Días de tinto y robos Un filme simpático, a medio camino entre el policial y la comedia. Hay por lo menos dos maneras de ver Vino para robar: como un policial con toques de comedia romántica o como una parodia (romántica) de un policial. Con esta segunda lectura, la película quedaría a salvo de la mayoría de las objeciones que pueden hacérsele. La principal es la permanente sensación de déjà vu: gran parte de las situaciones son muy parecidas a muchas ya vistas en cantidad de películas y series de estafadores y ladrones. Si se tratara de una parodia, ésa sería justamente la gracia: reírse de (o con) la fórmula, a la manera de Los Simuladores. De cualquier modo, hay que decir que risas, lo que se dice risas, no abundan en la platea. En una de las funciones de preestreno, sólo se oyeron carcajadas cuando un mismo personaje dijo “puto” y “boludo”. Y esto hay que achacárselo a un guión que está más trabajado en lo policial que en lo cómico y no termina de convencer en ninguno de los dos aspectos. Cargada de giros forzados o previsibles, la trama se queda a medio camino: no resulta verosímil ni lo suficientemente disparatada. Así y todo, es una película simpática. Si las risas no sobran, sí aparecen las sonrisas. Llega el momento de hablar de un buen elenco y, tal vez, de la pericia de Ariel Winograd (cuánto más personal era Cara de queso, su opera prima) para dirigirlo. Daniel Hendler y Valeria Bertuccelli son de esos actores que suelen mostrar una máscara siempre similar, pero eficaz. En este caso, la monocromía de Hendler le cuadra perfectamente a ese James Bond delictivo que es Sebastián, su personaje. Y Bertuccelli -que, por lo requerida que está, va en camino a convertirse en la Darín con polleras- utiliza, sin abusar, sus característicos y efectivos yeites (como la ametralladora de frases). Ah, lo más importante: en esta pareja de criminales hay buena química, la suficiente como para sostener la cuestión cuando el ritmo decae. No hay que olvidarse de Martín Piroyansky, el más destacado de todos en su papel de ayudante nerd, ni de Mario Alarcón, autor de aquellos insultos cómicos. Tampoco de la fotografía de Ricardo de Angelis, con esos paisajes mendocinos que hacen todo más agradable, si bien el esponsoreo de la provincia está tan presente que por momentos las imágenes parecen un catálogo turístico. Se ve todo (viñedos, ríos, montañas, el centro de la ciudad, y hasta el aeropuerto provincial) y el mensaje es claro: visite Mendoza y beba el néctar de Baco.
Cuestiones en torno a las narices rojas “No soy un documentalista; soy un payaso”, se excusa Lucas Martelli, tras las rejas, ante un payaso carcelero después de los títulos finales. Ese amateurismo se nota a lo largo de Sólo para payasos, para bien y para mal: la película es caótica, desprolija, y a la vez tiene una frescura y un desparpajo saludables. Se supone que es un documental sobre el mundo de los payasos. Y hay unos cuantos testimonios de payasos y clowns de diferentes estilos que explican en qué consiste su oficio, cómo empezaron, etcétera. Esos son los pasajes más convencionales e interesantes de la película. Pero esa estructura clásica se va deformando con la aparición de una ficción confusa, por momentos tediosa (le sobran unos cuantos minutos) y mal actuada (ser payaso no es lo mismo que ser actor). De todos modos, la historia tiene sus encantos. Se ve a diferentes payasos del mundo dirigiéndose a una gran convención del gremio desde diferentes rincones del planeta, desde Macchu Picchu hasta Nepal, pasando por la Isla de Pascua. También hay pasajes fantásticos, que muestran con logrados efectos especiales las peripecias de un grupo que va a ese encuentro a bordo de un colectivo-dirigible que surca los cielos. Participaron más de 200 payasos, y queda la sensación de que semejante convocatoria está un poco desperdiciada: el no iniciado podría haberse enterado de más; casi casi, el título Sólo para payasos termina siendo literal. Bueno, quien quiera una experiencia completa, que vaya hoy al estreno: prometen la asistencia de “cientos de payasos” vestidos “de estricta etiqueta payasa”. Qué miedito.
Afiló más las garras Mejor que la primera, igual no alcanza el nivel de la saga X-Men. La tetralogía de los X-Men es -junto a las Batman de Christopher Nolan, a Watchmen, y a la primera Iron-Man- de lo mejor de esa avalancha de películas de superhéroes que empezó hace unos quince años. Y Wolverine es uno de los personajes más atractivos de la saga. ¿Por qué no iba a tener sus propias aventuras? Y... A veces pasa: el líder de una banda de música trata de emprender una carrera solista y ahí descubre cuánto necesitaba al grupo. A Wolverine le ocurre algo así: si su primera película había sido floja, esta segunda levanta un poco la puntería, pero no logra acercarse al nivel de las protagonizadas por el equipo X-Men a pleno. Esta vez la acción se traslada a Japón y su universo de yakuzas, ninjas y samuráis. Una buena idea, que podría haber sido aun más explotada. Lo mejor, como en la anterior, ocurre en la primera media hora, y después todo se va desinflando en los vericuetos de un guión muy repetitivo y con unos cuantos giros forzados. Hay dos recursos oníricos demasiado reiterados: las pesadillas del héroe, que se pasa media película despertándose sobresaltado, y la aparición de un mutante conocido -mejor no adelantar cuál- que al principio genera sorpresa y después termina fastidiando. Las peleas son vertiginosas y los efectos especiales, como de costumbre, impecables: dos puntos fuertes que los anteojitos 3D realzan. Lo que falta es un archivillano de peso. El atormentado Wolverine es interesante (aunque a Hugh Jackman no le haría mal un poco menos de gimnasio y un poco más de tablas) pero, como cualquier superhéroe, no puede cargar solo con toda la película. Aquí uno de los malvados permanece en las sombras y a Viper -la rusa Svetlana Khodchenkova-, que pone más el cuerpo, no le da el piné. (Al margen: ¿qué pasó con las mujeres de esta película? Son la apología andante de la anorexia). “Tenía que demostrar que podíamos haber hecho mejor las cosas. Cruzo los dedos, pero sé que esta vez nos salió bien. Estoy convencido de que lo conseguimos”, declaró Jackman. Y sí, esta salió mejor que la anterior, pero no tanto. Igual, a no desesperar: el año próximo vuelve la formación completa de los X-Men, con Magneto y Bryan Singer a la cabeza.
Período villa villa Una película que transcurre en una villa urbanizada, protagonizada por villeros y dirigida por un villero, César González, que fue pibe chorro, pasó cinco años preso y, pese a todo, logró rehacer su vida. Diagnóstico esperanza es una ficción que puede verse como documental: lo interesante es espiar la vida cotidiana en el barrio Carlos Gardel (cercano a Caseros, en el oeste del Gran Buenos Aires), con sus personajes autóctonos y su propia jerga (el subtitulado es un acierto que podrían imitar todas las películas argentinas). Están los pibes que cumplen con el “deber ser chorro” -gran definición de González-, la madre de infinitos hijos que se la pasa gritándoles y vendiendo droga para mantenerlos, el rasta vegetariano que trata de mantenerse alejado del contexto violento, el niño que sueña con ser cantante, el vendedor ambulante de medias que anhela, la ñata contra el vidrio, ropa deportiva de marca. Esta mirada antropológica permite sobreponerse a las desprolijidades técnicas y unas cuantas actuaciones flojas que le restan fuerza a la ficción. Es una historia de marginalidad, protagonizada por policías y delincuentes -y también un clasemediero cuya máxima aspiración es veranear en Pinamar-, que parece sacada de un noticiero o de algún programa seudoperiodístico. Pero que, a diferencia de lo que muestra la mayoría de los medios, permite llegar a la conclusión de que la tan mentada “inseguridad” es un fenómeno que responde a la desigualdad social y a la falta de oportunidades de un amplio sector de la población. Y que no parece solucionarse con más policía, cárcel y leyes duras, sino otras herramientas. Esta película es la prueba de que el arte -y de ahí la “esperanza” del título- puede ser una de ellas.
Celebración de un artista mitológico Cálido y minucioso recorrido por la vida y obra de un realizador que marcó la cinematografía del siglo XX. Woody Allen tiene fama de arisco, de renuente a la prensa y a las entrevistas, y más aun a los documentales sobre sí mismo. Pero después de mucho insistir, Robert Weide -director de películas sobre los comediantes Lenny Bruce y Mort Sahl, y de muchos capítulos de la serie Curb Your Enthusiasm- logró quebrar esa resistencia y pudo retratarlo con su colaboración. El resultado es Woody Allen, el documental -la traducción exacta del título sería menos soberbia: en vez de “el” es “un documental”-, un cálido recorrido por la vida del autor de Manhattan y Annie Hall. La película -un recorte de casi dos horas de duración: hay una edición en dvd, que circuló por Internet, que dura más de tres- resulta un agradable paseo cronológico por la carrera de Allen, desde sus comienzos como redactor de chistes para diarios y revistas, cuando todavía era Alan Stewart Konigsberg, un adolescente que iba al secundario. Se trata de un clásico documental biográfico, estructurado en base a tres pilares -imágenes de archivo, testimonios de gente que trabajó con él y entrevistas con el propio cineasta- que, aun sin grandes sorpresas ni riesgos, logra mantener el interés por la calidad del material. Así, la voz de Woody nos cuenta cómo eligió su nombre artístico y sus característicos anteojos, y vamos con él a la puerta de su casa de la infancia, a su escuela y al cine de Brooklyn en el que pasó tantas tardes. También accedemos a la cocina de sus creaciones: el cajoncito de una mesa de luz donde guarda los papeles y papeluchos en los que anota sus ideas; la vieja máquina de escribir en la que él mismo transcribe sus anotaciones (y la tijera y la abrochadora con las que literalmente corta y pega cuando se equivoca); la sala en la que edita sus películas. La exhaustiva investigación de archivo nos permite verlo como comediante de stand-up y ocurrente invitado de diversos programas de televisión, tentado de la risa durante un rodaje junto a Diane Keaton, y hasta en el insólito rol de entrevistador de su madre, que se arrepiente de haber sido tan severa con él. Otro mimo para los espectadores son las escenas de sus películas -desde las primeras a las más recientes- intercaladas a lo largo del documental. Sin voz en off, todo está articulado mediante los testimonios de actores, colegas, críticos y colaboradores, que en general no aportan mucho más que la ilación de la historia. “El no quería que fuera un homenaje que lo pintara como un genio, porque es muy autocrítico y no se ve así”, declaró Weide. No fue obediente: si bien no es un panegírico, la película resulta una celebración de Woody Allen. Y no hay objeción posible: ese querible tío neurótico se la merece.
Baldosas del recuerdo Desde hace siete años, en las veredas de Buenos Aires aparecen coloridas baldosas que señalan lugares donde fueron secuestradas, o vivieron, estudiaron o trabajaron algunas de las víctimas de la última dictadura militar. Calles de la memoria se centra en los creadores de este ingenioso homenaje: la agrupación Barrios por Memoria y Justicia. Y lo hace a partir de los ejercicios fílmicos de un grupo de estudiantes que cursó un taller de cine dictado por el cineasta Christoph Bell y la directora del documental, Carmen Guarini. Esta forma de abordar el tema es el punto débil de la película: la presencia de los estudiantes extranjeros nunca queda del todo justificada, ni siquiera con la voz en off de Guarini, que intenta ordenar narrativamente la situación. La idea primigenia, que quizá fue mostrar una mirada foránea, fresca y desprejuiciada, sobre un tema que los argentinos tenemos muy incorporado, no termina de cuajar, pese a haber interesantes momentos de tensión, como cuando una chilena, no precisamente pinochetista, declara estar “un poco harta” de la cuestión de la dictadura, tan abordada por el cine y otras artes en las tres últimas décadas. De todos modos, las andanzas de los estudiantes -que, por ejemplo, a modo de noteros de televisión, tocan porteros eléctricos y entrevistan a transeúntes para saber su opinión sobre las baldosas- se van diluyendo para dar paso a lo más sustancial, la actividad en sí de Barrios por Memoria y Justicia. Así, se ve desde cómo se planean los homenajes y se rastrea la información sobre cada caso, hasta cómo se fabrican las baldosas y se realizan los actos de colocación. También, los debates que se producen dentro del grupo y con los familiares de los desaparecidos, sobre a partir de cuándo considerar el inicio del terrorismo de Estado. Debates que, como la película, ayudan a enriquecer las consideraciones en torno a un tema sensible como la memoria.
A Dios rezando y con los rifles disparando Gracias a Cristiada, los no iniciados en la historia de México nos enteramos de que, entre 1926 y 1929, en ese país hubo una guerra civil conocida como Guerra Cristera, que enfrentó al gobierno de Plutarco Elías Calles con el grupo de los denominados Cristeros. El motivo: Calles, un presidente elegido democráticamente, intentó limitar el accionar de la Iglesia católica mediante la reglamentación de un artículo de la constitución mexicana de 1917. Grupos católicos se alzaron en armas contra las nuevas disposiciones: el resultado fue un enfrentamiento que duró tres años y causó 90 mil muertes. Un punto de partida interesante. El problema es que la película toma partido abiertamente por los Cristeros, desdeña todos los matices y complejidades que el asunto podría -y debería- haber tenido y, así, se convierte en un panfleto. Los personajes carecen de profundidad: los buenos son buenísimos y los malos, malísimos. Es difícil que algún actor se luzca cuando debe repetir diálogos que están entre el heroísmo y el ridículo. Aquí fracasan todos, empezando por Andy García, Rubén Blades, Peter O’Toole, Eva Longoria y Catalina Sandino Moreno, las figuras de un elenco integrado en su mayoría por mexicanos. Este es otro inconveniente: a pesar de que casi todo es mexicano (la historia, la producción, las locaciones y, lo dicho, parte del elenco), la película está hablada en inglés por motivos evidentemente comerciales. Una típica convención de Hollywood que siempre molesta, y en este caso más que nunca: durante dos horas y veinte hay que soportar un inglés con acento mexicano que vuelve todo muy poco creíble. Que de vez en cuando aparezcan frases en castellano (como “¡Viva Cristo Rey!”) sólo empeora el panorama. En su opera prima, Dean Wright -productor de efectos especiales en Titanic y El señor de los anillos, entre otras- hizo un drama épico al estilo de superproducciones hollywoodenses como Lo que el viento se llevó. Y, hay que decirlo, los escenarios naturales están muy bien filmados. Pero los paisajes se ven arruinados por una banda de sonido que todo el tiempo trata de emocionarnos, subrayando cuán dramático y glorioso es todo, y lo único que consigue es terminar de empujarnos hacia el ateísmo.
Un aporte a la crítica de los medios masivos “¿No estaría bueno que el cine se vengara y tomara los códigos de la televisión?”, plantea el protagonista de El periodista (se estrena hoy en el Lavalle Multiplex, Lavalle 780). Eso hace Diego Recalde: una película con los códigos de un programa de televisión, ya desde su duración (poco menos de una hora). Ese formato responde al contenido: en tiempos en que la credibilidad de los medios de comunicación es más relativa que nunca, El periodista hace su aporte con una reflexión irónica sobre el periodismo en general y una burla en particular a los movileros demagogos, esos que dicen frases como “la gente está harta y los políticos no hacen nada”. Así, el propio Recalde hace de un movilero que entrevista transeúntes y les pide que cambien su opinión original “por las dudas, porque no sé muy bien cuál es la línea editorial del Grupo para el que estoy trabajando”, se hace filmar al lado de indigentes para “dar progre” y graba dos copetes de contenido opuesto, según los pactos políticos de sus patrones. Lo mejor es la gracia de Recalde y algunos recursos, como mostrar, con subtítulos, los pensamientos del personaje (el director probó en sus tres películas anteriores que es un maestro en suplir con ingenio la falta de presupuesto). Y un gran hallazgo es la demostración de cómo la mayoría de los entrevistados no se oponen a ser manipulados y a declarar cualquier cosa a cámara para luego ser editados según la conveniencia del entrevistador. Las objeciones surgen cuando El periodista se engolosina con sus ideas y las subraya y repite hasta el hartazgo, con algunos chistes obvios y una bajada de línea que, en la era de Barcelona y 6-7-8 , resulta algo pueril y tardía.