Publicada en la edición digital de la revista.
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El suplicio de una madre Hay directores especialistas en la perturbación. Digo perturbación, que es un sentimiento incómodo, diferente al del desagrado, la repulsión (que le cabe perfectamente a un especialista en eso de epater le bourgeois como Gaspar Noé o el Lars Von Trier de los últimos 10 años). Mientras la perturbación penetra, afecta y queda (algo muy propio de cierto cine de terror, especialmente el terror clase B que debía sugerir mucho más de lo que mostraba), el desagrado o la repulsión pasan, atraviesan y siguen su camino (como cierto gore de consumo rápido como Escupiré sobre tu tumba, la saga de El juego del miedo o la de Hostel). Ojo: la idea no es hacer un panegírico de una forma sobre la otra, ya que hay sendos exponentes brillantes en ambos modos para aterrorizar al espectador. La diferencia radica en la economía de recursos, información y procedimientos de ambas decisiones narrativas. En el mundo de los perturbadores (desde el Michael Haneke de Caché-Escondido al terror suburbano de Los extraños o al falso home-movie de Trash Humpers), Lynne Ramsay posee una capacidad especial que la hermana con otra directora como Claire Denis (centralmente pienso en Trouble Every Day… aquí estrenada con el nombre fatídico de Sangre caníbal). La directora escocesa tiene algo de la construcción circular de universos de violencia propia de las películas de Lucrecia Martel, pero a diferencia de la salteña, los recursos formales se desviven por aparecer con cierta histeria (como si Ramsay fuera una operaprimista que quiere llevarse al mundo por delante con sus imágenes). En la construcción del universo opresivo que caracteriza a la obra de esta directora, donde la violencia es un tema central, es donde debemos encontrar los principales logros de Tenemos que hablar de Kevin (que dialoga con su contratara casi perfecta de otra película reciente, también con Tilda Swinton como madre abnegada, llamada El precio del silencio), film que parece haber nacido de una pregunta clave: ¿Cómo se puede volver a contar otra vez la misma historia de la explosión gratuita de violencia? Aunque también aparecen otras preguntas que podrían darnos pistas sobre la génesis del proyecto: ¿Cómo se construye la historia de un psicópata sin psicología, sin mundo interior (una especie de Michael Myers realista)? pero sobre todo, ¿Cómo contar una película de terror fuera del género? Las respuestas a esas preguntas desembocan en este tercer largometraje que tiene algo del Roman Polanski de El bebé de Rosemary pero con una perspectiva de terror realista y ateo (aunque también está ligeramente construida la estrategia de la percepción desviada de la realidad de la protagonista así como sucedía en Repulsión y en El inquilino). Además, circundan el terror clase B de La mala semilla y la reciente La huérfana, pero sin lo sobrenatural como coartada. Por ahí también anda una referencia literaria, una breve pero poderosa novelita de Doris Lessing llamada El quinto hijo. El problema es que para organizar el universo opresivo y salir airosa de todas las preguntas que planteamos antes, Ramsay opta por un relato casi exclusivamente subjetivo, sostenido en dos tiempos que se entrelazan: por un lado, el pasado con el nacimiento, crianza y adolescencia del susodicho primogénito, el Kevin del título; por otro, con el relato asfixiante (el trabajo con el color y los espacios es brillante y anticipa en el insípido pasado la irrupción colorista del presente trágico) el presente después de la tragedia (no voy a adelantarles cuál pero se imaginarán quién es el responsable) y el intento de la protagonista de rearmar su vida. Esa decisión estructural aparece acompañada por un criterio formal de un manierismo por momentos agotador (desenfoques constantes, tendencia muy pronunciada a cortar los planos en un picado fino violento, exacerbación del uso del rojo como resaltador de la presencia de la violencia y la sangre y otras varias cuestiones más). El resultado es una película incómoda, que genera un nudo en el estómago pero que parece superada por la naturaleza de peso de sus materiales, como si el mundo se le viniese encima, insisto, como si tuviese que demostrarnos talento. En definitiva, el gusto es algo amargo hacia el final: tenemos la sensación de haber podido estar frente a una gran película de horror social suburbano y nos encontramos con una expresión de intenciones nobles pero inacabadas. El cine de Ramsay, así y todo, sigue ahí, esperándonos, para que no nos acomodemos tanto en nuestros asientos, nuestras camas, nuestras mesas, con nuestros hijos, como si todo pudiera preverse. Quizás lo que mayor incomodidad genera el visionado de Tenemos que hablar de Kevin es que el mundo sigue siendo un lugar insondable, incomprensible, un arma cargada de misterio.
Una tersa superficie de tensiones Son muchos los ejemplos en donde cierto cine de tendencia moderna (en la acepción más llana de la palabra: un cine que rompe con tradiciones clásicas) juega con construir una tensión que genere la expectativa de un futuro desencadenamiento de acciones sin que estas verdaderamente sucedan. Esa construcción (que le debe mucho a cierta lectura que se ha hecho de Michelangelo Antonioni) es distinta, en cambio, a cierto cine de tradición manierista (en la acepción estilística más académica de la palabra: un estilo artificioso que torsiona las formas de lo clásico pero que podría ser confundido como representante de aquel estilo) que juega a construir situaciones aparentemente sin grandes saltos o conflictos pero que, sin embargo, están plagados de tensiones internas (las películas de final de carrera, al menos aquellas post 1956, de Howard Hawks y John Ford, pueden dar perfecta cuenta es esto). Al segundo grupo pertenece Un método peligroso, película escurridiza como una víbora, en estado de gracia, en vibración constante, como si nadáramos en un lago con un jacuzzi en las profundidades que cada tanto deja entrever algunas burbujas de eso que pugna por salir a la superficie. Sin embargo, Cronenberg no sólo depura su sistema narrativo (el Cronenberg post-Una historia violenta parece, insisto, parece muy distinto a aquel romántico de La mosca, Pacto de amor, M. Butterfly o el director que se cuestionaba los límites de la percepción con eXistenZ, Almuerzo desnudo, Videodrome… ni hablar del Cronenberg gore de los años '70 y '80 con Shrivers, Rabia, Cromosoma 5 o inclusive Scanners) sino que vuelve a él. Allí es donde debemos buscar una película suya que da la clave para pensar Un método peligroso ¿Cuál? Crash: Extraños placeres. ¿Si me volví loco? ¿Si hay dos películas más opuestas en el tratamiento del mundo que proponen dentro de la obra de Cronenberg? Ahí donde el método de Crash se sostiene a partir de la expresión, de la corporalidad, de la profusión sexual, en Un método peligroso todo es contención victoriana. Error. Esa es la tersa superficie del lago que debajo de sus pies tiene las burbujas que pugnan por salir ¿Entonces qué tienen en común? Bien: Crash se vale de una novela relativamente mediocre para lo que es la obra de Ballard y literalmente la da vuelta como una media. Con aquella película, Cronenberg se propuso quitar toda la sociología de tablón del autor para sólo mantener el centro vacío de lo sexual, esto mismo postulado como confesión de parte de los personajes (“esta supuesta fascinación con los accidentes es la mejor excusa para conseguir una cogida”). Pero Cronenberg no hizo meramente una soft-porn ni una película sobre un futuro diatópico. Puso al sexo en el centro para derribar ese mito. Sexualizó su película para agotar el recurso. Lo sexual, entonces, como una excusa perfecta para hablar de lo mental, que era lo que importaba allí. Aquí, en Un método peligroso, la estrategia se invierte pero se mantiene: también se utiliza una obra de base sobre la cual se quita el contenido psicoanalítico, la base de sustentabilidad de lo narrado para dejar un relato terso y desnudo sobre las construcciones mentales. Puntualmente, la película es un falso acercamiento al psicoanálisis (para quien busque eso váyase olvidando). Por el contrario, conciente de esa expectativa generada, se dedica a poner los juegos mentales en el centro (es una película que se disfraza de simbolista pero tiene un centro vacío, paródico, tan socarrón como la media sonrisa constante del Freud de Viggo Mortensen), pero al poner lo cerebral en el centro logra hacerse cargo de la cuestión que vibra, que es la carga sexual. En este sentido, el sexo que hay en la película es poco y tratado con cierta distancia (la presencia clave de los objetos y de los espejos construye esa distancia de los cuerpos entre si) justamente porque lo sexual está en lo hablado, en lo cerebral (hay, si se quiere, algo del Stanley Kubrick de Ojos bien cerrados en ese idea del sexo como una actividad mental). El resultado termina siendo extraño, agobiante y tensionador. Y nunca se hacen grandes olas pero siempre estamos en el medio del Triángulo de las Bermudas de los tres protagonistas y su mejor invención: el mejor sexo está ahí afuera, en el imaginario que construyen ellos sin saberlo. Pasan los años y Cronenberg se depura más y más. O quizás este haya sido el límite: Cosmópolis parece una vuelta a las viejas épocas. Veremos cómo continúa.
En La soga, Alfred Hitchcock se propuso uno de esos problemas (“desafíos”) que ciertos directores gustan enfrentar (los actores también: les encanta escuchar “X realiza un tour de force sin precedentes mostrando una transformación asombrosamente nítida": el horror de los adverbios y del virtuosismo, todo en uno): ¿Cómo se apropia el cine de algo teatral? ¿Cómo se hace para evitar caer en las garras de los gritos, la sobreactuación, el tono impostado que trae la tradición del teatro? Bueno: traicionando. Pero no traicionando la obra como tal, sino traicionando cualquier transparencia formal. En La soga, Hitchcock denuncia y expone el carácter teatral de ese texto de base para hacerlo estallar por los aires. La nitroglicerina: el lenguaje cinematográfico. Mediante administración de punto de vista, mediante el juego con el tiempo real en plano (secuencia), mediante la utilización de los pequeños detalles de la puesta en escena y sobre todo, gracias a una inteligente decisión de temporalizar por sonido, la película se nos entrega como algo completamente nuevo respecto de su precedente teatral pero a la vez utiliza el espíritu de ese arte para cachetaear la cara del espectador: todo acto de adaptación es un acto de traición y denuncia. Sino es una simple traslación impoluta. El mayor de los severos problemas que presenta Un dios salvaje no es el respeto por el texto original, sino la incapacidad de generar, a partir de recursos cinematográficos, una apropiación (lo más parecido a eso es utilizar el modo de puesta de cámara como figuración de las tensiones que se producen en la reunión entre los cuatro protagonistas: planos fijos al principio, travellings elegantes luego, cámara en mano torpe y desordenada hacia el final) ya que estamos ante un festival del diálogo explicativo: en reiteradas oportunidades se nos baja línea explícitamente para que veamos que los ricos son desaprensivos, que la clase media pudiente manda al demonio su corrección política apenas se corre un poco de lo diplomático, que el matrimonio es una convención social vacía que piensa más en el contrato económico que en la pareja, que el hiato generacional entre padres e hijos es cada vez mayor, que el primer mundo expurga la culpa para con el tercero mediante un falso compromiso político, que las mujeres y los hombres encuentran en los objetos de consumo el mejor modo de no comunicarse, y así varios etcéteras. Nada se actúa, todo se explica: “The horror, the horror”(Kurz en Apocalipsis Now). Pero la película de Polanski no sólo nos informa esto mediante diálogos exasperantemente teatrales (prácticamente todo sucede en una sola locación en tiempo real) y sin capacidad de hacer de las limitaciones espaciotemporales algo nuevo (recordemos que Polanski supo dirigir la brillante El cuchillo bajo el agua con tres personajes y un velero) sino que las actuaciones son insultantes incluso para sus intérpretes (todos ellos grandes actores): Winslet, Foster, Waltz y Reilly entregan algo así como un greatest hits de gritos, lloriqueos y gesticulaciones desmedidas que no tienen nada que envidiarle a la comedia de Darío Vittori o al Chavo del 8 y su moralismo de barrio. Pero, insisto: lo peor es que el mismo director que supo hacer genialidades como El bebé de Rosemary, Repulsión, El inquilino o El escritor oculto -películas claustrofóbicas, que hacían de los espacios cerrados lugares incómodos y extraños a puro golpe de puesta en escena- esté imposibilitado de generar un solo momento de molestia, incomodidad, provocación, algo que presupuestamente debería generar el fallido encuentro entre los protagonistas. El resultado es pobre, chato, carente de imaginación visual (apenas un inteligente uso de los espejos, un molesto celular, el mencionado cambio en la puesta de cámara y casi nada más) pero, sobre todo, extraño: no se comprende cómo los actores aceptaron un texto tan poco interesante y cómo el director perdió la memoria. El problema, claro, es que dirigiendo Polanski seguramente lloverán elogios: “un duelo actoral implacable”, “ironía, crueldad y una denuncia sobre la complejidad de las relaciones humanas” y otros varios epítetos de la fritura crítica de cada jueves. El cine de autor siempre se salva, parece. Al menos dura 80 minutos.
Contrastes (de Ford y Bresson a Zeffirelli) No hay improvisación. Hay improvisados. Spielberg es de esos directores que eluden el concepto, que dan varias vueltas antes de caer en ese grupo. Heredero del estilo Lang & Hitchcock (no en la estilística de la puesta en escena sino en la precisión de la planificación previa), nada queda librado a la imaginación y todo desemboca en el gran espectáculo (también, como Lang y Hitchcock, Spielberg es un gran director de escenas). Hasta ahí la filiación indirecta, ya que Caballo de guerra es un ostensible comentario al cine de John Ford. En este punto hay, si se quiere, un ejercicio de estilo de esos que se las traen e irritan a los puristas fordianos porque hay un saqueo a mano armada de muchas películas del irlandés. El problema es que ahí donde Ford consigue un abanico de posibilidades y sensaciones frente a un hecho -uno de los motivos que le permiten transitar distintos géneros y tonos en una sola película- Spielberg se queda atascado en el barro de la cursilería. Pero es complejo. Caballo de guerra también revisita al Spielberg de los años '80 (puntualmente El imperio del sol), pero lo hace desde una sensibilidad tan exasperantemente (¡exasperantes son los adverbios!) melodramática y recargada que resulta imposible no pensar en un ejercicio con cierta dosis de manierismo e ironía como la que algunos críticos leyeron en una película como Más allá de la vida, de Clint Eastwood. A esta altura de la soirée afirmar que Spielberg sabe filmar, que lo hace con oficio, belleza y fluidez es una verdad de Perogrullo. El asunto, el desafío que nos supone Caballo de guerra, es escaparle a la trampa de la extorsión emocional o entregarse a las mieles del melodrama más sentimentaloide que va a entegar el año. De ahí que, contrario a los festejos y la aceptación masiva que supuso la recepción de Las aventuras de Tintín, sea Caballo de guerra una película infinitamente más incómoda. ¿Por qué extorsión emocional? Porque Spielberg filma una historia que le debe mucho a Al azar Baltazar, de Robert Bresson, pero mira el mundo con la sensibilidad qualité y cierta cursilería de un Franco Zeffirelli. Encuadra como John Ford, pero construye personajes con una psicología propia de un folletín decimonónico. ¿Qué le pasa a Spielberg? Difícil saber si se entrega a un ejercicio de cinismo (algo que nunca ocurre en su obra) o abraza la cursilería para, en su repetición sistemática de lugares comunes, como con el carbón, obtener piedras preciosas, viendo en lo común lo extraordinario. Ese único riesgo que implica la apuesta supone mirar la película con atención, mirarla dos veces, con ojos estrábicos, con sensibilidades imposibles encontradas. Ahí, en el arte de lo no planificado, en la irrupción azarosa de un tercer elemento, de un hijo bastardo tras un encuentro imprevisto, es en donde esta película se mueve y nos gana. Si somos capaces de superar esos obstáculos, esos prejuicios que obturan los ojos (los que los obturan a favor y en contra, como si fuera un ringside la cosa) vamos a encontrar un ejemplo notable y subversivo dentro del mismo sistema industrial, porque Caballo de guerra es una de esas películas que nos dejan dudando sobre lo que vimos (como duda de todo lo dicho anteriormente este humilde crítico), dudando en un mar de lágrimas y mocos, para que negarlo… ¡pero cómo no abrazar las contradicciones! (las reales y las aparentes), Coleridge dijo alguna vez “A tear is an intellectual thing”: pensemos llorando, entonces.
Erase una vez en el cine No todas las máquinas son malas, no todos los circuitos son fríos, no toda rutina es destructiva, no todo camino es casual. Martin Scorsese es uno de esos directores cuya obra está dominada por la ignominia de los sistemas. En Después de hora, sin ir más lejos, inventa un dispositivo kafkiano, cíclico, donde el reloj es la máquina dominante que controla todo. En La invención de Hugo Cabret, las cosas no son muy distintas. También hay relojes, pero forman parte de otros circuitos cerrados, de otras máquinas (el cine, el autómata-mcguffin de la película pero también el tren, los tres interrelacionándose). La gran idea que desarrolla Scorsese en este caso es la de construir un mundo artificioso y maquinal para hablar sobre lo humano y sobre la familia, otro sistema que la película presenta como destartalado. Hugo (llamémosla por su más breve título original) trabaja con distintos niveles interconectados y logra, tal como lo anticipara en el primer parágrafo, que las máquinas sean el principal vehículo para acercarse a las personas. Es la perfecta inversión de las expectativas tradicionales y el lugar simbólico que le otorgaríamos culturalmente. En el centro de esa inversión está la gran máquina, el verdadero autómata, aquel que vive con un organismo perfecto: el cine. El cine (la máquina, pero también las imágenes obviamente conjugando lo onírico y lo concreto, de ahí la importancia de la presencia de Georges Meliés) es ese organismo autónomo, es el verdadero autómata que salva a los personajes. De ahí que un recurso que puede resultar cursi sea considerablemente aplicado: la llave que activa al autómata es un corazón y la misión del autómata es reparar los corazones rotos de los personajes que pululan por la película entre su soledad y sus fracasos. Y así surge el artificio, la irrealidad y la imposibilidad de que ese espacio del París de los años 30 diga menos sobre la “realidad” y la historia del cine (que son algunas de las críticas que ha recibido la película) que sobre la imposible redención, sólo posible en las ficciones. Por eso es notable y coherente la elección de Scorsese para activar los niveles de la máquina: París como una gran maquinaria, los trenes como elemento clave de esa maquinaria, el reloj como dictador de esa maquinaria y el cine como redentor. En medio del relato (de hálito dickensiano, sin dudas), el uso del 3D multiplica el costado artificioso contrario a darle cualquier clase de realismo. Scorsese logra que nunca molesten las decisiones folletinescas de la película ni el falso tono conciliatorio ni moralista del final, ya que la misma película se erige explícitamente bajo el formato del cuento (ahí está el inicio y el final, con su narración enmarcada casi de relato navideño), inverosímil, bigger than life, tan Frank Capra, tan ¡Qué bello es vivir!. Con Hugo, Scorsese vuelve al redil de un cine más personal, pero desde perspectivas insólitas para el espectador acostumbrado a un cine de autor más adocenado. No deja de ser, al mismo tiempo, parte de ese grupo de películas melancólicas (que no nostálgicas, por ejemplo la reciente Los Muppets) de los últimos años que se despiden de un(a idea del) mundo (y una sensibilidad) que ya no existe. En este caso, Scorsese se despide del mundo finisecular del siglo XIX y de la primera mitad del siglo XX. Marty está viejo y hace algo parecido a un testamento fílmico. Dudo que lo sea, pero al menos conmigo consiguió conquistarme. Con cerebro y con corazón.
Una película onanista Guy Ritchie es un director cuya trascendencia roza lo anacrónico: cuenta con una filmografía mediocre/regular y desarrolla una serie de estrategias narrativas que casi nunca se adaptan a las películas que aborda. Por el contrario, las historias que narra parecieran estar condenadas a adaptarse al estilo cool (por cierto, estilo ya vencido y desvencijado hace una década, que incluso YA era vieja con Snatch: cerdos y diamantes, de 2000); es decir, estamos ante un director cuyo narcisismo estético le impide ser funcional a las historias que cuenta. Entonces… ¿Ritchie como el tema principal de sus películas? Tampoco es para tanto, pero… Con Sherlock Holmes (la primera película de la serie), Ritchie parecía haberle encontrado la vuelta a sus pirotecnias visuales (por ejemplo, el tan característico ralenti): el “don” de Holmes, un hombre cuya capacidad deductiva lo convertía en un extraordinario perro de caza, tenía que tener un correlato cinematográfico atractivo; es decir, había que hacer atractivo a Holmes visualmente para que la franquicia del eterno Conan Doyle pudiera reciclarse. Ahí es donde el recurso canchero (la sucesión de planos detalles acelerados, la percepción de Holmes distinta a la del resto construida por medio del ralenti, por ejemplo) permitía que el mundo visual limitado de Ritchie tuviese una desembocadura apropiada. De ahí que aquella primera película parecía un acertado vuelco en la carrera del director inglés: un ejercicio de estilo, una figura clásica aggiornada a “los tiempos que corren” (nunca entendí muy bien esa frase ni por qué los tiempos corren, por cierto), actores carismáticos, un desarrollo menos cerebral y más físico del personaje (un peleador nato) y cierto aire cool y posmoderno en el diseño de producción. Bueno, con Sherlock Holmes: Juego de sombras todo lo anterior se potencia para mal y con un sistema de repetición, como una ametralladora de lugares comunes: lo que antes era hallazgo ahora es marca de estilo, lo que antes podía resultar simpático aquí es una mera repetición de fórmula, lo que en aquella era una narración en función a las necesidades de la historia aquí apenas son leves destellos de ingenio visual en medio de un maremagnum de hechos previsibles. Incluso desde la perspectiva de los personajes la película también abandona cualquier posible sensación de peligro (sólo por mencionar un contraejemplo: cuando vemos Misión: Imposible - Protocolo fantasma, también sabemos que Ethan Hunt se va a salvar, pero el criterio de registro del peligro físico está manejado con una precisión tal que aún en el inverosímil el realismo está a la vuelta de la esquina para que pensemos que TODO puede pasar, que los personajes están realmente expuestos al peligro), lo que hace que el desinterés comience siendo paulatino y luego violento en aquello que vemos: hay, si se quiere, menos empatía posible que la que podemos desarrollar con personajes como Ethan Hunt o Tintín, ejemplos perfectos de personajes con películas en cartel en donde no son tratados como marionetas sino como entidades con vida propia. Sherlock Holmes: Juego de sombras se parece mucho a una actividad onanista: un comienzo a plena imaginación, tiene momentos inevitablemente placenteros, tiene picos de disfrute pero la cosa finaliza relativamente rápido para dar paso a la vida real (o los mundos posibles que nos hacen vivir esas vidas: esa es la potencia de la ficción al fin y al cabo), definitivamente más compleja, humana e interesante que la celebración narcisista de un director tan irregular.
El nombre del juego Los Muppets. Nombre seco. Sin mayores explicaciones. Autoconclusivo. Nombre propio. No hay especulación posible. No están acompañados de la expresión “Vuelven”, “ascienden”, “llegan”, “se van”, y otros varios etcéteras, sino que funcionan como un axioma (no sé si leí o escuché esto, pero lo utilizo: permiso al autor dondequiera que esté). Pero este axioma es raro porque si bien todo axioma no supone demostración de su existencia, el “Axioma Muppet” se dedica durante casi 103 minutos a desmontar paso por paso su propia lógica, lo que convierte a la película en varias cosas: 1. En una película feliz, reflexiva y consciente del lugar desde donde cuenta el mundo, más puntualmente el universo del musical y de la comedia, abrevando en las mejores tradiciones de ambos géneros a lo largo del siglo XX en el cine americano: el musical de los años '30 y '40, pero también el pesimismo otoñal del musical de los '50 con su autoconciencia de final de época. También retoma la tradición de la comedia: desde la comedia física del slapstick hasta la velocidad verbal de las películas de Frank Capra y Howard Hawks, pero también esa comedia que rompe la cuarta pared en cuyo centro podemos poner a Frank Tashlin-Jerry Lewis y a Mel Brooks, al primer Woody Allen y a cierta ingenuidad de algunos personajes de Blake Edwards. 2. En una película nostálgica por el tiempo pasado: no por lo que se fue sino por lo que siempre se puede volver a ser (violando esa máxima castradora y fitzgeraldiana de “no existen los segundos actos en las vidas americanas") haciendo algo parecido a un reboot sobre la historia de Los Muppets, volviéndonos a contar si bien no la misma historia, la historia de un (re)nacimiento. En este punto, el gran desafío de la película no es “conquistar nuevas generaciones”, sino convencer a todo espectador adulto (además de los niños) que las cosas pueden ser un juego y por eso son extremadamente serias, como quería Nietzsche. 3. En una película de una velocidad pasmosa: no por su frenesí, por su aceleración desbocada, sino por su capacidad para llenar cada frase, cada puesta de cámara con múltiples referencias (algo que la entronca en eso que supimos llamar Nueva Comedia Americana: ¿entronca o también es su antecedente? Veremos) o para decirlo de modo más tilingo, por su capacidad de linkear con infinidad de referencias culturales (si bien no es reaccionaria en esa referencialidad hay un amor declarado por la cultura popular del siglo XX antes que por la del siglo XXI). Su velocidad y capacidad de referencias múltiples es comparable a la de, por decir un ejemplo, Los Simpson o South Park. 4. En una de esas películas que logran un mundo perfecto y acerado contra los males de ese otro mundo al que llamamos realidad (y al que resulta intolerable volver cuando terminan los créditos de esta maravilla) logrando el milagro esencialmente con muñecos de tela, con goma espuma pero sobre todo con un corazón grande como mil casas que hace que en esos centímetros de género de diversas telas de las que están hechos Los Muppets, que en la sonrisa de la más que nunca hermosa y brillante Amy Adams, que detrás del andar grandulón, torpe e inmaduro de Jason Segel nos quedemos a vivir eternamente. Eso no se logra con golpes de efecto sino con una cirugía a corazón abierto, una muestra de sangre, sudor y risas puestas en escena. Para lograr todos estos puntos Los Muppets formula una premisa elemental a partir de la cual (como si fuera una excusa argumental para poder verlos a todos reunidos una vez más) poder “explicar” el axioma: inventar una crisis terminal que el verosímil indica que podía resolverse con cierta facilidad…pero que Los Muppets van a resolver haciendo un gigantesco teletón (muy 70’s el asunto, deliberadamente) un show momunental que les permita juntar el dinero (o no). La pregunta es: ¿Por qué la película decide abandonar ese verosímil para llevar adelante una premisa simple y de resolución rebuscada? Posiblemente porque sin esa premisa no habría ni reunión ni axioma Muppet Pero… ¿que encierra ese axioma? Quizás uno que aparece muy cada tanto, un axioma que demuestra que una cultura popular, inteligente, sofisticada, con sentido del humor pervive. Al fin y al cabo la película se muestra como un gigantesco McGuffin, una estrategia para desempolvar los viejos trucos, para poner en escena HOY como si fuera ayer pero siendo HOY, es decir, menos como un ejercicio de estilo que como un ajuste de cuentas con el presente. Deberíamos decir que buena parte de la cultura popular que conocemos hoy, que buena parte de eso que ya describimos como Nueva Comedia Americana también le debe algo a Los Muppets. Quizás esta era la mejor forma de explicarle al mundo que los tiempos no se superan, sino que cada tiempo nuevo encierra algo del viejo que pugna por volver, como diría Emerson “como el pensamiento de los genios, que es el pensamiento que reconocemos como propio volviendo a nosotros con alienada majestuosidad”: como Walter, todos somos Muppets, sólo faltaba alguien que nos recordara lo importante que es jugar.