Más aburrido que matrimonio aburrido Lejos de lo mejor que muestra en televisión, Tina Fey desluce en esta comedia sin ideas, donde tampoco Steve Carell exhibe sus mejores dones histriónicos. Una película seria que no zafa de la rutina que quiere contar. Tina Fey construyó en TV uno de los mejores personajes femeninos de los últimos tiempos: Liz Lemon, la mujer ácida, solitaria, graciosa y, curiosamente, con la mayor dotación de sentido común de entre todos sus compañeros, responsable de los guiones para un programa de televisión cómico (algo así como persona-igual-personaje: Fey hizo lo propio durante diez años en Saturday Night Live). Fey brilla en 30 Rock, la serie que la actriz creó, produce y escribe, y con la que ganó cantidad de premios. Así, nos hemos acostumbrado a verla escupir las mejores líneas de diálogo, con un timing impecable. Y de eso mismo intenta agarrarse Una noche fuera de serie para construir la mujer que a ella le toca interpretar. Pero pierde en el intento y Fey queda disminuida en su paso de la televisión al cine. El suyo es un personaje que no deja ver más que la básica descripción que debe acompañar el guión: una agente inmobiliaria, madre de dos hijos, casada con un oficinista en un matrimonio que empezó a aburrirla; una mujer, en fin, que encuentra la vida cada vez más rutinaria. Preparar el desayuno, llevar a los chicos al colegio y así. El sexo es un trámite amable. La premisa de la película propone que esta pareja aburrida, cansada de sí misma (Fey y Steve Carell), pase una noche distinta y vuelva a encender la chispa, de la pasión o de lo que haga falta. Pero lo que debía ser una serie de sucesos a través de los cuales resurgiese el fuego perdido se transforma en la película seria de un matrimonio ídem, y la pareja protagónica deja de tener salvación al instante: efectivamente es una pareja aburrida, eso es lo que se ve en pantalla. Por lo demás, cualquier sugerencia sexual está reservada para los malos de la película, o para los personajes secundarios (Mark Wahlberg, James Franco, Mila Kunis), que por otro lado no tienen más utilidad que dar pie a la escena que los sigue. Son figuritas abandonadas por su director, Shawn Levy, que deposita todo intento de comedia en los protagonistas, y en la simple trama que los contiene, que cumple su resolución sistemáticamente y sin sorpresas, y pierde a cualquier otro personaje (como el de Mark Ruffalo), a diferencia de lo que había logrado con los simpáticos secundarios (algunos de ellos en miniatura) que acompañaban a Ben Stiller en las dos partes de Una noche en el museo.
El Bar Mitzvá más exitoso del cine francés La película más taquillera de Francia del año pasado es una prueba del mal estado en que se encuentra la comedia europea, epecíficamente la francesa, cuya cinematografía nunca se destacó a través de ese género (salvo por ya viejas, históricas y hermosas excepciones). En ese país –en ese continente–, la comedia es todavía un género absolutamente inmaduro. De enorme y ostentoso presuspuesto, la primera película del famoso (en Francia) comediante Gad Elmaleh se presenta con una insistencia en el humor tonto y una evidente torpeza para manejar el ritmo de la comedia. Pone por momentos el énfasis en el humor físico, pero lo hace sólo con el protagonista, Coco (interpretado por el director), a quien convierte en una especie de caricatura. El registro bufonesco no hace otra cosa que aislarlo y ridiculizarlo, porque no se aplica en absoluto a los demás personajes, salvo quizás al de la madre, otro objeto no identificado pero definitivamente molesto en la película. Es con este personaje (puro cliché: madre judía pesada) cuando se pone en escena el humor más rancio de todos, por ejemplo, reírse de platos exóticos marroquíes. Por otro lado, tampoco se entiende qué tiene de gracioso el hecho de que nadie, en toda Francia, pueda pronunciar bien “Bar Mitzvá” (y todo gira en torno a un Bar Mitzvá). La película sigue en ese orden: forzar chistes alrededor de la vida de un nuevo rico judío francés, pomposo, excéntrico, vanidoso, y los bochornos que puede causarle su familia en público. Sobre todo, La gran fiesta de Coco dedica gran parte de su intención de comedia a la desmesurada cantidad de plata que puede llegar a despilfarrar el personaje. Pero si es un hombre rico, ¿qué novedad o gracia hay también en esto? Ninguna, sólo un comentario sobre el nivel de frivolidad y superficialidad al que puede llegar el hombre en esta terrible sociedad de consumo, en detrimento de los valores familiares, que son lo importante. Es cuando el personaje se da cuenta de esto que, ahí sí, desaparece cualquier atisbo de comedia.
Érase una película anclada por un libro Más de 700 páginas escritas por Stieg Larsson se condensan en este thriller policial de dos horas, con una dirección tan apegada al texto que debilita el peso del misterio. Pero aun a pesar de cierto automatismo, el personaje de Lisbeth Salander impresiona. Esto suele pasar en las adaptaciones al cine de libros tan famosos y tan largos (en este caso, casi 700 páginas): la bendita fidelidad a la obra original no permite a la historia adaptarse al formato. Como sucede con las Harry Potter, el thriller policial basado en el primero de los libros de Stieg Larsson es un film de más de dos horas en el que se comprimen los detalles de la historia (y hasta se descartan algunos, con lo que la citada fidelidad tampoco queda del todo cubierta), con lo cual la mayoría de sus problemas son de índole narrativa. El director Niels Arden Oplev (hombre de la TV sueca) no se despega de lo que dicta el libro y lo pone en escena, literalmente y sin demasiada imaginación: no existe un plano que cuente más que lo que verbalizan los actores. Quien no haya leído el libro se preguntará por qué se desvía tanto la trama de la protagonista, la famosa Lisbeth Salander (Noomi Rapace), o por qué se dilata tanto la resolución del misterio, cuyo esclarecimiento se hace cada vez más obvio conforme se retrasa el gran momento revelador. Es que los elementos que construyen la trama, en el libro, son demasiados como para sostener en suspenso la película. Aquí deben ordenarse personajes con demasiada suciedad encima: nazismo, racismo, corrupción, violación, violencia de género, incesto. La categorización de las piezas que conforman el misterio va dejando lugar al aburrimiento, tras una genuina intriga inicial, según se suman más y más detalles macabros a los sospechosos. La estructura es la del whodunit (el “quién lo hizo”), la búsqueda del asesino. Un periodista condenado a tres meses de cárcel por fraude es contratado por un viejo millonario, jefe de una enorme empresa familiar, para que encuentre a su sobrina, desaparecida hace cuarenta años, en el tiempo que tiene antes de cumplir su sentencia. Paralelamente, una chica con un pasado muy turbio, Lisbeth Salander, hackea la computadora del periodista para más tarde ayudarlo a resolver el caso. Es la investigación de la mujer desaparecida, Harriet Vanger, el hilo argumental que va desplegando las diferentes ramificaciones de la trama. Pero la narración cae en el automatismo y en ciertas subtramas mal resueltas, necesarias para la construcción de los personajes, no ya del misterio. Así, el pasado y la vida tortuosa del mejor personaje, la joven hacker, son cosas molestas en la película. Lo cual implica toda una ironía: lo que resulta un verdadero misterio (éste sí) es cómo, a pesar de su peso y a falta de economía narrativa, Los hombres que no amaban a las mujeres logra que ese personaje increíble por momentos aparezca.
La historia del hombre plomo Subtramas poco interesantes, monstruos de movimientos torpes y un guión predecible hacen de esta versión del clásico un film aburrido. Película innecesariamente larga, que se esmera demasiado en construir atmósferas de terror que piden a gritos la mano de Tim Burton, El hombre lobo resulta tan aburrida que, en su necesidad de sumar vibración, se pasa de vueltas a nivel sonoro y, por ejemplo, logra que hasta el soundtrack, a cargo de Danny Elfman –cuya música característica pide aún más una imagen burtoniana–, aturda y moleste. O que presente una profusión de subtramas disparatada y esquizoide. Adaptada a nuestros tiempos, la historia del hombre lobo versión Hollywood 2010 dura aproximadamente media hora más que la película de 1941 sobre la que se basa, porque los realizadores han sumado personajes y una línea de conflicto entre padre e hijo. Han sumado también a otro hombre lobo. Y no sólo eso, aquí hay un poco más de todo: más sangre, más muertes –sobre todo más muertes–, más drama y hasta más planos de la luna llena (¡¿cuántos puede haber?!). La suma hace del film un producto adrenalínico, cómo negarlo, sólo que su intensidad resulta molesta. Los propios monstruos están hechos de muñecos y truco digital, y sus movimientos son torpes y limitados, lo cual no le permite al director crear una escena de acción convincente, mucho menos cuando debe animar a dos bestias peludas. La historia transcurre en la Inglaterra posterios a la revolución industrial, en los vastos campos de una familia sombría, signada por la tragedia: el suicidio de la madre (aunque aquí ya intuimos que hay algo sin resolver). La historia empieza cuando muere Ben, el hermano del protagonista, Lawrence Talbot (Benicio del Toro), el hombre que sufre la mordedura del monstruo que le contagia su condición y lo condena para siempre. Es un actor que llega desde Nueva York al sombrío páramo inglés para resolver la muerte de su hermano, cuyo cuerpo aparece misteriosamente despedazado. En la casa del padre, aparecerá el resto del personal: la prometida del hermano, Gwen (Emily Blunt), y el padre, Sir John (Anthony Hopkins, que parece estar actuando todavía en El silencio de los inocentes), además de un detective interpretado por Hugo Weaving, Abberline. La trama va avanzando a los tropezones, apenas hilvanada por un guión predecible y una puesta en escena pobre. Y salpicada de frases incomprensibles pero destinadas a significar algo más, que terminan de convertir a una película que debería dar miedo en una que, algún buen día, puede llegar a dar un poco de risa.
Costumbrismo con la represión como paisaje La mirada sobre el mundo de un chico de ocho años que vive en un barrio en la ciudad de Santa Fe, durante los primeros años de la dictadura militar. O más bien, los cambios que atraviesa durante un año, que no son pocos. Eso es lo que construye la historia central de la primera película de Daniel Bustamante, un relato acerca de cómo vivió cada generación los años de la dictadura, sobre todo la de este Andrés. Sin embargo, la película quiere dejar en claro que prefiere ser un film de contemplación antes que “político”. Uno de cómo influye el mundo de los adultos en el infantil. Quizá porque lo más importante es la mirada de este personaje, casi todos los demás están demasiado caracterizados y explicados; cada acto y palabra en la película los define, lo cual, por otra parte, es una gran contra, porque así todo el peso del film recae sobre el pequeño actor, Conrado Valenzuela, que sin embargo lleva con increíble maestría semejante responsabilidad. Andrés vive con su abuela en el barrio donde funciona un centro de detención clandestino, y el chico entabla relación tanto con el represor jefe como con un amigo “subversivo” de la madre muerta. Y tiene una particular relación de amor-odio con su abuela y con su padre. Pero aunque todas las relaciones se apoyan en el personaje del chico, el énfasis en el relato costumbrista, en la película de drama familiar, lleva a estereotipar las reacciones de cada personaje ante lo que sucedía en esos años. “Yo no vi nada”, dice el de Aleandro, la abuela del chico, después de presenciar junto a su nieto una golpiza en la calle por parte de represores. Contra el estereotipo, no puede ni la potencia de la mirada de Andrés.
Los cazadores del primer beso perdido La vida de Rafa, de 13 años, discurre entre lecciones de piano y tenis, el colegio de educación judía, escapadas con los amigos para fumar y jugar póker, visitas a un prostíbulo y sesiones masturbatorias. Acné cuenta el momento acotado en la vida de este chico judío cuyas aventuras juveniles por su ciudad, Montevideo, lo conectan con el personaje truffutiano (hay un momento que especialmente recuerda a Los 400 golpes, aquel film donde el protagonista le dice al profesor que no tiene madre). Es inevitable pensar en un Antoine Doinel uruguayo, pero con otras obsesiones: sus días se estructuran alrededor del sexo, que no tiene problema en conseguir, aunque su gran curiosidad es la del primer beso. Está un poco enamorado de una compañera, Nicole, pero él es muy tímido para conseguir eso de ella. Pero aunque Veiroj retrata muy bien a su pequeño Doinel rioplatense con gestos, palabras y comportamientos que le dan un enorme aire de verdad a la historia que está narrando, también cae con frecuencia en el tic estético más recurrente del cine independiente de los últimos timpos: el plano estático y de corta duración y el poco movimiento de cámara. Es decir, cierta recurrencia a un uso del aparato cinematográfico que remeda formalmente la abulia. No sería un problema absoluto, dada la precisión que ejerce a la hora de pintar su mundo y de crear sus personajes. Se transforma en un problema cuando todo el film gira alrededor de un único misterio, el de ese beso que Rafa busca y que no sabe cómo conseguir. Prima hermana de las primeras películas de Ezequiel Acuña –que, casualmente, también estrena este fin de semana su tercer largometraje– y de dos de las mejores películas uruguayas de los últimos años, 25 watts y Whisky, de Pablo Stoll y Juan Pablo Rebella –en las que Veiroj trabajó–, Acné logra ser una buena película, aunque la falta de decisión entre mantener la tensión de su fugaz misterio o retratar un ambiente en particular, ciertos comportamientos y cierta clase de personajes le termina jugando en contra. La fuerza estética del film queda así, en última instancia, resentida, fugaz como un primer beso furtivo.
Splash rojo shocking Esta secuela empieza exactamente donde terminó la anterior, remake de aquel film de 1978 en el que John Carpenter creó al legendario asesino Michael Myers. Porque la máquina de matar supuestamente acabada se escapa de la ambulancia que lo transporta al comienzo de Halloween 2, asesina a los paramédicos y camina por la ruta hasta la heroína hospitalizada Laurie Strode (Taylor-Compton), que otra vez debe defenderse. Así, en los primeros diez minutos, el director pone otra vez a la bestia a seguir el rastro de su víctima predilecta, en un inicio perfecto de suspenso y salpicaduras de sangre. Sin embargo, ese potencia inicial se desdibuja rápido, si puede decirse eso de una película que justamente se apoya en la ilustración por la ilustración misma. Porque lo lindo de la sangre y las imaginativas formas de asesinar encuentran su cauce un poco en detrimento del relato que las contienen. Y porque Zombie encandila con tanto splash rojo shocking, algo que nunca es suficiente en este género, a menos que sólo eso constituya el atractivo del film. De todos modos, hay que decir a favor de este film que se encuentra más cerca de Carpenter que de El juego del miedo. Por otro lado, hay un detalle más que distrae: Myers nunca fue mayormente “explicado” en las originales; se lo retrató como un psicópata producto de un trauma, nada más. Y ante la culpa de dejar a un hombre clavando un cuchillo, el director lo “contiene” con imágenes sobrecargadas de sentido: flashbacks y visiones extrañas de su madre o de un caballo blanco. Después de la primera media hora, Zombie descuida los puntos fuertes de la historia. Hay tres líneas paralelas: el regreso del asesino al pueblo y las víctimas que va acumulando en su camino; el deterioro mental de la chica, que sufre espantosas pesadillas; y el desarrollo del antiguo psicólogo de Myers, el doctor Samuel Loomis (McDowell), que se ha convertido en un autor que aprovecha la figura de su ex paciente para vender su best-seller. Tres líneas que, otra vez, convergen en un final recargado de sentido.
Otra comedia de enredos a la francesa Como único y solitario estreno navideño, llega a los cines un film galo sostenido por la presencia de Catherine Deneuve y Emmanuelle Béart que contiene guiños a su condición de divas de la vida real. Otra comedia de enredos francesa, el género for export por excelencia del cine galo. Y Mis estrellas y yo, como tantas otras, resulta un tímido resumen de vicios, gestos y problemas de esa cinematografía. Acaso más “tímido” que “resumen”. Por esa razón, la película se aleja de cualquier cumbre y es tan equidistante de la catástrofe como de la excelencia. Su mayor problema es ya un clásico de este género tan popular: perderse en el vaivén entre el momento de comedia y el dramático. Y pasa lo que pasa siempre: las tres intérpretes llevan tan bien los papeles que la película se puede ver gracias a ellas sin mayores incomodidades. Así, termina siendo una película “de actor”. Ese rasgo, en este caso, podría incluso ser algo más, porque la película es, justamente, sobre actrices. La historia gira en torno a tres de las citadas profesionales, dos de ellas famosas estrellas de la pantalla grande francesa, interpretadas por Catherine Deneuve y Emmanuelle Béart, que son precisamente eso mismo en la vida real. Hay tenues guiños a ese hecho, pero mal resueltos: poco más que un set de filmación donde se rueda la película de ficción que las reúne, uno igual al de Los paraguas de Cherburgo (el gran film de Deneuve), pero que queda simplemente en el dato frívolo. Hay líneas de diálogo ingeniosas que dan cuenta de que estamos viendo a Deneuve-Béart actuar de Deneuve-Béart, algunas disparadas hacia la edad y la trayectoria del personaje de la primera y otros al look de la segunda. La tercera actriz (Mélanie Bernier) es la estrella en ascenso, joven y perteneciente, en teoría, a esa nueva generación, con gran futuro, que renovará el cine francés. El último personaje es un hombre, Robert (Kad Merad), encargado de limpieza de una agencia de representantes de artistas que está obsesionado con estas tres mujeres. Aparentemente tiene un buen conocimiento del negocio y se inmiscuye en sus vidas: las llama, les maneja la agenda e interfiere en sus vidas sentimentales. Todo esto le ha costado su propia vida conyugal y una mala relación con su hija adolescente. Él es quien reúne a las actrices en el mismo film, ejercicio de manipulación del que las tres son víctimas. En cuanto al personaje de Robert, el film también patina: al principio es presentado como un psicótico insalvable al borde del célebre De Niro de Cabo de miedo, razón por la cual después recibe un inmoderado castigo (las actrices deciden unirse para vengarse y maltratarlo), para más tarde ser pintado como una pobre víctima. En definitiva, el conocido ida y vuelta donde la comedia apenas si logra asomar.
Licuado de obviedades La primera película del actor Boy Olmi cuenta la historia de un señor, su hija y la mucama de ambos. El primer plano anuncia el tono: metafórico. Un hombre que escribe y de cuya pluma cae lentamente una gota de tinta... roja. La historia que se escribe: la sangre del Pacífico, claro. El hombre es un viejo actor y director de cine que antes de morir se propone filmar una película inspirada en las guerras que se dieron en el proceso de la independencia latinoamericana. La historia de la mucama es la de Charito (Picky Paino, una ex Expedición Robinson), una peruana que abandona la selva para instalarse en Buenos Aires, juntar plata y mandarla a su familia, a la que abandonó. Su vida se entrelaza con la del viejo, quien queda inexplicablemente atraído hacia ella apenas la conoce. A este señor, que está enfermo, lo obsesiona alguna pasión que no es amor ni deseo sexual, y esto es el centro de la película, lo que se mantiene en intriga, pero su importancia al final es irrelevante en la trama, con lo cual todo ese misterio previo carece de sentido. A la vez, la historia del viejo y la de la mucama convergen en la de la hija de éste (Ana Calentano), una antropóloga que estudia casos de mujeres que trabajan. A través de ella, se establece un débil paralelismo entre la historia de la lucha por la libertad y algo así como la “nueva esclavitud”. Es un licuado de tópicos y situaciones extrañas, como la de un granadero o la propia Charito, personaje que está exageradamente construido como un pobre animalito indefenso que llega de la selva peruana a la selva urbana... Obvio y cansador.
El tanguero que vino desde el más allá El mayor mérito de Fantasma de Buenos Aires aparece en la escena central de la película, cuando se conocen los protagonistas: Tomás, un chico que por jugar al juego de la copa libera el espíritu de un hombre de principios de siglo, y éste: el tanguero Canaveri. Ese encuentro funciona porque allí el director parece darse cuenta de que lo mejor, a la hora de reunir a un muerto de otro tiempo y a un vivo de éste, es una conversación clara, fluida y sincera. “Realista”. Allí el chico le dice que, a cambio de respuestas esclarecedoras sobre qué hay después de la muerte (más tarde sabremos que su madre murió y él no la recuerda), lo dejará meterse en su cuerpo para que el muerto pueda resolver un asunto que tiene pendiente. Sospechamos que es vengarse del tipo que lo traicionó y mató. Pero esa escena llega demasiado entrado el relato. Porque a partir de allí empieza la película: especie de buddy movie donde se cruzan dos miradas opuestas sobre la ciudad y, claro, la vida. Como resulta lógico, uno aprenderá del otro. Los peores momentos de Fantasma de Buenos Aires son los que no logran dar con el registro pretendido (la comedia). La mayoría de los chistes corren previsiblemente por la desubicación temporal del tanguero. También falla la mezcla de géneros: terror primero, comedia después para terminar en un inesperado golpe bajo dramático.