir a Tokyo con ella. La pequeña no quiere saber nada con nada: no entiende los motivos de la separación y no quiere ir a Japón, en especial porque implicaría separarse de su amiga Nina, una chica francesa con la que comparte casi todo su tiempo. Ambas intentan por sus medios evitar la doble separación, al punto de escribir una carta a los padres de Yuki (a nombre de “El hada del amor”) pidiendo que no se divorcien, carta que la madre de Yuki lee delante de la niña en una de las escenas más emotivas (por su simpleza y falta de subrayado, sólo un plano largo y fijo entre madre e hija) que dio el cine en años. En la conjunción entre un maestro del cine japonés como Nobuhiro Suwa ( H Story, Una pareja perfecta ) y un actor/director como Hyppolite Girardot, se produce casi el combo ideal, si se quiere, entre una sensibilidad oriental y una francesa para producir un filme. Yuki & Nina propone un naturalismo en el que la difícil situación familiar es tratada con distancia y respeto por las emociones de los participantes. Y, a su vez, la presencia de un bosque -espacio para la exploración-, abre la puerta a un costado más lúdico y misterioso. Esos mundos, si bien pueden parecer opuestos entre sí, se combinan maravillosamente bien en el filme, más que nada porque el punto de vista es siempre de las niñas y ese bosque que las rodea termina sirviendo (casi a la manera de Donde viven los monstruos , de Spike Jonze, joyita editada directo en DVD) como un espacio donde poner en juego esos deseos y miedos propios de las chicas. Uno podría decir que, como filme sobre la infancia, Yuki & Nina está a mitad de camino entre La pivellina y el citado filme de Jonze. Pero, a la vez, es otra cosa. Es una película sobre la amistad entre chicos capturada con una delicadeza y una verdad que pocas veces el cine logra transmitir.
Adolescencia interrumpida Se estrena el documental centrado en alumnos desaparecidos del Colegio Pellegrini. Flores de septiembre , la película de Pablo Osores, Roberto Testa y Nicolás Wainszelbaum, que se terminó de rodar en 2003 y recién ahora se estrena en salas, cuenta la historia de los alumnos del Colegio Carlos Pellegrini que, durante o después de su paso por esa institución, fueron desaparecidos por la dictadura. El filme funciona casi como un documento testimonial de una época en la que el horror solía colarse en las cosas más pequeñas y cotidianas. “No había un cartel diciendo: ‘Usted está en una dictadura’. Creíamos que lo que pasaba era normal”, dice uno de los entrevistados, de apenas 13 años al momento del golpe. Ese dato es clave: muchos de los chicos que empezaron a militar en la UES (Unión de Estudiantes Secundarios) tenían entre 13 y 15 años y, en pleno entusiasmo revolucionario de la época, tal vez no eran del todo conscientes de lo que podía suceder. El filme es una colección de entrevistas –acaso un recurso formal algo reiterativo- a alumnos, docentes, autoridades y padres que dan contradictorias versiones de lo que sucedió en la escuela a lo largo de una década, empezando por el fin de la dictadura 66/73, pasando por la “primavera” del regreso de Perón, luego el ascenso de José López Rega y la Triple A, el golpe propiamente dicho hasta llegar a la caída de la dictadura y el regreso de la democracia en 1983. Esos testimonios dan cuenta del clima que se vivía en el colegio, de los pequeños actos de represión, de los ánimos de cambio de los alumnos hasta empezar a centrarse en casos concretos de los que desaparecieron, o bien de los que fueron secuestrados y lograron salir, casi siempre a partir de testimonios de amigos y familiares. Si bien el filme tiene evidentes limitaciones, si se quiere, visuales (uno podría escuchar gran parte de la película y no cambiaría demasiado), Flores de septiembre es un documento clave para recuperar esas historias de adolescentes que, militantes o no, fueron aplastados por un aparato represivo demoledor. En una edad en la que recién estaban empezando a entender de qué se trataba todo, la violencia y la muerte los pasaron por encima.
A punto de explotar La difícil vida de una chica de 15 años, explorada en este filme de Andrea Arnold. Esa especie de subgénero que es el realismo social británico ha dado para todo tipo de películas, desde obras maestras indiscutibles (los primeros filmes de Ken Loach, Stephen Frears o Shane Meadows, la obra de Alan Clarke, etc.) hasta experimentos insoportables en miserabilismo (lo más reciente de Mike Leigh, sin ir más lejos) y/o condescendecia. Pero seguramente dio pocas películas como El rebelde mundo de Mia . Obviando el desafortunado título local (el original es Fish Tank ), el filme es un conciso, poderoso, original y muy inquietante retrato, sí, de una familia de clase baja de un suburbio, con madre soltera alcohólica y sus dos hijas, con noches de sexo y violencia, un amante posiblemente peligroso y una protagonista siempre al borde hacer algo extremo. Pero más allá de que esos “estereotipos” de la vida de pueblo chico inglesa, lo que la directora Andrea Arnold ofrece es un retrato de una chica de 15 años (encarnada por la debutante y muy talentosa Katie Jarvis) a la que no resulta fácil catalogar. Con algo del personaje de Rosetta de los hermanos Dardenne (clara influencia en la directora de Red Road ), Mia vive peleada con el mundo: discute a los gritos con su madre, tiene pésimas relaciones con sus pares y sueña con transformarse en bailarina de hip-hop, llevando su grabador a todas partes aunque lo suyo va más por descargar agresión a través del baile que por tener real talento para la cuestión. El conflicto estallará del todo con la aparición de Connor (el muy de moda Michael Fassbender, de Bastardos sin gloria ), un hombre que su madre trae a su casa, que se convierte en su nueva pareja y que, en una inesperada vuelta de tuerca para este tipo de películas, hasta parece un buen tipo y todo. La que no vive bien esa situación es Mia. Bien por celos o bien por la obvia atracción que le produce, empieza a interesarse más de “lo permitido” por Connor, por más que el tipo resista una y otra vez sus avances. Lo que pasará luego testeará los límites de la convivencia familiar y de la empatía del espectador con Mia -que va poniéndose cada vez más agresiva-, pero Arnold siempre elegirá rutas poco transitadas para contar su historia, aún cuando le sale mal, como una subtrama en el que Mia quiere liberar un caballo blanco, encadenado, que pide a gritos llamarse Metáfora. Arnold le escapa al paternalismo, a la condescendencia, a juzgar rápidamente a sus personajes por las apariencias y entiende que en ellos conviven gestos nobles y otros muchos más discutibles. Y que esa ambigüedad, esos grises, son los que los tornan reconocibles y humanos.
Vivir para contarlo El documental de Hernán Belón se centra en una mujer centenaria. No hay muchas personas que lleguen a vivir cien años. Y, seguramente, son muchísimas menos las quellegan a esa edad con la vitalidad, la frescura, la inteligencia y el carisma que tiene en esta película Sofía Yussen. El documental de Hernán Belón, Sofía , es un repaso, un recorrido, por la vida de esta espléndida mujer en las semanas previas y en los festejos del centenario de su vida. La película no intenta trazar una historia de vida completa. Son partes, retazos: hijos, nietos, sobrinos y sobrinos nietos entran y salen de la vida de Sofía, comparten con ella momentos –reuniones, almuerzos, charlas, situaciones cotidianas- mientras el espectador observa cómo la mujer, con su andador a cuestas, se maneja con la suficiencia y hasta la ironía de una persona que podría tener la mitad de su edad. Si bien el filme es algo caótico y poco claro narrativamente, con el correr de los minutos vemos que es un tema secundario. Todos esos personajes que departen con la centenaria mujer juegan roles diferentes y pronto sabremos quienes sí son claves en su vida. Su hermana, que la acompaña casi todo el tiempo y con la que vive “peleándose” (tiene 95 años) y uno de sus hijos, cuya relación abre la puerta a lo que es el segmento más emotivo del filme y que tiene que ver con la pérdida (desapareció durante la dictadura militar) de otro hijo suyo, un trauma que Sofía, si bien disimula con su permanente bonhomía, se nota que la perturba al punto de llorar al instante cada vez que se lo menciona. Sofía es tan activa que termina siendo, casi, su propia enemiga, al caerse varias veces, romperse la cadera y terminando internada apenas unas semanas antes de su esperadísimo cumpleaños, ya que le cuesta permanecer quieta. Sus respuestas por momentos ácidas (cuando le preguntan qué desea para el festejo, por ejemplo; o cuando le dice a Juan Minujín porque no le gusta que le den besos en la mano), su ternura mezclada con una personalidad que se adivina también fuerte, la convierten en uno de esos personajes inolvidables. Del cine, sí, pero más que nada de la vida. Es un placer conocerla.