Imágenes cuidadas y un guión elemental para afrontar un tema complejo Como Desbordar , la revista que en los años ochenta nació de un taller de escritura y periodismo desarrollado por jóvenes psicólogos con internos de un hospital neuropsiquiátrico, este film de Alex Tossenberger ( Gigantes de Valdez ) también procura llamar la atención sobre un asunto que gran parte de la sociedad prefiere eludir: la situación en los centros de salud mental. Lo hace, precisamente, procurando recrear aquella experiencia que terminó frustrándose pero dejó valiosas enseñanzas, a través de una historia de ficción que apunta, por un lado, a exponer la penosa realidad en que transcurre la vida de los pacientes en situación de encierro, y por otro, a retratar los obstáculos que encontraron los entusiastas profesionales al proponerse experimentar caminos alternativos que modificaran el tratamiento de los internos y fomentaran su contacto e integración en el mundo exterior. Pero ni las nobles intenciones (el film busca apoyar el llamado proceso de desmanicomialización promovido por la nueva ley de salud mental y subrayar la necesidad del compromiso de toda la comunidad con ese proyecto) ni el esmero que ha sido puesto en la composición de las imágenes son suficientes cuando la estructura narrativa es tan endeble. La historia es elemental: empieza siguiendo linealmente los pasos de los tres muchachos idealistas en una veloz sucesión de escenas en las que todo o casi todo se expresa mediante diálogos escolares; la acción prácticamente no existe y los personajes no son sino portadores de frases de intención didáctica o presunto vuelo poético, y continúa después ilustrando con trazos gruesos (y bastante ingenuos) el abandono, la brutalidad y la violencia a que son sometidos los pacientes en una institución en la que todos los derechos humanos son pisoteados y donde no faltan violaciones, tráfico de órganos ni desapariciones. La ingenuidad y el trazo grueso también se manifiestan cuando se alude a la vida personal de los protagonistas o cuando se apela a ironías para exponer el prejuicio que la sociedad todavía guarda respecto de "los locos". Con personajes que responden a clichés (el joven romántico e idealista que sacrifica su vida por la causa, el siniestro paramédico/carcelero, el temible director del hospital, casi toda la galería de internos), la forzada inclusión de escenas de crudo realismo y el agregado de un epílogo que busca la emotividad pero parece sólo destinado a potenciar el mensaje didáctico, no queda mucho por destacar. Sólo el digno trabajo fotográfico de Mariano Cúneo (contrasta tanta elaboración con la elementalidad y el escaso rigor del libro y los descuidos de la puesta en escena), que se encarga de proporcionar al film un atractivo envoltorio formal.
Apuntes para el retrato de un controvertido periodista que viaja por Cuba Cuatro años de investigación, sesenta horas de testimonios grabados en Cuba y en nuestro país; un laborioso trabajo de producción para localizar, contactar y establecer encuentros con personalidades (García Márquez, Rogelio García Lupo, Ciro Bustos, Osvaldo Bayer), que podían aportar información y opiniones sobre el personaje elegido como objeto de este ensayo de biografía, más la recopilación de material fílmico ilustrativo. Todo ese empeño fue puesto por Juan Pablo Ruiz y Martín Masetti para mostrar una etapa de la vida de Jorge Ricardo Masetti, el periodista de Radio El Mundo que logró entrevistar a Fidel Castro y a Ernesto Guevara cuando combatían en Sierra Maestra; entabló amistad con el Che y tras el triunfo de la Revolución fundó la agencia de noticias Prensa Latina, para posteriormente relegar al periodista e intervenir en la lucha armada en Argelia o al frente del Ejército Guerrillero del Pueblo que en los 60 intentaría repetir la experiencia de Sierra Maestra en la selva salteña. "Sin sacar conclusiones ni caer en mero revisionismo", según han dicho; porque pensaron que la historia merecía ser rescatada del olvido y porque juzgaban que varias veces había sido maliciosamente tergiversada. "El periodista", "El Comandante Segundo" y "La revolución en la Argentina" son los capítulos del film, que tiene su contenido más interesante en material de archivo poco difundido (incluidas parte de la nota de Sierra Maestra e intervenciones de Fidel y el Che). Del protagonista sólo se esboza una imagen que destaca su talento profesional, su carácter impetuoso, su valentía, su tenacidad y su compromiso con la causa revolucionaria. Los testimonios finales resultarán interesantes sólo a quienes conocen en detalle los episodios de la guerrilla en Salta porque se refieren a hechos que se dan por sabidos, sin un relato que los ordene y les dé contexto.
Denis Villeneuve propone un viaje hacia el origen del odio en un imaginario lugar de Medio Oriente Incendies, film de sobrecogedora potencia y vigoroso impacto emocional, apunta a una coyuntura en que colisionan la tragedia familiar, el drama personal acerca de los propios orígenes y los vestigios de un sangriento conflicto político-religioso en un imaginario país de Medio Oriente. Si éste no es identificado es porque el canadiense Denis Villeneuve prefiere abstraerse de la realidad histórica -un campo minado, según suele calificárselo- y aspirar a una dimensión mítica. Las atrocidades de las guerras civiles son las mismas; similares el odio que se retroalimenta, el encarnizamiento de la lucha entre fundamentalismos, las tragedias que viven los que son alcanzados por ellas, combatientes o no. El film, que promueve la reconciliación sin ahorrar crudeza en la descripción de los enfrentamientos, intenta descubrir el origen del odio concentrándose en un caso personal. La historia -tomada de una pieza teatral del canadiense de origen libanés Majdi Mouawad- ofrece el siempre eficaz formato de una investigación detectivesca, que en este caso se duplica porque por una parte avanza del presente hacia el pasado tratando de reconstruir una vida de la que poco se sabe y por otro, se asiste paralelamente a la descripción cronológica de los hechos tal como sucedieron: la terrible trayectoria de una mujer que ha sido víctima y también verdugo, que algunos se niegan a recordar y en otros ha dejado el recuerdo de su inagotable capacidad de resistencia y el canto con que se acompañaba en las largas jornadas de cárcel, interrogatorios y torturas. Una breve escena pone en marcha la historia. Dos gemelos canadienses asisten a la lectura del testamento de su madre y se enteran que les ha dejado dos cartas que los muchachos deberán entregar a sus destinatarios en el país donde ella nació y pasó gran parte de su vida. Una es para el padre, que ellos creían muerto; la otra para un hermano mayor del que jamás habían tenido noticia. La muchacha decide viajar de inmediato: confía que esa travesía podrá ayudarla a explicar los enigmas que rodeaban a su madre y desentrañar su oscuro pasado. Su hermano la seguirá tiempo después, cuando ya la investigación haya desentrañado los primeros enigmas. Como en los films de detectives, cada paso (cada lugar de la región que los hijos visitan en busca de algún rastro o de algún testimonio sobre su madre, sobre la identidad y el paradero del padre, o sobre el destino del presunto hermano) trae una nueva revelación. El hilo se tensa cada vez más, los descubrimientos destapan otros frutos, cada vez más amargos y desgarradores, del odio, hasta que por fin se desemboca en la tragedia. Villeneuve ha hecho un admirable trabajo de adaptación. Debió encontrar una traducción visual suficientemente potente y sugestiva para reemplazar la contundencia y el lirismo de las palabras de Mouawad y contó para ello con el magnífico trabajo de la cámara, la precisión del montaje y la impresionante máscara de Lubna Azabal, cuya sensibilidad hace transparentes los mil estados extremos por los que atraviesa su personaje, del amor al odio y del martirio a la fiereza, sin ocultar tampoco sus contradicciones ni perder la coherencia a lo largo de un retrato que abarca treinta años. También son notables los desempeños de Melissa Desormeaux-Poulin y de Rémy Girard, el recordado protagonista de Las invasiones bárbaras.
Una poética meditación sobre los ciclos de la vida, en esta inolvidable película de Michelangelo Frammartino Un film sin actores, sin música, sin diálogos; un film que prescinde de cualquier convención de género, que trabaja sobre un terreno semidocumental pero se permite las libertades de la ficción; que se desentiende de la concepción antropocéntrica de cualquier cuento hasta casi suprimir la presencia humana, y sobre todo, una obra que pide al espectador un esfuerzo de atención, una participación a la que nos hemos desacostumbrado, ejercitados como estamos en un cine que nos lleva de la mano y nos entrega todo procesado como a criaturas incapaces de valerse por sí mismas. No se trata de tener que descifrar complejas construcciones intelectuales, sino todo lo contrario: lo que hace falta es una mirada pura, una sensibilidad abierta -el detalle, todos los detalles son aquí significativos-, una percepción pronta para captar y saborear en toda su hondura lo que las maravillosas imágenes de Michelangelo Frammartino transmiten y sugieren acerca del incesante espectáculo de la vida, del hombre y su vínculo con la naturaleza. En los términos más simples y puros, sin asomo de presuntuosidad. Y con un sentido plástico y una coherencia narrativa capaz de tejer los hilos de una ficción sin otros recursos que el admirable empleo de una banda sonora en la que las palabras apenas se perciben como rumores ininteligibles y predominan los ruidos de la naturaleza. Primer acierto: el realizador milanés buscó para esta meditación poética el mundo arcaico de un remoto pueblito de la Calabria. El título (y la idea) provienen de un concepto atribuido a Pitágoras según el cual hay cuatro vidas en cada ser: mineral, vegetal, animal y humana. La estructura es muy simple y adhiere a la idea de lo cíclico: empieza con un gran horno en el que se obtiene carbón de leña, sigue con el trajinar cotidiano de un viejo pastor que confía en que los poderes del polvo que recoge en una iglesia servirán para curarle la tos que lo atormenta. La muerte de éste coincide con el nacimiento de una de sus cabras, que pasará a integrar el rebaño de otro pastor, hasta que un día pierda contacto con sus congéneres y tras mucho deambular termine encontrando refugio bajo un árbol enorme, el mismo que algún tiempo después será derribado para celebrar un rito de origen pagano y más tarde convertido en leña. Conviene aclarar que el esfuerzo de atención que la película pide ("el film existe sólo gracias a la decodificación del público", dice el director) tiene su muy generosa compensación: esta historia con sucesivos y heterogéneos protagonistas (un anciano, un perro, una cabra, un árbol) proporciona emoción, humor, considerables dosis de ironía y un inusual vuelo poético. Además de un plano secuencia inolvidable no por su alarde de virtuosismo sino por la riqueza de su síntesis, fruto sin duda de una escrupulosa elaboración.
Allen vuelve a Manhattan y a sus obsesiones, pero en tono optimista De vuelta en casa. Después de cinco años, Woody Allen regresa a Manhattan, a sus obsesiones y a su humor inconfundible; a su mundo personal, en fin. No trae demasiadas novedades, pero hay otra frescura en su mirada, algo del tono armonioso y amable de sus viejas comedias y un soplo de optimismo en el espíritu: concluye que si la vida es como es, si el azar cuenta de manera tan decisiva en ella, el secreto está en disfrutar de cualquier amor que pueda entregarse o recibirse, cualquier felicidad, cualquier instante de gracia? siempre que funcione. Este retorno al modelo de comedia de otros tiempos tiene su explicación: Whatever Works proviene de un guión que Woody había escrito en los setenta para Zero Mostel, fallecido en 1977. Ahora, el papel de Boris Yellnicoff, el físico misántropo, gruñón, obsesivo, pedante, pesimista y aprehensivo que estuvo a punto de ganar el premio Nobel (según dice) y se gana la vida enseñándoles ajedrez a sus maltratados alumnitos, le fue confiado a Larry David, figura emblemática del humor judío en Nueva York. La elección puede haber sido acertada dada la minuciosa composición que David hace de este nuevo álter ego de Woody Allen (alejada de cualquier imitación), si bien tanta convicción en la pintura del personaje puede producir, por lo menos en la primera parte del film, más rechazo que gracia. Es él quien abre el relato en plena reunión de amigos y en seguida derrumba la cuarta pared para dirigirse al espectador, con lo que prueba que es -como suele decir- "el único que ve el cuadro entero". El autodenominado genio ha fracasado en su matrimonio (y en el ulterior) intento de suicidio, pero un día se cruza en su camino una chica ingenua e ignorante recién llegada de Mississippi (Evan Rachel Wood, encantadora y buena comediante) y le pide un bocado y un refugio. Contra lo que podría suponerse, consigue, de a poco, bastante más: que el hombre se convierta en su profesor Higgins y que la admiración que le despierta por su sabiduría (ella incorpora todas sus enseñanzas, aunque mantiene su fe en el mundo), se transforme en afecto. En el cine de Allen abundan los amores entre hombres maduros y jovencitas. Pero cuando todo empieza a volverse reiterativo y las sentencias (a veces muy graciosas) del protagonista amenazan con apoderarse de todos los diálogos y estancar la acción, irrumpen en escena los padres (divorciados) de la muchacha, a quienes el aire permisivo de Manhattan parece impulsar a despojarse de caretas, asumir sus verdaderas personalidades y adoptar bruscos cambios. Con ellos (con Patricia Clarkson y Ed Begley Jr.), el film se vuelve farsesco y gana en vitalidad y diversión. Todo el elenco se contagia, y como otras veces Woody se da el gusto de premiar a sus personajes manipulando un poco los designios del azar. No será su mejor comedia ni hará cambiar de idea a quienes están anunciando desde hace años su decadencia. Pero se sale del cine con una sonrisa.
Un caso real, el de Valerie Plame, recreado en un thriller eficaz Pocos casos más representativos de la manera en que el gobierno de George W. Bush manejó la política respecto de Irak que el de Valerie Plame, la agente encubierta de la CIA especializada en misiones contra la proliferación de armas nucleares, cuyo nombre estuvo involucrado en un escándalo de vasta repercusión mediática. Cuando su informe sobre la inexistencia de un programa nuclear en aquel país fue ignorado por las autoridades, y su marido, el ex embajador norteamericano en Irak Joe Wilson, que también había llegado a similar conclusión tras cumplir una gestión oficiosa para la CIA, denunció en The New York Times los falsos argumentos de Bush para justificar una guerra contra Saddam. Desde la propia agencia, y con la intención de desacreditarlo, se reveló en la prensa la verdadera identidad de su mujer y se sugirió (o algo más) que era ella quien lo había enviado al país que presuntamente había vendido uranio a Irak. Total, que la pareja no era confiable. Doug Liman ( Identidad desconocida , primera aventura de Jason Bourne), y los hermanos Butterworth, sus libretistas, se suman a la revisión (no demasiado incisiva) del pasado reciente y recurren a las fuentes directas -Wilson y Plame, y los libros que ellos publicaron- para reconstruir el caso, pero conservando la doble mirada: por un lado, la cuestión pública, recreada con el nervio y la precisión de un thriller que acierta en la síntesis (la historia ha sido necesariamente reducida) y hace lo imposible por evitar clichés, aunque pudo haberse ahorrado el discurso final, y por otro, el conflicto conyugal que se desata como consecuencia. Los dos protagonistas, ambos pintados como verdaderos paradigmas de la honestidad cívica y el compromiso con la verdad, tienen reacciones opuestas: la mujer, que de un día para el otro pierde todo, incluida su vida profesional íntegra y buena parte de su mundo personal, opta por la reclusión y el silencio y se muestra quizá exageradamente sorprendida y desencantada por el trato que ha recibido de la CIA; puede suponerse que en tantos años como agente secreto habrá aprendido que el juego no siempre es límpido y las lealtades son bastante inestables. El hombre, en cambio, se rebela y se expone en la calle y en los medios; está empeñado en librar una batalla contra la Casa Blanca sin evaluar el poder del rival. Por supuesto, el matrimonio tambalea. Liman consigue establecer cierto balance entre el conflicto humano y el thriller de tema político. Y si alguna flaqueza se hace notoria en los diálogos, ahí están los excelentes Naomi Watts y Sean Penn para apuntalarlos con su convicción. Es probable que el actor haya disfrutado de pronunciar muchas de las frases que el film dedica a Bush y a sus partidarios.
Es la misma historia de siempre contada de otra manera, dice Alberto Laiseca en una de las numerosas oportunidades en las que aparece en cámara, dueño y señor del relato, para conducirlo, comentarlo, incorporar sus acotaciones ácidas, maliciosas y a veces cáusticas, y para regocijarse en la comprobación de que las criaturas de ficción que ha sometido a una curiosa prueba corroboran con sus conductas el acierto de su desencantado diagnóstico sobre el mundo. Basta que un diablo -o algo parecido- meta la cola para que el hombre -en este caso, un argentino mezquino y mediocre, pero el juicio le cabe al ser humano en general, según se ve sobre el final- saque a relucir sus bajezas y miserias. Para contar de otro modo "la historia de siempre", es decir, la historia de esa pequeñez irremediable, se recurre a un componente fantástico: un ser inmortal; alguien que hace muchos siglos fue mercader en Marruecos y adquirió esa insólita condición al ser alcanzado no por uno sino por dos rayos sucesivos. En su eterno peregrinaje por el mundo, el cínico caballero de acento español (Eusebio Poncela) llega a Olavarría, "un lugar donde no pasa nada", e irrumpe en la vida del más gris y desdichado de sus habitantes para proponerle un extraño acuerdo que no le llevará más de cinco minutos de su existencia real, el tiempo de ir hasta un quiosco y volver a casa. Le dará una montaña de dólares a cambio de que viva otra vez diez años de su vida, a su elección. Sin que el guión le proporcione excesivo ingenio, Ernestito (un excelente Emilio Disi) volverá a su juventud y aun a su infancia, lo que justificará que haya guiños irónicos o burlones sobre la historia reciente del país, mientras en la mirada de Laiseca, Cohn y los Duprat la pintura de los personajes se hace más negra y más cruel. Más allá de lo discutibles que puedan resultar las ideas del film y el lugar desde donde se las enuncia, esta nueva obra de los autores de El hombre de al lado se resiente sobre todo por el formato elegido: lo narrado verbalmente se impone sobre la acción y muchas veces confina a las imágenes (plásticamente impecables) a una función apenas ilustrativa. En tales condiciones, se amortigua todo lo que la propuesta del viajero inmortal (y del cuento) podía tener de provocativo.
Fatih Akin cambia de registro con un film sabroso e inteligente Después de la sombría Contra la pared y de la conmovedora Al otro lado , Fatih Akin cambia de registro, lo que no quiere decir que abandone del todo algunos de sus temas. Aquí también hay quienes buscan definir su identidad y encontrar su lugar en el mundo (o más bien defenderlo); quienes aprenden a reconocerse entre sus pares para desechar la soledad y sobreponerse a la hostilidad de afuera; quienes conviven como pueden en la mezcolanza de nacionalidades, lenguas y culturas típica del mundo globalizado. El tono, claro, es mucho más ligero; tanto que las dificultades, que se presentan a cada paso, no conducen al drama sino a la risa, y el ánimo con que se abordan las cuestiones de cada día es siempre celebratorio, aunque a veces lo que pase sea tan grave como la ruina económica, un desalojo intempestivo o la deserción de una novia que se fue a China por trabajo y terminó cambiando de pareja. Nadie dirá que Cocina del alma es la mejor película del talentoso realizador germano-turco. Pero sí es posible afirmar que es la más divertida. Que a pesar de su apariencia caótica (un caos cómico, se entiende) está concebida con tanta escrupulosidad como sus obras anteriores. Que mezcla en sabias proporciones la gracia alocada, el calor humano, los personajes extravagantes, el ánimo optimista y la vitalidad de una screwball comedy . Y que buena parte de su encanto reside en la sensibilidad con que Akin recrea un modo de vida que conoció de cerca cuando, de joven, fue camarero, portero o disc jockey en locales nocturnos. Soul Kitchen es un boliche-galpón de la zona portuaria de Hamburgo, en torno de cuyo dueño -un inmigrante griego- se concentra una tribu heterogénea en la que caben desde una novia políglota hasta un chef fundamentalista y un hermano jugador que está en libertad condicional y al que conviene vigilar de cerca, además de una clientela que va y viene según se lo sugiera el menú y o el responsable de la música. El problema -uno de los muchos que tienen al protagonista siempre al borde del ataque de nervios- es que el futuro del local tambalea por culpa de la especulación inmobiliaria y de algún ex compañero rápido para los negocios y para aprovecharse de la credulidad ajena. El tema le da a Akin para bromear un poco con el suspenso y el policial. Pero basta detenerse un poco en cada incidente de los muchos que mantienen la marcha de la historia para entender que no son apenas excusas para el chiste y que están estrechamente ligados a los sentimientos de los personajes. Se repare o no en ese espesor que el film -felizmente- se exime de subrayar, Cocina del alma brindará lo mismo una hora y media de sabroso (e inteligente) entretenimiento, música seductora (con predominio del soul) y la no tan frecuente experiencia de disfrutar de un elenco que siempre acierta con el tono justo de la farsa y sabe divertirse tanto como divertir a los demás.
Documento sencillo y noble sobre un tren-hospital que recorre el Norte Lo llaman tren, y su arribo es ansiosamente esperado en las pequeñas localidades del Norte hasta donde llegan las vías del ferrocarril Belgrano Cargas, pero en realidad son apenas tres vagones acondicionados para funcionar como un hospital pediátrico ambulante, totalmente equipado para prestar atención sanitaria gratuita en comunidades carecientes en las que muchas veces no hay ni hospitales ni salas de primeros auxilios ni médicos con residencia permanente. Hace treinta años que la Fundación Alma puso en marcha esta iniciativa con el indispensable apoyo de profesionales voluntarios: médicos clínicos y pediatras, odontólogos, técnicos radiólogos y de laboratorio, enfermeros, trabajadores sociales. Gente solidaria, en fin, que no lleva solamente remedios, vacunas, conocimiento, apoyo moral o palabras de cariño, sino también un poco de esperanza. Su sola presencia probablemente hará sentir a los pobladores -los de Pampa Blanca como los de tantas otras comunidades, de Jujuy a Santa Fe y de Tucumán a Formosa- un poco menos olvidados. El film describe el viaje del Tren Alma a la localidad jujeña y la labor de los voluntarios, que deben vérselas con cuadros que revelan la pobreza endémica -de la desnutrición a la tuberculosis o el mal de Chagas- y hacen lo imposible por transmitir nociones elementales sobre el cuidado de la salud, pero también entra en las viviendas de los vecinos, presta oídos a sus historias, da testimonio de la postergación y el abandono que padecen y de la insuficiencia, o la franca ausencia, de acción estatal. Las voces y las imágenes que recoge Fito Pochat en este film sencillo pero noble son suficientemente elocuentes; no hacen falta discursos ni subrayados melodramáticos. No los hay. Tampoco se pinta como héroes a estos voluntarios que a veces se desaniman al pensar que sus esfuerzos son casi tan insuficientes como combatir un incendio con un vaso de agua. Tal vez los sostenga la idea de que otros esfuerzos pueden sumarse. Quizá también recuerden la respuesta que -según se cuenta- la Madre Teresa le dio al periodista que en la apertura de uno de sus comedores le cuestionó: "Pero aquí sólo alcanza para 300 chicos?". "Sí -le dijo-, éstos son mis 300 chicos. ¿Dónde están tus 300?"
La amistad más inesperada Un ogro buenazo, ingenuo e iletrado al que la vida no le ha dado sino desdichas, si se descuenta a la bella conductora de ómnibus que -misterios del carisma- está enamorada de él. A pesar de su tamaño, o por causa de él, Germain siempre recibió las bofetadas. A su padre no lo conoció, de chico era objeto de burla de sus maestros y compañeros (como de grande lo es, a veces, de sus amigotes del boliche) y su madre, verdadera bruja, disfruta hasta hoy de humillarlo en cuanto se le presenta la oportunidad. Con todo, el hombre conserva el carácter afable, es generoso y solidario y manso como las palomas que le gusta observar en el parque. Así, transparente, se muestra cuando conoce a la anciana de 95 años, delicada, serena, viajada y culta, que, libro en mano, aparece un día en su vida y empieza a regalarle lecciones sobre la literatura y la vida. Lecciones que son retribuidas por el discípulo; también él, con sus limitaciones y sus carencias afectivas, tiene cosas que enseñarle a su nueva amiga. Es casi analfabeto y algo torpe, pero no le falta inteligencia. Germain es un personaje ideal para que Gérard Depardieu pruebe que su glotonería interpretativa (ha llegado a filmar diez films en un año, y ya se acerca a los doscientos títulos) no le ha restado ni pizca de talento. Margueritte lo es para que pueda disfrutarse del fresco encanto de Gisèle Casadesus y de su sólido oficio. Y toda la fábula, como le gusta al veterano Jean Becker, es también ideal para sensibilizar al espectador y prepararlo para que un final feliz le deje en el ánimo una sensación de bienestar. Aunque los mecanismos que administran los recursos de la comedia sentimental queden al descubierto. Cineasta a la antigua, Becker atiende a los diálogos y al desempeño de los actores (los principales y los que conforman el pintoresco cuadro provinciano) y en lo formal no se aparta de la tradición. Eso sí, en busca de emoción, carga las tintas del melodrama más de una vez (especialmente en la subtrama relacionada con la madre, una caricaturesca y divertida Claude Maurier, y en el desenlace de la historia de Margueritte), y no se preocupa por enriquecer con algunos matices a personajes tan monolíticos como los que le propone la novela de Marie-Sabine Roger. La literatura (Albert Camus, Romain Gary, Luis Sepúlveda) se incorpora bastante fluidamente en el relato, pero se vuelve redundante en el final que Depardieu recita en off.