Pocas ideas en una nueva historia de zombis, sólo apta para fans de Romero Aunque George A. Romero no los toma muy en serio, muchos seguidores de su obra, en especial de la larga serie dedicada a los zombis, están convencidos de que sus películas no hablan sólo de muertos vivos y que siempre bajo la cáscara aterradora de sus truculentas y sarcásticas historias se desliza una mirada crítica o paródica sobre el estado del mundo real (la tensión racial, el choque entre ricos y pobres, la violencia exacerbada o el desencuentro generacional). En esta sexta entrega de la serie, donde los zombies parecen haber perdido ímpetu y presencia, encontrar tal alegoría resultará algo más complejo, salvo que se acepte como tal la idea -por cierto no muy novedosa- que se expone sobre los sugestivos planos del final: en un mundo dominado por un eterno nosotros versus ellos, pronto se olvida quién empezó la guerra y por qué; sólo quedan las banderas y es "en nombre de esas estúpidas banderas" que la lucha continúa. También es posible que alguien -inspirándose en el origen de los dos clanes que, enfrentados por sus opiniones de cómo resolver el problema de los zombies, están en el centro del relato- quiera ver una alusión a las divisiones entre irlandeses, o aún a las que se han acentuado en la vida política norteamericana. Alegorías aparte, hay que decir que los zombis ocupan aquí casi un segundo plano, prácticamente no producen sobresalto alguno, conservan el mismo apetito de siempre y siguen siendo vulnerables cuando hacen blanco en sus cabezas (hay sobredosis de escenas que lo ilustran), aunque son ellos la causa principal del conflicto. Aquellos miembros de la Guardia Nacional que en Diario de los muertos se cruzaban en el camino del equipo de filmación están de regreso y gracias a un clip que ven en Internet se enteran de la existencia de una isla frente a Delaware, que está prácticamente libre de zombies. Pero lo que encuentran son dos clanes irlandeses en feroz enfrentamiento, porque sostienen distintas ideas respecto de los muertos vivos: los O'Flynn creen que hay que exterminarlos, sin más trámite; los Muldoon prefieren mantenerlos con vida, por lo menos a los más allegados; y si es posible cambiarles la dieta (que coman carne, pero de animales) a la espera de que alguna vez la ciencia descubra el remedio salvador. Entretanto, siguen matándose entre ellos. Hay bastante sangre, muchos cadáveres, algún humor y pocas ideas. Salvo quizá que todo esto transcurre en un ambiente de western, aunque no se sabe muy bien por qué.
Más humor, menos melodrama y algo de vodevil en otro amable film de Ozpetek En principio, los temas son los mismos de los films de Ferzan Ozpetek conocidos aquí: homosexualidad y familia. También es similar el momento de transición en que encuentra a sus personajes, llenos de dudas, pero dispuestos a abrirse a los cambios y hallar sus propios medios de resolver la tensión entre lo que se desea, lo que señala la obligación familiar y lo que impone la presión social; en otras palabras, decididos a definir el rumbo que quieren para sus vidas y asumirlo. Y por supuesto se mantienen los rasgos fundamentales del cine de sentimientos del realizador ítalo-turco: el tono amable, la mirada afectuosa -a veces un poco irónica, siempre comprensiva-, que reserva para sus criaturas; la tenue melancolía que se filtra en sus historias, y el atractivo de las imágenes, a las que tanto contribuyen la elección de escenarios como la elegancia de su lenguaje visual. La novedad reside en que esta vez prevalece el tono ligero de la comedia -y aun del vodevil- sobre lo emotivo, que aquí se reduce a breves tramos en el prólogo y en un final algo dilatado. Y en que, acaso por la intención de seguir el modelo de la commedia all'italiana , Ozpetek se atreve a la exageración farsesca. Y la exageración abunda entre los Cantone, poderosos empresarios de la industria fideera en el luminoso y bellísimo sur italiano, que están a punto de celebrar una reunión para decidir el destino de la fábrica. Bien podrían venir de un film de Germi o de Monicelli el padre, Vincenzo (machista, adúltero y habituado a disponer acerca de la vida de sus hijos); la madre, que ve todo y sabe cómo disimular en nombre de las apariencias; la tía excéntrica y miope que olvida cerrar la ventana por la que suelen colarse ladrones nocturnos y la joven hija del flamante socio que se incorpora al clan y siembra el terror en Lecce cuando conduce su auto deportivo. El grupo incluye también a la entrañable nonna (Illaria Occhini, admirable), que sabe por propia experiencia que nadie tiene derecho a inmiscuirse en la vida de los demás. Y lo completan los hijos: el mayor que trabaja en la fábrica; la única mujer, casada e insatisfecha, y el menor, el esperado Tomasso, que estudia economía en Roma y con cuya llegada se podrá resolver cuál de los dos varones se hará cargo de la empresa, ahora que Vincenzo va a retirarse. Por cierto, ignoran que Tomasso piensa aprovechar la reunión para revelar algunas verdades: una, que estudia letras, quiere ser escritor y no le interesan las pastas, y dos, que es gay y quiere volver a Roma a vivir con su pareja. Sabe que será una bomba para la familia e imagina los efectos que podrá causar en la provinciana comunidad. Lo que no sabe es que habrá otra bomba que estallará primero y no será él quien la arroje, aunque los resultados resulten similares. Es una ingeniosa ocurrencia que lleva al film al terreno del humor y proporciona el pretexto para desarrollar una comedia amable, ligera y sensible que no siempre consigue evitar altibajos en el ritmo pero sólo se despista cuando, en la secuencia de la visita de los amigos romanos de Tomasso, busca la risa fácil y recurre a la vieja caricatura del gay. Es impecable el desempeño del elenco encabezado por il bello Riccardo Scamarcio, actual favorito del público italiano.
El fútbol es, según el historiador Gerardo Caetano, "un gran escenario de construcción de mitos uruguayos". Como tal, a Sebastián Bednarik y a su coguionista y productor Andrés Varela les llamó la atención el silencio que rodea a una página tan importante como el Mundialito que organizó y ganó Uruguay en 1980. Se sabe que existió, pero permanece en una suerte de nebulosa. "Como un hijo no reconocido", dice el director; no forma parte de esas hazañas recordadas permanentemente, como el Maracanazo o la primera copa del mundo ganada en 1930 en Montevideo. Precisamente, el cincuentenario de aquel acontecimiento fue la excusa para que se realizara la llamada Copa de Oro de Campeones Mundiales, donde participaron todos los ganadores del trofeo excepto Inglaterra, que fue reemplazada por Holanda. Ese curioso silencio (la Asociación Uruguaya de Fútbol no lo menciona en su página web y la FIFA no lo considera un torneo oficial) llevó a los realizadores del film a revisar la situación política, social y deportiva del momento en que se desarrolló el Mundialito y todos los intereses que se movieron detrás de él. Una extensa investigación los llevó a consultar a dirigentes, jugadores, periodistas, políticos, militares, empresarios, ex presos políticos y artistas y armar con sus testimonios y con rico material fílmico de la época (más el hilo conductor provisto por Caetano, historiador y ex futbolista), una esclarecedora reconstrucción de la época y de sus personajes. Poco antes, la dictadura militar había convocado a un plebiscito sobre la reforma constitucional con el que buscaba su legitimación: el Mundialito sería la fiesta donde se celebraría el triunfo que daban por descontado. Pero el no a la reforma dio vuelta los planes y en el Centenario, con la consagración de Uruguay en la final, la fiesta fue para los que habían votado por el no y ahora empezarían a cantar "Se va a acabar?". Cada uno de los entrevistados hace su propia lectura, que a veces incluye un descargo ("Yo no hago política; hago deporte", dice un adusto Havelange), un rescate de la gesta deportiva o alguna sabia reflexión (como la del brasileño Sócrates). El film alude a la manipulación del deporte por parte de los gobiernos y entrega elementos valiosos para alimentar la polémica, pero no toma partido, aunque el inteligente montaje suele hablar por sí mismo al oponer opiniones discordantes (aun entre dos ex presidentes del mismo partido), revelar abundantes contradicciones y apuntar a descubrir los porqués del silencio que aún rodea al torneo.
Un Woody Allen optimista imagina una fantasía ligera y deliciosa Si en La rosa púrpura de El Cairo era posible atravesar la pantalla para escapar de la infelicidad cotidiana, en Medianoche en París puede pegarse un salto hacia atrás en el tiempo y aterrizar en una idealizada Ciudad Luz: la que era una fiesta según Hemingway, la de los surrealistas, la generación perdida de Gertrude Stein y la intelectualidad bohemia de los años 20. En el cine de Woody Allen, la magia todo lo puede, y París es un milagroso territorio de cuento de hadas, donde la fantasía permite concretar el sueño de huir de un presente que se juzga mediocre y banal para refugiarse en el ilusorio paraíso de aquella edad dorada del pasado a la que se hubiera querido pertenecer. Gil (Owen Wilson), guionista de éxito en Hollywood, aspirante a novelista y enamorado de París, tiene sus motivos para la fuga: un trabajo que no lo satisface, un libro que no consigue completar, un futuro en Malibú junto a la bella niña rica y vacía con la que va a casarse. Y ahora que ha llegado a París, una compañía -novia, suegros del Tea Party, un académico pedante- con la que nada tiene en común. La nostalgia es la negación del presente -lo critican cada vez que él prefiere salir en busca de los escenarios por donde anduvieron sus héroes literarios-; ignoran que en el fondo de los propios sueños (en esa edad dorada que se idealizó y de donde provienen los modelos) también puede encontrarse la lucidez para definir los deseos más profundos y el coraje para concretarlos. Ese camino seguirá Gil cuando la magia parisina y su propia imaginación lo conviertan en un viajero del tiempo, que todas las noches (cuando suenen las campanadas de medianoche, al revés de Cenicienta) el mítico zapallo tome la forma de un viejo Peugeot y sus bulliciosos pasajeros lo inviten a vivir el sueño de conversar con Scott Fitzgerald y Zelda, asistir a una fiesta en honor de Cocteau, escuchar en vivo a Cole Porter, charlar con Hemingway, con Dalí, con Man Ray; conseguir que Gertrude Stein lea su libro y le dé consejos, y frecuentar en fiestas y salones a la bella Adriana, una especie de groupie de la época que aspira a diseñar alta costura y fue musa, modelo y amante de Modigliani, Braque y Picasso. Todos ellos aparecen libres de la pétrea eternidad de los museos y las bibliotecas. Son jóvenes, trabajan, se divierten, tienen sus discusiones, sus amoríos, viven. Están en su presente, y en él hay quien habla de creadores sin ideas, quien hubiera querido vivir en la belle époque, porque entonces sí la fiesta era de verdad y la belleza estaba en su esplendor. Lo que sucede alrededor es lo cotidiano, está contaminado por la trivialidad de la vida presente, carece del aura y del prestigio que el tiempo le concederá (o no) después. En una inteligente escena, Gil (seguramente pensando en su propia situación) le sugiere a Buñuel un argumento: un grupo de la alta burguesía reunida en un salón descubre que por alguna razón no puede salir. ¿Por qué?, pregunta el aragonés surrealista, perplejo, buscando una respuesta racional, que no obtiene. Gil le sugiere que no lo olvide: quizá le sirva alguna vez. En Medianoche en París , todo es ligero, amable, romántico, sutilmente inteligente y tenuemente melancólico. El tono lo aportan el saxo de Sidney Bechet y su "Si tu vois ma mère", que suena mientras se despacha el indispensable sector de postales turísticas en los minutos iniciales, antes de los títulos. El resto está colmado de ironías, ocurrencias ingeniosas, apuntes sobre los clichés norteamericanos acerca de París y sobre la relación entre las dos culturas y abundantes situaciones cómicas. Y cuando el film avanza, las aventuras nocturnas del protagonista amenazan con repetirse y ya han incidido en la progresiva transformación de Gil, Woody Allen da algunas iluminadoras vueltas de tuerca, propone otro viaje, un remate cómico y un desenlace alentador. Se sale del cine con una sonrisa en los labios. Estamos lejos de la cínica amargura de Match Point y del escepticismo de Conocerás al hombre de tus sueños . Por algo este Woody que le hace decir a Gertrude Stein que los artistas están para ofrecer con su obra belleza y esperanza ante el sinsentido de la existencia entrega una obra deliciosa, mezcla de declaración de amor a una ciudad que lo sedujo desde que concretó allí su ingreso en el cine como guionista y actor de ¿Qué pasa, Pussycat? y de reflexión lúcida sobre el sentido de la ilusión. París bajo la luz dorada de Darius Khondji suma lo suyo y en el elenco abundan los trabajos descollantes, empezando por un encantador Owen Wilson.
Fábula azucarada, banal y manipuladora La tardía compensación para un ser solitario que nunca conoció el amor; el breve milagro de un romance otoñal que alcanza para justificar, poco antes del final, una vida hasta entonces vacía de emociones. Una fábula sentimental, azucarada, navideña y superficial es lo que el debutante Nik Fackler expone durante dos tercios de la película, con la ingenua convicción de que bastará la presencia de dos consagradas y prestigiosas leyendas -Martin Landau y Ellen Burstyn- para justificar el endeble contenido de su historia y para mantener vivo el interés del espectador hasta que se imponga un brusco cambio de tono y la lavada novelita rosa muestre su verdadera cara y revele la intención manipuladora del film. Un error tras otro. Los dos personajes centrales -el solterón solitario de más de ochenta que trabaja en un supermercado, tiene afición por el dibujo y apenas mantiene algún contacto humano con su joven gerente, y la nueva vecina presuntamente viuda, algo más joven y saludable, que desde el primer momento manifiesta especial interés por él- no son más que una colección de estereotipos sobre la tercera edad. La relación que los une se manifiesta en una sucesión de insípidas postales románticas de extremo convencionalismo que los dos actores representan -seguramente por voluntad del realizador- como si fueran chicos de siete años. No hay vibración humana, no hay pasado ni conflictos, ni tampoco historias laterales que aporten algún sabor al desabrido caldo: todo es de un buscado sentimentalismo que sólo produce aburrimiento. Salvo que se tomen en cuenta las confusas imágenes de los sueños de Robert que sugieren, tenuemente, que en su cerebro no todo es tan llano y sencillo como parece. Total, que hay que atravesar casi una hora de planicie narrativa (apenas sostenida por el esfuerzo de los actores, especialmente por algunas sugerentes miradas de Ellen Burstyn) para que por fin Fackler descargue el sorpresivo golpe manipulador que desafía cualquier lógica y cambia el tono y la perspectiva de la historia. Una trampa que podrá juzgarse imperdonable y que -eso es lo peor- poco ayuda a redimir al film de sus múltiples torpezas.
Un thriller vertiginoso que mezcla ciencia ficción y suspenso a lo Hitchcock Además de monstruos, extraterrestres, dramas posapocalípticos, cataclismos y viajes interplanetarios que alimentan la espectacularidad del 3D o curiosas innovaciones tecnológicas que suelen demandar mucha explicación y a veces incitan a reflexiones pseudofilosóficas, en el cine de ciencia ficción puede haber también lugar para films inteligentes que, sin descuidar el entretenimiento, sepan incluir el suspenso a la Hitchcock, el vértigo del thriller y hasta algunas cuestiones vinculadas con la identidad. Como 8 minutos antes de morir , que puede ser calificada como una obra cerebral y cuyo final puede admitir más de un reparo, pero cuya acción en continuo avance atrapa de punta a punta. A su talento visual el realizador Duncan Jones suma un ritmo que jamás decae y una construcción impecable sostenida en el sólido guión de Ben Ripley y en el vigoroso desempeño de Jake Gyllenhaal, protagonista absoluto de la historia. Gyllenhaal es el sargento Colter Stevens, que aparece dormitando apoyado en la ventanilla de un tren a punto de arribar a Chicago y no con su unidad en Afganistán, lo último que recordaba. Cuando despierta, la muchacha sentada frente a él lo llama Sean y lo trata familiarmente. Su desconcierto aumenta cuando comprueba que el documento (con su foto) corrobora tal nombre, y mucho más cuando a los pocos minutos, tras una explosión que destruye el convoy y mata a todos los pasajeros despierta otra vez encerrado en una oscura cabina y desde el monitor de una computadora una oficial le explica sucintamente la situación en que se encuentra. Un sofisticado y secretísimo experimento le permitirá regresar al cuerpo ajeno que ocupaba, tomar la identidad prestada y volver a vivir los últimos 8 minutos antes del estallido: deberá aprovecharlos para descubrir al terrorista que colocó el explosivo, dar con éste y desactivarlo para evitar la tragedia y sobre todo prevenir los ataques que se avecinan. Son varias carreras contra el tiempo y muchos interrogantes los que se plantean, pero el film corre a la velocidad del tren, y en lugar de detenerse en explicaciones, que irán filtrándose a lo largo de la historia, invita a compartir la intrigante aventura del hombre perdido en fragmentos de tiempo, obligado a hacer de conejillo de Indias y buscando a tientas el sentido de su propia identidad, a la vez que vive un fragmentado romance con la encantadora compañera de viaje. Cualquier riesgo de reiteración es sorteado por la habilidad narrativa de Jones: el entretenimiento está asegurado.
Un sacerdote del futuro especialista en la exterminación de vampiros A diferencia de los amplios espacios de los films del Oeste, donde todo estaba por hacerse, estos donde se desarrolla Priest tienen un aspecto más desolador. Estamos en un futuro post Apocalipsis y por todos lados hay marcas de la devastación dejada por siglos de guerras entre humanos y vampiros. Unos vampiros, por cierto, bastante distintos de los convencionales: cadavéricos, sin ojos, espectrales. Si hoy impera algún tipo de orden es porque la Iglesia Católica (la del futuro, claro, pero más dictatorial e implacable que la de los peores tiempos de la Inquisición) creó un sofisticado cuerpo de guerreros espirituales, sacerdotes duchos en artes marciales, que dieron batalla a los vampiros, eliminaron a la mayoría y encerraron a los sobrevivientes en reservaciones rigurosamente vigiladas. Pero los villanos nunca son confiables, en cualquier momento pueden volver a atacar y por eso debe estar atento el héroe conocido simplemente como Priest, que lleva una cruz tatuada en el rostro, se hizo famoso por sus hazañas y ahora está retirado porque, una vez terminada la guerra, la tropa de elite sacerdotal fue disuelta. Un mal día, el sheriff de un pueblo cercano, Hicks, le cuenta que una horda de vampiros los ha atacado y se ha llevado secuestrada a su novia (que es a la vez sobrina del héroe) y le pide ayuda para ir a rescatarla. Contra la opinión de las autoridades eclesiásticas -en particular, del despótico monseñor Orelas (Christopher Plummer)-, Priest acepta el convite y sale en busca de la muchacha, con lo que además de luchar contra los vampiros deberá defenderse de los sacerdotes que el prelado envió para perseguirlo y cazarlo, vivo o muerto. Aquí empieza la consabida y esperada serie de escenas de acción en las que además de las repetidas referencias al western (incluida la eterna pelea sobre los techos de los vagones de un tren en movimiento), también hay muchas otras reminiscencias (Mad Max, por ejemplo), poca claridad de exposición y un empleo del 3D que apenas añade un poco de espectacularidad al relato tomado de una novela gráfica coreana. Lo mejor es el comienzo, una animación que resume sintéticamente los antecedentes de la historia. Lo preocupante: la promesa de una secuela. El consuelo: que la memoria del film se desintegra, como los vampiros, con la luz del día.
A los humanos no se les puede dejar libertad para que decidan qué hacer con sus vidas. En general, cada vez que se les dio esa oportunidad, lo único que hicieron fue llenar el mundo de calamidades, como lo ha comprobado la misteriosa fuerza sobrenatural que, según esta especie de fábula metafísica libremente basada en un relato de Philip K. Dick, asigna un destino para cada uno y no admite desvíos ni rebeliones. Para eso cuenta con un ejército de agentes (¿ángeles?) que andan entre los mortales y los vigilan de cerca para que nadie se aparte un milímetro del libreto que el ser supremo, el presidente o comoquiera que se llame, escribió para cada uno. Por supuesto, nadie sabe que todo ya está escrito, pero nunca falta el que ignora las señales del destino y pretende elegir su propio rumbo. Entonces entran en acción estos poderosos agentes de riguroso sombrero que abren puertas prodigiosas (comunican, por ejemplo, el Museo de Arte Moderno con la Estatua de la Libertad) y utilizan todos sus poderes para que el rebelde retome su ruta. Debe suponerse que se les presta especial atención a los destinos excepcionales y el de David Norris lo es. Político carismático de extracción popular (puede vislumbrarse para él un futuro presidencial), justo cuando acaba de perder una banca en el Senado, se cruza por casualidad con una desconocida (bailarina ella) que lo enamora instantáneamente. Se comprende, porque parecen hechos el uno para el otro y además hay muy buena química entre Matt Damon y Emily Blunt (tanta que las escenas que comparten son el principal atractivo del film). Pero no son ésos los planes que fueron previstos para Norris, y la película entera se dedica a describir la larga batalla que libra este romántico incurable contra los poderosos agentes que lo alejan del objeto de su amor y levantan infinidad de obstáculos para impedir el encuentro. No importa: él insistirá. Ya se verá si el amor es tan fuerte como para reescribir unas páginas del libro del destino. Determinismo versus libre albedrío es el tema, y resulta tan prometedor en un comienzo como decepcionante después, cuando el film se vuelve solemne y errante (a veces también un poco tonto y otro poco sentimental) y cuando la fantástica condición de los extraños agentes exige demasiadas (y engorrosas) explicaciones que Nolfi detalla con entusiasmo.
El verde y húmedo paisaje de Galicia, escenario de una historia en la que se mezclan el thriller y el drama familiar Siempre es difícil volver a casa, y más cuando uno se ha ido de manera tan brusca y desventurada como Alvaro, que hace diez años escapó con la compañera de su hermano, abandonó a su mujer y su hija y provocó una tragedia que el pueblo no perdona ni olvida. Pero la hora de volver llega cuando le avisan que su padre moribundo lo reclama, y allá va el hombre, adusto y melancólico, rumbo al verde y húmedo paisaje de su Galicia natal. Lo que encuentra, claro, es la hostilidad de todos: la de la familia, a la que provocó tantas heridas, y la de todos los demás, porque en el pueblo chico-infierno grande que todo lo calla no son bienvenidos los viajeros y, mucho menos, los que amenazan con alterar otra vez su aparente normalidad. Hay mucho por esclarecer en esa maraña de mentiras, secretos y rencores que Alvaro ha preferido dejar atrás, pero ahora el legado del padre y su propia culpa lo llevan a enfrentarla: quiere reconciliarse con la hija que abandonó, y recuperar algún diálogo con los dos damnificados directos de su viejo pecado: su hermano y su ex esposa, ahora convertida en la mujer del hombre fuerte del pueblo. El drama familiar está por un rato en primer plano y allí el director de origen colombiano Luis Avilés Baquero muestra bastante buena mano para pintar el ambiente de la cerrada comunidad gallega y las inquietudes que el recién llegado genera por su sola presencia. Pero poco después, la muerte (¿accidental?) de una joven prostituta del club local involucra a Alvaro, que de pronto se vuelve aprendiz de investigador con la ayuda de su hija, mientras el film toma sin demasiada convicción el rumbo del thriller. No hay nada demasiado original en esta intriga que Avilés intenta sostener con más oficio que imaginación y atendiendo más a la creación de climas que al dibujo de los personajes; lo reprochable es que en el camino hacia un desenlace bastante poco convincente, el drama familiar va perdiendo presencia y también convicción. Con todo, esta ópera prima supone una decorosa carta de presentación para Avilés, entre cuyos aciertos pueden contarse el aprovechamiento expresivo de los escenarios gallegos, bien fotografiados por Ricky Morgade, y el inteligente uso de la música de Sergio Moure y Diego Lipnizky. Xavier Estévez y Manuela Vallés (padre e hija en la ficción) encabezan el correcto elenco.
Amor, risas y algo de delirio en los sofisticados escenarios de la Costa Azul He aquí una pyme que da muy buenos dividendos y, al parecer, no tiene competencia. Ofrece un servicio único: interviene allí donde las parejas de enamorados acusan fallas de origen y lo hace (sólo por contrato y a pedido de familiares, amigos o allegados de la damnificada que para evitar su previsible infelicidad futura son capaces de gastar unos cuantos miles de euros). Sí, la tarifa es alta, pero el servicio es profesional y viene con garantía. Lo brinda Alex Lippi, un tipo atractivo y simpático dueño de todas las armas, recursos e ideas para acercarse a su presa, emplear sus dotes seductoras y en pocos días enamorarla e inducirla a convertir al novio indeseable en ex. Hecho lo cual sabrá encontrar la excusa para un adiós romántico que la deje a ella libre y a él lo despegue del compromiso. Alex tiene su propio equipo: su hermana y su cuñado, productores todoterreno capaces de representar cualquier papel y proporcionarle todo lo que sea necesario, incluso el arsenal high tech de un agente secreto, para representar la farsa. Es un timador, claro, pero tiene sus principios éticos: sólo acepta hacerse cargo del servicio si la novia es desdichada. Esta vez al James Bond de los rompeparejas le ha caído un caso difícil. Un poderoso hombre de negocios quiere impedir el casamiento de su hija con un joven banquero inglés, pero la boda es inminente: sólo quedan cinco días para cumplir la misión. Para colmo, el novio es un buen tipo, generoso y sincero, y la chica parece de verdad enamorada. Lo peor es que Alex no tiene más remedio que traicionar sus principios porque necesita los 50.000 euros de la paga: andan por ahí unos matones de pocas pulgas que quieren cobrarle, sin más demora, una gruesa deuda. Habrá que ingeniárselas: Alex lo hace. Y es lo mismo que han hecho el grupo de libretistas encabezado por Laurent Zeitoun, responsable de la idea original, y en especial el realizador debutante Pascal Chaumeil, que a fuerza de privilegiar la espontaneidad de sus actores ha conseguido dotar al relato de un brío y una frescura próximas a las clásicas comedias del cine norteamericano (de hecho, ha confesado su debilidad por Frank Capra y por Lo que sucedió aquella noche ). Chaumeil se mueve en la comedia con la autoridad de un especialista y acierta tanto en la vertiginosa variedad de situaciones que se suceden con sostenido ritmo a partir de un prólogo graciosamente ilustrativo de los métodos de seducción que le han dado al protagonista fama de infalible como en el atinado balance entre humor, delirio, fantasía, acción y el encanto de la comedia romántica. Los sofisticados escenarios de la Costa Azul ayudan, pero mucho más lo hacen el dinamismo y la ductilidad de Romain Duris, su buena química con Vanessa Paradis y el toque de delirio que aportan Julie Ferrier y François Damiens. Una comedia para disfrutar.