CIENCIA FICCIÓN “CROTA” Pueden rastrearse dos tradiciones distintas respecto del uso de la ciencia ficción en el cine: aquella que se apoya en los orígenes del género tal como lo conocemos, de la mano de escritores como Asimov o Clarke (“ciencia ficción dura”, con clásicos como 2001 Odisea del espacio o Solaris) y una suerte de hermano bastardo, que se vale de primicias inauguradas por el primero para desarrollar una forma más cercana al entretenimiento popular que a la pretensión artística. Con una vasta tradición de producciones de cine B, estos largometrajes se asientan sobre estructuras narrativas simples y apuestan a una diégesis desvergonzada y enérgica, cuya matriz cultural tal vez sea la del carnaval: subvertir lo serio/alto, acoger lo cómico/bajo. No deja de ser curioso que el cine argentino desde hace ya varios años tenga una relación fértil con este tipo de producción. Tal vez sea una cuestión económica, o tal vez una búsqueda de identidad en relación al Hermano Mayor, en términos culturales, que es Estados Unidos. Sea por el motivo que sea las producciones nacionales han coqueteado desde los ’90 con este estilo bajo, cuya variación criolla es una suerte de ciencia ficción “crota”. El gran representante de este subgénero en los últimos años es Kryptonita, de Nicanor Loreti. No es casualidad que Diego Cremonesi, quien dio vida a la versión del conurbano de Flash en la adaptación de la novela de Leonardo Oyola, protagonice este segundo largometraje de Martín Basterretche. Devoto – La invasión silenciosa empieza in media res, al estilo de las películas de la saga El juego del miedo, con nuestros protagonistas atrapados en un edificio e incapaces de recordar cómo llegaron allí. Mientras intentan entender qué está pasando, unos seres humanoides, mezcla del T-1000 de Terminator 2: el juicio final y los agentes de Matrix los persiguen para matarlos sin piedad. La trama se agranda cuando nos enteramos que una figura mítica llamada “La Lancera”, que al estilo de Hellboy existe primero como una leyenda ficcional en un comic, pero resulta ser real, comanda una resistencia contra los ‘bowies’, que no son otra cosa que extraterrestres que quieren dominar la tierra y exterminar a los humanos (bautizados así por su semejanza al cantante). El nombre de los villanos es un gesto que condensa la búsqueda estética de la película de Basterretche, un juego lúdico de recuperación y apropiación del universo menor de la ciencia ficción y el maravilloso. El resultado es correcto, un relato que funciona sin correrse demasiado de este estilo ya desarrollado por películas anteriores. No se trata de una obra que explore los límites del género ni busque introducir elementos nuevos a las fórmulas establecidas. En todo caso, es una lástima que Devoto – La invasión silenciosa no haya sido una miniserie, ya que sus convenciones narrativas hubieran brillado mucho más con un desarrollo episódico de este tipo.
GÉNERO (CINEMATOGRÁFICO) E IDEOLOGÍA Una pareja de policías de moral dudosa intenta llevar a prisión a Angel y Marconi, dos políticos corruptos cuya fundación dedicada a realizar obras caritativas para niños en situación de calle resulta estar vinculada a la trata de menores. Guillermo, el protagonista, se acerca a la sobrina de uno de ellos, la cual resulta ser su ex compañera del secundario. Abril es un espectro en cámara; se pasea por los planos como ausente, desconectada de lo que ocurre a su alrededor y apática respecto de las acciones de los demás personajes. Cuando el compañero de Guillermo se mete con el negocio de narcotráfico de Marconi, la investigación da un vuelco violento. A medida que avanza el descubrimiento de los delitos políticos se revela también otro crimen de carácter íntimo. Esa es, más o menos, una sinopsis algo extendida de la nueva película de Victoria Chaya Miranda, que escribe, dirige y produce. Lo habrás imaginado se apoya fuertemente en el policial negro y el thriller psicológico: dos caras de una misma moneda que es la historia de los crímenes de dos políticos varones, ya que la película teje un entramado entre el abuso en las estructuras políticas y en las relaciones patriarcales. El sometimiento de la mujer es el reverso de la corrupción del Estado. Lo público y lo político quedan ligados como dos partes indisociables de lo mismo. El género del policial negro funciona como un lenguaje para expresar la perversión que corroe a los personajes, tanto víctimas como victimarios. Guillermo es una suerte de Philip Marlowe argento, corrompido él mismo, pero que adquiere un carácter de antihéroe en contraste con un elenco de personajes despreciables y aún más oscuros que él. La necesidad de recuperar o resumir la trama de la película proviene del hecho de que desde el guion y el montaje se decide construir el relato a base de escenas recortadas bruscamente y muchas veces carentes de un hilo conductor claro. El espectador, como Abril, avanza a través de los sucesos algo desorientado, e intenta recuperar las piezas del rompecabezas mientras reflexiona junto al protagonista acerca de si este es, efectivamente, un país de mierda. La propuesta estética se alimenta de cortes que cambian de golpe el sentido del movimiento de la cámara y apuesta por la ausencia de la estabilización de los planos, lo cual genera una sensación constante de mareo y cansancio. Existe sin duda una intención detrás de estas elecciones, pero el resultado no es óptimo. El exceso de diálogo y la ausencia de elementos expresivos que remarquen con mayor precisión esta búsqueda estética hace que el mareo del espectador no sea generador de suspenso, tensión, ahogo o inquietud, sino más bien de un hastío que aumenta a medida que pasan los minutos y surgen escenas cuya finalidad y lugar dentro de la trama son, al menos, confusos. Las actuaciones, a excepción de Carlos Portaluppi, tampoco ayudan, al no terminar de dar en esa tecla de realismo sucio que el guion exige. Es inevitable, ya que la película lo exige, hablar de feminismo. En principio, el personaje de Abril, pieza clave del largometraje, demuestra un tipo muy elemental de caracterización psicológica, plagada de clichés y lugares comunes. Pero hay otra cuestión aún más importante. La pregunta central es qué tan bien se asocian narrativamente la historia de una mujer que triunfa, al menos relativamente, sobre su pasado de maltrato a manos de varones, con la de dos policías sucios que trabajan en un sistema corrupto. Existe una intención de utilizar la cosmovisión del policial negro para representar las estructuras sociales y políticas viciadas del patriarcado. Y funciona, pero hasta cierto punto, ya que se percibe un conflicto esencial de intereses: el policial negro se ancla en la noción de una sociedad podrida y sin arreglo, y la historia feminista apunta a la necesidad y, finalmente, a cierta realización de un cambio del estatus quo. Esto hace que la película se vea obligada al mismo tiempo a sostener dos visiones contradictorias de la realidad social y política. Lo cual explica tal vez la sensación de que Lo habrás imaginado maneja, sino dos historias diferentes, dos registros que chocan y concluyen en dos finales muy distintos e incongruentes entre sí.
EL CINE Y SU UTILIDAD POLÍTICA En El precio de la verdad, un abogado que trabaja defendiendo los intereses de empresas químicas viaja al interior de Virginia Occidental y descubre que la compañía estadounidense DuPont ha ocultado durante décadas la naturaleza nociva de un químico utilizado en la creación de diversos objetos de uso cotidiano, entre ellos las primeras sartenes de teflón. Todd Haynes, quien dirige la película, ya había mostrado interés en el tema de la contaminación química en su segundo largometraje, Safe, que trata sobre una mujer que posee hipersensibilidad a los químicos de uso cotidiano. Sin embargo, poco importante parece el sello autoral de Haynes a la hora de hablar de esta película que, estéticamente, poco tiene que decir salvo algún momento de lucidez en el uso del lenguaje cinematográfico, por ejemplo en la introducción del personaje principal. Frente a Safe, una película en la que la mano del director no deja de notarse en ningún momento, El precio de la verdad resulta un producto estéticamente conservador, que apunta a una reconstrucción fiel y a la búsqueda de un verosímil casi documental. El principal autor de esta obra es, en realidad, el actor principal, Mark Ruffalo. Como cuenta en diversas entrevistas, la idea se le ocurrió tras leer el artículo en el que la película está basada: The lawyer who became DuPont’s worst nightmare, de Nathaniel Rich. Para quienes estén familiarizados con la militancia política de Ruffalo (que, por ejemplo, ha hecho grandes esfuerzos por apoyar públicamente la candidatura de Bernie Sanders a la presidencia de los Estados Unidos) no resultará alocado pensar a El precio de la verdad como una pieza dentro de un entramado de gestos políticos; los cuales resultan más estimulantes que cualquier cosa que la película en sí tenga para ofrecer. Y es que esta película ha funcionado como el motor central de una campaña llevada adelante por el actor que incluye una aparición como testigo en el caso DuPont, en el mismísimo Capitolio. Allí, tal y como el propio actor manifestaría posteriormente, fue ninguneado por republicanos tales como James Comer o Fred Keller, quien lo llamó “un actor sin ninguna habilidad médica, científica o de investigación salvo por un par de escenas como Bruce Banner”. Ruffalo ha realizado diversas apariciones públicas hablando sobre problemas de contaminación y el caso DuPont específicamente, además de haber incluido al propio Rob Bilott en la campaña publicitaria del film. El contexto político que dio origen a El precio de la verdad se refleja en sus elecciones estéticas: el caso DuPont es reconstruido mediante el lenguaje de los thrillers políticos, o más específicamente de lo que podría llamarse coverup movies o películas sobre conspiraciones políticas, cuya obra más representativa es sin duda Todos los hombres del presidente. Pero, ¿qué es lo que esta película tiene para decir sobre las relaciones entre el sistema de justicia norteamericano y el sector empresarial? Parecería que la conclusión, en palabras del propio protagonista, es que “the system is rigged”, es decir que el ovillo de lana generado por el entrelazamiento entre intereses privados y leyes públicas no puede ser deshecho, y que por lo tanto no existe justicia más allá de la que puedan forjar la comunidad o el individuo. Sin embargo, la imagen con la que la película nos deja parecería mostrar lo contrario: el sistema puede ser transformado por la acción de ciudadanos ejemplares puestos al servicio del bienestar social, tales como Rob Bilott. Pero, insisto, nada de lo que la película aporta, más allá de promocionar un caso valioso en la historia de la lucha contra la contaminación industrial, es tan interesante como el rol que esta cumple en la campaña política del actor protagonista. Se trata de un ejemplo claro del cine entendido desde una perspectiva puramente instrumental. Casi como si la película existiera sólo para que Ruffalo pudiera decir, en el programa de televisión The view emitido por la cadena ABC, “if you care about your water then you know what to do in 2020”.
LAS DOS CARAS DE LA MONEDA Disney constituye uno de los problemas más grandes en la escena de las industrias culturales hoy en día. Es, sí, un problema: no se necesita estar al tanto de los detalles de los movimientos que la empresa ejecuta en su ansiado camino hacia el monopolio económico e ideológico y la tiranía legal desde que Bob Iger se transformara en director ejecutivo en el 2005. Basta con saber, como la mayoría, que Disney compró esto y aquello, que Disney adquirió esto y aquello, que poco a poco Disney se lo apropia todo. El panorama internacional da la bienvenida a esta nueva década con una certeza: Disney es uno de los mayores agentes culturales del mundo. Es difícil no mencionar estas obviedades cuando se habla de un producto de este titán del audiovisual. Frozen II es un “Disney product”. Esto se puede entrever, por ejemplo, en los (no tan) sutiles discursos que circulan a lo largo del largometraje alrededor de la cuestión del colonialismo y la imagen auto-percibida de los colonizadores. Las películas de Disney siempre han jugado con la posibilidad de realizar, a base de magia y sonrisas, un lavado de cara y de culpas direccionado a las esquinas oscuras de la historia norteamericana, a sus arremetidas imperialistas y sus variopintas ideologías chauvinistas: en este contexto se inscriben sus recientes búsquedas por cumplir ciertos estándares vinculados a la necesidad de diversidad racial. Algo similar ocurre en el caso de la exigencia por generar personajes femeninos con roles más activos. Tras los sucesos de Frozen: una aventura congelada, Elsa y Anna viven felizmente en el reino de Arendelle. Sin embargo, esta paz está construida sobre un engaño cuyas dimensiones exceden lo familiar. En la primera película, la magia de Elsa funcionaba como una metáfora para la relación entre el deseo y el deber: ella, tras toda una vida en la que había tenido que ocultar su verdadero ser, se había habituado a aislarse de los demás y subordinarlo todo a la exigencia de cumplir su rol de reina. La narrativa de la evolución de los poderes de Elsa se podía leer entonces como un proceso mediante el cual ella aprendía a aceptar quien era y a entenderse con aquellos que en un principio la juzgaban por temor. La secuela continúa valiéndose de sus poderes como metáfora central para articular el relato, pero esta vez la apuesta se redobla: el asunto de la identidad de Elsa no es solo un problema íntimo o familiar, sino político. Frozen II funciona de maravilla a partir de una estructura simple de tres actos claramente diagramada por el cambio de escenarios. Espacialmente, la película queda dividida en dos lugares bien identificables: bosque y reino. Si en Frozen el exilio de Elsa a las montañas heladas actuaba como expresión de un viaje introspectivo, aquí el viaje al bosque es una suerte de retorno a una región ancestral reprimida, un espacio literalmente clausurado por un evento traumático del pasado. El bosque es, en esta instancia, un oscuro rincón del inconsciente de Elsa o, mejor dicho, del inconsciente colectivo de Arendelle que, culposo, no puede disfrutar de su paz y prosperidad. Mientras que Elsa sigue con sus búsquedas personales, Anna, relegada en la primera película a un rol de apoyo (todo su arco, con sus momentos positivos y negativos, eran consecuencia de las acciones de Elsa), tiene que aprender a valerse por sí misma. Su camino implica la superación de la inocencia propia de quien, a diferencia de su hermana, no ha crecido con la responsabilidad de reinar. Su historia la lleva a un difícil pero muy bello encuentro con su fuerza interna, con su deseo de autoafirmación. Mientras que en Frozen éramos testigos de un primer momento de sanación de la relación entre las hermanas (la reafirmación del amor una vez superado el resentimiento y la distancia generados por el miedo), Frozen II nos muestra la maduración necesaria de esa relación; ese “cambio” tan temido sobre el que cantan los protagonistas en el inicio: la aparición de un deseo de independencia emocional, representado por la misteriosa voz que le habla a Elsa y que no la deja dormir en la cálida compañía de su hermana; la necesidad profundamente individual de abandonar simbólicamente la comodidad del espacio familiar y salir a la aventura del afuera. Y, sin embargo, la voz que le habla a Elsa es también la voz de un pueblo originario que, al parecer, habitaba los bosques que lindan con Arendelle y que, luego de un acto de injusticia y odio, han quedado relegados, instrumentados para el progreso del hombre blanco. Este subtexto a partir del cual la trama pretende corregir la imagen de una nación colonizadora mediante una rectificación (llevada adelante también por los representantes de la nación colonizadora porque, ante todo, las personas blancas son los únicos actores de la Historia, para bien o para mal), vuelve ineludible una realidad que uno, como espectador, muchas veces querría ignorar: que Frozen II es, antes que nada, un producto de Disney. Esa insistente e impostada voz de una comunidad a la que Disney no representa y no puede representar, pero insiste, en pleno 2020, en seguir utilizando para limpiar su imagen, obliga a leer el transverso de esos poderosos relatos habitados por mundos bellísimos, magia y narraciones cautivadoras; el otro lado de la moneda o, mejor dicho, el trasfondo económico y cultural que hace posible estas hermosas producciones audiovisuales. Esa voz impostada es el núcleo de un discurso revisionista que por momentos arruina la ilusión y nos obliga a postergar al niño interior que disfruta de la historia de Elsa y Ana.
QUIEN FILMA Y QUIEN ES FILMADO No es tarea fácil la de filmar la realidad argentina. El cine nacional (y en gran medida también el latinoamericano) que se propone retratar cierta coyuntura social cae muchas veces en diversos modos de apropiación, que van desde la romantización hasta el miserabilismo. Es, desde ya, todo un desafío evitar lugares comunes y construir relatos con matices. Se trata de un problema acerca de la relación entre quien filma y quien es filmado: ¿Qué lugar debe ocupar la cámara? ¿Cómo debe comportarse? ¿Cuál es la actitud que asume frente el otro? En La botera, Sabrina Blanco sigue un camino librado de estos vicios. Por un lado, evita la estilización, es decir, la apropiación absoluta de la voz ajena con el objetivo de transmitir una ideología o punto de vista propio. Por el otro, también elude un registro documental exageradamente neutral o apático. Se acerca a este, sí, en su afán por representar con cierta objetividad el ingreso a la pubertad de una chica que vive con su padre en Isla Maciel. Sin embargo, se aleja, por ejemplo, desde el montaje, elemento en el cual la mirada de la directora se deja ver un poco más. La historia de Tati se encuentra dividida en una serie de acciones concretas y significativas de las cuales la cámara va cortando, sin perder tiempo, para llevar al espectador a la siguiente, y sin permitirse en ningún momento dispersarse. En los recortes elegidos en la edición se observa el interés por construir un discurso sobre las dificultades de crecer en un entorno la mayoría del tiempo hostil. Sin embargo, La botera no termina de convertirse en un film de denuncia. En cambio, sabe sostener una tensión interesante entre el mostrar y dar lugar a la voz del otro y el decir algo; entre estética y política, por ponerlo de otro modo. Si bien las ausencias o problemas que atraviesa Tati en su encuentro con los demás y con su realidad no se ignoran, estos circulan como una suerte de trasfondo sin volverse nunca el foco central. En cambio, este es en todo momento Tati: sus frustraciones, alegrías y búsquedas. Y tal vez por esta razón la película se permite, aún sin ser ingenua, un final luminoso, en el que se resignifica ese objeto de deseo que ya aparece implicado en el título: el bote como punto de fuga.