Obsesiones y juegos en torno al doble. Cuando al comenzar el siglo comenzaron a estrenarse entre nosotros algunas de sus primeras películas (Gotas que caen sobre rocas calientes, Bajo la arena, 8 Mujeres) el francés François Ozon se convirtió en un director a seguir. Con sus siguientes La piscina (2003) y Vida en pareja (2004) el brillo de la revelación fue mutando en interés fluctuante ante una obra irregular, de intensidad menguada por cierto apego a los artificios narrativos y a provocar de manera superficial. En El amante doble adapta libremente un texto de Joyce Carol Oates para seguir los pasos de Chloé, una joven que, tras enamorarse de su psiquiatra, descubre (o imagina, o desea) que éste tiene un hermano gemelo. Ambos parecen representar dos caras de una moneda: reposado y protector uno, dominador y agresivo el otro. La existencia de la chica se irá complicando por más de un motivo, lo que le permite a Ozon sacar de la galera a cada momento situaciones imprevisibles. Aunque asoma hacia el final algún enigma digno de un thriller, el film oscila entre el juego dramático con connotaciones psiconanalíticas y el erotismo en ambientes elegantes. Las citas cinéfilas van y vienen, desde recordadas películas con gemelos más o menos perversos (como Pacto de amor, de David Cronenberg) hasta una combinación algo disparatada, hacia el final, de La dama de Shangai (1947, Orson Welles) con Alien (1979, Ridley Scott). Hay gatos (como en Elle, de Verhoeven), una vecina sospechosa (como en El bebé de Rosemary, de Polanski), escenas de sexo con iluminación publicitaria al estilo Zalman King (incluyendo aquí insinuaciones homosexuales) y una delectación por hacer de la protagonista una dama sufrida como en algunas películas recientes de Darren Aronofsky. Las dificultades de Chloé para confiar en los demás (“Me siento incapaz de amar” afirma) se dan de la mano con cierta curiosidad o fascinación por los gemelos y la duplicidad de las cosas, lo cual tiene una ligera explicación en el desenlace. Acompañarla en el intrincado camino de sus obsesiones puede ser entretenido sino se espera verosimilitud y se valoran los esfuerzos de Marine Vacth (joven y bella como la película de Ozon que protagonizó hace unos años, aquí hablando siempre en voz baja y escatimando sonrisas), Jéremie Renier y Jacqueline Bisset, los tres haciendo de sus personajes figuras exteriormente atractivas con sentimientos templados por el esteticismo de escenarios refinados (Chloé, de hecho, cumple un trabajo bastante pasivo en un museo de arte). En la segunda mitad de la película empieza a ser difícil reconocer a los gemelos en cuestión (interpretados por el mismo actor, por lo que vale destacar la eficacia de los efectos visuales empleados), en tanto parece facilista el recurso de mostrar a la protagonista despertando de un sueño en más de una ocasión. La endeble convicción de la historia de ficción propuesta por El amante doble se compensa, de todos modos, con los artilugios formales que despliega Ozon: fundidos mediante, una vagina se convierte en un ojo o una boca en una vagina; el primer encuentro de Chloe con su psiquiatra es resuelto con los rostros de ambos ocupando distintas porciones en el plano; hay espejos, escaleras y un sueño con dos niños gemelos plasmado con gracia. De artimañas como éstas están hechos los films de Ozon, especie de juegos para adultos a veces un poco más frívolos y otras un poco más inquietantes. Por Fernando G. Varea
Mar del Plata 2017: el cine, pasión de multitudes. En la Competencia Argentina se exhibió Aterrados (Demián Rugna), en la que un misterio sobrenatural angustia a una pareja del conurbano bonaerense, a un par de policías y a un inefable grupo de investigadores (incluyendo una especialista interpretada con autoridad por Elvira Onetto). Aunque por momentos muy conversada y apelando demasiado a sobresaltos sonoros, Aterrados entretiene, incorpora efectos razonablemente buenos y se arriesga a jugar con algo bastante atípico como la muerte de un niño. Presentada como la mejor película argentina de terror de todos los tiempos, los ejemplos con los que compararse son tan pocos que no es mucho el elogio, sin que esto signifique desmerecer el profesionalismo y la pasión por el género con los que fue realizada.
BAFICI 2017: películas para celebrar y discutir. Como sus títulos de crédito, esta incursión de Rodrigo Moreno en las rutinas de una ciudad entrerriana está escrita con minúsculas. Después de un comienzo en el que la cámara envuelve, con un elegante movimiento, una majestuosa edificación mientras se escucha la música que un pueblerino interpreta en una emisora de radio local, se da paso a una mirada que pone su atención en lo pequeño y lo frágil. Moreno no busca satirizar ni idealizar las sencillas costumbres de los pobladores; sólo se detiene en gestos y detalles, que van apareciendo como en bloques, determinados por distintos ámbitos. Delectándose con los empleados que entran y salen de distintas oficinas en el interior de una dependencia oficial, o con una mano que intenta acomodar pequeñas artesanías en una vidriera, logra gags imprevistos que recuerdan el cine de Jacques Tati; colándose en las conversaciones de dos pescadores o de un grupo de risueños adolescentes, consigue extraer miradas y expresiones sinceras, en las que puede hallarse algo de esa nobleza difícil de encontrar en las grandes ciudades; acompañando a dos chicas que no paran de criticar a personas que conocen mientras circulan en moto, convierte un hecho intrascendente en un acto vital y gracioso. Algunas decisiones no parecen justificadas, como demorarse dos veces en el juego de unos jóvenes rugbiers (si bien en la segunda ocasión una pelea entre los mismos produce chispazos), aunque se evidencia, y se agradece, que el director esté todo el tiempo raspando el diamante en bruto que ofrece su material, encontrando a menudo fulgores y explotando, con el encuadre o la edición, ideas con sentido lúdico. En estos tiempos en los que casi no apartamos la vista de nuestros teléfonos celulares, el film reivindica el placer de mirar (personas, perros, calles, paisajes, lo que sea), distrayéndose incluso, sin apuro ni fines utilitarios. Fernando G. Varea
EL PROYECTO FLORIDA (The Florida Project, 2017; Dir: Sean Baker) Premiada por asociaciones de críticos de distintas ciudades del mundo e injustamente ignorada para los premios Oscar (apenas obtuvo una nominación por Mejor Actor), llega a las salas argentinas la nueva película de Sean Baker, el joven director neoyorkino que sabe mover con habilidad y frescura ciertas piezas habituales del llamado cine independiente, como lo ha demostrado en las anteriormente estrenadas Starlet (2012) y Tangerine (2015). En este caso, sobre un guión escrito junto a Chris Bergoch, sigue los pasos de una traviesa nena que habita un hotel barato junto a su joven madre. El objetivo de los guionistas es claro: en esa modesta residencia –algo así como la comunidad de El Chavo, más prolija y colorida pero con vecinos conviviendo de manera igualmente ruidosa y hostil–, junto a una madre que parece no haber abandonado aún los desplantes propios de una adolescente sin responsabilidades, la niña encuentra en los juegos con sus amigos y su fantasía un escudo a los problemas que la rodean. En un momento asoma un arco iris, en otro un improvisado festejo de cumpleaños es interrumpido por providenciales fuegos artificiales: de esa manera, sin recurrir a efecto alguno, el film roza lo maravilloso. A Baker le gusta inquietar con lo políticamente incorrecto, de hecho los chicos hablan y se mueven por la vida de manera tal que dejarían con la boca abierta a las abuelas de otros tiempos, y ni hablar de la madre, una tal Jancey (Bria Vinaite), desprolija y fumadora compulsiva, capaz de proponerle a su pequeña hija una competencia de eructos en un bar o de salir a buscar dinero sólo cuando le hace falta (y sin demasiados límites morales para conseguirlo). Desde ya, Jancey podría entenderse con los protagonistas de Starlet y Tangerine, repitiéndose aquí el retrato nervioso de personajes a veces irritantes pero más o menos queribles. En comparación con esa incómoda figura materna, resultan tranquilizadores los otros adultos, sobre todo el bienintencionado administrador del edificio (Willen Dafoe, de modales, tonos de voz y vestuario ajustados a su rol), que trabaja ayudado ocasionalmente por su hijo (Caleb Landry Jones, visto en ¡Huye! y Tres anuncios para un crimen). Por momentos, El proyecto Florida parece El mago de Oz pasado por ácido. También una fábula concebida para discutir problemas y derechos de la niñez. En este sentido, pueden objetarse algunos facilismos: es raro que la nena (por lo que come y cómo lo hace) nunca tenga un malestar, que (por las reacciones inmaduras de su madre) tampoco tenga berrinches ni que (con lo lista que es) le haga reproches. Lo bueno es lo que el director hace con este material, sorteando el peligro de que se convierta en una mera sucesión de pequeñas anécdotas: le imprime toda la gracia de la pequeña Moonee (Brooklynn Kimberly Prince, tan encantadora como hiperquinética) y sus amigos, que ríen, dialogan, lamen helados y rompen cosas como si el rodaje mismo hubiera sido, para ellos, realmente un juego. Sus ocurrencias divierten mejor que los enredos de cualquier comedia demasiado elaborada. Sin dejar de actuar, claro: hay que ver sus caras cuando se empieza a saber que el fuego que encendieron en la chimenea de una casa abandonada trajo consecuencias. Baker aprovecha, por otra parte, la singular arquitectura de la zona, encuadrando los enormes comercios con forma de fruta o cuidando la paleta de colores, como si los chicos transitaran una gigantesca maqueta, insinuando su universo de fantasía. Hay planos generales cuando se busca generar esa sensación de estar dentro de un gran espacio lúdico, así como planos en movimiento para acompañar las idas y venidas por los pasillos del complejo o los caminos aledaños. Las decisiones del director parecen siempre acertadas, salvo en un final ligeramente efectista por su combinación de música, lágrimas, personajes ajenos al complejo habitacional actuando de manera algo imprudente (no conviene aclarar de quiénes se trata) y una moraleja algo forzada. En Tangerine también había una secuencia emotiva (la de la protagonista cantando en un bar), pero era menos demagógica. Finalmente, cabe destacar que El proyecto Florida atesora un valor que suele escasear en el cine de ficción contemporáneo: crea un mundo propio, logrando que los espectadores formemos parte de él por casi dos horas. Por Fernando G. Varea
Las nueve piezas del juego. Aún siendo muy distintas, El hilo fantasma (Phantom Thread, escrita y dirigida por Paul Thomas Anderson) y ¡Huye! (Get out, escrita y dirigida por Jordan Peele) podrían ser en el futuro referentes del mejor cine de estos tiempos, así como han perdurado Barrio Chino, The Truman Show, Perdidos en Tokio y algunas otras –no muchas– nominadas al Oscar de las últimas décadas. La de Anderson tiene la singularidad de ser una película con personajes adultos atravesando conflictos de adultos, destinada a espectadores adultos. Sin que ocurran hechos demasiado excepcionales a lo largo de poco más de dos horas, mantiene la tensión con gestos y detalles: una pausa dentro de un diálogo, una mirada cariñosa o desconfiada, una expresión de fastidio, son los elementos de los que se vale para retratar a un obsesivo modisto, su hermana y una joven que se convertirá –no sin dificultades– en su esposa, en la Londres de los años ’50. La trama podría haber conducido al despliegue de lujos de vestuario y escenografía, y sin embargo los vestidos sólo importan en tanto son parte del oficio del protagonista y sus ayudantes (a propósito: qué inusual es ver gente que trabaja, y con esfuerzo, en una película de ficción consagrada por Hollywood). La secuencia en la que el hombre se introduce en una fiesta de fin de año en busca de su amada es un ejemplo de cómo aludir a un evento rebosante de oropeles con la opulencia apenas asomando, casi de soslayo. La historia de amor de El hilo fantasma está cruzada de sospechas y hasta de malicia, sin que esto provenga de un enigma policial sino de los pliegues de la complejidad de los seres humanos. Su intensidad reside en lo que sienten y dicen (o callan) los personajes centrales, pero los intérpretes que les dan vida lo hacen de manera contenida, sin ceder nunca al desborde exhibicionista: por eso mismo, cuando por excepción alguno de ellos sube el tono de voz el espectador se sobresalta. Siempre inquieto, PTA realiza esta vez un film maravillosamente clásico, sobrio en sus formas y con sigilosos homenajes a Hitchcock.
Mar del Plata 2017: el cine, pasión de multitudes. Confiando más en la elocuencia de las imágenes y en el desamparo que refleja su protagonista que en explicaciones en voz alta (respetando un medio tono atravesado apenas por una breve discusión de la chica con su madre), Invisible es una obra austera, concentrada, dirigida escrupulosamente a la vez que abierta a la polémica, por motivos que no conviene adelantar aquí. Giorgelli adopta decisiones estéticas atinadas, como dejar fuera de campo a personajes irrelevantes y componer un fondo sonoro (radio y TV encendidas, clases en la escuela) que crean un marco político-social-económico que permite completar la historia. Escuchar un bebé llorar en un colectivo o presenciar una sencilla operación en la veterinaria donde trabaja unas horas, son indicios de lo que la joven siente: de esos discretos elementos está hecho este retrato de un ser común que hace lo que puede con su vida.
The Post, los oscuros secretos del Pentágono (dirigida por Steven Spielberg sobre guión de Liz Hannah y Josh Singer), Llámame por tu nombre (Call me by your name, dirigida por Luca Guadagnino, con guión del veterano James Ivory), Lady Bird (escrita y dirigida por Greta Gerwig) y Dunkerque (Dunkirk, escrita y dirigida por Christopher Nolan) son películas estimables, a las que pueden objetársele algunos puntos. En The Post Spielberg dramatiza hechos ligados a la lucha de la prensa estadounidense por la libertad de expresión en los años ’70, con tal astucia que resulta un film de aventuras con héroes y villanos, metas loables, personajes forzados a adoptar difíciles decisiones (entrañable Meryl Streep) y logros de relevancia política obtenidos gracias a la fuerza de un equipo. Es un film vital, más allá de su verborragia y de que (al igual que ocurría con Spotlight, el film de Tom McCarthy ganador del Oscar tres años atrás) lleva a preguntarse si Hollywood abordará alguna vez el poder de los grandes diarios al servicio de algo turbio. Llámame por tu nombre y Lady Bird son películas sobre el crecimiento: sus protagonistas son adolescentes que maduran en medio de dudas, deseos y obstáculos, con la familia como marco ineludible. En Llámame por tu nombre se trata de un pibe que se siente atraído por el joven ayudante de su padre, en un verano de 1983, mientras disfruta de soleadas jornadas en la casa de campo familiar. La película juega sagazmente a despertar sensaciones de frescura y sensualidad, con la ayuda de una cálida fotografía y envolventes paneos. Hay planos en los que los personajes asoman en un costado o yéndose, como si tras la cámara hubiera alguien mirándolos sin invadirlos. La ambigüedad sexual de la pareja en cuestión y los gestos de indiferencia o resistencia que complican la relación conducen al film por carriles bastante imprevisibles: la espera, la inquietud, el descubrimiento, desvelan a los personajes y son los estados de ánimo que importan en Llámame por tu nombre. Entre los problemas de la película de Guadagnino están su música a veces melindrosa, el hecho de decorar el argumento con referencias al arte y el regodeo con ciertos placeres mundanos en esa casa (“heredada”, aclaran) que puede embelesar a los espectadores, imponiendo por sobre la melancólica historia de amor los discretos encantos de la burguesía. El progresismo, la calma y el lustre intelectual de los padres del chico de Llámame por tu nombre no los tiene, desde ya, la familia de Lady Bird, habiendo allí un primer mérito en la única película del conjunto dirigida por una mujer: se trata de gente de clase media, cuya felicidad encuentra barreras en sus necesidades económicas y encontronazos emocionales. Los vínculos de la joven protagonista con una madre poco complaciente, con una compañera de colegio y con otros personajes menores son el fuerte de esta comedia agridulce que no se pasa de lista ni señala a nadie con dedo acusador. Con algunos momentos mejores que otros, Lady Bird tiene ese brío que el cine estadounidense consigue ocasionalmente cuando sabe reunir intérpretes simpáticos y competentes (Saoirse Ronan, Laurie Metcalf), enredos bien pensados, ironías cordiales y escenas discretamente emotivas. Sin dejar de ser un cine de fórmula –incluyendo el consabido repertorio de canciones pegadizas en su banda sonora–, compensa sus convencionalismos con encanto suficiente. Por su parte, ambiciosa y potente, Dunkerque es otra muestra de la brillantez técnica y solemnidad de su director, de la que nos hemos ocupado oportunamente aquí.
Firmes candidatas a llevarse algunos de los principales premios, Tres anuncios por un crimen (Three billboards outside ebbing, Missouri, escrita y dirigida por Martin McDonagh) y La forma del agua (The shape of water, dirigida por Guillermo del Toro sobre guión escrito por el propio del Toro junto a Vanessa Taylor) cimentan su atractivo en estructuras demasiado calculadas. El film protagonizado por la gran Frances McDormand (sobre el que ya habíamos escrito aquí) manipula pizcas de drama, humor y violencia sin llegar a otra meta que la de ofrecer un divertimento intenso y eficaz, deslizando temas conflictivos mientras va desentendiéndose de los mismos. Con disposición de vodevil, empalma sorpresas sin que un sentido último las eleve hacia un fin noble. Algo similar ocurre con La forma del agua, cuyo eje parece una suerte de Amélie enamorada de uno de los humanoides de Avatar, en el contexto de la Guerra Fría en los años ’60. La gracia del film de del Toro depende de una serie de operaciones calibradas para gustar: personaje indefenso con pasado de desprotección (Sally Hawkins) enfrentado a seres malévolos (Michael Shannon) y contando con el afecto de amigos bonachones (Richard Jenkins, Octavia Spencer), un amor resistido, guiños al cine de los ’50, moralejas con consenso, persecuciones y toques fantásticos. La creación de un mundo existente sólo en la película es resultado de un trabajo minucioso y visualmente seductor, aunque concebido con un diseño artificioso que recuerda la obra de los franceses Jeunet y Caro (Delicatessen). Asimismo, el hecho de introducir al espectador en un clima de fábula puede agradecerse, pero –a pesar de algunos desnudos y momentos sádicos, característicos del cine de del Toro– La forma del agua no puede desprenderse de un aniñamiento que no tiene que ver específicamente con su carácter mágico, sino con el simplismo con el que han sido elaborados personajes, diálogos y resoluciones. Tres anuncios por un crimen y La forma del agua parecen golosinas más que películas, obras construidas con buenos materiales que brillan por separado, resultantes de un guión ingenioso y de un lustroso andamiaje estético respectivamente.
The Post, los oscuros secretos del Pentágono (dirigida por Steven Spielberg sobre guión de Liz Hannah y Josh Singer), Llámame por tu nombre (Call me by your name, dirigida por Luca Guadagnino, con guión del veterano James Ivory), Lady Bird (escrita y dirigida por Greta Gerwig) y Dunkerque (Dunkirk, escrita y dirigida por Christopher Nolan) son películas estimables, a las que pueden objetársele algunos puntos. En The Post Spielberg dramatiza hechos ligados a la lucha de la prensa estadounidense por la libertad de expresión en los años ’70, con tal astucia que resulta un film de aventuras con héroes y villanos, metas loables, personajes forzados a adoptar difíciles decisiones (entrañable Meryl Streep) y logros de relevancia política obtenidos gracias a la fuerza de un equipo. Es un film vital, más allá de su verborragia y de que (al igual que ocurría con Spotlight, el film de Tom McCarthy ganador del Oscar tres años atrás) lleva a preguntarse si Hollywood abordará alguna vez el poder de los grandes diarios al servicio de algo turbio. Llámame por tu nombre y Lady Bird son películas sobre el crecimiento: sus protagonistas son adolescentes que maduran en medio de dudas, deseos y obstáculos, con la familia como marco ineludible. En Llámame por tu nombre se trata de un pibe que se siente atraído por el joven ayudante de su padre, en un verano de 1983, mientras disfruta de soleadas jornadas en la casa de campo familiar. La película juega sagazmente a despertar sensaciones de frescura y sensualidad, con la ayuda de una cálida fotografía y envolventes paneos. Hay planos en los que los personajes asoman en un costado o yéndose, como si tras la cámara hubiera alguien mirándolos sin invadirlos. La ambigüedad sexual de la pareja en cuestión y los gestos de indiferencia o resistencia que complican la relación conducen al film por carriles bastante imprevisibles: la espera, la inquietud, el descubrimiento, desvelan a los personajes y son los estados de ánimo que importan en Llámame por tu nombre. Entre los problemas de la película de Guadagnino están su música a veces melindrosa, el hecho de decorar el argumento con referencias al arte y el regodeo con ciertos placeres mundanos en esa casa (“heredada”, aclaran) que puede embelesar a los espectadores, imponiendo por sobre la melancólica historia de amor los discretos encantos de la burguesía. El progresismo, la calma y el lustre intelectual de los padres del chico de Llámame por tu nombre no los tiene, desde ya, la familia de Lady Bird, habiendo allí un primer mérito en la única película del conjunto dirigida por una mujer: se trata de gente de clase media, cuya felicidad encuentra barreras en sus necesidades económicas y encontronazos emocionales. Los vínculos de la joven protagonista con una madre poco complaciente, con una compañera de colegio y con otros personajes menores son el fuerte de esta comedia agridulce que no se pasa de lista ni señala a nadie con dedo acusador. Con algunos momentos mejores que otros, Lady Bird tiene ese brío que el cine estadounidense consigue ocasionalmente cuando sabe reunir intérpretes simpáticos y competentes (Saoirse Ronan, Laurie Metcalf), enredos bien pensados, ironías cordiales y escenas discretamente emotivas. Sin dejar de ser un cine de fórmula –incluyendo el consabido repertorio de canciones pegadizas en su banda sonora–, compensa sus convencionalismos con encanto suficiente. Por su parte, ambiciosa y potente, Dunkerque es otra muestra de la brillantez técnica y solemnidad de su director, de la que nos hemos ocupado oportunamente aquí.
Las nueve piezas del juego. Las horas más oscuras (Darkest Hour, guión de Anthony McCarten, dirección de Joe Wright), es la típica recreación de hechos y figuras de la Historia (en este caso, el rol de Winston Churchill en la Segunda Guerra Mundial) resuelta de manera plana y con rústico criterio didáctico. Fechas sobreimpresas, exaltados discursos, frases perspicaces y predecibles textos en el desenlace (contando cómo continuaron los acontecimientos) enmarcan la rutinaria dramatización, con Churchill como una especie de showman moviéndose entre haces de luz. En cine, hay muchas maneras de hacer que los pormenores de una guerra interesen al espectador poco informado: Las horas más oscuras acude a la cómoda táctica de darle relevancia al personaje de una joven secretaria, a quien el Primer Ministro británico le explica cosas con pedagógico paternalismo. Encarnando a Churchill, Gary Oldman vuelve a demostrar que es un actor dúctil, aunque lo suyo aquí no supera los excelentes trabajos interpretativos de Timothée Chalamet en Llámame por tu nombre, Daniel Kaluuya en ¡Huye! y Daniel Day Lewis en El hilo fantasma. Argumento que poco importará a la hora de los premios, teniendo en cuenta la confusión entre actuación e imitación que suele advertirse entre los votantes de la Academia de Hollywood, así como su deslumbramiento por tics gestuales acompañados de disfraces, pelucas y maquillaje.