De clima sereno pero efecto persistente, Vendrán lluvias suaves roza lo fantástico imaginando un pueblo en el que un día los adultos no despiertan y los chicos espontáneamente van agrupándose, ayudándose uno al otro y saliendo en busca de respuestas sin renunciar al juego y la aventura. La película tiene un tono austero y delicado, desenvolviendo sin demasiados sobresaltos algunos momentos de sugestiva belleza, como cuando muestra imágenes consecutivas de pibes de diferentes edades explorando el pueblo semivacío en compañía de sus gatos o perros. En el marco del festival (antes de saber que recibiría un premio) dialogamos con Fund sobre su obra. ¿Qué te motivó a hacer la película? – No hubo un disparador concreto. Siempre hay un conglomerado de elementos que, de a poco, comienzan a ordenarse. En el caso de Vendrán lluvias suaves yo había estado un par de años muy obsesionado con los libros infantiles, las novelas gráficas, los comics. Me había fascinado ese universo que desconocía y, de hecho, tuve la experiencia de hacer un libro llamado El organismo, para el que convoqué a una ilustradora y que por suerte se editó este año en Francia. Con esas inquietudes descubro El pato y la muerte, de Wolf Erlbruch, un libro infantil muy simple, con ilustraciones. Ahí había algo de la forma de relacionarse con el mundo y con la muerte que me interpelaba. Por otro lado, hace ya diez años que hago películas, en los últimos tiempos se fue clausurando cierta búsqueda y volvieron esas ganas de recuperar el cine que yo veía de pibe, por el cual empecé a dedicarme a esto también. – Vendrán lluvias suaves parece una combinación de ese cine que mencionás con tu estilo habitual, con tu propia búsqueda. – Seríamos vende humo si dijéramos que es una película de aventura o de cine fantástico. No es eso. Sólo incorpora elementos de ese lenguaje, como de alguna manera lo hacía Toublanc con el policial. Tenía interés de empezar a incorporar códigos del cine de género. Si se quiere, abrir un poco el hermetismo que tenía mi cine anterior. – Un rasgo que se mantiene es la ternura, una mirada sensible sobre las cosas. – Eso es un halago y me encanta que la película pueda transmitir esa manera de ver el mundo. Estamos bastante bombardeados por un cine que suele ser más un comentario que una experiencia y quería poner la atención en esos matices que hay entre el blanco y el negro. Porque si no pareciera que uno es un predicador, que dice Se viene el Apocalipsis o La salvación es ésta. La realidad afortunadamente siempre es mucho más compleja, con más fisuras. – La película estimula distintas interpretaciones. ¿Hubo alguna reflexión en particular que te interesó dejarle al espectador? – Para mí es valioso que la película dispare ese abanico, que cualquiera de las hipótesis funcionen. Puede haber una lectura epidérmica y cosas más subterráneas. Algunas tan subterráneas que no las ve nadie… Se trata un poco de esta búsqueda que uno está haciendo. Me gustaba que la película se eleve por sobre el blanco y el negro, celebrando la posibilidad de que, finalmente, lo único con lo que contamos es al que tenemos al lado, y cómo lo tratás. Es la única manera de atravesar el mundo, digamos. Los adultos están dormidos, hay cosas que se les pasan. Y aunque tenemos la tendencia a pensar en una catástrofe, los niños ven que eso está pasando pero no les preocupa verdaderamente porque tienen esa mirada matizada por otras cosas. – Por el juego, por ejemplo. – Eso es interesante porque yo pensé mucho en la idea del juego, en cómo está profundamente ligado a su realidad. Cuando el niño juega, se juega la vida, porque en realidad piensa que eso puede pasar. Si bien los niños asumen –tal vez un poco secreta o melancólicamente– esa suerte de desamparo, o de existencialismo pre-púber, devuelven la dimensión real a cada cosa. Como si dijeran Esto está mal, pero mientras tanto… Se puede luchar estando contentos, digamos. Creo incluso que el festival asumió un riesgo al programar Vendrán lluvias suaves, porque en las secciones principales suele haber películas más fácilmente tematizables, en sintonía con la agenda del momento. – ¿Los fundidos a negro representan el gesto de dar vuelta las páginas de un libro? – Sí, total. Tiene que ver con esa visión un poco fragmentada, que te dormís y pescás esto o lo otro. Hay una lógica de ensueño en la película. Por eso es un poco arbitraria en algunas cosas. Bueno, el cine es arbitrario siempre. – Las locaciones elegidas tienen algo de pueblo venido a menos, con esas fábricas abandonadas y casas a medio revocar. No son lugares demasiado bonitos ni terroríficos. – En eso fue fundamental Maxi Schonfeld, ayudó mucho. Como los protagonistas son rubios y de ojos celestes, siempre hacíamos el chiste Alguien va a decir que parece una película danesa, pero en Crespo son todos descendientes de alemanes. No sólo los chicos son de allí, también sus casas y sus perros. Me encantó trabajar con ellos, son una masa. Fueron re cómplices. Proponían todo el tiempo. Son un atajo a la ficción, no tenés que convencerlos de nada. – ¿Por qué te interesó que transcurriera en un lugar indeterminado de Argentina? – Transcurre en lugares que tienen una connotación emocional muy fuerte, porque me crié ahí. La fábrica es donde trabajó mi viejo cuarenta años. La casa es de un amigo, donde yo me quedé a dormir fuera de la mía por primera vez. La idea de no anclarla en una geografía concreta tiene que ver, además, con la idea de que puede estar pasando todo en la cabeza de alguien. Medio en broma y medio en serio, digo que es como El Eternauta con niños. Y el protagonismo lo tiene un grupo, no un héroe. – La música aporta extrañeza y sentimiento al mismo tiempo. Y su uso no es excesivo. – La hizo Mauro Mourelos, un músico de jazz que por primera vez hace música para una película. Yo había tenido una buena experiencia con él con Me perdí hace una semana (2012), en la que hizo un fragmento. Me gusta que la música sea como las piedritas que ponés para ir pasando por encima del agua, Mauro lo entendió perfecto. Hay también cierto uso de la misma como en el cine oriental o el animé. – ¿Por qué no hay teléfonos, computadoras o televisores encendidos? – Entiendo que como director de cine en 2018 debería empezar a incorporar esos elementos al relato. El teléfono de tubo fue fundamental para la historia del cine, por ejemplo. Habría que repensar cómo usar las nuevas tecnologías: la única peli que me gustó cómo está usado eso es Personal Shopper (Olivier Assayas), ya que en la manera en que la protagonista manda los mensajes o usa la computadora hay un hecho estético. En nuestro caso, no lo necesitábamos para la historia. Ayudó que cuando hicimos el casting le preguntábamos a los nenes que venían cuál era su juego favorito y nos decían Jugar al fútbol, a la escondida, ir al parque con los amigos. Casi nadie dijo Jugar a la play. Lo cual me sorprendió. – Hay un plano cenital bastante curioso, con la cámara elevándose, mientras los chicos caminan. – Me pareció un buen recurso para expresar desolación. La cámara está siempre a la altura de los chicos, por eso me parecía importante que un par de planos los contextualizara en ese pueblo abandonado. Se hizo con un dron. Teníamos poco tiempo pero creo que funcionó. Juega también con la idea de que alguien viene del espacio, mirando desde una perspectiva no humana. Además, hay algunas presencias que yo quise que fueran muy sutiles: el que las ve las ve, y el que no, no las ve. Por Fernando G. Varea
La desnuda realidad. Dos personajes, un solo ambiente, diálogo escaso que no desentraña revelaciones, nada de música. Con esas piezas, la actriz y directora Mónica Lairana construye un cuadro de breves momentos en la intimidad de una pareja adulta. Sabiendo que uno de ellos va a dejar la casa, comparten esas últimas horas juntos intentando tener relaciones sexuales, revisando ropa o viejas fotografías, durmiendo, bañándose y cumpliendo desganadamente algunas tareas triviales. Si el hecho de dilatar un hecho mínimo y recurrir a un realismo descarnado (e incluso de exponer cuerpos desnudos sin pudor ni erotismo publicitario) tiene ecos de cierto cine apreciado en festivales, La cama (que integra la Competencia Argentina del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata) le insufla vida: el admirable trabajo de arte (Maru Tomé, Renata Gelosi) y fotografía (Flavio Dragoset), más los rigurosos encuadres, consiguen expresar fuertemente un estado de ánimo, presintiendo lo que ambos personajes han vivido, lo que piensan o desean. Los planos fijos de diferentes rincones del hogar en penumbras, así como de los rostros y los cuerpos, alcanzan una desacostumbrada, doliente belleza. Una película nunca es mejor porque sus planos se asemejen a pinturas, pero en el film de Lairana la serenidad de sus imágenes impresionistas no responden a una pretensión decorativa: conmueven, angustian, interrogan. Habrá quienes conduzcan la contemplación de la vida privada de esta pareja, interpretada por Alejo Mango y Sandra Sandrini (que algunos tal vez recuerden como joven actriz intentando abrirse camino a comienzos de los ’80), a la polémica decisión de mostrar con crudeza cuerpos marcados por la tristeza y el paso de los años, pero sería menos superficial llevar el debate a otras cuestiones: el cine como mero instrumento para exponer –sin el alivio del humor– vidas grises, el posible regodeo en el patetismo, la búsqueda por alcanzar alturas de orden estético escudriñando lo rústico y lo banal. Por Fernando G. Varea
DEL ROMPECABEZAS DE LA HISTORIA. Pareciera que para el cine argentino –tanto el de ficción como el documental– no hubo episodios demasiado interesantes entre la guerra en Malvinas de 1982 y la crisis de 2001: casi no hay películas que exploren o recreen hechos históricos ocurridos durante el alfonsinismo y el menemismo. Sólo por eso, Esto no es un golpe, del crítico, ensayista, guionista, documentalista y ex director artístico del BAFICI Sergio Wolf (codirector con Lorena Muñoz de Yo no sé qué me han hecho tus ojos, realizador de El color que cayó del cielo), resulta un proyecto saludable. Lo es, además, por devolver a la consideración pública la temeraria rebelión de un grupo de militares tres años y medio después de recuperada la democracia y unos meses después del Juicio a las Juntas. El documental de Wolf tiene un valor histórico indudable, al reunir testimonios de ministros y representantes del gobierno apremiados para resolver aquél incidente institucional de abril de 1987 y rescatar datos algo diluidos en el tiempo, como las distintas leyes que fueron condicionando los juicios a los militares que habían atentado contra los derechos humanos durante la última dictadura. Permitir que podamos ver o rever imágenes como la del entonces joven juez de San Isidro, Alberto Piotti, enfrentando cara a cara a esos militares de actitud desafiante, o que Aldo Rico exprese –con su particular manera de hablar, entre prepotente, pícaro y nervioso– su opinión sobre lo sucedido, son méritos que se agradecen: en tiempos en que en la TV y en la web cualquier episodio de la Historia argentina es analizado liviana y burlonamente, Wolf se preocupa por desentrañar la madeja con paciencia, dejando que las diferentes declaraciones fluyan sin muchas interrupciones y recorriendo con la cámara los lugares de los hechos como buscando allí huellas, señales, sensaciones. Desde un punto de vista político, recordar el gesto del presidente Ricardo Alfonsín de pedirle a la gente reunida en Plaza de Mayo que lo esperen mientras se dirige a Campo de Mayo a solucionar el conflicto (partiendo en helicóptero desde el techo de la Casa Rosada), para finalmente volver y hablarles nuevamente con tono enérgico y expresiones tranquilizadoras, es un punto alto. Cuesta imaginar a De la Rúa o a Macri, por ejemplo, asumiendo una actitud similar. Como en sus anteriores documentales, Wolf aparece conversando con sus interlocutores y ocasionalmente opinando sobre el material de archivo que va desplegando. No son intervenciones egocéntricas; sin embargo, a medida que va disponiendo las piezas sobre la mesa, Esto no es un golpe comienza a evidenciar algunos problemas. Por algún motivo el director desestimó registros de noticiarios televisivos y portadas de diarios de esos días (tal vez para que el sondeo de los acontecimientos no aparezca filtrado por el enfoque de los medios de comunicación o para no desviarse hacia el análisis de los mismos): sumado a eso la templanza con la que aquéllos funcionarios de la Unión Cívica Radical de los años ’80 dan su testimonio, el resultado aparece demasiado aplacado, transmitiendo sólo por momentos la agitación propia de esa convulsionada Semana Santa. Tampoco le interesó demasiado a Wolf detenerse en la vida cotidiana de los ciudadanos, por lo que el dramatismo depende casi únicamente de lo que cuentan o revelan los dirigentes políticos y militares. Así como la decisión de revivir la necesidad de Alfonsín de rezar antes de visitar Campo de Mayo transmite adecuadamente la angustia del entonces presidente en ese difícil momento, no hay elementos que permitan notar el estado de zozobra de argentinos anónimos, más allá de las imágenes del pueblo en la Plaza de Mayo. Por otra parte, si bien es absolutamente respetable la intención de Wolf de reivindicar la figura de Alfonsín y de compartir las dudas que en su momento le generaron algunas de sus declaraciones (como el haberse referido a los soldados insubordinados como “héroes de la guerra de las Malvinas”), incomodan determinadas interpretaciones y omisiones. En dos ocasiones se lo ve a Alfonsín en el balcón de la Casa Rosada, frente a los numerosos manifestantes, acompañado de figuras del peronismo entonces opositor (otra situación que resultaría bastante improbable en estos tiempos), pero así como Wolf destaca que el PJ había propuesto una Ley de Amnistía en 1983 (y no está mal que lo recuerde), no parece darle suficiente relevancia al apoyo que dicho partido le brindaba al presidente en esas circunstancias. Cuando la gente le grita a Alfonsín que la rebelión carapintada “Es por el Punto Final” (en referencia a la ley que puso plazos para declarar), el director afirma en off que eran militantes de izquierda quienes lo decían, descartando la posibilidad de que también participaran de ese reclamo peronistas e incluso radicales. Y en los textos finales, al aludir a las leyes de indulto menciona a Carlos Menem, pero al informar que en 2003 se reabrieron los juicios a los represores elude el nombre de Néstor Kirchner. Siendo irónicos, se diría que Esto no es un golpe podría haberse llamado La República (casi) perdida 3, ya que, más allá de algunas diferencias de estilo, parece continuar la línea ideológica de los documentales de Miguel Pérez que acompañaron el triunfo del alfonsinismo en los años ’80. Siendo justos, debe reconocerse que Wolf hizo un documental sobrio, provechosamente discutible, estimable para la revisión de nuestra Historia reciente.
20º BAFICI: Dos películas problemáticas. En algún momento de la proyección de Las hijas del fuego en el BAFICI recordé el comentario de una conocida escritora cuando le preguntaron su opinión sobre las denuncias de populares actrices sobre abuso sexual: al tiempo que aprobaba esos reclamos, señalaba que probablemente a mujeres de otros oficios (por ejemplo, mucamas) no les resultara tan sencillo hacer públicas experiencias parecidas. Por su fuerza, por comodidad o por lo que fuese, algunas reivindicaciones se saltean matices. El film de Albertina Carri imagina a dos mujeres jóvenes aventurándose en un viaje por el sur argentino en el que van consumando una serie de encuentros sexuales entre sí y con otras amigas que van conociendo, mientras una de ellas (que no es mucama sino directora de cine) reflexiona en off sobre erotismo y pornografía. En un par de momentos aparecen varones machistas, debidamente repelidos por las chicas, y no hay mucho más que eso en el transcurso de dos horas. La búsqueda de placer es lo que mueve a estas mujeres, indagación que en la película se hace real, tangible, ya que los actos sexuales son expuestos de manera gráfica por actrices-militantes evidentemente muy dispuestas a participar de este juego-trabajo-desafío. Dichas escenas excitarán a algunos/as y aburrirán a otros/as, pero lo que no generan es escándalo (habiendo visto la película en una de las funciones programadas por el festival en el Village Recoleta, nadie del numeroso público se retiró antes ni masculló queja alguna). El propósito de Carri tal vez haya sido naturalizar ciertas prácticas amatorias, descorriendo el velo que las mantiene en la intimidad. Pero fuera de ese acercamiento al porno lésbico ¿qué queda? Poco y nada. En un momento una de las parejas mantiene relaciones sexuales en el interior de una iglesia, pero el cine ha recurrido ya varias veces a escenas similares (hay una incluso en Jess & James, de Santiago Giralt, director que integró el jurado de la Competencia Argentina que premió a Las hijas del fuego). Entre las varias líneas de pensamiento o expresiones de deseo que las mujeres deslizan, una sostiene la necesidad de que ciertos valores se transmitan “no por herencia sino por contagio”, como si fuera posible que una sociedad deseche lo heredado de generaciones anteriores de un momento para el otro, sólo por convicción. Por ahí resulta interesante cómo la pandilla sale a defender al personaje de Érica Rivas sin que ésta comparta el mismo espíritu abiertamente libertario de sus congéneres, pero el episodio es fugaz. Referencias a films como Rey muerto (el corto de Lucrecia Martel) suenan un poco obvias, los diálogos (el que mantienen con un policía, por ejemplo) son bastante banales y escenas en las que los únicos varones que aparecen en la trama son rechazados por las mujeres a patada limpia parecen salidas de films como Thelma & Louise. Hay tres momentos en los que Las hijas del fuego recurre a imágenes de un viejo film en blanco y negro y de criaturas submarinas cruzándose bajo el agua, insuflándole a la historia un aliento lírico (que se intenta también desde el sonido, por ejemplo en la última secuencia); fuera de ello, se muestra narrativa y formalmente vacilante. Si quince años atrás la forma elegida por Carri para abordar el recuerdo de sus padres desaparecidos durante la última dictadura (en Los rubios) era riesgosa y creativa, algunos de sus trabajos posteriores (Géminis, La rabia) asomaron como provocaciones más inmaduras, lo que también se advierte en Las hijas del fuego. Como ya ocurría, de alguna manera, en la más sombría La noche, de Edgardo Castro (premiada dos años atrás en el BAFICI), la apuesta oscila entre la audacia de desafiar al pudor y el hecho de despertar la curiosidad de los espectadores por ver a actores/actrices poniéndole el cuerpo a escenas sexuales. El cine acumula varias experiencias en ese sentido (incluyendo la alborozada Shortbus, de John Cameron Mitchell, que tuvo su estreno comercial hace unos años), pero esa falta de originalidad no sería un problema si el discurso excediera los alcances de lo que termina pareciéndose a una fábula en un campo nudista: lamentablemente, en nuestro cine de ficción –tal vez en correspondencia con algunas coordenadas que atraviesan en estos tiempos la sociedad argentina– esta liberación de tabúes no viene acompañada de inquietudes ante opresiones de otro orden, como las que legitiman desigualdades económicas y exclusión social. Por Fernando G. Varea
Argentina Rojo Schocking. En Rojo (premios por Mejor Dirección, Actor y Fotografía en San Sebastián) un respetado abogado que vive en una ciudad de provincia resuelve como puede, o como quiere, el enfrentamiento con un joven perturbado y el pedido de un amigo para apropiarse de un chalet abandonado tras un allanamiento. Otros personajes (incluyendo su mujer y su hija) y algunos conflictos secundarios se suman para esta semblanza turbia de un representativo grupo humano en la Argentina pre-dictadura. Las dos primeras secuencias ya dejan en evidencia lo que Benjamín Naishtat procura expresar: expuestos con un realismo enrarecido, el indolente saqueo de una casa y el duro altercado por ocupar una mesa en un restaurante seguido de un enfrentamiento en plena calle, hablan de la complicidad y la violencia que comenzaban a regir la vida cotidiana de los argentinos en los meses previos al golpe de marzo de 1976. El film de Naishtat tiene algunos momentos mejores que otros, pero su tono, su atmósfera, las sensaciones de alarma y de extrañeza que lo recorren, conducen provechosamente –de manera estilizada, sin toques demagógicos– a la reflexión y al reconocimiento de un momento histórico. Entre los personajes no hay policías, militares ni sacerdotes, tampoco militantes políticos o sindicalistas levantando consignas ni imágenes de Perón, López Rega o alguna otra figura distintiva de la época, como no queriendo exculpar a la población civil no involucrada directamente en las disputas del momento de su colaboración en el acostumbramiento al miedo y la corrupción. La época es la misma de El secreto de sus ojos (2009, Juan José Campanella), pero acá el protagonista no es un chanta simpático que termina redimiéndose sino un abogado de moral dudosa (un exacto Darío Grandinetti), que parece tener buenas intenciones y, al mismo tiempo, por cobardía, desorientación o conveniencia, cede ante una estafa, esconde cosas que sabe y termina siendo cómplice de más de un delito. Hay estallidos de violencia casi absurdos y varias secuencias aparecen interrumpidas abruptamente, como si la barbarie fuera ganando terreno asestando cortes sobre la aparente tranquilidad de ese pueblo. Las situaciones inquietantes que son imprevistamente quebradas se suceden: sin adelantar mucho aquí, cabe señalar lo que ocurre con un periodista que hace preguntas incómodas, con la esposa (Andrea Frigerio) ante la aparición de un extraño en el bosque cercano a la playa, con el joven llevado en auto por el novio celoso (Rafael Faderman, protagonista de Dos disparos y de relevante rol en La larga noche de Francisco Sanctis) y sus amigos, con la mujer (Claudia Cantero) que busca a su hijo (que podría ser dicho joven) en una iglesia, con el disparo en un vestuario. Del mismo modo, al joven trastornado (gran trabajo de Diego Cremonesi, visto en Kryptonita e Invisible y series como Un gallo para Esculapio y El marginal) le dicen hippie y poco se devela sobre su pasado. Algunas conversaciones se estiran, tensando el tiempo, apartándose de la lógica, como la del amigo del protagonista con una mujer cómodamente sentada en los fondos de la casa saqueada. La antes mencionada La larga noche de Francisco Sanctis reproducía con similar fruición y eficacia la estética de la época, pero lo hacía con clara vocación de film noir: Rojo, en cambio, apuesta a una visión de los ‘70 cenagosa, desviando todo el tiempo el naturalismo hacia un estado de locura. Ocasionalmente se acerca al grotesco o desliza alusiones un poco obvias (las escenas en ralenti de la pareja jugando al tenis, el ensayo de una obra teatral, la parsimoniosa manera de hablar del detective encarnado por el chileno Alfredo Castro, el eclipse que se produce en un momento e incluso el mago que hace desaparecer personas, alegoría a la que ya había recurrido Agresti en El acto en cuestión) y su impecable reconstrucción histórica se permite algún desliz (nuevamente en el cine argentino que recrea los ’70 vuelve a haber personajes utilizando la expresión fuera de época Todo bien). Pero muchas decisiones del joven guionista y director son inteligentes, como la utilización que hace de la canción El valle y el volcán, que cobra fuerza sin tener una carga explícitamente política. El zoom final parece tener algo de la mirada confundida de Héctor Alterio en el último plano de La Patagonia rebelde (1974, Héctor Olivera), no casualmente una de las películas representativas de esos años que Naishtat trae a la memoria para poner en discusión. El hecho de escuchar a alguien renegar de la política, en tanto, resuena en el presente. Rojo seguramente tiene imperfecciones, pero son más que valiosos su búsqueda y los riesgos que asume, volviendo la mirada a una época incómoda sin tranquilizar al espectador. Por Fernando G. Varea
Tribulaciones de un joven enamorado. El film comienza mostrando, de manera luminosa y cándida, la gestación de una historia de amor. Más tarde, cuando la felicidad de esa relación es quebrada por la muerte de uno de los integrantes de la pareja, la ingenuidad perdura en la solución a la angustia que procura Pablo, el protagonista: intentar un contacto con el “mundo paralelo” de los muertos. Eterno paraíso es un drama que roza premisas del cine fantástico, cuya prolija realización compensa parcialmente la inmadurez de su planteo argumental. Una de las buenas decisiones del joven realizador santafesino Walter Becker –quien ya había evidenciado interés por el género fantástico en A dos tintas (2006), codirigida con Lucas di Santo– es no mostrar el ataque que sufre Esperanza, la pareja de Pablo. El trabajo formal de su primer largometraje en solitario es sobrio, sobreponiéndose a cierta estética televisiva: basta reparar en el lento travelling hacia atrás en el hospital cuando se conoce la muerte de Esperanza (como tomando distancia para respetar la tristeza de quienes aparecen en el plano) seguido de un travelling hacia adelante en una posterior escena de llanto (como manera de acercarse a la intimidad de Pablo). No obstante, transcurrida la media hora inicial el film comienza a destinar demasiado tiempo en exponer el cuidado y la incertidumbre por la salud de Esperanza mientras se encuentra internada en el sanatorio, y si dudosamente eso puede resultar atractivo para el espectador, tampoco alcanza la tensión necesaria el posterior descubrimiento de Pablo del material encarpetado y filmado por su padre, en torno a la posibilidad de comunicarse con “el más allá”. Jugando tímidamente con el suspenso y descartando el humor, sin agregar conflictos menores para alternar la crisis del protagonista con hechos de otro orden (salvo los médicos, no se ve gente trabajando en la película, por ejemplo), Eterno paraíso termina pareciendo una versión modesta de films hollywoodenses como Línea mortal (1990, Joel Schumacher). Lo simplón del guión no quita la evidente capacidad de Becker como realizador. Por otra parte, la calidez que escatiman la sobreabundante música y la iluminación se balancea con la eficacia de un actor todo terreno como Guillermo Pfening, la belleza de María Abadi y la expresividad de Matías Mayer, quien viene creciendo como actor con diversos trabajos en teatro, cine y TV, y que aquí se pone al hombro un personaje de pocos matices. Por Fernando Varea
Jóvenes rebeldes y no tanto. El mismo año, tres películas en torno a jóvenes contestatarios realizadas por hijos de conocidos empresarios y/o políticos argentinos: El ángel, dirigida por Luis Ortega (hijo de Ramón Palito Ortega, gobernador de Tucumán durante el menemismo y candidato a vicepresidente de Eduardo Duhalde en 1999), El camino de Santiago, dirigida por Tristán Bauer sobre guión escrito por Omar Quiroga y Florencia Kirchner (hija de los ex presidentes Néstor Kirchner y Cristina Fernández, esta última actualmente senadora), y Soledad, dirigida por Agustina Macri (hija del ex Jefe de Gobierno de la ciudad de Buenos Aires y actual Presidente de la Nación Mauricio Macri). Estrenadas con pocas semanas de diferencia, generan algunas preguntas. En principio, ¿qué los lleva a hacer cine a estos jóvenes, cuyos ingresos familiares y posibilidades de estudiar seguramente les permitiría emprender otros proyectos de distinto tipo con holgura? Luis Ortega se ha referido varias veces al tema, combinando cierta ansiedad existencialista (“Si fuera feliz no estaría haciendo cine”, “Soy cineasta porque ser humano es terrible”) con la idea del cine como un medio de aprendizaje para quien ha vivido en una suerte de campana de cristal (“De chico, cuando vivía en Miami, estaba mucho tiempo solo y ver largometrajes era mi mundo; eso me acompañó hasta que llegué a Tucumán, en donde no había cines pero estaba la realidad que se convirtió en el cine”). Aunque de perfil bajo igual que Florencia Kirchner, de Agustina Macri se sabe que llegó al cine influenciada por su madre y sus hermanos, interesados en el teatro y la publicidad. Sin dudas, uno puede embarcarse en la producción o la realización de una película para desplegar una vocación o para expresar sentimientos o ideas sobre determinada problemática. Pero muchas veces parece haber algo más, difícil de demarcar, que excede esa propensión por la manifestación artística y tiene que ver con el lustre, la repercusión periodística, el diseño de un poster promocional, el posible glamour que pueden ofrecer un estreno con invitados o exhibiciones en festivales internacionales, la oportunidad de sumar al proyecto figuras reconocidas, e incluso el interés por evitar la fugacidad (al margen del poco o mucho éxito en las salas, una película sigue exhibiéndose, viéndose y comentándose en TV, en plataformas digitales o en youtube), todas ventajas que no ofrecen –no de la misma manera, al menos– la publicación de un libro o la realización de un programa de TV. Otro punto es por qué estos hijos de políticos (o empresarios empujados al terreno de la política) argentinos eligieron estudiar cine en el exterior. No sólo por la calidad de muchas de las producciones cinematográficas y televisivas que se hacen aquí sino también por nuestra tradición cinéfila, la repercusión internacional de festivales como el de Mar del Plata o el BAFICI y la gran cantidad de estudiantes que ingresan anualmente a las diversas instituciones de enseñanza audiovisual que existen en nuestro país, resulta curioso que Agustina Macri haya estudiado cine en Barcelona y Florencia Kirchner en Nueva York; incluso Luis Ortega, aunque fue alumno de la Universidad del Cine (en Buenos Aires), se educó en Miami. El hecho, claro, es menos inesperado en los casos de Luis Ortega y Agustina Macri, si se asocia el apellido de ambos a los proyectos económicos de los que sus padres son o fueron parte. Finalmente, otro rasgo curioso puede advertirse en las temáticas y personajes elegidos. Está claro que no debería esperarse de ellos, necesariamente, obras que parezcan spots promocionales de la gestión de sus padres, así como, por otra parte, parece natural que les atraiga participar de proyectos audiovisuales sobre personas/personajes de su misma edad. Pero aún así es sugestivo el interés de estos cineastas (en buena medida privilegiados) por ponerse en la piel de congéneres de ideas o actitudes libertarias, perseguidos por las fuerzas del orden. En todo caso, en El camino de Santiago (2018) Florencia Kirchner como coguionista se hace eco de broncas legítimamente generadas por la desprolijidad con que se manejó el caso de la desaparición seguida de muerte del militante social Santiago Maldonado, tomado por el kirchnerismo como evidencia de la represión policial ejercida por la gestión del gobierno de Cambiemos, es decir: participa de una producción que revalida lo que la corriente política representada por sus padres y su hermano ha sostenido desde un principio sobre el hecho. En la figura elegida, el formato de documental didáctico y el equipo de trabajo (incluyendo a Tristán Bauer como director) se advierte una coherencia con su posición política. De El ángel ya hemos volcado nuestra opinión aquí. El oficio del joven Ortega para hacer cine y TV de calidad es indiscutible, en tanto ofrece apropiado material para un psicólogo su predilección por personajes jóvenes indóciles como el que modeló a su gusto a partir de la figura real de Carlos Robledo Puch, condenado a cadena perpetua por crímenes varios a los veinte años (y que, según publicó algun diario, recientemente se ha defendido diciendo “Yo vaciaba las joyerías, luego iba y ayudaba a los pobres”). Así como, por ejemplo, en Algo quema (2018) el joven realizador boliviano Mauricio Ovando pone en duda –no sin dolor– la imagen pública de su abuelo (militar influyente y presidente de facto de Bolivia en dos ocasiones), o incluso entre nosotros hay casos como el de Javier Olivera, que en La sombra (2015) exterioriza interrogantes en torno a la trayectoria de su padre (el cineasta Héctor Olivera), Luis Ortega retrata a personajes turbulentos sin dejar de homenajear a su padre Palito Ortega, cantautor-actor-productor-director-empresario harto cuestionado por sus canciones conformistas y sus películas oficialistas realizadas durante la última dictadura cívico-militar. De modo se diría similar, Agustina Macri esboza en Soledad una biopic de María Soledad Rosas (la joven argentina que abrazó ardorosamente la causa anarquista en Italia en los años ’90) sin incomodar demasiado ni tocar zonas que podrían afectar la imagen del gobierno de su padre. Su film, basado en una novela de Martín Caparrós, es desapasionado, hilando momentos de la vida de la chica en cuestión sin imprimirle convicción desde las imágenes. Ni la historia de amor de esta Soledad –que es como la antítesis de su tocaya Pastorutti– con su novio italiano Edo, ni el halo trágico que cerró el periplo de furor militante de ambos, son plasmados con pasión por lo que se cuenta. Puede decirse que se trata de un trabajo honesto, en tanto y en cuanto no luce sensacionalista, recurre a una fotografía nada edulcorada y compensa algunas actuaciones muy flojas con una esforzada caracterización de Vera Spinetta. Pero contar la historia de una joven dispuesta a todo de manera tan tibia (estética e ideológicamente hablando) suena frustrante. Vale recordar que las noticias periodísticas de algunos corresponsales argentinos sobre las detenciones y desplantes de María Soledad Rosas en Italia antes de su suicidio en 1998, hablaban de su parecido con la Marilina Ross rapada de La Raulito (1974/75); claro que detrás de aquel film (sobre una criatura libertaria a su manera) había un director como Lautaro Murúa. Soledad debió enfrentar algunas resistencias, durante su rodaje y después de su estreno: en Turín, Macri hija debió soportar que jóvenes italianos escribieran en paredes de la ciudad leyendas como Sole y Edo viven en la lucha, boicot al film, por lo que debió mudar la producción a Génova. Estrenado el film en Argentina, una de las proyecciones fue interrumpida por anarquistas que (según registraron algunos medios) vociferaban “Soledad, Santiago Maldonado, todos los mártires de la clase media se revuelven en su tumba… La hija de Macri hace una película en la que habla de nuestra compañera como se le canta y encima la pagamos nosotros”. Aunque en 2008 colaboró con el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires (registrando el deterioro del Teatro Colón en su centenario durante las obras de remodelación), sería injusto cargarle a Agustina Macri el sambenito de las medidas adoptadas por el gobierno de su padre; sin embargo, no suena descabellado desear que una directora sensible a este tipo de personajes hubiera deslizado alguna crítica (aunque sea irónica o sutil), por ejemplo a la aprensión de la alianza gobernante hacia ciertas manifestaciones de militancia juvenil o de rebelión a la espiral capitalista. El hecho de que los incidentes durante el rodaje de Soledad en Turín la llevaran a buscar la protección de la DIGOS (la División de Investigaciones Generales y Operaciones Especiales, cuyos agentes inculparon al personaje real) profundiza la contradicción que significa tomar ciertos íconos de rebeldía y representarlos restándoles beligerancia, sin ponerse claramente en su lugar. Por Fernando G. Varea
El artificio para llegar a la verdad. El propósito de Lola Arias (escritora, autora de diversas experiencias en las artes visuales y el teatro) ha sido reunir a seis veteranos de la Guerra de Malvinas (dos británicos, un nepalés que combatió para ellos y tres argentinos) para que expongan y confronten sus recuerdos. Y lo hizo de manera anómala, sorprendente y novedosa. En Teatro de guerra hay testimonios del enfrentamiento bélico, pero los ex combatientes hablan mientras representan lo vivido, desplazándose por un lugar vacío, nadando o revisando tapas de revistas de la época. Hay imágenes de las islas, pero Arias no es del tipo de cineastas que vuelven al lugar de los hechos para encontrar allí huellas de lo acontecido: éstas asoman a partir de las palabras, los silencios y las miradas, así como desde lo que significan los elementos dispuestos frente a la cámara. En algunos momentos expone ensayos y asoman microfonistas haciendo su trabajo, pero el film –aún sin seguir un itinerario narrativo– no se dispersa ni luce improvisado; por el contrario, cada plano, cada encuadre, cada decisión, parecen el resultado de un trabajo riguroso. Es un documental que se enreda con la ficción, una experiencia lúdica y dramática al mismo tiempo. Y si bien se evidencia la afición de la directora por las coreografías y las instalaciones artísticas, la tensión y la emoción brotan igualmente, por ejemplo cuando uno de los ex combatientes se enfrenta a un tape de tiempo atrás. La letra de un rock, la aparición de animales varios (pájaros en una luminosa jaula, un perro que ladra graciosamente mientras dos hombres simulan una pelea), máscaras, juguetes: los recursos son muchos y de todos sabe valerse Arias para explorar las evocaciones de una guerra. Los hechos auténticos no dejan de aflorar, de una forma u otra, en tanto pocas son las personas que se muestran fuera del sexteto de ex combatientes convocados: algún psicólogo, alumnos de una escuela primaria o actores encargados de representar a aquéllos soldados, que (en una elocuente secuencia final) permitirán que éstos puedan vislumbrarse a sí mismos, frágiles y jóvenes. Teatro de guerra (Premios CICAE y del Jurado Ecuménico en el Festival de Berlín, Mejor Dirección en el último BAFICI) es una obra para ser discutida, cuyos flancos débiles dependerán de la visión de cada espectador (a quien esto escribe le incomodó que queden un poco en el aire las razones por las que Argentina reclama la soberanía de las islas, así como el hecho de eludir la relación de la forzada “recuperación” con otras irracionales decisiones de la dictadura argentina 1976/1982). Lo indudable es que el film revela, con singularidad, la locura de la guerra, la angustia posterior, la lucha por sobrevivir pese a todo y la posible convivencia entre seres humanos empujados a tratarse como enemigos, todo ello atravesado por la belleza del artificio. Por Fernando G. Varea
La música de una vida. Las imágenes del mar, al comienzo, no sólo resultan apropiadas porque Astor Piazzolla era marplatense y le gustaba pescar: el movimiento de las aguas y la belleza arrebatada del oleaje bien sirven para representar la agitada vida y el temperamento de este gran músico. Pronto aparece Daniel, su hijo, cuyo dejo de tristeza irá comprendiéndose en el transcurso del film. Los preparativos de una exposición serán la llave que abrirá el torrente de recuerdos que vuelca este riquísimo documental de Daniel Rosenfeld (director de Saluzzi, ensayo para bandoneón y tres hermanos, La quimera de los héroes y Cornelia frente al espejo). El material del que se vale Rosenfeld para Piazzolla, los años del tiburón es diverso, apasionante y casi se diría que no da respiro, nutrido de fotografías, grabaciones registradas en distintos formatos, películas familiares en Super 8 y fragmentos de antiguos programas de TV, con los intersticios ocupados por archivos documentales de los lugares que se mencionan. En la misión de recuperar zonas olvidadas o desconocidas de la memoria de la vida del autor de Adiós Nonino ayuda el rescate de unas cintas desde las cuales se oye una conversación con su hija Diana. Las pinceladas en el lienzo abarcan el humor y la ternura, la pasión y las contradicciones, los períodos de privaciones y los de reconocimiento internacional, el joven Astor perseverante y estudioso junto al artista consumado e inconformista, la inestabilidad de su salud y de su carácter, algunas actitudes cuestionables (en lo personal y en lo público) y el esplendor de su música. No hay un narrador convencional ni textos aclaratorios en el film, que a veces va y vuelve en el tiempo; sin embargo, no se disgrega ni resulta oscuro para el espectador: aunque en el recorrido se salte de Mar del Plata a Nueva York y de ahí a Buenos Aires o París, y aunque ante una obra tan fecunda es inevitable que algunas piezas queden afuera (sus notables trabajos para la banda sonora de tantas películas, por ejemplo), Rosenfeld logra equilibrar de manera ajustada los elementos. Por otra parte, transitar la historia de Astor Piazzolla resulta un buceo por buena parte de la cultura argentina del siglo pasado, cruzándose nombres como los de Gardel, Troilo, Borges o Ginastera. En ese trayecto no pueden faltar las discusiones en torno al tango y al arte en general: Piazzolla, los años del tiburón expone, por ejemplo, sin estridencias, el audio de un áspero altercado telefónico con un periodista radial y las resistencias a Balada para un loco. Del mismo modo, asoman alusiones a hechos históricos que acompañaron o condicionaron el devenir del músico y sus hijos. Uno de los aciertos de la película es referirse a enfermedades, muertes, casamientos o despedidas sin subrayar los hechos, sugiriéndolos apenas a partir de viejas fotografías o de palabras dichas sin solemnidad desde archivos de audio. Es que Rosenfeld manipula el material con precisión y delicadeza, logrando un trabajo luminoso, nunca efectista, en el que brotan ocasionalmente apuntes íntimos que disparan la emoción, al mencionarse el paso del poeta Jacobo Fijman por un pabellón de enfermos mentales, al escucharse una grabación de la primera esposa de Astor Piazzolla cantando, o cuando la mirada y los silencios de Daniel (músico también) expresan una desazón que le da a Piazzolla, los años del tiburón otro matiz, haciendo que el homenaje al genial músico deje espacio, por momentos, a los claroscuros de la historia de una familia. Por Fernando G. Varea
Familia rasante. Todo lo que (para el cine argentino de la época) era novedad en Mundo grúa (1999) fue, con el paso de los años, extraviándose en el camino: todavía en El bonaerense (2002) y Leonera (2008) –incluso en las más endeble Familia rodante (2004)– podían advertirse esos rasgos de espontaneidad, de viñetas sacadas de la realidad, de aspereza mezclada con ternura, con los que Pablo Trapero supo plasmar historias de gente gris sobreponiéndose a la adversidad. Si en sus últimas películas el cálculo y el afán efectista comenzaron a ganar terreno, ya en La quietud la frescura directamente brilla por su ausencia. Una vez que la cámara nos introduce (serpenteante travelling mediante) en el mundo de una familia de clase alta integrada por una ceñuda matriarca, su marido (que a poco de iniciado el film entra en coma) y sus dos hijas (una de las cuales regresa después de un tiempo en París), empiezan a sucederse hechos evidentemente desprendidos de un guión que articula dificultosamente ingredientes crepitantes: insinuaciones edípicas e incestuosas, secretos familiares guardados durante años, fortunas mal habidas, referencias a la última dictadura militar, algún accidente, infidelidades y venganza. Las complicaciones de la trama desembocan en un desenlace algo absurdo, cercano a cierta idea de emancipación femenina a tono con la época. La fotografía de Diego Mussuel acierta al transmitir intimidad en los cuartos de la estancia que da nombre al film o al sumar a los truenos que insinúan tragedia las luces de las lámparas encendiéndose y apagándose, único elemento de La quietud que tiende a lo fantástico. En cambio, las intervenciones musicales (creativas y oportunas en las mejores películas de Trapero) resultan aquí poco felices, incluyendo algunas canciones dulzonas apareciendo de manera improcedente, como la que sobreviene tras la secuencia de la dueña de la estancia con su marido moribundo que recuerda a otra de Amour (Michael Haneke). Una acalorada discusión que se desata mientras la familia ve proyectadas imágenes del pasado en una gran pantalla resulta visualmente persuasiva pero débil en términos dramáticos, en tanto el sinuoso desplazamiento de la cámara durante un velatorio apenas permite conducir los cruces entre personajes propios de un culebrón hacia algo más tenso. En el balance, prevalece lo decorativo y afectado, yendo desde una masturbación compartida hasta la indolente forma de exponer, hacia el final, la detención de uno de los personajes en manos de la Policía. Si un melodrama no emociona, estamos en problemas. Y si la intención fue trazar una visión crítica de la oligarquía argentina, debe reconocerse que otros lo han hecho mejor: bastaría con recordar cualquiera de las adaptaciones cinematográficas de textos de Beatriz Guido en torno a turbios enigmas familiares latiendo en el seno de estancias y casonas. Tal vez porque Martina Gusmán y Berenice Bejo son llevadas a desmedidas escenas de gritos, risas, gemidos y llanto, y Graciela Borges parece limitarse a imponer su presencia (como si la protagonista de Crónica de una señora reapareciera cansada y malhumorada casi cincuenta años después), las reacciones y sentimientos de sus personajes pocas veces resultan verosímiles. Tampoco aportan mucho Isidoro Tolcachir (en ingrato papel), Joaquín Furriel y el venezolano Edgar Ramírez, a quien, cuando se lo ve llegando al aeropuerto interpretando a Vincent, uno imagina al actor arribando a la Argentina para trabajar unos días en esta ambiciosa coproducción. En medio de ese pequeño grupo de damas perturbadas y galanes hot, asoma de vez en cuando una doméstica de nombre Raquel, siempre dispuesta a responderle con resignación a Esmeralda (Borges) “Sí, señora”: tal vez sea el único personaje que transmite verdad y por eso da ganas de conocerla más, pero Trapero no le dedica un solo primer plano. Por Fernando G. Varea