El largo y sinuoso camino a una montaña rusa ¿Sobre qué cosas no se deberían hacer chistes? Quienes piensen en el SIDA o la pedofilia quedan cordialmente invitados a no ver esta nueva entrega de Vacaciones, que está repleta de guiños a las películas que inmortalizó en la pantalla grande Chevy Chase. La familia Griswold vuelve a las rutas por decisión de Rusty (Ed Helms) -piloto desprestigiado, antes adolescente y ahora padre de familia- no sin antes convencer a su antipática familia: Debbie (Christina Applegate), la esposa infeliz; y sus insufribles hijos James (Skyler Gisondo) y Kevin (Steele Stebbins). El destino es una montaña rusa que el protagonista recuerda con cariño, en el parque -Walley World- donde obviamente la mayoría de las cosas no salen como se esperan. Los comediantes son buenos y los chistes van creciendo en la medida que se suman al reparto viejos conocidos. El humor incómodo abre caminos con terminologías del porno yanqui que devienen en un patriotismo exacerbado. Deja algunas críticas solapadas sobre las jurisdicciones en los diferentes estados y lleva al absurdo el valor contemplativo por la Constitución. John Francis Daley y Jonathan Goldstein (serán guionistas de Spiderman) dirigen esta road movie que se torna por momentos previsible aunque no aburrida. A pesar de ser jóvenes, dejan algunos homenajes al cine clásico y algunas sutilezas para quienes hayan visto otras “vacaciones”. De todas maneras, no es una remake. Las actuaciones son buenas y el presupuesto muy alto, la trama se termina desinflando en el afán del chascarrillo. Ed Helms hizo reír y pensar en The office y aquí sólo logra el primer cometido, aunque Christina Applegate es buena partenaire. Es confuso el mensaje que concluye respecto al concepto de familia, donde, por ejemplo, el hermano menor es el que hace bullying. Dentro de la banda sonora, podemos ubicar Kiss from a rose, de Seal, una de las canciones más recordadas de las películas del hombre-murciélago y que aparecía en la mediocre Batman eternamente, de Joel Schumacher. Es una canción del Cristian Castro de Gran Bretaña, de esas que son un lastre pero generan cierta empatía en el público. En esta ocasión comienza como un susurro y termina cantándose a viva voz, a la vez que se transforma en leitmotiv. El film recupera también otra gran canción del comienzo de la serie fílmica, como es el caso de Holiday road, de Lindsay Buckingham. El ensamble con la música alcanza su clímax en un paseo por el río. Los bienaventurados que se queden hasta los créditos sabrán un secreto de Thor.
La chica más linda de la ciudad, versión teen Todos quisiéramos tener una aventura con Cara Delevingne: es que aparenta ser impredecible y tenaz, y pasó de Jake Bugg a St Vincent, con escala en One Direction. Quentin (Nat Wolff, estuvo también en Bajo la misma estrella) no es la excepción: es un niño que cree en los milagros y que interpreta que el suyo fue vivir enfrente de la casa de Margo (Delevinge), que en las antípodas de la cercanía geográfica le parece inalcanzable. Juntos comparten las aventuras de la niñez que en Hollywood siempre parecen ser más interesantes que las de cualquiera: estos chicos encuentran a un suicida, compran con tarjeta de crédito, suben los techos e irrumpen en sus ventanas a horas intempestivas. También manejan y “toman prestado” los vehículos familiares, los padres son permisivos (aunque no llegan a ser Oscar Martínez en Relatos salvajes) y parece darles lo mismo una salida a la noche que emprender un viaje improvisado. Porque la chica se va, dos veces. Las dotes detectivescas de la protagonista entran en choque cuando encuentra un partenaire que no le puede seguir el ritmo. Cambian las amistades y crecen, ella devenida en líder escolar y él, por supuesto, en nerd. De vez en cuando intercambian saludos, no más. El punto de inflexión es cuando el amor platónico de “Q” -así lo llaman sus amigos- vuelve a aparecer una noche cualquiera para pedirle un favor: tiene que ayudarla a vengar una infidelidad. La sucesión tragicómica encuentra su desenlace en las alturas de un edificio emblemático donde, ciudad oscura como telón de fondo, cobra sentido el título de la novela del bestseller John Green. Esta metáfora funcionará como hilo conductor en esta road movie para jóvenes que lejos de sectarizar ha sido bien recibida por aquellos que se rehúsan a dejar de serlo, a pesar de las canas. Los quiero ver reírse con los guiños a Pokémon y otras misceláneas de mediados de los 90. El baile de graduación y toda su parafernalia marca los tiempos de un grupo de adolescentes oprimidos que se preocupan más por su destino universitario que por perder la virginidad. Al final no sabemos quiénes son los más populares o qué es ser popular. Debe ser una tentación para un autor que vende millones de libros los finales abiertos o contemplativos: algunos pueden señalarlo como una obligación, pero en este caso la fusión del guión con la obra original es interesante. Se arriesga y cumple. La película se vuelve muchas veces existencialista y siguiendo la misma sintonía propone llevar la luz de la razón a un séquito de chicos desalumbrados, recurre a la poesía de Walt Whitman, la figura de Woody Guthrie y vagos conocimientos cartográficos. Ya en anteriores trabajos Green había abusado de las listas; cuando tenemos a tipos de la talla de Nick Hornby que supieron sacar provecho de esas herramientas narrativas, para qué insistir. Hay algunos chistes muy buenos, uno está musicalizado con una canción de Bob Dylan, y el que no escatima en elogios de los actores secundarios es Austin Abrams: tiene chispa, es muy gracioso y en ocasiones le roba el protagonismo a su amigo de ficción (Wolff). Imagine Dragons, Vampire Weekend, Black Rebel Motorcicle Club, M83, entre otros, completan el soundtrack de una historia que pasa de la comedia al drama y del abrazo al olvido en un abrir y cerrar de ojos. No hay golpes bajos.
Yarará o historias de cicatrices “Siempre se puede volver pero no por completo”, canta Bob Dylan en Mississippi y comparte la premisa fundamental con Yarará, el film que dirige y protagoniza Sebastián Sarquís en honor a su padre, el reconocido cineasta Nicolás Sarquís, y su entrañable amigo el escritor Juan José Saer. De esta manera decide volver a Santa Fe del Rincón, noreste santafesino, lugar donde se filmó Palo y hueso -y él fue concebido- para encontrarse con sus protagonistas y sus orígenes. Planea filmar otra película también basada en un cuento de Saer, en este caso El camino de la costa. Los no-actores que protagonizaron la obra cumbre de Sarquís -padre- nunca dejaron de ser simples vecinos, sumergidos en la cotidianeidad de un pueblo. Los flashbacks con el rodaje 1968 otorgan la carga más emotiva, las personas envejecieron y ya no son las mismas. Pero los lugares parecen serlo, la misma Universidad del Litoral, la cancha de bochas, el mismo Club San Lorenzo y la geografía. La actuación de Juan Palomino es destacable, aunque no diga ni una sola palabra, pero el papel más interesante es el de “Lucio” interpretado por Lucas Lagré, que con muy pocas líneas es una de las aristas fundamentales de la historia dentro de la historia. Completan el elenco Rudy Chernicof, Héctor Da Rosa, Omar Tiberti y Juana Martínez. La única mujer, “Juanita”, es la más reticente a la hora de involucrarse y aunque ya entrada en edad no pierde su femineidad. Cuando la visitan y ofrecen el proyecto, llevan viejas fotos que la muestran una joven coqueta e introvertida. El esperado reencuentro de los protagonistas (Da Rosa-Martínez) se produce en una proyección que congrega a los vecinos en una esquina histórica y pintoresca del lugar y ahí, recién ahí, parece que el tiempo nunca pasó. “Vivir es un sueño que cuesta la vida”, citan en el desenlace y desentraman la metáfora onírica con pequeños elementos escenográficos que aparecen en cada una de las cajas chinas que ya se abrieron. Las calles de tierra ya se están empezando a asfaltar y parece que bajo el cemento quedarán enterradas las ruinas de un pueblo que tiene a Palo y hueso como legado principal. Saer fue un arquitecto de las palabras, de los detalles. No se lo puede leer de un tirón, construyó sus obras para que los detalles sean más importantes que el todo. Esta adaptación libre lo comparte. ¿Son más importantes los personajes o las historias? Al fin y al cabo, todos llevamos marcas, algunas pueden pasar desapercibidas pero tarde o temprano llegan al sistema nervioso central. Como el veneno de una yarará.
Una de fugitivos que se quedó a mitad de camino Sofía Vergara y Reese Witherspoon protagonizan Dos locas en fuga, una road movie con una trama bastante previsible, escenas de acción que poco deslumbran y chistes con poca gracia. La colombiana retoma el personaje de la misma gritona que nos acostumbró en Modern Family -con un poco de Florencia Peña y Valeria Bertuccelli- para huir de los narcotraficantes que asesinaron a su esposo cuando se disponían a prestar declaraciones y así dar con un pez gordo. Se suma primero como agente en servicio y después como fugitiva Reese Whiterspoon, hija de reconocido agente y popularmente conocida cuando prendió fuego al hijo de un funcionario por el uso poco responsable de pistola taser, las mismas que implementó la Policía Metropolitana. Antes de ver esta actuación de Witherspoon podíamos confiarle cualquier cosa, venía de terminar de romper los prejuicios de carilinda en Alma salvaje. Le es muy fácil vender un lápiz labial (campañas Avon) con la misma credibilidad con la que fue novia de Johnny Cash en Johnny & June – Pasión y locura. Es magnética en la pantalla grande, a pesar de su metro y medio siempre parece imponente. La chispa y el buen uso de los recursos narrativos quedaron en el olvido cuando la juntaron -sugerencia de ella- con Vergara. Dos argumentos recurrentes en el guión son justamente las bromas con la estatura de la primera y la edad de la segunda. Casi nunca aciertan los remates, la película es corta y a la vez lenta, combinación que resulta un abismo insondable. Las escenas más rescatables son las que aporta el carácter latino de uno de sus personajes y así el choque cultural, en sintonía con la disfuncionalidad del idioma yanqui con el español. Las actrices estuvieron presentando la película en México donde pidieron más protagonismo de guionistas latinos en Hollywood, aunque para la industria en la mayoría de los casos sean los rebeldes, chicanos, negros, maricas, presos y marginados. El fogoneo (post Oscar) de la sobrevalorada Birdman y la prensa que tuvo su director, Alejandro González Iñárritu, parecieran haber incrementado de forma exponencial el interés de las compañías en el sur de América del Norte. Con el presupuesto de esta película (35 millones) hubiera sido posible filmar once veces Whiplash y hasta pagarle a la selección argentina el premio de ganador que se llevó Alemania en el Mundial de Fútbol Brasil 2014. O más bien contratar otro entrenador, porque Gerardo Martino mantiene en la Copa América un desempeño más flojo que este film, dirigido por la coreógrafa Anne Fletcher.
En búsqueda del Klimt perdido María Altmann (Helen Mirren) es una anciana judía que intentará recuperar el Retrato de Adele Bloch-Bauer, robado por los nazis y en la actualidad expuesto en la galería del Estado de Austria. El resto de los ciudadanos lo rebautizó como La dama de oro o La Mona Lisa vienesa, aunque para ella simplemente se trate de la imagen viva de su tía sobre un lienzo, pintada por el simbolista Gustav Klimt cuando era apenas una niña. Mirren es camaleónica, ahora dueña de una tienda de ropa y hace algunos años la reina Isabel II, en ficciones o historias reales hace de la primera persona su patria. En sintonía, el director inglés -había filmado Mi semana con Marilyn y David Copperfield- comparó esta historia con la lucha de David contra Goliath. En 1998, luego del fallecimiento de su hermana, Altmann revisa viejas pertenencias cuando encuentra una carta que es el detonante de la investigación. Para el asesoramiento jurídico llama al hijo de una amiga, el joven ambicioso Randol Schoenberg (Ryan Reynolds) que acaba de entrar en un prestigioso estudio de abogados pero encuentra los tiempos para especializarse en arte, cuando averigua que la pintura en cuestión es una de las más cotizadas en el mundo. Ya en Viena, reciben la colaboración de un periodista (Daniel Brühl, ex bastardo sin gloria) que investiga el pasado nazi en Austria y, de la misma manera, hace una suerte de reparación histórica con sus orígenes. ¿Helen Mirren hace de Helen Mirren? La ganadora del Oscar encuentra un personaje que no solamente le queda cómodo, sino que podría ser hasta ella misma. Desde su vestuario y postura hasta su soberbia. Sigue siendo una femme fatale. El gobierno de su país la enfrenta en una batalla legal donde siempre parece indefensa, la estrategia es que desista o que muera. Ella siempre mantiene una calma que llega a exasperar, sobre todo cuando cambia de pareceres con su abogado. “Le encantarías a la prensa”, dice Schoenberg en un momento y algunos rieron en la sala. Entre los momentos más dramáticos de la película está el saqueo del violonchelo Stradivarius de la casa de la familia Altmann. Era del padre de María, en los momentos de mayor violencia y represión, él seguía tocándolo todos los días a las 6 de la tarde. Como analogía de la orquesta del Titanic. El soundtrack está a cargo de dos pesos pesados: Martin Phipps y Hans Zimmer. Las actuaciones son correctas y la mano del director -vasta experiencia en documentales- se hace notar en los flashbacks de la protagonista, en la medida que recuerda los tormentos del Holocausto por las calles donde ahora vuelve a transitar. Parecen imágenes de archivo. La contextualización está bien lograda y los climas también; con la misma temática, mayor presupuesto y un mejor reparto hicieron un bodrio como Operación Monumento. Las referencias al Tercer Reich terminan inevitablemente relacionando algo con Argentina. Hubiera sido un buen plan para un domingo en la casa de China Zorrilla.