Aire de chacarera cuenta no sólo la búsqueda musical de Fernando Arnedo, quien intenta refrendar sus nebulosos recuerdos de su abuelo, Mario Arnedo Gallo, músico y compositor santiagueño, con la realidad de su lugar cuasi mítico en la historia de la chacarera. Es también una búsqueda de otro tipo, la de quien atisba la persona que podría haber sido de haberse quedado su familia en esa provincia, que no es la que terminó siendo al mudarse su abuelo a Hurlingham en 1947 (el también guionista es sobrino de Diego Arnedo, el bajista de Divididos, quien tiene aquí el papel de "traductor", mostrando cómo ambas posibilidades se funden en una sola). Las dificultades para reconstruir la carrera de Arnedo Gallo en pantalla son múltiples: no grabó discos y hay apenas un corto diálogo en imágenes para dar cuenta de algo de la chispa y sabiduría que recuerdan invariablemente aquellos que lo conocieron. Pero -sabiamente utilizadas aquí- tales carencias no hacen más que sumar al misterio: cada grabación casera trae una anécdota, un silencio, una tonada y la sensación de que la revelación final llegará sólo con un viaje, uno bellamente iniciático, a Santiago del Estero. Que los paisajes oníricos de la provincia, las fiestas populares y los músicos locales (con nombres como Juan Carlos Carabajal, Vitillo Ábalos, Elpidio Herrera y Vico Gómez), rigurosamente registrados por Lucio Bonelli y Paola Rizzi, terminen por robarle el centro de la escena a Arnedo Gallo es natural: el pago y el músico se revelan indistinguibles. El cierre, a toda orquesta familiar, parece confirmarlo.
Cómo aprender a querer Un film que sabe sacar partido de los silencios y los equívocos que éstos suelen provocar en los demás, El cuarto de Leo es la amable historia del joven del título (un muy expresivo Martín Rodríguez) y la progresiva aceptación de su sexualidad, y con ella, de la posibilidad de una relación duradera. Desde el comienzo queda claro que a Enrique Buchichio, director y guionista, no le interesa contar una comedia romántica tradicional o siquiera una de iniciación: no hay aquí impedimento para que Leo logre lo que busca, más allá de las dudas e inseguridades muy reales del personaje acerca de su vida y de su relación con Seba (Gerardo Begérez), cuya postura risueña ante la existencia presenta un claro contraste ante sus dilemas. Dilemas que en un porteño no dudaríamos de tildar de "neuróticos" y que aquí alcanzan apenas para provocar algunos pasos de comedia bien resuelta (párrafo aparte merece el aporte de Felipe, el dueño del departamento de Leo, suerte de gurú/esfinge oriental que dispensa únicamente monosílabos). El conflictuado Leo no duda en seguir el consejo de su ex novia de visitar a un psicólogo, con el que parece entablar un duelo de silencios que, a la larga, darán sus frutos. Pequeños, casi invisibles, como todo en esta película, cuyos climas lánguidos se benefician con la música de Sebastián Kramer y las canciones -"raras", como se dice allí- de Kevin Johansen y Franny Glass, entre otros. Otra película Bastante peor suerte corre la otra historia que narra el film, la de Caro (Cecilia Cósero), amor de la primaria de Leo, a quien este último encuentra por casualidad en los primeros minutos y pasa el resto del metraje tratando de ayudar, sobre todo desentrañando el misterio que envuelve a su depresión. Está claro que esta segunda trama está pensada como espejo y caja de resonancia de la primera, al punto de que la opacidad de Caro contrasta con la luminosidad de Leo -y ella es también otro camino imaginable para el protagonista-, pero es tan espasmódico su desarrollo y la resolución del enigma de su tristeza tan apurada y melodramática (en una película que es todo lo contrario), que nunca parece parte del mismo relato. Con todo, El cuarto de Leo retiene hasta el previsible final el medido encanto de su protagonista, cálido, pero sin aspaviento.
Verdadero desperdicio de talento para los amantes del género Los entretelones de la televisión están hechos a la medida de las comedias de enredos. Después de todo, la mayoría de lo que vemos en la pantalla suele llegar allí por una combinación de tenacidad, vértigo y simple suerte más que por verdadero designio de sus responsables (véase Sopa de jabón , con Robert Downey y Whoopi Goldberg). Como el cine siempre ha tenido una relación un poco tirante con su hermanita menor, se siente más cómodo en el drama comprometido y la denuncia de las muchas falencias de ésta ( Poder que mata, Detrás de las noticias, The Truman Show ) que en cualquier movimiento que intime respeto por el medio. Y, en los papeles, la idea -joven productora en ascenso consigue el trabajo de su vida sólo para descubrir que su éxito depende de una tarea imposible: resucitar un programa malísimo- no era lo único que parecía tentador para los sufridos amantes del género. Tanto su director (el sudafricano Roger Michell, responsable de Notting Hill ) como su guionista (Aline Brosh McKenna, la de El diablo viste a la moda ) acreditaban películas de fuste dentro de la historia reciente, y el hecho de que el centro de la historia girara alrededor de la talentosa Rachel McAdams no hacía más que confirmar los pronósticos. Pero poco en Un despertar glorioso hace honor a sus prolegómenos: desde una historia que pierde el rumbo demasiadas veces y fuerza incontables gags hasta un montaje frenético que no logra insuflarle ritmo a un film impersonal y anémico, todo aquí está más cerca de un capítulo genérico de Ally McBeal que de la comedia brillante y alocada que McAdams trata de impulsar (con un timing impecable y la justa dosis de picardía y encanto) durante eternos 107 minutos. Qué decir entonces del hecho de que Un despertar glorioso desperdicia por completo a Harrison Ford y Diane Keaton -los conductores del programa a los que el personaje de McAdams debe domar - confinados aquí a estereotipos que la TV abandonó en la época de El show de Mary Tyler Moore . Quizá que ellos, McAdams y acaso el sufrido público tendrán su revancha.
Ultimas imágenes del paraíso perdido Regreso a la mansión Brideshead adapta la novela de Evelyn Waugh con bellas imágenes y buenas actuaciones, aunque poco peso específico. Quizás el mayor elogio que pueda hacerse a este Regreso a la mansión Brideshead es que no palidece frente a la legendaria versión de la BBC de 1981, aquella que cimentó la carrera de Jeremy Irons y que contó con nada menos que Laurence Olivier, John Gielgud y Claire Bloom en papeles centrales. Pero no palidecer no implica brillar con luz propia y, por toda su opulencia visual y refinada sensibilidad, no hay mucho corazón en esta versión cinematográfica del clásico de Evelyn Waugh, cuya apuesta se apoya casi exclusivamente en la belleza de sus imágenes y la decisión de hacer explícita la exacta naturaleza de la ambivalente relación que une al ambicioso Charles Ryder con los aristocráticos hermanos Flyte. Convertido aquí en un civilizado triángulo amoroso -aunque la seducción que ejerce la imponente mansión del título merecía rediseñarlo como cuadrado-, el relato narra cómo el aprendiz de pintor es incorporado al decadente círculo de Sebastian (Ben Whishaw) en la universidad y, tímidamente al principio y desesperadamente al final, se convierte en parte irreemplazable de su existencia fuera de ella, tan enamorado de él y su hierática hermana Julia (Hayley Atwell) como de su glamoroso tren de vida. Su catolicismo ortodoxo convierte a los Flyte en rara avis incluso para la alta nobleza británica, especie en franca extinción para el período de entreguerras. Son, para Waugh, los últimos habitantes de un paraíso perdido exquisitamente recobrado aquí gracias a la dirección de arte de Thomas Brown, Lynne Huitson y Ben Munro y la pictórica fotografía de Jess Hall. Ryder (Matthew Goode) es consciente de ser un intruso, pero es precisamente su ateísmo y "modernidad" los que lo convierten irónicamente en inmejorable guardián de Sebastian a instancias de su inclemente madre, Lady Marchmain (Emma Thompson, en un breve pero memorable papel). A partir de allí, con rienda suelta para desarrollar su obsesión por Brideshead y todo su contenido, material y humano, Regreso a la mansión... desanda el extenso flashback que encuadra el film con paso seguro y ameno, pero algo prosaico. Es que ni las sensibles composiciones de su trío protagónico son capaces de convertir a sus habitantes en algo más que criaturas fantasmagóricas. En este proceso de actualización -por utilizar un cliché- hot (la especialidad de su guionista Andrew Davies desde aquella recordada adaptación de Orgullo y prejuicio ), la historia ha perdido buena parte de su complejidad psicológica (por no mencionar la teológica), esa que la ha hecho perdurar, en pos de una contundencia dramática que se consume tan rápido como la vela que cierra el film y sirve como apropiada metáfora del destino de sus personajes.