21 BAFICI. El regocijo de una sala colmada de público entusiasta –y más aún si no se trata de la fría multisala de un shopping– se repitió en la función en el Gaumont de Método Livingston,de Sofía Mora, quien se mostró algo abrumada por la calurosa recepción de los numerosos espectadores. Las risas y aplausos durante la proyección tenían su explicación: el documental es tan ameno y polifacético como su retratado, el arquitecto Rodolfo Livingston. Apasionantes anécdotas, fragmentos de apariciones televisivas (su filoso diálogo con Bernardo Neustadt en los ’90 fue festejado efusivamente por el público) y perspicaces razonamientos sobre su especialidad pero también sobre otros temas y sobre la vida en general, aparecen enlazados casi sin dar respiro, un poco a la manera de Piazzolla, los años del tiburón (2017, Daniel Rosnefeld), que también le sacaba el jugo a una figura de nuestra cultura muy vital y con una historia personal y profesional llena de pliegues. La sorpresa que despierta en Livingston enterarse del parentesco del camarógrafo Matías Iaccarino con cierta persona que él conoció, y la forma con la que la directora capitaliza la situación, constituye uno de los hallazgos de esta película que ganó el Premio del Público.
Mar del Plata 2018: un encuentro con clásicos y modernos. En la Competencia principal estuvieron la brasileña Chuva é Cantoria na Aldeia dos Mortos [La lluvia es canto en la aldea de los muertos], dirigida por Joâo Salaviza y Renée Nader Messora, sobre un joven indígena que extraña a su padre fallecido, y A portuguesa, de Rita Azevedo Gomes. La primera se sumerge de manera algo desapasionada en una cultura ajena a nuestro trajín urbano, en la que despunta un conflicto interesante (en una visita a la ciudad, el pibe comienza a engancharse con costumbres, música y comidas del lugar) que finalmente se diluye. Claro que la imagen entrañable de un viejo de la comunidad bailando desnudo en plena selva resulta difícil de olvidar.
Misterio rockero en el Litoral. Hacen una música que fusiona el chamamé con el rock y el free jazz, sus presentaciones se caracterizan por la informalidad y una suerte de camuflaje (se calzan túnicas, pelucas y sombreros) y generan cierta extrañeza y misterio, despertando curiosidad en el ámbito pueblerino de Curuzú Cuatiá tanto como entre periodistas especializados y amantes de la música de Buenos Aires e incluso del exterior. Se hacen llamar Síquicos Litoraleños y de la enigmática estela que dejan a su paso se ocupa la ópera prima de Alejandro Gallo Bermúdez, realizador formado en la UBA y con varios cortometrajes en su haber. Es acertado el modo elegido por el director para contar la historia de esta banda que mezcla la interpretación musical con algo más circense o teatral, y el talento con el disparate. El tono es el de una película artesanal hecha con retazos reunidos mientras se siguen los pasos de este singular grupo de músicos, a veces con distorsiones visuales procurando una estética psicodélica o exponiendo registros espontáneos captados en sitios poco iluminados, sin descuidar el profesionalismo y la calidad de los encuadres al exponer diversas situaciones en el interior de sencillas viviendas, pensiones y calles de tierra en la mencionada localidad correntina: numerosos son los planos a lo largo de sus 80 minutos, pero todos parecen significativos. Dividiendo –tal vez innecesariamente– en capítulos el recorrido por la historia de los Síquicos Litoraleños, Encandilan luces sumerge al espectador en una sucesión de testimonios, actuaciones del grupo y ocasionales reconocimientos, como alguna aparición en el ciclo televisivo Peter Capusotto y sus videos. “A veces ni ellos saben lo que tocan” dice un vecino, mientras otro señala que se escudan tras máscaras y pelucas porque si dan la cara corren el riesgo de que los maten. Si la propuesta artística de Síquicos Litoraleños no desdeña el humor ni el origen provinciano (“El chamamé es la identidad del correntino” señala alguien), el film integra esas características a su itinerario, en el que van apareciendo, como sorpresas en el camino, la pérdida de instrumentos musicales en determinado momento de una manera algo insólita, los chispazos entre los músicos de la misma banda y con los de otras similares, las sospechas de un influjo extraterrestre y de hongos alucinógenos hallados providencialmente. En ese devenir medio sinuoso (rondando siempre el delirio, e incluso el temor de que haya detrás atisbos de locura), el paisaje natural, humano, e incluso musical, de Curuzú Cuatiá, aflora sin subrayados pintoresquistas ni ironías: allí están el peso de las voces que se oyen desde la radio, las modestas granjas, las fiestas populares, las imágenes de la Virgen de Luján y el Gauchito Gil en amable convivencia y, por supuesto, termos y mates dominando la escena.
Un encuentro con clásicos y modernos. El film de Ceylan sigue a un joven que vuelve a su pueblo natal, en Turquía, reencontrándose con su familia e intentando iniciarse como escritor. Costumbres que funcionan como obstáculos (machismo, conservadurismo), además de la afición por el juego de su padre, le impiden progresar, pese a lo cual no pierde de vista su intención de publicar un libro (y conseguir que alguien lo lea). Aunque algunas decisiones del realizador de Lejano y Sueño de invierno puedan discutirse, su película contiene momentos extraordinarios –como el encuentro con una antigua amiga en un bosque o la extensa charla de tres jóvenes sobre religión mientras comen manzanas, caminan y se sientan a tomar un té– que a su riqueza formal le agregan calidez.
Fuga en pos de un alumbramiento. El segundo largometraje como director de Alberto Romero empieza con una imagen fuerte: una mujer embarazada cargada de un rifle. Se trata de María (Guadalupe Docampo) quien, resistiendo el autoritarismo de su marido (Alberto Ajaka), termina hiriéndolo, para luego huir. Si el espectador piensa que María debería haber recurrido a una línea telefónica que brinde atención a mujeres víctimas de violencia de género o, al menos, a la ayuda de alguna vecina solidaria, se equivoca: la acción transcurre en un desolado paraje de La Pampa y su fuga será errática, empeñada en encontrar el pueblo donde nació como si el retorno a los sitios de la infancia fuera un refugio seguro. Algo más de María se va conociendo por flashbacks y conversaciones que mantiene con personas que va encontrando en su camino, así como también por la voz en off de un niño que guía el relato, profundamente ligado a la historia. De alguna manera, lo que Infierno grande expone puede ser apreciado como una suerte de fábula, donde soledad, abusos, resistencia, muertes y alumbramientos parecen coordenadas que atraviesan una sociedad cargada de esfuerzos y de olvidos. Contribuyen a esta mirada no solo las referencias ocasionales a la falta de trenes o a cargos públicos heredados, sino también la galería de personajes con los que María va cruzándose, que incluyen desde un policía ambiguamente confiable hasta un misterioso nativo, un extraño cura venido a menos y un pibe sospechosamente solo. Con estos seres que se le aparecen, a veces deslizando consejos o reflexiones, el film corre el riesgo de caer en cierta ingenuidad (como si fuera una relectura de El fantástico mundo de la María Montiel), así como puede resultar forzado el hecho de que el marido sea candidato a intendente del pueblo. Pero, en buena medida, los amagos de solemnidad se diluyen gracias a leves toques de humor y a la eficacia de las actuaciones, incluyendo la del rosarino Mario Alarcón (notable como un viajero con hambre y sentido común) y la seductora presencia de Guadalupe Docampo, con su mirada siempre asustada, desconfiada y decidida al mismo tiempo. Hay algo arquetípico en María, en su rebeldía y en las actitudes de quienes la rodean: las ansias de independencia y los peligros en el camino responden a las fórmulas de la road movie, subgénero que Romero ejercita aprovechando la elocuencia del agreste paisaje, recorriendo caminos rodeados de pastizales y viejas casas abandonadas, a veces apelando a fundidos encadenados. “Escaparse dura poco” le dicen en un momento a la mujer, inquietando ante la posible resolución del conflicto, que, cuando llega, trae también –al igual que la música de Gustavo Pomeranec– ecos del western.
Arsénico con agregados. Hay un Campanella más oscuro y menos sentimental, el que (después de haber estudiado cine en Avellaneda y perfeccionarse en Nueva York) dirigió los largometrajes de ficción hablados en inglés El niño que gritó puta (1991) y Ni el tiro del final (1999), además de capítulos de varias series estadounidenses (desde Remember Wenn hasta Dr. House y Colony). El más conocido, sin embargo, es el que prefiere el trazo costumbrista y el efecto lacrimógeno o risueño ligado a peculiaridades de los argentinos (o, mejor dicho, de los porteños). El cuento de las comadrejas, aunque parte de una historia de ribetes macabros, se desvía hacia la última variante. Algunos cambios respecto al original pueden considerarse oportunos: si en Los muchachos de antes no usaban arsénico (1975, José Martínez Suárez) los ancianos habitantes de una enorme casona jugaban a las bochas, acá se entretienen en una sala de billar, en tanto el hecho de que los interesados en comprar la casa sean ahora dos personas no modifica la idea de la codicia oculta bajo una apariencia afable. Una novedad más significativa se encuentra en quienes terminan siendo las víctimas, pero no resulta desatinada la decisión adoptada para esta nueva versión, teniendo en cuenta la posible misoginia del guión original escrito por Gius y Martínez Suárez. Otros cambios no favorecen al film de Campanella. Los muchachos de antes no usaban arsénico se concentraba en sus cinco personajes y un ambiente único, con frases y gestos cruzándose sinuosamente y con gran precisión mientras odiosos animalejos (ratas, arañas, comadrejas) rondaban los alrededores. El tono general del film era austero, con la música de Tito Ribero creando un persistente efecto perturbador y los protagonistas encarnados por glorias del cine (Mecha Ortiz, Mario Soffici, Arturo García Buhr, Narciso Ibáñez Menta), lo que implicaba un disfrutable homenaje irónico. Debajo del humor negro latían diversas interpretaciones, con la joven invasora (la gran Bárbara Mujica) entablando una relación casi familiar con los ancianos, vestida de colores claros, prodigando frescura y regalos como un engañoso ángel. Hasta podían encontrarse referencias inquietantes a la Argentina de entonces: vale recordar que fue la primera película nacional estrenada después del golpe cívico-militar de marzo de 1976. En la adaptación que Campanella y Darren Kloomok hicieron para El cuento de las comadrejas se agregan varios personajes ocasionales, salidas a la ciudad, flashbacks, canciones, gritos y excitación. Casi no se ven comadrejas, la casona aparece abarrotada de adornos hasta la exageración y Graciela Borges luce en cada secuencia un vestido diferente. Por consecuencia de todo esto, lo macabro se desdibuja y los viejos no parecen dignos representantes de esplendores pasados sino participantes de una crispada telecomedia. Tiempo atrás, Campanella había manifestado su intención de llevar adelante esta remake con Lauren Bacall, Peter O’Toole y Mickey Rooney: sin dudas, ese elenco parecía más apropiado para acercarse al planteo original. Con Borges, Luis Brandoni, Oscar Martínez y Marcos Mundstock (este último disparando a veces frases ingeniosas con la misma impostura que cuando lo hace como integrante de Les Luthiers), el homenaje cede al mero intercambio de insultos y chascarrillos. Otra curiosidad es la preponderancia que se la da a la estatuilla del Oscar (incorporándola incluso a la trama): es comprensible que Campanella esté contento de haber ganado ese premio, pero acá lo luce una y otra vez como un chico mostrando un juguete que ninguno de sus amigos llegó a tener. Desde ya que el valor de una remake no depende de su comparación con el original, pero en este caso parece necesario remontarse al film de 1975 para tratar de comprender cuál es el sentido último de la obra. Algunas buenas bromas sobre el paso de los años, referencias cinéfilas y ocasionales efectismos que provocan inquietud forman parte de una trama que avanza de manera algo atolondrada, sin infundir suficiente temor y desperdigando irregulares chispazos de humor. Esa precipitación (que tal vez pueda explicarse por la importante trayectoria televisiva de Campanella) abarca ideas que surgen con la reescritura del guión. Directores del cine argentino clásico como Mario Soffici, Hugo del Carril y Daniel Tinayre son mencionados en medio de imágenes de películas en las que Graciela Borges realmente trabajó y que son de otras épocas, cambiándose los afiches y los títulos y mezclándose a su vez con referencias a exilios y listas negras sin mencionarse la última dictadura o algún gobierno en particular, por lo que queda todo enredado en una maraña confusa. Si bien la película no tiene por qué ser didáctica, le hubiera venido bien mayor meticulosidad al arrojar citas, al menos para no confundir al espectador. Por otra parte, como en algunos de sus anteriores films de ficción (El hijo de la novia, El secreto de sus ojos), Campanella acumula diálogos en los que se discute o se bromea sobre temas delicados de manera un poco irreflexiva; aquí, por ejemplo, se habla de alguien que “intentó salvar el mundo en los años ’70 con sus documentales” y que “con la vuelta a la democracia” terminó haciendo una película vergonzante, así como el veterano director interpretado por Oscar Martínez sostiene, en un momento, que “el resentimiento” es lo que más lo motiva, declaraciones que parecen servir sólo para provocar ligera incomodidad. Además, oponiendo la astucia de los mayores al desdén de los jóvenes, El cuento de las comadrejas termina adoptando un matiz conservador, sobre todo porque la reivindicación se diluye burlándose de la sexualidad en la tercera edad. Algo similar podría decirse de la objeción moral al “pragmatismo” tras el que se escudan los joviales agentes inmobiliarios, crítica demasiado cómoda al no sugerirse algo más –ni siquiera con humor– en torno al poder de la corporación que éstos representan. De estas contradicciones y eficaces momentos aislados está hecha esta nueva remake de un film argentino después que Santiago Mitre reversionara cuatro años atrás La patota, cuya primera versión había sido, curiosamente, dirigida por el cuñado y protagonizada por la hermana del director de Los muchachos de antes no usaban arsénico. Por Fernando G. Varea
Lo mejor de Muere, monstruo, muere, del mendocino Alejandro Fadel (director de Los salvajes y coguionista de algunos films de Pablo Trapero), es su atmósfera enrarecida y cargada de presagios sonoros, aunque su argumento acopla ingredientes diversos sin que quede claro si el objetivo último es la parodia o el horror psicológico partiendo de alguna problemática social, como podría serlo la violencia de género. Un adusto Esteban Bigliardi (visto recientemente en la notable Familia sumergida), junto a Víctor López y Jorge Prado (como dos graciosos policías) son los protagonistas de este producto híbrido, que reúne esplendorosos planos generales del paisaje cordillerano con un viscoso monstruo cuya apariencia sugiere genitalidad, frases sentenciosas (Todo el mundo tiene miedo, El aburrimiento lleva al horror) y un tema de Sergio Denis que se repite tres veces (nueva irrupción de una canción de los ’70 en el cine argentino reciente después de El ángel y Rojo).
Un número, una persona, un estado de inquietud. Nueve años atrás, después de haber participado en la producción y realización de una media docena de películas (y de haber encarnado a Pocho Lepratti en un corto de Leonardo Albri), el rosarino Diego M. Castro competía en el BAFICI con su corto 8:05, que meses después lo llevó al Festival de Locarno, antes de fundar junto a Marina Sain la productora Minúscula. En el festival porteño, Castro no sólo estaba atento a su trabajo: también iba y venía aprovechando las otras funciones del festival. Es que Castro es un realizador cinéfilo y cuidadoso con sus proyectos. Su primer largometraje llega tras la experiencia de una serie de clínicas y concursos (Raymundo Gleyzer y Ópera Prima del INCAA, Espacio Santafesino), sumándose subsidios y auspicios varios. De esa manera –repitiendo su interés en titular sus obras con fríos números, como se nos suele identificar muchas veces a las personas– pudo gestar 1100, film de ficción en torno a un taxista con una crisis personal que parece resonar en una crisis mayor, de la sociedad toda. Serio, introvertido, cumpliendo con lo que debe hacer casi por inercia, Leo, el protagonista (Santiago Ilundain), parece haber llegado a un punto en el que (por razones que desconocemos, aunque podemos intuir) no puede depositar su confianza ni su pasión en nada ni nadie. Comienza escuchando música en el taxi, pero luego se desentiende de la misma y no lo entusiasma ni la propuesta que le hace un vecino para sumarse a su banda ni los comentarios de un simpático pasajero músico. Hace arreglos hogareños en su casa y en la de su madre, pero los vínculos tanto con ella (Andrea Fiorino) como con su esposa (Cecilia Patalano) oscilan entre el fastidio y la resignación. Algún tipo de convicción personal lo lleva a no abrir el paquete que alguien dejó olvidado en su taxi o a quitar el rosario que cuelga del espejo retrovisor, pero, al mismo tiempo, no se muestra solidario con quienes se acercan a pedirle limosna y responde con desganados monosílabos a los pasajeros que intentan amistosamente iniciar una conversación con él. 1100 sigue obstinadamente a Leo. Los planos son siempre cercanos: sólo lo que tiene a mano, o lo que ve desde las ventanillas del coche, es expuesto por la cámara, que a veces se desliza con suaves movimientos para recorrer detalles de sus manos o sus acciones. Al comienzo, breves planos fijos de su casa aluden silenciosamente a aspectos de su personalidad (buen recurso ya empleado en 8:05), en tanto otras referencias (el hecho de no tener hijos, el descuido en el que vive su madre) aparecen después distraídamente, como posibles causas del malestar que lo afecta, aunque Castro prefiere que esos elementos queden fluctuando como interrogantes. Al no apelar a un realismo sucio o descarnado, ni a un sacudimiento permanente procurando un efecto de desesperación, se diría que el trabajo de Castro tiene menos de los Dardenne que de algunas películas más enigmáticas, como El empleo del tiempo (2001, Laurent Cantet). Para lograr que, como espectadores, acompañemos las sensaciones de Leo, el guionista y director se apoya en el fondo sonoro de la ciudad latiendo alrededor y en la excelente actuación de Ilundain. Despeinado, transpirado, fumando permanentemente, el actor transmite ensimismamiento y cansancio sin recurrir a nota falsa alguna, desdeñando todo tipo de pose, siempre con el tono justo de voz. La pasividad de su personaje puede irritar, de la misma manera que fastidia a su pareja: cabe preguntarse si no habrá sido él mismo el que condujo su vida hacia esa suerte de camino sin salida. A la vez que bucea en el estado de ánimo de su personaje principal, 1100 sugiere una visión de Rosario, o de la sociedad argentina en general, igualmente marcada por la crisis. Desde los ruidos de una construcción vecina y las noticias sobre un caso de violencia de género hasta el temor a ser asaltado o los pensamientos que le sugiere un pibe trasladado a un barrio elegante, todo habla de un contexto cruzado por desequilibrios. Aunque no lo diga en voz alta, o no sepa qué hacer, Leo encuentra en torno suyo motivos de desmoralización que se suman a los de su situación personal. Un hecho policial, o más de uno, lo inquietan (como lo sugieren la intriga que le provoca el paquete o su visita a las cascadas del Saladillo, donde se produjo el acto de violencia en el que insiste la televisión), tal vez porque le traen un mal recuerdo o porque empieza a sentirse seducido por el mundo del delito, como posible medio para zafar de su vida gris. Película deliberadamente abierta, 1100 deja pensando en el futuro inmediato del protagonista, cuya impaciencia aumenta después de una discusión con un pasajero. De los cabos que habrá atado el espectador, o incluso de sus deseos, dependerá que lo que sigue en la vida de Leo pueda ser una manifestación de rebeldía, un replanteo de su trabajo y sus relaciones, o la necesidad de sacar a la luz algo turbio hasta entonces oculto. Por Fernando G. Varea
Los trabajos y los días. El relato de la vida de un trabajador, con sus cambios de ánimo, su esfuerzo por sobrevivir, su melancolía a cuestas y sus eventuales momentos de felicidad: de eso se trata este sensible film brasilero, de efecto persistente, ganador de una Mención Especial en el BAFICI hace dos años y cuyos directores fueron premiados en IndieLisboa por “cuestionar con perspicacia la ideología del neoliberalismo” y “recordar la necesidad e inevitabilidad de una revolución a pesar de ser plenamente conscientes de que el hombre nunca será liberado del dolor del trabajo”. Arabia comienza acompañando a un adolescente que va solo en bicicleta, luego cuida de su hermano menor y conversa con una tía que los visita. Cierto misterio ronda ese tramo: cuando, en un momento, le preguntan al más chico si cree en Dios, éste dice que, en el mundo violento e injusto en el que vivimos, es más fácil creer en el Demonio que en Dios. La reflexión, deslizada con serenidad, será una de las varias que el film esparcirá sin énfasis. Esos pensamientos sirven de apoyo a la taciturna visión de la vida en ciertos sectores de nuestra sociedad que expresan las propias imágenes. Ya en ese segmento inicial hay cosas que no se dicen ni se muestran: por qué están ausentes los padres de los pibes, o qué pasó exactamente con un obrero fallecido, son hechos en los que los realizadores no se detienen porque no son lo que importa. Lo que sí asoman allí son detalles que aluden a la contaminación de una fábrica cercana, hecho que irá cobrando relevancia en el transcurso de la película. Porque, en determinado momento, el joven descubre un cuaderno de notas escrito por el trabajador fallecido, a partir de lo cual Arabia se convierte en la narración que aquél hombre hizo de su propia vida. Un relato informal y sincero, contado con su propia voz, como si él mismo leyera en voz alta lo que escribió, a pedido de ya se sabrá quiénes. De ese modo iremos conociendo a Cristiano (ése era su nombre) y, a través suyo, a tantos trabajadores humildes propensos a atravesar experiencias parecidas, desde un despido arbitrario, un trabajo insalubre o el paso por la cárcel por algún delito menor, hasta distintas formas de generosidad y compañerismo, o la felicidad de un amor. Es notable cómo Dumans y Ucchôa saben darle espacio a elementos y situaciones importantes en la vida de alguien como Cristiano (y de hombres que él, de alguna manera, representa): por ejemplo una guitarra, o el hecho de poder dormir, disponiendo de un lugar y un horario adecuados. Film sosegado y agridulce, tanto las canciones que lo cruzan como las referencias a la necesaria unión de los trabajadores, a algún líder sindical campesino y al propio Lula, resultan bienvenidas. Hay también respiros de humor, como el chiste del que se desprende el título de la película, o la discusión con un compañero camionero acerca de qué carga puede ser más o menos pesada, registrada en un solo plano fijo, sin dudase uno de los grandes momentos del cine reciente. Arabia puede llevar a la desazón pero también a la comprensión: aunque el joven del comienzo casi no vuelve a aparecer, podemos pensar que lo que Cristiano dejó escrito en su cuaderno dejará huellas en él, convirtiéndolo en alguien más maduro y solidario, como suele sucedernos a todos después de conocer la vida de otras personas. Por Fernando G. Varea
33MDQFilmFest: Un encuentro con clásicos y modernos. Sueño Florianópolis, de Katz (Mi amiga del parque), abrió el festival con su aventura de una familia de clase media que emprende un viaje a Brasil en los años ’90. Claroscuros, cierta liviandad moral e indiferencia ante el futuro afloran en este grupo humano encarnado con gracia por Mercedes Morán y Gustavo Garzón junto a Manuela Martínez y Joaquín Garzón, hijos adolescentes de una y otro respectivamente. Por momentos el film parece contagiarse del ánimo vacacional de sus personajes, que se enredan en amoríos sin mucha convicción y sortean diversos incidentes sin alterarse demasiado. El guión, escrito por Ana y su hermano Daniel Katz, intenta una radiografía del argentino medio sin subrayados costumbristas.