20º BAFICI: Cada uno elige su propia aventura. El film de Oliveira Cézar (Como pasan las horas, El recuento de los daños), sobre una chica que, tras la imprevista muerte de un ocasional amante, escapa a Brasil, está mejor dirigido que escrito. El clima tormentoso, el fondo sonoro (ruido de aviones y trenes insinúan presagios) y los sugestivos paneos por el interior de silenciosas viviendas prometen una intriga que va diluyéndose. La búsqueda emprendida por la protagonista parece ingenua, más ligada al ocio vacacional (y sin problemas de dinero) que a un estado emocional. Mónica Galán y Rafael Spregelburd aportan profesionalismo en personajes secundarios, combinándose elementos de la ficción cinematográfica con los ensayos de una obra teatral.
Violencia beat. Mostrar en una película a un personaje bailando solitario una canción pegadiza es siempre un plus, por la libertad y gracia que irradia esa figura: entre los muchos ejemplos que podrían citarse valga el de Sonia Braga en la reciente Aquarius (2016, Kleber Mendonça Filho). El ángel comienza, precisamente, con Lorenzo Ferro introduciéndose en una lujosa casa desocupada para poner allí en funcionamiento un tocadiscos y comenzar a moverse al ritmo de El extraño de pelo largo (hit de La Joven Guardia que, recordemos, mereció una película con el mismo nombre en 1970). En ese baile puede intuirse algo del desparpajo y la enajenación del ser que encarna, pero también la intención del realizador de valerse del mismo para rendirse ante el encanto que desprende un adolescente de actitudes díscolas en medio de los chisporroteos de los años ’70. En la decoración de esa vivienda que asalta Carlitos, el pibe en cuestión, hay ecos de La naranja mecánica (1971, Stanley Kubrick), así como en su ambigüedad sexual y seducción late el Terence Stamp de Teorema (1968, Pier Paolo Pasolini). El Carlitos de El ángel es Carlos Robledo Puch, autor antes de los diecisiete años del asesinato de once personas y robos varios, cómplice de una violación y protagonista de temerarias fugas de unidades penitenciarias, todo lo cual alarmó a los argentinos entre 1971 y 1972, especialmente porque su crueldad chocaba con una apariencia angelical. Pero a Luis Ortega (Caja negra, Monobloc, Lulú, las miniseries Historia de un clan y El marginal) le interesó menos contar la historia de Puch que plasmar una lustrosa ficción en función del look rocker del fotogénico Lorenzo Ferro. A su film le sobra solidez y le falta profundidad. Esto último no porque embellezca al criminal ni porque se desentienda de búsquedas formales, sino por cierta liviandad para retratar a un personaje complejo y por sus imágenes con vocación de poster. El guión escrito por el propio Ortega junto a Rodolfo Palacios y Sergio Olguín, al hacerle decir a Carlitos que roba cosas para regalárselas a otros y que es “un enviado de Dios”, cae en estereotipos con los que el cine ha construido tantas veces rebeldes temidos y admirados a la vez. “El mundo es de los ladrones y de los artistas” es otra de estas frases que suenan adecuadamente maliciosas (aunque problemática por su desdén hacia trabajadores que deben ganarse la vida, por ejemplo, en una oficina o una fábrica). Las canciones que van asomando a lo largo de la película –además de recordar, una vez más, la potencia de cierto cancionero beat y el incipiente rock nacional de esos años– calientan la puesta en escena demasiado calculada. Al mismo tiempo, al sumarse a estas intervenciones musicales vagas alusiones al contexto político y superficiales escenas dialogadas con representantes de la Policía, El ángel parece retomar consignas de Tango Feroz (1993, Marcelo Piñeyro), aunque afortunadamente el resultado es mucho menos ramplón. Hay al menos dos secuencias realizadas con admirable precisión y suspenso: la del robo de la joyería y el asalto al camión cargado de botellas de leche. Hay cambios de planos con positivo efecto sorpresivo, como los que exponen el despliegue de fuerzas de seguridad sobre el final. Y hay también ligeras extravagancias (desde el plano detalle de un testículo hasta Carlitos depositando joyas robadas sobre el cuerpo desnudo de su amigo, además de varias de sus respuestas ocurrentes o inesperadas), que pueden divertir o verse como triviales boutades. Lo mismo puede decirse de la luz casi siempre radiante, dominada por colores cálidos: no es mala idea trocar la crónica sórdida por una fábula colorida, pero cabe preguntarse si ese tono glamoroso no acerca la película hacia el terso producto publicitario. “¿Uno más croto no había?” le reprocha Carlitos a su amigo Ramón cuando conoce a un nuevo y desaliñado compañero de tropelías (Peter Lanzani), pareciendo hacer suyo el afán esteticista de este film en el que nunca llueve y nadie parece transpirar. ¿Qué ocurriría si Carlitos-Puch no fuera un adolescente de rulos rubios y cara de bueno? Del mismo modo que en El clan (2015, Pablo Trapero) e Historia de un clan el extravío anidaba en una familia adinerada, con un joven rugbier como protagonista, acá Carlitos es un efebo simpático que proviene de un colegio privado y recorre ambientes atractivos en su raid delictivo. Ortega ha manifestado más de una vez su admiración por Leonardo Favio, y en el momento en que el protagonista de El ángel escapa intentando trepar una pared asoma un guiño a momentos emblemáticos de El romance del Aniceto y la Francisca (1967) y Juan Moreira (1973), pero tanto Aniceto como Moreira eran jóvenes desheredados, menos decorativos y más sanguíneos. Por sobre reparos menores, como alguna expresión fuera de época (“¿Todo bien?”) y caracterizaciones tan calibradas que ocasionalmente llevan a los actores a la rigidez, se impone la presencia magnética del debutante Lorenzo Ferro, quien por momentos parece un niño jugando con armas o rebelándose caprichosamente a mandatos familiares y sociales. Muchas veces la tensión depende más de sus ansiedades sexuales que de su acción criminal, y así como su amigo Ramón (Chino Darín, reiteradamente fumando con actitud seductora) y el padre del mismo (sinuoso Daniel Fanego) pesan en su vida, cumplen roles menos relevantes las mujeres, incluyendo las víctimas (uno de los desvíos del prontuario real de Puch). Una objeción mayor puede hacérsele al diálogo de Carlitos y Ramón con agentes de policía, defendiéndose diciendo “¿Acaso nos ve pinta de terroristas?”, sin que nadie discuta, ni siquiera al pasar, la imagen que se supone tendría un joven terrorista o las connotaciones de la palabra en esa época. Esto tal vez tenga que ver con el interés que le despierta a Luis Ortega –según puede advertirse en sus trabajos previos– retratar a jóvenes transgresores sin adentrarse en las causas de su inconformismo ni evidenciar alguna forma de incomodidad sobre el rol que su padre Palito Ortega representó (como cantante, actor, productor y director de cine) durante las décadas del ’60 y ’70. Puede resultar simpático que en El ángel agregue, en un momento, a Ramón (Darín) bailando en TV una canción de Palito, pero no tanto que Carlitos le diga sonriente a un comisario “Yo quiero ser policía”, exactamente lo mismo que un chico decía en Brigada en acción (1977, dirigida y protagonizada por Ortega padre), suerte de apología de la Escuela de Policía en plena dictadura. La capacidad y perspicacia de Luis Ortega como realizador de cine y TV no se ponen en duda, pero su rebeldía deja siempre a salvo ciertas zonas que sería deseable pulsar.
20º BAFICI: Cada uno elige su propia aventura. CASA PROPIA es tal vez la mejor película hasta el momento de Rosendo Ruiz (De caravana, Todo el tiempo del mundo). El mérito principal está en poner el foco en un tipo de personajes y conflictos cotidianos de nuestra clase media que no suelen verse en el cine argentino: un docente de mediana edad sortea con bastante dignidad los obstáculos que le presentan la relación con su novia (que tiene un hijo de una pareja previa), el cuidado de su madre (que sufre una enfermedad) y las discusiones con su hermana más joven, mientras busca dificultosamente un departamento para alquilar. Nadie es demasiado patético ni ridículo, nada es muy cruel: la vida de esta gente transcurre con altibajos emocionales, temores lógicos y ocasionales motivos de alegría. La visión de Ruiz es compasiva y afectuosa, sin desestimar detalles que sirven para una pintura barrial nada idealizada y un registro campechano pero elocuente de la dudosa prosperidad de los argentinos en estos tiempos. En tanto resultan poco comprensibles algunos aditamentos del guión en torno al protagonista (su visita a un prostíbulo, una trifulca con su pareja hacia el final), no concede sobresaltos el trabajo con la cámara: apenas el simpático momento en el que espía por la ventana de una maqueta sorprende dentro del estilo clásico de Casa propia, con suaves travellings que dan tiempo a los comunicativos actores a desplegar sus gestos. Fernando G. Varea
Tom Cruise en la montaña rusa. Hay quienes se entretienen comparando las seis versiones de esta saga protagonizada por Tom Cruise, encontrando más o menos valores en cada una de las que hicieron Brian De Palma, John Woo, JJ Abrams, Brad Bird y Christopher McQuarrie (que reincide aquí), pero lo cierto es que son todas variaciones de una receta proveniente de antiguas y elegantes películas de espionaje (con Hitchcock como uno de sus más minuciosos devotos) pasando por todos los James Bond originales o remedados, sin olvidar la serie televisiva homónima que comenzaba con la misma música del argentino Lalo Schifrin y fue sensación en los años ‘60. Hay que decir, sin embargo, que a pesar de abastecerse de esos regocijantes antecedentes, y más allá de la presencia del lampiño actor de sonrisa ganadora, las Misión: Imposible ofrecen como singularidad una apariencia moderna desprovista de vulgaridad: no vuelcan torpemente FX indigestos, procuran divertir sin poses sobradoras y no se dejan llevar por el atolondramiento de un aniñado videogame. En Mision: Imposible – Repercusión, a su vez, el manejo de la fórmula se muestra más preciso que de costumbre, más cinematográfico incluso. La mayoría de los encuadres (con alguien o algo en primer plano mientras se divisa un objeto de interés en el fondo), la iluminación (que parece desplazarse siempre entre el azul, el verde y el blanco), el montaje (que estimula el vértigo de los movimientos desdeñando el sacudimiento confuso de la cámara) y la manera de exponer la belleza nocturna de los ámbitos recorridos por los personajes (con un gran ejemplo en la secuencia del aterrizaje en el techo de la discoteca que finaliza con una antológica pelea en un baño) demuestran que, detrás de la búsqueda de sobresaltos, hay un trabajo riguroso. Es cierto que se abusa de la música y que algunas de las peripecias resultan graciosamente inverosímiles, con el escollo de la certeza de que Ethan Hunt (Cruise) sobrevivirá pase lo que le pase, pero se puede entrar alegremente en el juego como quien ingresa a un parque de diversiones para emprender enloquecidas carreras en karting y gozosos zarandeos en la montaña rusa. Otros puntos a favor son el heroísmo compartido (incluyendo a un Henry Cavill que supera visiblemente a Cruise en altura, aunque pronto su camaradería sufre un vuelco habitual en este tipo de artificios) y los personajes femeninos, entre los que hay malvadas de comic (Vanessa Kirby, Angela Basset) y una ex esposa beatífica (Michelle Monaghan), pero ninguna decorativamente sexy ni ingenuamente seducida por varones (basta recordar la única escena de un beso en la boca). No faltan algunos toques de humor que invitan a no tomarse demasiado en serio la propuesta, como la interrupción de una fastuosa ceremonia fúnebre. Si algo puede objetársele a Mision: Imposible – Repercusión, en todo caso, es la invariable necesidad de ubicar del lado de los benefactores no a miembros de una ONG sino de alguna de las patas del gobierno estadounidense, en este caso la CIA. El peligro lo representa una célula anarquista, cuyo enajenado líder (Sean Harris) repite, una y otra vez, “Es necesario mucho sufrimiento para conseguir la paz”. Una buena señal de madurez hubiera sido que el guión escrito por Bruce Geller y el propio McQuarrie deslizara –aunque sea someramente y sin desviarse de su plan escapista– cuánto sufrimiento suelen deparar las operaciones de potencias mundiales como Estados Unidos para protegernos de ciertos o supuestos terroristas. Por Fernando G. Varea
Paula y los otros. Paulas ha habido varias en el cine nacional, aunque ésta parece cercana a Paulina, la protagonista de La patota (2015, Santiago Mitre), ya que tiene una edad similar, la misma vacilante rebeldía y cierta despreocupación por confortar a quienes la rodean. En este primer largometraje de Sebastián Schjaer –como de alguna manera lo indican su poster y su nada demagógico título– Paula es una joven porteña que, por algún motivo incierto, prefiere no exteriorizar sus sentimientos más profundos. Interpretada por Sofía Brito (Los salvajes, Eva no duerme), la chica va y viene por una Ushuaia atravesada de nieve y de vehículos que circulan apurados, preocupada por reunir dinero suficiente para irse con su novio y su pequeña hija a Canadá. Para ello trabaja (sin demasiada convicción) limpiando cuartos en un hotel y como guía turística. La búsqueda y necesidad de dinero es uno de los asuntos que baraja La omisión y, si bien no hay situaciones de pobreza o mendicidad (apenas en una escena asoma algo parecido a la prostitución), la experiencia de tener que lidiar con empleadores engañosos o de regatear el pago de un alquiler transmiten esa sensación de angustia por razones laborales o económicas que muchos argentinos conocen muy bien, aunque al cine argentino de ficción actual le interese poco. Con la cámara siguiendo a los personajes de cerca, casi siempre desde atrás, Schjaer apuesta a un estado de inquietud casi permanente. Los actores se expresan con pocas palabras y gestos registrados generalmente de soslayo (casi no hay primeros planos) y, a diferencia de lo que ocurre en el cine y la televisión que estamos acostumbrados a ver, se los muestra informales, despeinados, cansados. Los datos para conocer a Paula no son más que los necesarios y van apareciendo distraídamente, en tanto del resto generan más interés el fotógrafo enamorado (Lisandro Rodríguez) y la nena (encantadora Malena Hernández Díaz) que el novio (Pablo Sigal, bastante rígido al hablar con ella en su primer encuentro) y los demás. La brusca vitalidad (y cierta insensibilidad) de Paula se trasladan al film mismo, que no abusa de su buena música incidental y sabe hacer valer dramáticamente el plano del recodo en el camino al que la acción vuelve, una y otra vez. Más discutibles resultan algunas situaciones que se precipitan sobre el final. En algunos rasgos se evidencia la admiración de Schjaer por cierto cine rumano y el de los hermanos Dardenne, aunque lo suyo no llega a dejar huellas tan intensas. Finalmente, más allá de que Paula no parece muy dispuesta a compartir los motivos de su crisis, hay algo en su manera de vivir la maternidad, en su relación con los hombres, en su independencia y su desdén por cumplir con lo que se espera de ella, que la convierten en un ejemplo posible de los cambios de paradigma que vienen afrontando las mujeres en estos últimos tiempos. Por Fernando G. Varea
Mar del Plata 2017: el cine, pasión de multitudes. Aunque a simple vista parezca básica, la palestina Wajib (Annemarie Jacir) envuelve cierta riqueza, ya que acompañando a un padre y su joven hijo en la distribución de tarjetas de invitación para un casamiento, van asomando con perspicacia referencias a tensiones morales, tradiciones gastronómicas, conflictos sociales, realidades laborales y roces políticos de la región. Protagonizada por Mohammad y Saleh Bakri (padre e hijo en la vida real), esta estimulante road movie revela una ligereza que se agradece y, aunque su final parece componedor, una última línea de diálogo sugiere un cambio de posición del conservador hombre mayor, representante de su generación.
Mar del Plata 2017: el cine, pasión de multitudes. La alemana Western (Valeska Grisebach) y la portuguesa Ramiro dependen, en gran medida, de sus protagonistas. En el primer caso, un hombre parco que –como suele suceder en el género al que alude el título– llega misteriosamente a un pueblo, implicándose en la doma de un caballo blanco, en un juego de naipes en un bar y en relaciones algo conflictivas con los pobladores. Los personajes y los ambientes son rústicos, con el trabajo como eje. “Estamos como los animales en el mundo, para comer o ser comidos” se dice en un momento, y de hecho sólo en la relación con una mujer y en el recuerdo compartido con uno de los habitantes el extranjero encuentra algo que le dé sentido a su vida: la posibilidad del amor y la amistad, nada menos. Relato simple aunque no edulcorado, Western fue sin dudas una de las mejores propuestas de la Competencia Internacional, en tanto la más kaurismakiana Ramiro, de Manuel Mozos, con un librero algo golpeado por la vida que pasa sus días fumando y relojeando libros viejos, centra su inestable encanto en una galería de seres solitarios y queribles y en un clima cálido, medio tristón, resultado de un buen trabajo de dirección, iluminación y sonido ambiente. No totalmente logrado, este film menor transcurre entre momentos graciosos y lacónicas elipsis.
Temores de una madre adoptiva. Aunque el título y el afiche –por cierto, bastante poco imaginativos– se centran en Joel, el niño de esta historia, la verdadera protagonista es Cecilia, la mujer que afronta con miedos y contradicciones la difícil tarea de ser madre adoptiva, más ardua aún porque el chico que recibe tiene nueve años y toda una vida previa. Como la Alicia (Norma Aleandro) de La historia oficial (1984), Cecilia también es bienintencionada, toca el piano y parece algo incómoda con los buenos modales que se impone ante los demás, poniendo a prueba su amor por el niño ante sospechas sobre la familia biológica y presiones de la sociedad. Desde ya, en el film de Sorín la protagonista no carga con el peso de la metáfora ni debe lidiar con intereses en juego durante la dictadura en retirada o con un marido perverso, según proponía la guionista Aída Bortnik en el film de Luis Puenzo: Joel transcurre en la época actual, en la Patagonia, y la adopción se realiza sin infringir la ley, de manera más que deseable. Sin embargo, hay también intolerancia agazapada y derechos del niño en peligro. Ocurre que Joel parece tener un tío preso y habla de droga con sus compañeros: eso basta para que los padres de la escuela se alarmen y no duden en discriminarlo. Así, una sencilla escuela o un nevado pueblo del sur terminan siendo algo mucho más hostil de lo que sugiere su benigna apariencia. Sorín (a quien alguna vez tuvimos oportunidad de hacerle una entrevista, que puede leerse aquí), es uno de los pocos realizadores de cine argentino de ficción de los ’80 que continuó su obra con dignidad hasta el presente, apostando desde Historias mínimas (2002) a relatos con pocos personajes atravesando conflictos nada extraordinarios. Continuando esa línea, ofrece ahora un film sobrio y honesto, con una estructura narrativa excesivamente simple y un tono algo apagado. Lo que cuenta podría resumirse en una o dos oraciones, lo cual puede ser un obstáculo cuando se trata de un film sujeto al conflicto. Pareciera que Joel avanza temeroso y sin correr grandes riesgos, como sus personajes, asomando lo dramático (e incluso lo polémico) sin que nadie levante demasiado la voz. La verosimilitud flaquea de a ratos: sorprende que nadie sugiera un psicólogo como ayuda para el niño o para sus padres adoptivos, así como hay algunos descuidos en el tratamiento que le da la institución educativa al problema (la legislación actual impide que los directivos de una escuela adopten una medida como la que aquí afecta finalmente a Joel, por más bravos que parezcan los reclamos de los padres). Sus mejores momentos son aquéllos en los que no se apoya en las conversaciones, por ejemplo cuando la cámara busca la mirada y las esquivas sonrisas de Joel (Joel Noguera, gran hallazgo del director) o cuando muestra a Cecilia mirando la nieve por la ventana del gimnasio vacío mientras escucha el aplauso de la reunión de padres finalizando. En otro orden, resulta atinada la manera con la que se expone –sin juzgar, sin subrayar, dejando en el espectador la posibilidad de darle relevancia o no– la convivencia del director de la escuela con la joven que había señalado como su mejor maestra, la confiabilidad tal vez dudosa de una de las madres, o la resignación de otra que revela haber sido adoptada. Defrauda, en cambio, que cuando director y supervisora le comunican a Cecilia la decisión a la que se arribó tras la reunión de padres, no se haga un primer plano de su rostro, o que en algún momento el pastor y su mujer “desparezcan” de la trama. El propio desenlace, acertado en términos de efecto, podría haberse resuelto de modo menos blando, más conmovedor. En cuanto a los actores, no pueden ponerse en duda la eficacia de Victoria Almeida (que ya había trabajado con Sorín en Días de pesca) como Cecilia, Diego Gentile (el novio de Érica Rivas en Relatos salvajes) como su paciente marido, y Ana Katz (actriz y realizadora de Mi amiga del parque, entre otros trabajos) como una madre de apariencia amistosa. Pero hay también escenas como la de la reunión de padres, en las que queda en evidencia el esfuerzo por conseguir naturalidad. Algo que viene advirtiéndose en varias películas argentinas (como la reciente Animal), como si tras el progreso que significó la soltura en el habla de los personajes en el primer cine de Caetano, Martel, Burman y otros, el cine argentino estuviera volviendo ahora a un estado anterior. Por Fernando G. Varea
Película por momentos encantadora, discutible en el mejor de los sentidos, siempre estimulante, La vendedora de fósforos fue muy bien recibida por el público rosarino que se congregó a verla en una única función en el marco de la muestra itinerante del BAFICI, en la que estuvieron presentes también la actriz María Villar y Cleo Moguillansky, la pequeña hija del director, que juega un rol esencial en el film. Después de dicha exhibición dialogamos con el director sobre su obra, que tendrá su estreno nacional este año. – ¿De dónde provino tu interés por el cuento La vendedora de fósforos? – El cuento lo conozco desde niño. No tengo muchas noticias de la primera vez que lo leí. Siempre me pareció aterrador y, al mismo tiempo, más verdadero que la mayoría de los cuentos infantiles. De todas maneras yo no decidí hacer un film sobre ese cuento; en todo caso, fue la ópera de Helmut Lachenmann La vendedora de fósforos la que me redirigió hacia él. Cuando hubo que inventar un libro del cuento para nuestro film yo ya no tenía el mío, pero María Villar tenía un ejemplar suyo, que es el que aparece en la película. La imagen de la niña y los colores son otros que los de mi libro, pero aún conservo esa imagen previa al film, afortunadamente. – Las características de la ópera que se intenta montar mutan de acuerdo a las dificultades que van surgiendo y a las iniciativas de Marie. ¿Tu película también fue desarrollándose de esa manera? – Creo que sí. El personaje de Walter hace eso para poder conseguir dinero para vivir. Va acomodando su idea a lo real. Su idea y la factibilidad de su idea son parte de lo mismo. La historia de nuestro film es parecida en ese sentido. No es que yo escriba un guión y luego filme, más bien al contrario: primero filmo, luego edito y finalmente escribo un guión. Digamos que la historia de la película es la que realmente relatan esas imágenes y la estructura es la historia de cómo emparentar unas imágenes con otras. – Tu película da espacio a la música clásica, los libros de cuentos, los discos de vinilo, las películas en VHS, las viejas historias. Los personajes no están pendientes de sus teléfonos celulares ni se ven televisores encendidos. Pareciera haber una intención de valorar elementos culturales de años atrás por sobre los de uso cotidiano en esta época. ¿Qué encontrás allí de valioso o atractivo? – No fue algo del todo consciente. Supongo que en algún lugar tiene que ver con lo profundamente aburrido que me resulta la idea de filmar la cultura digital 3.0. El mundo digital es un motivo sumamente cinematográfico, tiene la idea de duración inscripta en su propia ontología. El mundo celular y digital es, digamos, un elemento que aún no se comprende muy bien cómo filmar. No sabría ni por dónde empezar a filmar tal cosa. Apenas recuerdo una escena que me pareció buena de gente manipulando celulares en Adieu au language de Jean-Luc Godard. En La vendedora de fósforos el único elemento digital es la grabación del cuento por Marie en una grabadora y cuando la tiene que entregar lo hace en un pendrive, cosa que hoy es casi retro, porque bien podría mandarlo por alguna vía online. Pero, al mismo tiempo, en la película convive la música de Lachenmann, que investiga la misma materialidad de los instrumentos y trata de producir el sonido de la factura del sonido. Mi relación con la imagen, con el sonido, con el cine, es sumamente material. Esta película se preocupa primero por esa materialidad y después por su capacidad de formar o no parte de una narración. – Hay, además, muchas citas u homenajes: al cuento de Andersen, a Robert Bresson, a obras de la música clásica y contemporánea, a textos que se leen o se dicen en voz alta. ¿No se corre el riesgo de que dependa demasiado de esos elementos, que su belleza sea deudora de obras ajenas? – En el estreno del film en el BAFICI le hicieron una pregunta parecida a Margarita Fernández: ¿Cómo se siente rodeada de Beethoven, de Bach, de Mozart, de Schubert en la película? Su respuesta fue contundente y creo que da una clave sobre la presencia de esos nombres en el film: Son grandes actores. Yo estoy de acuerdo con eso. Nunca pensé en la idea de cita. Más bien es una incorporación, una invitación a actuar en un film que los piensa en el sentido más afectivo de la palabra. – A través de los relatos leídos o repetidos por Marie o por las nenas (incluso a través de las escenas de asambleas en medio de los ensayos o los contratiempos por el paro de transporte) se sienten realmente la pobreza y la injusticia, sin que haya imágenes explícitas de miseria o de reclamos en las calles. ¿Cómo manejaste esto? – Efectivamente, la niña del cuento está atravesada por esas situaciones. Yo me pregunté ¿No habría que filmar una niña? cuestión que era, al mismo tiempo, medio drástica ¿Habría que filmar una niña pobre? Entonces ahí ya entrás en el lenguaje de la televisión o de los diarios, que salen a construir imágenes, que ya saben lo que esas imágenes tienen que decir. Yo no trabajo así. La pregunta ¿No es raro que no haya ninguna niña que pueda acercarse al personaje de la vendedora? seguirá estando, pero creo que hubiera sido un error. Incluso fantaseé ¿Qué pasaría si después de la escena final de ellos en la casa de Margarita hay un corte y finalmente aparece una nena de cinco, seis u ocho años fumando un cigarrillo?… Hubiera sido una imagen teledirigida, que se sale a buscar como un notero de la TV sale a buscar un pobre. Algo que yo no comparto en términos morales, directamente. Por otra parte, toda la construcción que la película hace de Buenos Aires es sonora. Las manifestaciones son una idea sonora y cuando se ven están adentro del teatro, que funciona como una especie de representación de mundo. Esas mismas flechas que uno ve atravesando el cuento las ve en la preparación de la orquesta en el teatro y en su director, que está puesto en una función casi de patrón, gran contradicción de la película. Es como la frase de Borges sobre el Corán que te decía en otro momento: en el gran texto de la cultura árabe no hay un solo camello. No es folklórico, digamos. Haber incluido imágenes de miseria hubiera sido un detalle folklórico o exótico, más para el consumo del espectador que para dialogar con el resto de las imágenes. Y la película está en ese diálogo entre cosas muy disímiles entre sí. Además, creo que suplí o resolví eso con el montaje, la herramienta cinematográfica capaz de aludir a cosas sin tener que decirlas. El cine es, como quería el querido André Bazin, un arte cuyo realismo está atravesado por la ambigüedad. Esa es una clave. Y, además, están los dos textos en off que tiene el personaje de Marie. El primero contra el piano, donde hay una especie de referencia casi peligrosamente explicíta a la actualidad de nuestro país, y el otro en la carta que lee en el camión del flete de mudanza del piano, donde es muy difícil no advertir sincronías respecto a la Alemania de los años 70 y la Argentina de 2016. También respecto a otros presentes, obviamente, pero acá está la Argentina, el Teatro Colón, es este gobierno y no otro. La referencia inevitablemente va para ese lado y está bien que así sea. – Uno de los momentos más conmovedores es, precisamente, el de la lectura de esa carta que Marie encuentra. ¿Por qué optaste por acompañar el texto con un travelling de seguimiento de la camioneta? – Es al revés: el texto acompaña el plano. Primero vino el plano, luego el piano y finalmente escribí el texto. Es un trabajo en capas. Rara vez el punto de partida es la palabra. Siempre, en los casos que aparece, es el final. – ¿Por qué esa suerte de reivindicación tal vez culposa de Ennio Morricone? – No entiendo lo de culposa. No hay ninguna culpa. A Lachenmann le encanta Morricone y yo festejo ese gusto. Es evidente que se trata de un tipo de compositor distinto. En algún momento del proceso de ensayo Lachenmann le dijo al Director Artístico de Colón Contemporáneo que no reconocía su propia música. La sentía ajena, extranjera. Supongo que Ennio Morricone es un compositor que siempre reconoce su música. Uno establece con ella una relación emocional. Esa es una de las tantas dimensiones de este film también. Por Fernando Varea