AMUSEMENT PARK MOVIES Es irónico pensar en la existencia de películas como Jungle Cruise si tenemos en mente la denominación que Scorsese adoptó hace no mucho para las películas de Marvel y parecidas, como “amusement park movies”, o películas que equivalen a parques de diversiones. Y es que el último largometraje de Dwayne Jonhson es, exactamente, una adaptación de un amusement ride, una atracción de feria, un parque de diversiones. Pareciera que Disney redobla la apuesta y lleva al extremo de lo literal aquello que en las palabras de Scorsese no era más que una metáfora despectiva. En otras palabras, podría decirse que hay en este tipo de películas una intención de blanquear una concepción del cine de entretenimiento, liberándola de cualquier pose o culpa. Disney no se sonroja al realizar sus películas, ya no entendidas como esa forma artística inmaculada y aislada que añora Scorsese, sino como aún otro piece of content, porción de contenido que forma parte del entramado narrativo transmedia de Disney, compuesto por comics, series, películas, y, cómo no, parques de diversiones. Claro que Jungle Cruise no es la primera adaptación cinematográfica de un parque de diversiones. Existe ya un antecedente infinitamente exitoso en la franquicia de Piratas del Caribe. De hecho, narrativamente, esta última película de Disney no es mucho más que un Pirates wanna be, un film habitado por seres de leyendas y maldiciones antiguas (esta vez ubicadas en la versión disneificada de la Sudamérica Precolombina, un “locus phantasticus” al servicio de la imaginación norteamericana), héroes carismáticos que combaten a los malos y a la desigualdad de género por igual, y un universo maravilloso realizado con avanzadas técnicas digitales. Si se ha de juzgar a Jungle Cruise en este territorio, hay que decir que, aunque con un ritmo algo atropellado y algunas desprolijidades del montaje, no deja de ser en ningún momento entretenida. Los postureos y estereotipos propios de este nuevo woke Disney no llegan al punto de entorpecer el disfrute (como personalmente me pasó en los remakes de Mulán y Aladdin), el elenco es adecuado y hasta tiene algunos highlights (mencionar la esporádica aparición de Dani Rovira en un papel secundario) y el guion no teme construir aunque sea un poco de tensión sexual (algo que se ha perdido bastante en los blockbusters de los últimos años). Se abre con esta película al menos un pequeño punto de fuga dentro de la producción tan repetitiva del Disney de los últimos años.
REVISITANDO UN MUNDO SILENCIOSO No faltaban razones para encarar una secuela de Un lugar en silencio, película que triunfó en taquilla, juntando aproximadamente $340.939.361 con sus $17.000.000 de presupuesto, y también entre los críticos, obteniendo un 96% en Rotten Tomatoes y un 82% en Metacritic. También era tentador agrandar un universo cuya exposición, sabiamente, se había limitado a la perspectiva de los protagonistas. No tardaría en llegar una secuela, y -pandemia de por medio- ya se ha estrenado. Como toda secuela, Un lugar en silencio: Parte II se ve en la obligación de realizar un doble movimiento, aparentemente contradictorio: hacia atrás y hacia adelante. El segundo, porque debe ampliar el planteo estético de la primera, expandir el universo narrativo y continuar el arco narrativo de sus personajes. El primero, porque tiene que invocar el éxito de la primera; tratar de reproducir el aura que la hizo destacar. De lo primero, la película se hace cargo en la escena inicial, en la que conjura fantasmas y conecta lo que estamos por ver, la continuación de la historia, con su origen. Luego se libera, introduciendo nuevos personajes que tejen nuevos contrapuntos para los personajes que ya conocemos. Por otro lado, si la primera parte concentraba la acción en un lugar específico y mantenía a sus personajes juntos y estáticos, esta segunda los pone en movimiento y los separa, para encontrar allí nuevas etapas en sus desarrollos narrativos, así como escenarios y secuencias renovadas. Hay que decir, sin embargo, que no por ello Un lugar en silencio: Parte II se deja de sentir por momentos como que emula a la primera. El ritmo general es el mismo; se repiten las herramientas gramaticales de la primera, salvo por alguna pequeña variedad; los conflictos generadores de suspenso, partiendo siempre de la lógica del contraste entre ruido y silencio, son muy similares. Se trata, resumiendo, de una secuela conservadora, que pretende repetir la experiencia de expectación de la primera pero introduciendo algunas variaciones que la diferencie lo suficiente como para sostener cómodamente su hora y treinta y siete minutos de duración. Si en algo despega (e, irónicamente, pero también afortunadamente, lo hace tal como la primera) es en su ejecución técnica, en la cual se observa cuidado y diligencia. Tras el éxito relativo de esta secuela, queda ahora abierto el interrogante sobre cómo encarar una tercera parte, justificada también desde lo narrativo. A sabiendas de que es difícil que se desafíe una fórmula que ya probó ser exitosa dos veces, lo que resulta interesante desde el punto de vista del espectador tal vez no sea la posibilidad de encontrarse con la apuesta por una diferencia estética significativa, pero sí, al menos, por saber la conclusión de la atrapante trama de invasión alienígena, y el rol que estos protagonistas tendrán en ella.
PELÍCULAS HECHAS POR PERSONAS ORGULLOSAS DE SER PERSONAS QUE HACEN PELÍCULAS El dúo de actrices francesas Catherine Deneuve y Juliette Binoche protagoniza el drama familiar La verdad, que trata sobre la visita de una guionista, junto a su esposo y su hija, a la casa de su madre, una famosa actriz de cine francesa. La película posee un importante componente autorreferencial y hasta autobiográfico (Deneuve, actriz famosa por sus papeles protagónicos en décadas pasadas encarna a una actriz famosa por sus papeles protagónicos en décadas pasadas, que, al igual que ella, lleva el nombre de Fabienne). Alrededor del personaje de Deneuve gira tanto la trama narrativa como los temas que aborda la película, siendo el principal la vejez como punto de inflexión en la vida de las personas. La famosa actriz parisina Fabienne ha llegado ya a una etapa de su vida en la que se siente amenazada por el talento y la belleza de las actrices más jóvenes. Sus roles son ya los de mujer adulta, y si bien sostiene a modo de defensa contra el paso del tiempo una imagen cuidada y glamorosa, y una mueca pedante e irónica, la llegada de la vejez la obliga a reflexionar sobre su pasado y su presente, y sobre la relación por momentos conflictiva entre su carrera profesional y su vida personal. Si la vejez como umbral es el centro de la exploración temática de La verdad, el cuerpo narrativo que sostiene esta búsqueda es el regreso de la hija de Fabienne a su vida. La trama oscila entre la casa de la protagonista, donde la familia de su hija se está quedando, y el set en el que se está filmando su nueva película. Un vaivén entre la esfera de lo público y lo privado, y en el centro, la publicación de la autobiografía de Fabienne, quien se ha tomado más de una libertad a la hora de narrar su vida a sus seguidores. Se inaugura así otra problemática que la película aborda, al igual que las demás, con tacto y humanidad: los límites entre lo verdadero y lo falso (entre Fabienne como actriz y como madre). La película encara esta cuestión trabajando la complejidad emocional de sus personajes, cuyas relaciones son atravesadas por lo verdadero y lo falso, no ya como categorías excluyentes sino como dos partes de un flujo vital único. Es difícil encontrar cosas para reprocharle a La verdad. Se trata de una película sencilla en sus pretensiones, dedicada absolutamente a sus personajes y que, paradójicamente, tal y como la propia Fabienne, peca por momentos de mirarse demasiado el ombligo. Es, después de todo, un film cuyos personajes son actores, productores y guionistas. Sin embargo, si hemos de categorizar a La verdad dentro de ese grupo tan criticado de “películas hechas por personas orgullosas de ser personas que hacen películas”, hay que decir que no por ello pierde humanidad, lo cual la vuelve un relato sincero y, por momentos, verdaderamente cálido.
DE NIRO HACIENDO COMEDIAS OLVIDABLES Tim Hill, escritor de las divertidas películas de Bob Esponja posee una faceta menos feliz como director de trabajos medio pelo tales como Garfield 2, Hop y la primera de las cuatro (!) películas de Alvin y las ardillas. En este terreno de producciones infantiles se mueve el encargado de llevar a la pantalla la adaptación de una novela del recientemente fallecido escritor de literatura infantil, Robert Kimmel Smith: The war with grandpa. Para ello cuenta con un elenco de estrellas recauchutadas del calibre de Robert De Niro, Uma Thurman y Christopher Walken haciendo un poco el ridículo. La película trata acerca de Peter, un niño de 12 años cuyo abuelo (De Niro) se muda a su habitación poco tiempo después de haber perdido a su esposa y quedarse solo. Con el objetivo de recuperar su habitación, Peter dará inicio a una guerra de bromas y burlas con su abuelo. De Niro repite el rol de abuelo tosco pero cariñoso que tanto resultado le dio en las películas de La familia de mi novia, aunque esta vez sin estar respaldado por la creatividad de los escritores de estas comedias para establecer escenarios absurdos o enredos atrapantes. En este caso, el contrapeso del De Niro abuelito no es el genial Ben Stiller, sino que la responsabilidad (uno de los puntos cruciales para el funcionamiento de una película como esta) cae sobre el joven actor Oakes Fegley, quien ya había protagonizado Mi amigo el dragón en 2016. La química entre ambos no es mala, y la película puede sostener escenas que le dan algo de peso emocional al conflicto. Son otros los problemas que vuelven a En guerra con mi abuelo una comedia olvidable. La falta de imaginación en las secuencias de bromas, el desvío ocasional hacia subtramas que no sostienen unos pocos minutos, el montaje descuidado, la actuación automatizada de los actores secundarios pero sobre todo el abuso de chistes algo anticuados y desgastados son los que hacen que ver la película sea por momentos un trámite tedioso. Mención aparte merecen una escena en la que De Niro y Walken juegan al quemado en unos trampolines y otra muy fuera de tono en la que De Niro tiene que recuperar un celular que se le deslizó dentro de la ropa de un difunto en el medio de un funeral.
EL CINEASTA ARGENTINO Y LA TRADICIÓN Inevitablemente, quien quiera hacer cine de género en un país como el nuestro, es una suerte de legatario o heredero de una tradición y un corpus de obras preexistentes. Este tipo de cineasta sería una reversión de aquel escritor sobre el que escribe Borges en El escritor argentino y la tradición, en donde dice que “no debemos temer y debemos pensar que nuestro patrimonio es el universo; ensayar todos los temas, y no podemos concretarnos a lo argentino para ser argentinos: porque o ser argentino es una fatalidad y en ese caso lo seremos de cualquier modo, o ser argentino es una mera afectación, una máscara”. El dilema de la identidad y la apropiación atraviesa cualquier producción que se valga de las reglas y el lenguaje forjados con anterioridad en el exterior. Por eso, películas como Devoto de Martín Basterretche y Lleno de ruido y dolor, este western de Nacho Aguirre, se ven obligadas a jugar un juego de similitudes y diferencias, probar mezclas y combinaciones y ver qué funciona y qué no. Para su primera película, Aguirre opta por trabajar el género alejado de las muecas estilísticas que caracterizan al western norteamericano más tradicional. Se trata, en cambio, de una película severa, que plasma un universo desdichado y crudo. Sus personajes son hombres despreciables y violentos, moldeados por un entorno árido y bárbaro. El largometraje comunica con éxito esta visión desencantada de la Patagonia de los años ’20, y apuesta por hacer de esa desidealización su propósito central. Ahora bien, hay que decir que, más allá del plano inicial y la intención de marketing, esta película es más un drama de época que un western. Al menos si pensamos que para ser un western debe respetar, o en todo caso subvertir o parodiar aquellos elementos que hacen al género: sus personajes, sus ideologías, sus estructuras narrativas o sus gestos estéticos. Poco y nada tiene de western la película de Aguirre, y esto es un problema cuando nos preguntamos, entonces, qué es lo que sí tiene. La respuesta es un poco decepcionante: una trama de criminales perseguidos que no genera interés o tensión por sus aciertos narrativos sino que la busca en todo caso a través de una sordidez que se vuelve repetitiva muy rápidamente.
LA AMENAZA DEL FUTURO Y LA RESISTENCIA DEL PASADO Proyecto Parque Patagonia es un documental testimonial que trata sobre un conflicto político-ambiental que se da en un amplio territorio de la provincia de Santa Cruz. Los actores que se ponen en escena son, principalmente, dos: por un lado, la fundación “Flora y Fauna” o “Rewilding Argentina”, una ONG con capital privado cuyo objetivo es la “recuperación” y “repoblación animal” (por dar una traducción aproximada al término de origen anglosajón) de una no pequeña serie de territorios a lo largo del país. El objetivo, en teoría, es combatir el deterioro de los ecosistemas generado por la producción ganadera mediante la reincorporación de especies autóctonas y la reconstrucción de las cadenas tróficas o “alimenticias”. Del otro lado de la disputa se encuentran los pequeños productores agropecuarios cuyas familias ocupan desde hace aproximadamente cien años las mesetas patagónicas, y que defienden no un patrimonio económico (pues, como ellos dicen, tendrían más rédito al aceptar las ofertas millonarias de los inversores de “Flora y Fauna”), sino uno cultural e identitario, algo mucho más fuerte: un sentido de pertenencia, un relato de la ligazón de su historia familiar al trabajo y la transformación de las tierras. Ese es, a grandes rasgos, el panorama político que traza la película dirigida por Juan Dickinson. Las interpretaciones de las acciones que la Fundación “Rewilding Argentina” realiza desde hace ya varios años sobre el territorio patagónico varían desde posiciones a favor (que se fundamentan en conceptos innovadores como “rewilding”, “producción de naturaleza” o “ecoturismo”) hasta posiciones en contra (que ven en estos proyectos una intención de apropiación y transformación de un patrimonio nacional, natural y cultural, para fines que se corresponden con intereses extranjeros). La narración, tal cual está contada, recuerda al mito de la civilización y la barbarie: la promesa del futuro en la forma del progreso versus la inapelable solidez del pasado, de generaciones de vivencias y una conexión con la tierra fundamentada en el tiempo. La mayor virtud de este documental tal vez sea la claridad con la que dispone de los testimonios y va construyendo este escenario político desde la complejidad que conlleva la polifonía, la puesta en escena de diversas voces y puntos de vista. En este sentido la cámara se mantiene siempre neutra y no ejerce opinión alguna. En el único sentido en el que podría llegar a detectarse una toma de posición es en la direccionalidad del debate: mientras que los pequeños productores agropecuarios basan su discurso en la referencia constante a la fundación y a sus acciones, estos últimos no tienen oportunidad de responder a las acusaciones de sus interlocutores indirectos. Puede ser que se trate de una estrategia consciente, no sería la primera vez que los más poderosos hacen caso omiso a las réplicas de los menos poderosos puesto que no necesitan ganar esa discusión, si tienen, como un entrevistado dice durante el documental, “la plata y el tiempo de su lado”. Sin embargo, la ausencia de una réplica de la réplica deja la conversación algo truncada e inclina la balanza de la empatía del espectador ligeramente hacia los que son, en este caso, los “débiles”, los pequeños productores agropecuarios cuyo derecho a la tierra se sostiene en los cimientos de las estancias que sus ancestros hicieron surgir en una tierra salvaje y despoblada.
EN LA MESA NO SE HABLA DE POLÍTICA NI DE RELIGIÓN Sergio (Shlomo) Slutzky es un periodista y director argentino-israelí. Todos sus trabajos documentales se encuentran marcados por ese rasgo identitario, pues exploran acontecimientos de la historia argentina con especial atención a la participación de la comunidad judía. La otra cualidad que caracteriza su obra es la exploración del pasado familiar y su vinculación con el nacional. Su último documental, Perón y los judíos, surge, en palabras del director, a partir de una acusación hecha por sus amigos que pone en juego todos estos elementos: ¿fue el padre de Slutzky, durante la década de los ’50, “otro judío gorila”? El método de trabajo de Slutzky determina el devenir narrativo del documental: el periodista reconstruye el pasado de su padre siguiendo el rastro dejado por las palabras de sus amistades. La película avanza entonces contrastando los testimonios y opiniones de aquellos que participaron en la vida política argentina en los años de gobierno de Perón. Sin embargo, el director no se limita a lo estrictamente familiar, puesto que incluye también las opiniones de figuras prominentes de la comunidad judía en Argentina y también de aquellos que atestiguan o investigan la relación entre Perón y el pueblo judío. Aunque no oculta su posicionamiento ideológico respecto de ciertas cosas, Slutzky va tejiendo un relato en el que las distintas voces tienen espacio para contar su versión de los acontecimientos. El pasado se rebela entonces como un clúster inestable de versiones e interpretaciones que muchas veces colisionan dejando su marca hasta en la intimidad de una escena familiar (uno de los “episodios” más interesantes que muestra el documental es la relación conflictiva entre los tres hijos de Pablo Manguel, primer embajador de Perón en el joven Estado de Israel). Este trabajo de cruce entre lo micro y lo macro, entre la Historia Nacional con mayúscula y las historias familiares que se desempeñan como una suerte de reverso, o mejor dicho como sus ramificaciones capilares, es la peculiaridad más sólida y potente del trabajo de Slutzky. En este sentido, la forma en la que el director argentino-israelí encara esta etapa de la historia argentina no se caracteriza por su singularidad; la búsqueda de sentido a partir del cruce entre lo íntimo familiar y lo público nacional caracteriza al trabajo de muchos escritores y directores argentinos que revisan las décadas de los ’50, los ’60 y los ’70.
UN MODERNO BURLADOR-BURLADO A veces resulta difícil no comenzar una crítica de una película de habla hispana sin citar el acervo de películas norteamericanas de las cuales, a veces, es quedarse corto decir que bebe. La pregunta a la que vuelvo una y otra vez es ¿qué puede hacer el cine en castellano para apropiarse de ese lenguaje en gran medida fundado por el cine de género de Hollywood? O más aún, ¿cómo fundar un lenguaje propio? Pero, al mismo tiempo, es equivocado partir siempre del preconcepto de que la tradición narrativa cinematográfica es una propiedad exclusivamente norteamericana. En este sentido adhiero a la idea de que hay objetos y estructuras narrativas que atraviesan las fronteras de un país en particular y funcionan más bien como mitos universales y de los que el cine se nutre hasta tal vez más que otros medios artísticos. Estos mitos son, en todo caso, más propios de una época en particular que de otras y mutan según el territorio que habitan, pero no por ello dejan de ser universales. Las figuras del seductor que burla y el burlador-burlado, así como los tipos de relatos que se desprenden de, o estructuran este concepto, encuentran su representante más importante en el personaje de la literatura española Don Juan Tenorio. Pero, y entonces, ¿a qué viene todo esto? La maldición del guapo es una historia de seductores estafadores, pero más que a Don Juan recuerda a las grandes películas de estafa estadounidenses. La película de Beda Docampo Feijóo parece un ejercicio de apropiación de un género eminentemente norteamericano, pero con un giro estético para darle cierta españolidad que se sostiene sobre todo en la buena actuación de Gonzalo de Castro, él sí, más Don Juan que Brad Pitt. Aunque sin lograr establecer un idioma casi totalmente diferente, como lo hizo por ejemplo Fabián Bielinsky con Nueve reinas (película de un lenguaje indudablemente argentino), La maldición del guapo sí posee un encanto diferente que le da personalidad y la lleva más allá de la mera repetición.
MISTERIO EN EL PARQUE PEREYRA IRAOLA Un guardabosque es trasladado al Parque Pereyra Iraola, en la provincia de Buenos Aires, mientras es investigado por un caso de cacería furtiva. Allí comienza a develar una trama de crimen y misterio que involucra a sus nuevos compañeros. Con esta premisa trabaja el director Francisco D’Eufemia para dar lugar a una película que sigue muy de cerca las estructuras formales de cierto cine latinoamericano al acercarse al género del thriller, de la intriga o el policial. Pero, al mismo tiempo que Al acecho resulta algo repetitiva y predecible, también podría decirse que es mesurada y exitosa en su pretensión estética. El misterio es atrapante y funciona, tal vez principalmente por el modo en el que Diego Poleri, el director de fotografía, captura los escenarios en los que se van sucediendo los episodios. El montaje y el trabajo de cámaras proponen un verosímil realista del cual la película nunca se corre. La construcción del espacio que se da en el primer acto y ciertos usos de las construcciones arquitectónicas del lugar sugieren que el misterio que guía la narración podría acercarse a lo mágico (otro de los caminos que suele seguir el cine latinoamericano al aproximarse al thriller), pero rápidamente la trama retorna a un lugar de comodidad que no abandona en ningún momento. Es difícil, sin embargo, reprochar a Al acecho por las decisiones que no toma, cuando, lo que sí hace, lo hace francamente bien. El ritmo narrativo funciona perfectamente para el tipo de historia que se quiere contar y el escenario elegido, y no escasean las tomas y las secuencias cautivadoras que se valen de la belleza y la lobreguez de los bosques del parque para crear tensión y suspenso.
MICHALIK, ROSTAND Y CYRANO: CINEASTA, DRAMATURGO Y PERSONAJE La ópera prima del actor francés Alexis Michalik narra el proceso de creación de la famosa obra de teatro Cyrano de Bergerac, del dramaturgo Edmond Rostand. Su autor, en la versión de Michalik, concibe a Cyrano como su alter ego. Este es un personaje trágico, héroe romántico basado en un poeta real, fallecido 242 años antes del estreno de la obra. Cyrano de Bergerac es representante del denominado “neorromanticismo”. Cyrano se encuentra enamorado de una mujer llamada Roxane, pero teme que no le corresponda. ¿La razón? Su fealdad, específicamente su nariz desproporcionadamente grande. El poeta decide expresar sus sentimientos usando el nombre de un amigo suyo, Christian, más bello, pero sin el mismo talento con las palabras. Roxane se enamora de los versos de Cyrano pensando que se trata de Christian. Los dos amigos se van a la guerra y Christian muere, implorando a Cyrano que diga la verdad a Roxane. Pero Cyrano no lo hace hasta luego de 15 años cuando, en una de sus visitas al convento en el que Roxane se ha retirado para hacer luto, un trozo de madera le cae encima provocándole una herida mortal en la cabeza. El poeta finalmente muere confesando su amor secreto en manos de Roxane. La obra de teatro implica un gesto de romantización de una figura histórica, cuya vida se utiliza como base para construir un relato de amor platónico con un desenlace trágico. Michalik lleva adelante una segunda romantización o romantización en segundo grado, esta vez no del poeta Cyrano sino de Edmond Rostand, el autor de la obra. La tesis de Cyrano como alter ego de Rostand le permite al director hacer de su película una obra romántica en la que un poeta lucha por recuperar su inspiración perdida y alcanzar el éxito en la escena artística. Michalik emula un lugar de enunciación propio de los musicales festivos, al estilo de otras películas como Moulin Rouge o Chicago. Se trata de una exploración interesante, puesto que, en el género cinematográfico del musical, descansa un espíritu que posee conexiones con la estética romántica; un espíritu celebratorio y vital, íntimamente vinculado con el baile como expresión del júbilo de vivir y del amor como el gran canalizador de esa energía. Los personajes de Michalik no bailan con el cuerpo sino con la lengua, imaginando versos por el puro placer de la sonoridad del lenguaje, y corretean de aquí para allá, con un vigor que los desborda. Sin embargo, mientras que Cyrano de Bergerac, la obra de teatro, es una tragedia, la película de Michalik no lo es. La trama principal de Edmond Rostand buscando la inspiración es unida a la historia del amor trágico del Cyrano personaje: el director imagina a Rostand como Cyrano, a su mejor amigo Léonidas como Christian y a la novia de Léonidas, Jeanne, como Roxane. Los límites entre ficción y realidad se confunden, así también como el orden en el que ficción y realidad suceden. Michalik escribe la relación entre Edmond, Léonidas y Jeanne inspirado por la relación entre Cyrano, Christian y Roxane; luego en el primer plano ficcional (la película), Edmond hace el movimiento inverso: se inspira en sus intercambios con Jeanne y Léonidas para escribir a Cyrano, Christian y Roxane. Una verdadera confusión generada por la proyección de distintas capas de ficcionalidad dentro de otras: el dramaturgo deviene personaje, el personaje dramaturgo y, por qué no, el director de cine también se vuelve dramaturgo. Porque, en este esquema, Edmond puede ser leído como el alter ego de Michalik (que además de dirigir escribe), así como lo fue el Cyrano de carne y hueso, de Edmond. Uno podría imaginar una proyección inacabable, similar a cuando se enfrentan dos espejos, en la que un escritor haya utilizado a Michalik como alter ego en una obra que nos tiene a todos como actores representando un rol. Sin embargo, estas apreciaciones son más una divagación que una lectura estrictamente centrada en la película del director francés. Hablan, sí, de que el relato es exitoso a la hora de captar la atención y la imaginación. En todo caso, un elemento que no termina de vincularse bien con el resto del largometraje es el personaje de Monsieur Honoré, el tabernero negro que sugiere el título de la obra a Edmond. Y es que Monsieur Honoré, hombre extremadamente culto, noble y distinguido es un personaje que más cabría esperarlo en una obra de teatro neorromántica de fines de Siglo XIX que en la película de Michalik, poblada de personajes con dudas y altos y bajos. Tal vez el personaje fue pensando como un guiño, otro de los tantos gestos de intertextualidad de la película. Sea como sea, Cyrano mon amor es una comedia divertida, con un espíritu celebratorio que aúna la actitud romántica de la obra en la que está basada, pero convierte la tragedia en comedia, refiriendo a un ritmo y a una estética propios del género del musical cinematográfico.