Un amor que renace tras el divorcio La comedia de Nancy Meyers es tan desenvuelta como convencional y sosa Se diría que las comedias romántico humorísticas en torno de personajes que han pasado hace rato los cuarenta son una especialidad de Nancy Meyers. No quiere decir esto que la directora y guionista norteamericana despliegue especial agudeza o imaginación al abordar esos temas ni que su sagacidad la habilite para traducir en apuntes irónicos todo lo que a esta altura de la vida ha podido observar mirándose a sí misma o a sus congéneres. Es, probablemente, que con sus films -amables, ligeros, superficiales- ha venido a satisfacer una demanda no satisfecha por Hollywood: no abundan las historias románticas entre gente de mediana edad. El público-especialmente el femenino- se lo agradece: basta el ejemplo de Alguien tiene que ceder. Convencional Meyers no arriesga nada. Sólo aplica una fórmula convencional y lo hace con cierta desenvoltura, apoyándose en el atractivo de sus intérpretes más que en la gracia del muy charlado guión o en la emotividad que pueda extraer de las situaciones. A ellos (más allá de los despistes de Baldwin y de la opacidad del papel que le tocó a Steve Martin), les alcanza con su presencia para sostener el interés de una platea que, como se presume, está bien predispuesta. Exitosa en los negocios (es una experta cocinera), Streep es la elegante divorciada a quien su marido abandonó hace diez años para unirse a una mujer bastante más joven. La ceremonia de graduación de uno de los hijos del matrimonio obliga a un reencuentro entre los ex esposos, que han mantenido una relación amistosa pero a la distancia. La circunstancial convivencia, algún recuerdo que perdura y cierto exceso de alcohol, marihuana y risas terminan por poner todo patas arriba: de repente, la protagonista se encuentra representando el papel de "la otra". En medio, claro, están los hijos, lo que añade algunos condimentos a un plato que resulta fácilmente digerible, pero bastante soso.
Retrato benévolo de pequeñas hipocresías Con humor agridulce y ciertos apuntes emotivos Como en Besos para todos y Los mejores años de nuestras vidas , Daniele Thompson aborda en Cena de amigos la comedia coral, con la intención de pintar, valiéndose de un humor agridulce y sin descartar apuntes emotivos, los comportamientos y las relaciones, personales y sociales, de ciertos sectores de la burguesía parisina. Para lograrlo con más eficacia que mirada penetrante y con más benevolencia que voluntad crítica, cuenta con dos ventajas: una, fundamental, su talento para la conducción de sus elencos, generalmente seleccionados entre lo mejor del cine francés; la otra, el armónico equipo que conforma con su hijo, Christopher Thompson (también actor), en la construcción del guión y la desenvoltura de los diálogos, en los que nunca falta alguna réplica ingeniosa. Aquí encuentra el ámbito apropiado para retratar las pequeñas hipocresías de la vida social en dos reuniones de amigos -casi todos cuarentones y profesionales- realizadas, con diferencia de un año, en coincidencia con la Fiesta de la Música, la ruidosa jornada de junio que alborota a medio París. Los que intervienen en este juego de falsas apariencias, disimulos y mentiras integran una galería variada. Son, además de los dueños de casa (una abogada hiperactiva y experta en divorcios y su desempleado y desorientado marido de origen polaco; un matrimonio de médicos, él, oncólogo; ella ginecóloga, en plena crisis); la hermana de la anfitriona y su actual y veterano compañero, cara conocida de la publicidad; otro abogado y su frustrada mujer; un jockey-decorador y una vivaz profesora de flamenco. Claro que entre cortesías no siempre sinceras, bastantes risas y simpatías o antipatías tapadas por la formalidad, habrá indicios de conflicto por culpa de una declaración fuera de tono o alguna visita inesperada. Para darle aire a su propuesta y establecer quién es quién, a qué juega cada uno y cuáles serán sus respectivos destinos (ahí caben los ligeros toques dramáticos), Thompson altera el orden del relato y decide ir y venir entre la primera cena y la segunda. Quedan expuestas así las intermitencias del corazón, algunos cambios de pareja, ciertas sorpresas, un padre-hija conflicto que se resuelve a los apurones. Todo envuelto en una ligereza que redunda en la eficacia de un film que no aspira a las agudeza de Jaoui-Bacri ni consigue evitar algunos desequilibrios, pero que con su sostenido ritmo y sus magníficas actuaciones, resulta grato de ver. La música de Nicola Piovane hace su colorida contribución.
Bahman Ghobadi y el espíritu kurdo El director habla de su propio pueblo, sin país Media luna no es una comedia, aunque muchas veces hace reír e incluye alguna dosis de humor negro. El director kurdo iraní Bahman Ghobadi, el mismo de Las tortugas también vuelan , ha buscado aquí otra perspectiva para hablar de la situación de su pueblo, un pueblo sin país, repartido entre Turquía, Irak, Irán y regiones pequeñas de Siria y Armenia. En lugar de hacer hincapié en un problema cuya posible solución ve con bastante pesimismo, ha preferido subrayar el espíritu con que sus compatriotas sobrellevan la situación: la música y el humor que oponen a su desdichado destino. Su film transcurre entre la aventura picaresca y la poesía visual que extrae de los paisajes y de cierto giro hacia el misticismo. En el primer caso, lo asiste la historia que concibió: es la de un famoso músico kurdo de origen iraní que ha logrado la autorización para volver a tocar en Irak, después de casi cuatro décadas, ahora que lo permite la caída de Saddam Hussein. Así, rearma su orquesta con algunos de sus hijos, para emprender en un ómnibus bastante desvencijado un viaje que los llevará a atravesar fronteras (geográficas o no) y los enfrentará a infinidad de tropiezos, algunos de los cuales pueden sortear gracias al auxilio de la tecnología. Celulares, correos electrónicos y otros beneficios de las notebooks proponen un contraste con el ambiente y con los viejos instrumentos que los músicos portan, que, junto con algún otro delirio, emparientan a Ghobadi más con la desbordada vitalidad de Kusturica que con la austera y transparente poética de Kiarostami y otros cineastas iraníes. El inconveniente principal que debe superar el animoso y tenaz Mamo es la imposibilidad de llevar consigo a una cantante, ya que en Irán las mujeres tienen prohibido cantar en público. Por este costado de la anécdota se filtrará el ingrediente sobrenatural en la persona de la bella Niwemang (o Media Luna), de voz y, quizá también, de condición angelical. Lo picaresco no oculta el drama que hay detrás: cuando al cómico organizador de riñas de gallos que consigue el vehículo para emprender la excursión le preguntan por un gallo que ha incorporado al pasaje, contesta: "Es un huérfano: sus padres fueron muertos en el ring; yo debo criarlo para que ya mayor pueda vengarlos". El buscado colorido de los personajes y alguna tendencia al pintoresquismo tanto en el sector "realista" como en el que apunta a lo sobrenatural no restan mérito al film, que tiene a su favor la fresca desenvoltura de los actores, la seducción de su banda sonora y la singularidad de un paisaje bien explotada.
Aventuras de un cholulo irredimible Mis estrellas y yo, sencillo entretenimiento Haber encabezado el film más taquillero de la historia del cine francés ( Bienvenidos al país de la locura ) tiene sus privilegios. Que lo diga Kad Merad -también el torpe imitador de La canción de París -, que es el verdadero protagonista de Mis estrellas y yo . Y eso que las estrellas son dos tan indiscutibles como Catherine Deneuve y Emmanuelle Béart. Identificado con el buen tipo sin malicia, un poco ingenuo, bastante sentimental y no siempre muy afortunado, Merad es aquí un fundamentalista del cholulismo, un fan cuyo delirio por dos de las más cotizadas actrices de Francia -una madura y elegante como Deneuve, otra sexy como Béart, más una tercera, joven y en ascenso, como Mélanie Bernier- le ha hecho descuidar a su familia y se ha quedado solo. El azar tuvo parte de culpa. Como empleado de una agencia de limpieza de oficinas, a Robert le ha tocado ocuparse de la de un influyente representante de artistas; allí recoge información para poder seguirles los pasos a sus diosas (bastante humanas, por cierto); inmiscuirse en sus relaciones profesionales o personales, darles alguna mano cuando puede, castigar a sus enemigos y ahuyentarles galanes. En fin, una pesadilla para las tres, que por supuesto ignoran que están siendo víctimas del mismo admirador anónimo. Hasta que les toca actuar en el mismo film y lo descubren: se viene la revancha. Buena idea Laetitia Colombani, que se reservó el papel de una estrafalaria psicoanalista de gatos, tuvo la buena idea que dio origen al cuento, lo desarrolló con módicas dosis de ingenio y lo tradujo en imágenes con más indolente corrección que brillo o ritmo chispeante. Quizá se entusiasmó con las autoparodias (Deneuve, una diva fatigada que está de vuelta y se despreocupa de la silueta, y Béart, una bomba sexy que se enamora tres veces por semana, se divierten bastante jugando ese juego); con los guiños al público (asoman por ahí celebridades locales), y con la buena imagen de Merad, pero no supo explotar la sátira al mundillo del cine, que promete bastante al principio y después se desvanece. La divertida guerra de maldades entre las dos divas dura poco, todo lo contrario de lo que sucede con la apelación sentimental, lo que hace del film un entretenimiento simpático, pero no mucho más.
La pesadilla que no da respiro Ni fantasmas ni posesiones diabólicas ni casas misteriosas ni fenómenos sobrenaturales. Hay seres humanos, y con eso alcanza y sobra para hacer un thriller escalofriante, mucho más horroroso y perturbador en la medida en que casi todo lo que sucede en él podría ser verificable en la realidad. Aquí, se ha dicho, no hay sino humanos: una pareja de enamorados tratando de pasar un fin de semana en soledad; un grupito de adolescentes pendencieros que no conocen límites y son fruto de una comunidad poco amigable con los extraños, y un parque público que ha dejado de serlo para albergar en un futuro próximo un condominio cerrado y superprotegido. "¿De qué tienen miedo?", pregunta la chica, una maestra jardinera, cuando los jóvenes descubren que la tosquera que el novio recordaba está ahora en un terreno rodeado por una empalizada. "De todos", responde él, bromeando. Ni la respuesta es casual ni lo son las opiniones que han escuchado por radio durante el viaje acerca de la agresividad y el descontrol de muchos chicos cuyos padres han perdido autoridad. En una escalada de tensión que el debutante James Watkins administra con mano firme, el film irá ilustrando esas ideas. La playa en la que los visitantes instalan su carpa deja pronto de estar desierta. Una pandilla de ruidosos y provocadores ciclistas se instala cerca; no tardarán en demostrarles su animosidad: el conflicto -revelar detalles restaría sorpresa a un film que abunda en ellas- se enreda en un implacable crescendo que derivará en violencia, sangre, una cacería despiadada y una enajenada lucha por sobrevivir. Fuera de lo convencional La pesadilla, descripta en términos bastante realistas, descuida algunas cuestiones de verosimilitud (no se explica por qué los protagonistas permanecen en el lugar cuando la inexplicable guerra ya ha sido declarada y llevan todas las de perder) y se mete sobre el final con un tema tan espinoso como moralmente cuestionable: el de la justificación de la venganza. No obstante, un sorpresivo remate, que se aparta de lo convencional; el hábil manejo de la tensión; la relativa mesura con que se exponen las escenas más violentas, y la notable dirección de actores (Kelly Reilly, Michael Fassbender, Jack O´Connell) descubren en Watkins a un cineasta cuya obra valdrá la pena seguir con atención.
Hitler, parodiado con muchas vacilaciones Que el cine alemán pueda, por primera vez, burlarse de Hitler por vía de la sátira, puede ser una muestra del saludable estado actual de su sociedad, pero implica también el riesgo de relativizar los crímenes del nazismo. El director judío de origen suizo Dani Levy se atreve a enfrentar ese compromiso. Que no logre sortearlo en todos los casos (ridiculizar al Führer presentándolo como un pobre tipo que no ha podido superar las humillaciones a que lo sometía su padre y que serían el remoto origen de sus monstruosidades, puede inspirar en el espectador -más allá de las intenciones del director- cierta simpatía), es uno de los problemas del film, que se aleja así de la burla despiadada que buscaron Chaplin o Lubitsch. Otro, quizá más notorio, es que le cuesta equilibrar el franco tono paródico de gran parte de las escenas con aquellas otras, más realistas, que apuntan a la dramática situación de los judíos, como si se sintiera obligado a aclarar que, más allá de las risas y las bufonadas no olvida el dolor y los horrores padecidos por las víctimas de la barbarie nazi. Un Hitler que no convence El film parte de una ingeniosa idea original: en 1945, la guerra ya está casi perdida, Berlín en ruinas y Hitler deprimido. Mal momento para una crisis de confianza, sobre todo ahora que el Führer tiene que levantar la moral del pueblo con una inflamada arenga durante un show de fin de año trucado por Leni Riefenstahl. Goebbels trae una solución: es Adolf Grünbaum, un gran actor judío prisionero en un campo de concentración, que podría, con sus lecciones de teatro, devolverle a su alicaído jefe la potencia de su oratoria. Así se entabla la intimidad entre los dos Adolf, motivo de unas cuantas situaciones cómicas que a veces son graciosas (como cuando el famoso bigotito se ve accidentalmente reducido a la mitad); a veces revelan algún ingenio (la idea de la ventriloquía, la tragicómica escena de Hitler compartiendo la cama con el matrimonio judío), y muchas veces resultan bastante pueriles. Así y todo, es el sector humorístico el que confiere al fallido film alguna diversión. Helge Schneider no parece un Hitler demasiado convincente; en cambio, son admirables los desempeños de Ulrich Muhe, el malogrado actor de La vida de los otros (Grünbaum) y Sylvester Groth (Goebbels).
Llamativas banalidades cotidianas Háblame de la lluvia retrata las humillaciones diarias con gracia e inteligencia Como en todo el cine de los Jabac, como los bautizó Alain Resnais desde que tuvo a Agnès Jaoui y Jean-Pierre Bacri como guionistas de Smoking/No smoking y Conozco la canción, conserva el tono ligero que permite examinar las relaciones humanas observando las situaciones aparentemente más banales. Su marca registrada es ésa: nace de su singular capacidad de mirar bajo las apariencias, para describir una situación, un vínculo o un comportamiento individual o social, y de su inteligencia para no colocar a nadie ?ni a sus personajes ni a sí mismos en tanto autores? en el lugar del virtuoso que está por encima de pequeñeces o flaquezas. Socios ideales (los dos escriben, ella dirige), aman a sus personajes tal como son, sin juzgarlos duramente ni intentar extraer de sus historias algún juicio moral. La mirada irónica, los comentarios filosos que abundan en los diálogos o la exposición de las pequeñas torpezas o desdichas de cada uno componen, en todo caso, un espejo ni complaciente ni encarnizado para que la platea se reconozca en él. Como vienen haciendo desde El gusto de los otros, han apuntado otra vez a los vínculos de dominación, juegos de poder que se establecen por razones de clase, género, edad, etnia o condición social, cuando no de inciertas jerarquías. Son humillaciones cotidianas que se manifiestan bajo una superficie de educada amabilidad y que, en este caso, desnudan su complejo dinamismo: cada uno puede ser a su turno verdugo o víctima. Generosa dosis de humor El cuento habla de una feminista devenida candidata política (Jaoui) que regresa a la casa de su infancia en el Sur para tomarla como escenario del capítulo que dos documentalistas no muy expertos le dedicarán en una serie sobre mujeres de éxito, pero también para reencontrarse con su hermana (Pascale Arbillot) y resolver con ella cuestiones relativas a la herencia familiar, ahora que se cumple un año de la muerte de la madre. Que uno de los cineastas (Jamel Debbouze) sea el hijo de la criada magrebí que trabaja aún en la casa y ha sido como una madre para los dos hermanas y que el otro (Bacri) sea casualmente amante de la menor, siempre postergada y ahora en plena crisis conyugal, agrega otros elementos a un material de por sí rico del que los Jabac saben sacar provecho. Y en esa riqueza también incide haber abierto el campo de observación al elegir como escenario la provincia, en lugar de la burguesía intelectual parisina de otros films. La elegancia discreta y el tono agridulce típicos de las películas de Jaoui son los mismos de siempre, pero aquí ha aumentado notablemente la dosis de humor. Claro que hasta los gags que parecen tener una función puramente reidera (que son bastantes y muy eficaces) responden a las necesidades del relato, que avanza con fluidez y encuentra traductores exactos en los admirables actores, entre los que cabe destacar a Debbouze y Bacri.
Salir de la pesadilla de la guerra Sarajevo, mi amor pinta un retrato profundo y sincero sobre las heridas que aún sufren sus sobrevivientes Del compacto auditorio femenino que aparece en las primeras imágenes ?mujeres adultas en una suerte de sesión colectiva de terapia?, la cámara se detiene en una: esta será su historia, pero podría serlo de cualquier otra. En todas quedan las marcas de la guerra reciente: Grbavinca, el barrio de Sarajevo donde transcurre la acción, conserva el trágico recuerdo del campo de prisioneros donde la violación y la tortura eran rutina. Algunas hallan ahí, al exteriorizar su dolor, la forma de aliviar sus heridas; Esma no: sólo asiste ?y en silencio? cuando llega el día de cobrar el subsidio estatal. Su reserva se explica. Bajo la máscara de su calma y su íntima resignación, guarda un terrible secreto del pasado que apenas se insinúa en algunos de sus comportamientos. Como casi todos en ese escenario de posguerra, aun en medio de los vestigios de la tragedia, se esfuerza por recuperar una vida normal al lado de su hija, que vive los conflictos y las inestabilidades de sus 13 años. La relación entre ellas se hace más tensa cuando un hombre ?al que ha conocido en el bar nocturno donde trabaja como camarera? empieza a rondar a la madre, casi al mismo tiempo que la chica descubre el amor en un compañero de escuela hijo de un mártir de guerra y busca indagar sobre el suyo, de cuya muerte durante el conflicto tiene escasas precisiones. Tensión y emoción La tensión entre el deseo de olvidar y una realidad que a cada paso destapa las llagas de la guerra atraviesa la dramática historia que Jasmila Zbanic narra, sin cargar las tintas, con la autoridad de un testigo directo de los hechos, la respetuosa distancia que le ha dado el ejercicio del documental y la palpitante verdad que confiere a sus personajes, en especial los dos femeninos que están en el centro de la acción. Gran parte de la potencia emotiva del film procede de la intensidad expresiva y la sensibilidad con que Mirjana Karanovic (rostro inolvidable de varios films de Kusturica) transmite la compleja interioridad de Esma, la madre que no se ha abandonado a su condición de víctima y sigue luchando como puede para ahorrarle a su hija dolores que ella debió padecer. No menos llamativa es la entrega de Luna Mijovic, como la chica que guarda bajo su apariencia de bravo muchachito la fragilidad y los temores de cualquier adolescente. Un film conmovedor.
Un punto de encuentro entre dos desconocidas Mar negro es tan elocuente como detallista. Las primeras imágenes son elocuentes. Ninguna posibilidad de entendimiento puede haber entre esa anciana gruñona y quejosa cuya figura aparece del otro lado del parabrisas, apoyándose en el hijo y caminando con dificultad hacia el automóvil y la joven rumana recién llegada a Florencia, humilde pero resuelta, que la ve acercarse. Una apenas puede con sus huesos, acaba de enviudar, se niega a dejar la casa de siempre y no tiene sino reproches para el hijo, que vive lejos, en Trieste: necesita compañía permanente. A la otra, que cubrirá ese vacío, le sobran esperanzas: tuvo que separarse de su amado marido, pero cualquier sacrificio vale la pena si consigue ahorrar los euros suficientes para volver y concretar el sueño de tener un hijo. Las dos mujeres están solas y todo las separa: la edad, la lengua, la cultura, el prejuicio que subsiste, velado o manifiesto, en este tiempo de migraciones. Son demasiadas barreras. Sin embargo, habrá un punto de encuentro: suele haberlo cuando se deja de ver al otro como un desconocido y se lo reconoce en su individualidad; entonces se descubre lo que hay en común: al fin, la Rumania pobre de la que viene Angela se parece mucho a la Italia de posguerra que Gemma conoció en su juventud. Y hasta es posible que el lugar del muro que las separaba lo termine ocupando un espejo, y que las dos imágenes empiecen a parecerse, como las de una madre y su hija. Claro que esta evolución del vínculo supone un largo proceso cuyos progresos se manifiestan en gestos mínimos, en detalles, en la superación de las pequeñas miserias domésticas, en la lenta comprensión del lugar del otro. El debutante Federico Bondi lo entiende y por eso busca esas señales en los rostros de sus actores -Ilaria Occhini, admirable; Dorotea Petre, una revelación- y en el rigor de un relato sobrio, delicado y preciso, sin golpes de efecto ni apelaciones sentimentales, y por eso mismo más intenso y conmovedor. El retrato íntimo es lo primordial, pero hay también un expresivo tratamiento del ambiente, que incluye certeros apuntes sobre una realidad europea en etapa de cambios.
Film con sinceridad, pudor y fina sensibilidad Goodbye Solo es una nueva reflexión existencial de Ramin Bahrani, el mejor de los jóvenes cineastas independientes norteamericanos Es raro encontrar en el cine de hoy personajes retratados con tanta sinceridad, tanto pudor y tan fina sensibilidad como lo hace Ramin Bahrani con los dos protagonistas de Goodbye Solo , un film que toca hondo a pesar de su ligera aridez afectiva, o quizá precisamente por ella, porque hay más sugerencia en los rostros y en los gestos que en las palabras, y cuando éstas se pronuncian no buscan explicar más que lo superficial pero abren una vía sesgada a la interioridad de los dos seres cuyo encuentro fortuito pone en marcha la pequeña historia. Es un vistazo discreto pero penetrante del vínculo que nace entre dos hombres separados por la edad, el origen y la condición. Dos hombres de esos que suelen ser invisibles para el cine y también en la realidad, pero no para Bahrani, que ya le dedicó una obra, la primera, a un vendedor ambulante de origen paquistaní ( Man Push Cart ) y la siguiente a un adolescente latino tratando de abrirse paso en un taller de Queens ( Chop Shop ). Dos hombres ubicados en los extremos del sueño americano. Uno, el charlatán y animado Solo, ha venido de Senegal, está esperando un hijo de su esposa mexicana, no se conforma con seguir trabajando de taxista, pero tiene las esperanzas y la fe intactas: aspira a ser asistente de vuelo. Del otro, William, taciturno y sombrío, nada se sabe, sólo que trae las marcas de muchas derrotas y que tiene los dólares para pagarle al taxista, con llamativa anticipación, el viaje que quiere hacer en unas dos semanas hasta un paraje montañoso llamado Blowing Rock que se asoma al abismo. Nada dice del viaje de regreso, razón por la cual su flamante chofer -empieza a serlo con frecuencia- intenta hacer lo posible por saber más de él y quizá torcer el destino que parece haberse fijado. Entre los dos, hay una chica -hija de la mujer de Solo-, cariñosa, prudente y sensata a pesar de sus 9 años, que acepta lo que ve sin hacer preguntas: estos dos hombres que van en direcciones opuestas pueden ofrecerse -más allá de sus diferencias- algún tipo de humana compañía. Y alguna lección: la del respeto por el otro. Al director, descendiente de iraníes pero nacido en Winston-Salem, North Carolina (lugar donde transcurre la acción), no le hacen falta palabras para alentar la reflexión existencial que la conducta de los protagonistas ante la muerte y la naturaleza promueve por sí misma. Su film -que tiene en Souleymane Sy Ravane, Red West y Diana Franco Galindo tres intérpretes irreemplazables- desborda humanismo, nobleza y verdad, rasgos que, sumados a la elocuencia y la plasticidad visual del film, justifican que se lo haya destacado como el mejor de los jóvenes cineastas independientes norteamericanos.