Adam Sandler y Jennifer Aniston, en una desorientada remake de Flor de cactus Una alianza en el dedo anular le sirve de escudo al doctor Danny, el cirujano plástico que de muy joven sufrió una humillante decepción cuando estaba a punto de casarse y ha desarrrollado una exagerada fobia al compromiso, aunque sin perder el deseo de conquistar a cuanta señorita de buena presencia se ponga a tiro. El anillo avisa que se trata de un hombre casado, dato que, con el agregado de algún cuento acerca de su presunta desdicha matrimonial, resulta irresistible para ellas y le asegura una aventura fugaz con inmediata fecha de vencimiento. Por lo menos con mujeres tan huecas y poco despiertas como las que pinta este film misógino (a veces también homofóbico), que quiere ser picaresco, aunque le falta ingenio y que sólo en contadas ocasiones acierta con el tono de comedia cómico-romántica que pretende ser. El conflicto se produce cuando a Danny el escudo le falla, deja que su corazoncito flaquee ante la joven Palmer (chica de tapa de Sports Illustrated ) y para no perderla deba responder a la farsa de su fallido matrimonio (y sus dos hijos). Por suerte para él, su secretaria de siempre (que quizá lo ama en secreto) toma el papel de la ex y le presta a sus crías, que son -claro- modelo Hollywood. Más tarde, y por razones que cuesta entender, todos se mudarán a Hawai y entrará en escena Nicole Kidman. Lejanamente basada en el guión de Flor de cactus , escrito por un maestro como I.A.L. Diamond, que a su vez se inspiró en una comedia de los especialistas franceses Barillet y Gredy, esta remake del viejo éxito con Walter Matthau e Ingrid Bergman no es exactamente una relectura sino una desorientada adaptación que anda a la deriva entre la comedia romántica y el humor para la edad del pavo, intenta el diálogo chispeante y rápido de la sitcom en un formato de casi dos horas, intercala chistes de inodoro y por si acaso también añade un toquecito sentimental. Termina pareciéndose a una larga improvisación a cargo de artistas no muy inspirados. A Adam Sandler y Jennifer Aniston (el doctor y su secretaria) no les cuesta nada repetir sus personajes habituales. Brooklyn Decker asume el papel que consagró a Goldie Hawn, pero sólo luce su figura. Nicole Kidman sonríe, dice maldades y menea las caderas vestida de hawaiana. Nada que vaya a enriquecer su currículum.
Shana Feste ha contado que ingresó en la carrera de guión de la Universidad de Los Angeles sólo para ver más seguido a su novio, que estudiaba allí por vocación. Pero al final el destino dispuso otra cosa: a él lo desaprobaron, a ella no, y esa brusca alteración de planes dejó dos consecuencias: el noviazgo terminó y Shana se volvió profesional: Prueba de amor , su debut como realizadora y guionista, muestra que su objetivo principal es enrojecer los ojos de sus espectadores y promover el consumo de pañuelos; que en las aulas aprendió los trucos para lograrlo y a no poner límites a su afán manipulador. Esta especie de réplica de Gente como uno , que se supone gira en torno al tema de la pérdida, es toda una colección de lugares comunes que suelen ser eficaces para ablandar corazones pero aquí fracasan porque quedan demasiado en evidencia. Ni siquiera un elenco de comprobada solidez (excluyamos a Pierce Brosnan, que apenas pone oficio) logra hacer verosímiles las situaciones que Feste ha imaginado para describir el comportamiento de los padres, el hermano y la novia del muchacho muerto en un accidente apenas comienza la proyección. Sólo la chica, que estaba a su lado e increíblemente salva su vida (y la del hijo que sin saberlo lleva en su vientre), parece reaccionar con alguna normalidad. Los demás no saben qué hacer con la pena: el padre prefiere olvidar todo, pero pierde el sueño; la madre se despierta de noche y grita por los pasillos "¿dónde está mi hijo?", el hermanito actúa como si nada le importara pero se hunde en el sopor de las drogas. Todo se complicará cuando la novia, que no tiene adónde ir, aparezca en la casa con la noticia del embarazo y sea hospedada allí aun con alguna reticencia. Al final, claro, todo retomará su cauce tan naturalmente como la acción manipuladora de la directora lo decida. Pero para llegar a eso, claro, hay que atravesar una sucesión de escenas dramáticas que nadie, ni los actores, puede creer, por mucho que Susan Sarandon y Pierce Brosnan se enreden en una competencia a ver quién hace más visible el sufrimiento ni por mucho que Carey Mulligan ponga en juego su transparencia y su carisma (ella justifica la generosa calificación). El esfuerzo que Shana Feste hace para alcanzar la sensiblería es casi conmovedor, pero vano
La atrocidad de los nazis, en la mirada de una niña de ocho años Para su pulcra reconstrucción de una página negra de Italia durante la Segunda Guerra Mundial -la masacre de Marzabotto, en septiembre de 1944, cuando los nazis asesinaron a casi 800 civiles de una comunidad agrícola de los Apeninos-, el boloñés Giorgio Diritti adopta el punto de vista de una chica de 8 años y decide iniciar la historia algunos meses antes del trágico episodio para que la visión se complemente con la descripción de las duras condiciones de vida de los campesinos y las vivencias personales de la protagonista, Martina, que ha perdido el habla a causa de la muerte de su hermanito y ahora espera con ansiedad al otro que está por llegar. El del título de resonancia cristiana. Por el ambiente y por su estructura coral (no tanto por su cohesión narrativa ni por su vuelo poético), esa primera parte remite a El árbol de los zuecos , de Ermanno Olmi, aunque aquí también se cuelan los ecos de la guerra, en el apoyo que el pueblo brinda a los partisanos y los enfrentamientos crecientes entre éstos y las tropas de la SS. La participación como intérpretes de habitantes de la zona y el uso del dialecto boloñés aportan autenticidad al retrato, centrado en la familia de Martina. Ella sirve de tenue enlace entre las pequeñas estampas que morosamente van detallando la dureza de las tareas del campo, las penurias que pasan los colonos y la amenaza de una guerra cada vez más cercana. Tales estampas -desarrolladas con visible esmero formal- son ilustrativas y en algunos casos muy bellas, pero no siempre logran ensamblarse narrativamente ni definir más que de forma somera a los personajes más próximos a la protagonista: sus padres, una tía que ha vivido en la ciudad y la abuela matriarcal. Los partisanos aparecen, en cambio, bastante desdibujados. El brutal desenlace, al que se arriba tras un sostenido crescendo -las incursiones de los nazis se hacen cada vez más frecuentes y violentas-, está impecablemente filmado, como casi toda la película, pero no alcanza a transmitir el verdadero horror de la matanza. Quizás el temor a cargar las tintas o su atención a la composición plástica llevó a Diritti a atenuar la intensidad de su ficción histórica en un proceso casi esterilizador, perceptible sobre todo en algunas elecciones de la banda sonora -ciertas partes corales, las imágenes mudas de la masacre-, y en la mirada distante que suele adoptar la cámara. El impacto procede de la propia historia: es un cuadro que golpea, pero se dirige más al cerebro que a la emoción. Son decisivos los aportes de Roberto Cimatti (fotografía) y de la bella y expresiva Greta Zuccheri Montanari como Martina.
Belleza visual y buenos actores en la versión de una novela de Kazuo Ishiguro Muchos guionistas suelen caer en este tipo de equívocos frente a la obra de un autor que admiran: al abordar una adaptación cinematográfica terminan confundiendo respeto con solemnidad. A Alex Garland puede haberle sucedido algo así con esta novela de Kazuo Ishiguro, con el agravante de que Mark Romanek, el director del film, está más interesado en la composición de las imágenes que en la interioridad de los personajes, precisamente donde el escritor ha puesto el acento para plantear sus interrogantes sobre el ser humano y su destino. En el film hay más seriedad que vida, más solemnidad que compromiso, más distancia que emoción, si bien es cierto que el raro clima melancólico, angustioso a veces, se ajusta a la inquietante historia que propone la novela. Nunca me abandones , que algunos han catalogado como de ciencia ficción, aunque su autor prefiere considerarla una ucronía, regresa al pasado y parte de un "¿Qué hubiera sucedido si..?" para imaginar un revolucionario avance de la ciencia y contar la extraña historia de tres seres directamente afectados por él, desde sus años escolares en un internado exclusivísimo de la Inglaterra de los cincuenta hasta que cumplen con el destino que les ha sido asignado. Son criaturas especiales y se las ha preparado para que sirvan a la humanidad. No diremos más. Aunque la película, como la novela, va revelando desde muy temprano en qué consiste esa singularidad, y no es ése un enigma que el relato utilice para alimentar suspenso, es preferible respetar el modo gradual que ha elegido el autor para informar sobre la condición de los personajes. El relato está dividido en tres capítulos enlazados por la evocación de Kathy, la protagonista, desde un presente situado en 1994. Ya desde la infancia, ella está interesada en Tommy, pero el muchacho es demasiado débil para resistirse a los avances de Ruth, la otra chica. Con el tiempo será un cambiante triángulo amoroso -tan reservado y contenido como cabe entre británicos-, a cuyas alteraciones se asistirá en los dos siguientes capítulos, correspondientes a otras tantas etapas de la evolución prevista para ellos y al modo en que cada uno las experimenta. Si Romanek seduce con su preciosismo y sus sugestivas, taciturnas atmósferas, también impone un distanciamiento que vela tanto el efecto dramático como la desolada poesía que pide el relato, intrigante y bien interpretado, pero difícilmente conmovedor. La emoción, en todo caso, proviene de Carey Mulligan, Andrew Garfield y Keira Knightley, los admirables protagonistas, y del resto del elenco, en especial los tres actorcitos que representan los mismos papeles en la infancia.
Jason Statham hereda un papel que fue de Charles Bronson El mecánico fue, en su origen, uno de esos thrillers de acción que Michael Winner ponía al servicio de Charles Bronson: en ese caso, era un asesino a sueldo que se tomaba muy en serio su profesión, un perfeccionista que cumplía cada una de sus misiones con obsesivo detallismo, aplicando a cada caso una técnica diferente como para que sus asesinatos no aparecieran como tales sino como muertes naturales. Asesino a precio fijo (que así se llamó entre nosotros el film de 1972) le confería cierto refinamiento jamesbondiano a este tipo solitario e implacable, de pocas palabras, menos amigos y ninguna emoción visible, salvo cierto aire de tristeza o de dolor, quizá porque se veía cerca del retiro o porque conservaba alguna conciencia de sus actos. Más joven, el nuevo mecánico Jason Statham no parece padecer similares angustias, aunque también decide renunciar, como el otro, al protagonismo exclusivo, adopta un discípulo joven y le enseña todos los secretos del oficio sometiéndolo a un duro adiestramiento con vistas al trabajo en equipo. Es tarea muy bien remunerada por una turbia pero poderosa organización que en este caso señala blancos como un pedófilo disfrazado de pastor o un capo colombiano del narcotráfico. Casi todo el ingenio de los autores del film está puesto en las técnicas que el protagonista idea para concretar cada misión. Si hace cuarenta años Winner no supo aprovechar del todo la parte más interesante del guión de Lewis John Carlino (la relación entre el sicario y su alumno, la sorda tensión que hay entre ellos desde el principio y con sobradas razones, y su consecuente e inesperado final), Simon West la descarta casi por completo (incluso ha cambiado el desenlace, que ahora parece algo torpe) y reduce al mínimo el hilo argumental para concentrarse en la acción, que conduce con buen ritmo, montaje nervioso y generosas dosis de violencia. Buena parte de éstas provienen del personaje de Ben Foster, el discípulo, que es en realidad asesino por vocación (véase la escena en que descarga su ira sobre un ladrón de autos) y carece de la frialdad necesaria para emular a su metódico instructor y resultar un socio a la altura de su profesionalismo. Como thriller, El mecánico no trae demasiadas novedades. Es, básicamente, un ultraviolento producto de acción adaptado a la medida de Statham, y en ese sentido puede decirse que cumple más o menos eficazmente con lo que un aficionado al género esperaría de él.
Agridulce fábula búlgara sobre la identidad y la memoria perdidas Esta historia del muchacho búlgaro que de chico escapó con sus padres de la dictadura de su país para instalarse en Alemania, y cuyo regreso al pueblo natal veinte años después se ve imprevistamente trunco por un accidente que lo deja huérfano y amnésico, podría sugerir una lectura alegórica: aunque voluntariamente, también perdieron la memoria de ese pasado muchos disidentes que se vieron obligados al exilio. Pero en un plano más próximo está la historia humana, personal. La del muchacho sin pasado que aparece un mal día en una cama de hospital sin saber siquiera su nombre, y sobre todo, la del abuelo -el rey del backgammon, un prócer para todos en su pueblito búlgaro, un ídolo para el nieto al que contagió la pasión del juego y un sospechoso para los vigilantes del régimen que sabían de sus rebeldías-, que al enterarse del accidente vuela a Alemania con la intención de llevarlo de vuelta a Bulgaria, ayudarlo a recuperar la identidad y las raíces y darle (sobre una ética inspirada en la estrategia del backgammon) las armas para que pueda elegir su propio camino en la vida. En el país donde nació, en el que se educó o en donde él decida. El largo viaje que comparten (en tándem) es de formación, pero también aviva los recuerdos, de modo que el film va y viene continuamente en el tiempo para intercalar, en medio de la acción actual, escenas que reconstruyen la historia del muchacho y sus padres, desde la sencilla vida pueblerina, la obligada fuga y la penosa condición de los refugiados hasta los vínculos solidarios que se crean en la adversidad. Este doble eje narrativo amplía la anécdota, pero muchas veces produce dispersiones y alteraciones de tono que la muy académica dirección de Komandarev no consigue dominar del todo. El film, que apunta a la emoción y no siempre evita la apelación sentimental y el exceso de azúcar, tiene dos atractivos principales: uno, su belleza visual, debida tanto a los espectaculares paisajes europeos como a la estupenda fotografía de Emil Hristov; el otro, la presencia del carismático Manu Manojlovic como el abuelo afectuoso, enérgico, vivaz y travieso que conoce el valor de los placeres de la vida y enseña a disfrutarlos con la misma pasión con que transmite los secretos del backgammon. Gracias a la palpitante humanidad que le confiere el actor serbio (recordado intérprete de Underground y Como barril de pólvora) , el personaje se convierte en el verdadero protagonista del film y compensa en parte sus altibajos.
Clima cálido y risueño en la historia de un vínculo promovido por el azar La idílica escena del comienzo, con una dulce parejita china a punto de sellar su compromiso matrimonial a bordo de una pequeña embarcación y en medio de un lago, dura poco y termina con una insólita maniobra del azar. De este otro lado del mundo, la aventura que alterará la vida del eternamente malhumorado ferretero Roberto también es obra del azar, pero no tan inusitada: al fin y al cabo, que un recién llegado resulte víctima de la viveza de algún nativo no es un caso demasiado infrecuente. Claro que este timado es chino, está solo, no habla otra lengua que el mandarín y no tiene un peso ni idea de qué hacer. Hasta un tipo tan hosco e intratable como Roberto sería incapaz de abandonarlo a su suerte, así que no tiene más remedio que llevárselo a casa. Mañana lo acompañará al consulado o la embajada y ellos se harán cargo, piensa. Pero no todo resulta tan sencillo. De a poco, la convivencia se prolonga, con todas las complicaciones que el diálogo imposible y las diferencias culturales pueden acarrear. Cuando éstas (y algunas otras producto del carácter del protagonista, del forzoso tambaleo de sus rutinas indeclinables o del insistente revoloteo de una enamorada que vino del campo dispuesta a conquistarlo) son tomadas en clave de humor, el film acierta gracias al ingenio que hay en los diálogos, al tono amable que envuelve las situaciones y, sobre todo, a la presencia de Ricardo Darín, capaz de resultar simpático (y transparentar alguna nobleza de carácter) aun cuando compone un personaje de tan mala onda como éste: cuestión de carisma, claro, pero también de talento. De su lograda creación depende buena parte del atractivo del film, aunque en general todo el elenco (el taiwanés Ignacio Huang y la siempre expresiva Muriel Santa Ana en especial) se suma al clima cálido y ligeramente risueño que Borensztein supo imponer en gran parte del film. Tal vez por eso suenan tan poco convincentes los apuntes más dramáticos, sobre todo los que tienen que ver con una justificación de la misantropía del personaje central, que resulta postiza e innecesaria. Esos tramos, como los que sobre el final hurgan en el pasado del chino e intentan señalar ciertos dramas comunes que hay entre los dos personajes explican menos sobre el vínculo que se establece entre ellos que las puntuales y sencillas observaciones apuntadas a lo largo del relato, que hablan con elocuencia de cómo el fortuito encuentro terminará cambiando la vida de los dos.
La guerra vivida desde el encierro en un tanque, en un film premiado en el último Festival de Venecia "El hombre es acero; el tanque es sólo hierro", dice la leyenda pintada en el tanque dentro del cual la cámara se instalará por una hora y media (y nosotros con ella) para registrar de cerca los tormentos físicos, psicológicos y morales de cuatro conscriptos israelíes en peligro de muerte. Estamos en 1982: es el primer día de la guerra del Líbano y los cuatro tripulantes del tanque, sin experiencia alguna de combate, deben llegar hasta una hostil aldea próxima ya bombardeada por la aviación para completar la tarea y poder seguir avanzando. Son veinticuatro horas en el infierno. El de adentro del tanque, donde el miedo, la tensión, la claustrofobia y la cadena de conflictos de trágicas consecuencias alimentan el fuego de las peleas entre ellos y especialmente con su jefe, Assi. El de afuera, sólo accesible por el visor del tanque, cuya lente avanza, retrocede, sube o baja hasta donde se lo permiten sus movimientos para exponer en toda su magnitud y todo su horror, el desgarrador espectáculo de la guerra. Es probable que el clímax se alcance en las imágenes que captan el trágico desenlace de una toma de rehenes en un edificio de departamentos de la ciudad, pero en realidad el film no cede en su intensidad dramática casi desde el principio, cuando Schmulik, el nuevo artillero, se paraliza al recibir la orden de disparar. Samuel Maoz concentró en 90 minutos algunas de las terribles experiencias que vivió, él también, como conscripto y en esa misma invasión, pero la historia podría suceder en cualquier otra parte y cualquier otro momento. Aquí no caben la exaltación del sacrificio ni los héroes tan frecuentes en el cine bélico; en este escenario de caos, desesperanza y ruina moral y psicológica, todos pierden. Los soldados, veinteañeros iguales a tantos otros como se muestran en algunos pasajes en que comparten confidencias, sólo desean volver a casa. Maoz los define con precisión en pocos trazos y les confiere espesor humano con la ayuda de un elenco en el que difícilmente podrá descubrirse alguna flaqueza. Lo mismo puede decirse de los esporádicos "visitantes" del encierro, en especial el bravo y severo comandante Jamil; el ladino falangista cristiano que se ofrece a servir de guía, y el sirio que han hecho prisionero. Pero aún más que la rigurosa elaboración del guión y que el admirable trabajo de la cámara, que sólo va afuera en dos breves planos para tomar un soleado campo de girasoles, resulta determinante el formidable trabajo de la banda de sonido, recurso expresivo indispensable para sugerir lo que sucede más allá del encierro. En cuanto a la leyenda del principio, queda claro que no es precisamente acero el material del que están hechos los hombres.
Un film caótico y prejuicioso que acepta cualquier mezcolanza Al francorrumano Radu Mihaileanu le gusta valerse del humor para hablar de temas dramáticos y no le tiene miedo a la mezcolanza de géneros. Vuelve a demostrarlo en El concierto , donde añade otro ingrediente que suele hacer muy buenas migas con el cine popular: la música (Tchaikovsky, para más datos) y donde asoma otra vez un asunto recurrente en su cine (la persecución de los judíos), aunque en este caso sólo como antecedente directo de una acción que transcurre en la actualidad. Sus películas suelen partir de una idea ocurrente (a veces tan arriesgada como la de El tren de la vida , donde los habitantes de una aldea europea, para escapar de los nazis, falsificaban su propio tren de deportación), que después desarrolla con mayor o menor fortuna. La de El concierto no es demasiado original ni mucho menos probable, pero resulta funcional al enredo. En la Rusia actual de multimillonarios que compran clubes de fútbol y reyes del gas de cuyos humores depende media Europa, hay un empleado de limpieza del Bolshoi que todavía (?) está pagando la culpa de haberse atrevido a desafiar a Brezhnev: hace treinta años, cuando dirigía la orquesta del teatro y era la batuta más famosa del país, se negó a desprenderse de los músicos judíos de su organismo y desde entonces fue humillado de todos los modos posibles. Hasta que el azar le da la oportunidad de la revancha: una noche intercepta un mensaje de París donde invitan a la orquesta del teatro a presentarse en el Châtelet y concibe la absurda idea de asumir el compromiso y viajar a Francia para hacerse cargo del concierto. Sólo le faltan los músicos, los instrumentos, un manager, los pasaportes, la sala de ensayos, todo. Pero tiene la pasión y cuenta con los amigos y con la energía eslava, que se pone en marcha para reparar la injusticia. Mihaileanu guarda ases en la manga para engatusar al público: la revancha de los humillados, el pintoresquismo de personajes coloridos alla Kusturica, la música de Tchaikovsky (25 minutos finales de su concierto para violín en un crescendo que el montaje subraya). Pero no puede disimular la caótica marcha de un film que acepta cualquier mezcolanza y cualquier incongruencia, ni el postizo añadido de una historia sentimental que apela en vano a la emoción y sólo produce baches en la acción.Ni mucho menos redimirlo del retrato prejuicioso de judíos, eslavos, gitanos, nuevos ricos rusos y homosexuales, puros clichés imperdonables. Sólo restan algunos buenos trabajos (Valeri Barinov, el manager, por ejemplo) y algunas escenas graciosas, sobre todo en la primera parte.
Una historia ligera y sencilla que seduce por su verdad y generosidad Difícil resistirse al encanto de esta pequeña historia ligera y sencilla que seduce por su verdad, su humor y su generosidad. Es una comedia italiana, italianísima, pero nada tiene de la ironía amarga, el grotesco o la intención satírica de Monicelli, Risi o Scola. Conserva, sí, el apego a la realidad que cultivó desde el principio el neorrealismo, la naturalidad sin artificios que aportan intérpretes no profesionales, la aproximación entrañable a sus criaturas, la mirada solidaria. Y claro, el humor. Un humor que se manifiesta no tanto en chistes o gags visuales como en situaciones. Está ya en la que pone en marcha la historia. Gianni, un soltero cincuentón que vive con su madre de noventa y tantos en un departamento romano y la cuida como a una nena ve convertirse su hogar, de un día para otro, en una minirresidencia para señoras mayores. No puede evitarlo. Tiene demasiadas deudas con el consorcio como para negarse a albergar a la madre del administrador cuando éste se lo pide. Son apenas un par de días, suficientes para que el hombre pueda aprovechar el feriado del 15 de agosto. Tampoco puede negárselo a su médico, amigo de siempre, que debe cubrir una guardia y no tiene con quién dejar a la mamá. Total, que la faena habitual se le multiplica por cuatro (también hay una tía inesperada) y la rutina de la casa se trastorna. Por fortuna es cariñoso y bien dispuesto y sabe cómo arreglárselas para mantener la armonía entre las ancianas, escucharlas, entretenerlas, dejarlas manifestarse, vigilar que tomen sus remedios y que no coman lo que no deben, sin perder nunca la paciencia. Cuando ésta tambalea, siempre hay una copa de Chablis para reponer energías. En su debut como director, Gianni Di Gregorio no hace sino sumar aciertos. El primero, la puesta, con una cámara que jamás se hace notar y sólo sale al exterior para registrar una Roma cotidiana, lejos de cualquier cliché. Otro, fundamental, la elección de las cuatro intérpretes no profesionales, cuyas edades van de los 85 de Marina (la que no renuncia a sentirse joven) a los 93 de Valeria, la dueña de la casa, que conserva modales y caprichitos de tiempos más prósperos). Mucho de sí mismas aportaron al guión estas damas entrañables con sus diálogos improvisados y al film con su fresca naturalidad. Di Gregorio, irreemplazable como Gianni, establece con ellas la complicidad afectuosa que se adueña del film entero sin ceder al sentimentalismo. Su lúcido retrato está hecho a pura sensibilidad, pero también con tanta delicadeza como para que cierta crítica al modo en que se trata a los ancianos -si se la quiere percibir- quede implícita.