VIAJE A LA SEMILLA Pájaros de verano es una película importante que añade a la construcción paisajística un relato inscripto en los códigos genéricos de los gángsters. La curiosidad radica en involucrar a las culturas ancestrales como parte del germen del negocio del narcotráfico, caballito de batalla para explotar históricamente un asunto tan caro a Colombia. Es decir, hay un modo de relato reconocible para los espectadores cuyas señales se identifican inmediatamente: ascenso y caída, clanes, negocios, muerte. Aquí, desde el inicio, una mujer aclara que la muerte va y viene. Sin embargo, su presencia se manifiesta de diversas formas para las culturas que entran en juego. En un caso, es la continuación de la vida más allá de este mundo; en otro, el resultado trágico debido al afán por el dinero. La importancia de la película se sostiene en la solemnidad de la cita. Los fantasmas de Shakespeare y de Dante articulan una orientación de lectura que invita a asociar la trama (la ambición humana) y la estructura (dividida en cantos) con libros de prestigio. El resultado es estimulante por momentos y reiterativo por otros, con una primera mitad fluida que comienza a apagarse a medida que el subrayado sobre un espacio decorativo sobrepasa las posibilidades narrativas. El punto de partida lo constituyen hechos que ocurrieron en La Guajira, locación al extremo norte de Colombia, entre 1960 y 1980. Corroborar si eso sucedió efectivamente o no, poco importa. Pero no deja de ser curioso el sustrato elegido como base narrativa. Principalmente porque los realizadores eligen cruzar dos modos de pensamientos a partir de la unión entre dos jóvenes, excusa para ligar el matrimonio y el narcotráfico. En efecto, la posibilidad de complacer a unos gringos hippies que demandan marihuana es el primer eslabón para marcar la degradación de una comunidad cuyos clanes terminarán matándose entre sí. En este derrotero de caída libre por diversos círculos del infierno dantesco, hay reminiscencias a varios films de mafia. Todo esto parece confluir en esta película donde la violencia del capitalismo no solo está representada en una ridícula estampita que reza No al comunismo, sino en la fatalidad que irrumpe cuando el dinero gobierna el destino de las personas y el poder se filtra de modos casi imperceptibles y hasta por azar. Como consecuencia, la destrucción es un destino inevitable que alcanza aún a comunidades cuyos ancestros parecen ajenos hasta que el dinero aparece para contaminar. Entonces, cuando la violencia antecede a la palabra, ya no hay retorno, ni siquiera para los alijunas y los wayyu. Esta terrible verdad (el punto más fuerte) es plasmada con una estética tranquilizante de colores y texturas ajustadas a las circunstancias, de paisajes abiertos mostrados en pantalla ancha y con un cuidado que provoca la inmediata fascinación, un horizonte difundido e institucionalizado.
Uno de los acontecimientos de la última edición del FIDBA ha sido la exhibición de Varda by Agnes. El festival acostumbra sorprender gratamente y la película de apertura se ha convertido con el correr de los años en una auténtica celebración. Agnes Varda es una de las diez mujeres más importantes de la historia del cine. Con una extensa trayectoria, ha demostrado a través de sus ficciones y documentales una personalidad como pocas. Por ende, escucharla sentada en un hermoso teatro para repasar su carrera constituye un deleite donde sensibilidad, inteligencia y una especie de mordacidad encubierta integran el combo perfecto. Al comienzo, Agnes confirma los tres principios que guiaron su trabajo. Los dos primeros, inspiración y creación, son parte del patrimonio universal. El tercero, compartir, solo les compete a los cineastas generosos que entienden el verdadero destino del cine, lejos de la arrogancia y de la pose. Varda les habla a los jóvenes. En un momento les pregunta si han visto su película más famosa, Cleo de 5 a 7. Algunos levantan la mano. Ella sonríe y pronuncia “un puñado, como dicen los sureños”. Sin embargo, lejos de tirar filmotecas encima, continúa con la naturalidad de alguien cuya naturaleza consiste en el estímulo por transmitir esta pasión. Entonces se corre el velo para que aparezcan las películas y las experiencias: ¿cómo filmar el tiempo subjetivo? ¿de qué modo dar forma a las imágenes mentales?¿cómo optimizar los recursos?, entre otras cuestiones que se suman a medida que se comentan las escenas. “Amo los documentales” confiesa Agnes y asoma otro principio de su poética: filmar la propia aldea, lo que uno conoce. Daguerrotipos es un buen ejemplo para confirmarlo y para destacar que se está siempre cerca de la gente. Filmada en su propia calle, observa a los vecinos y comerciantes. También es la excusa para convocar a quienes participaron del proyecto, una manera de evocar un método de trabajo, pero al mismo tiempo, los espectros de la memoria enfrentados a las propias imágenes que transcurren detrás del escenario donde se conversa. El acto de mirar aquello que parece ser trivial se transforma a través de la lente en algo extraordinario. Otro rasgo inherente a la historia de este arte. Sin embargo, la clave la vuelve a dar Agnes: “nada es trivial si grabas a la gente con empatía y amor”. Amor. Ésta es la palabra clave que recorrerá el documental. Filmar a las mayorías silenciosas, pero también a las minorías enfurecidas. Hay un momento también para que un registro en 16mm sobre Las Panteras Negras dé lugar al feminismo y al compromiso que Varda sostuvo hasta sus últimos días. La remembranza de un largometraje concebido en el candor de la lucha donde se abogaba por la libertad de elección para decidir sobre el cuerpo, introduce nuevamente la alegría y el buen humor como elementos fundamentales del colectivo. Luego, la atención se dirige a otra lucha, individual, la de Sandrine Bonnaire en Sin techo ni ley. La exposición traza un movimiento desde lo colectivo a lo individual, de la furia ruidosa y festiva al silencio existencial. En definitiva, un montaje perfecto que da vida a las palabras. Vida y muerte. Después de ese plano terrible con el cadáver de la Bonnaire en un saco, la playa, ese otro paisaje mental desde el cual Agnes continuará su discurso. Ruptura del espacio dramático y búsqueda de fluidez para evitar la carga expositiva uniforme, otro acierto del documental. Frente al mar, la directora ratifica que el cine es para la gente: “la pesadilla de un cineasta, la sala vacía”. En todo caso, que otro se jacten del elitismo. Es la hora de Felicidad, una de las grandes películas de los años sesenta, mucho más revulsiva que otras que figuran en el canon. En medio de planos inspirados en cuadros impresionistas, la idea de pareja pasa del idilio a la duda. El verano, los paisajes y Mozart dan lugar a la angustia por romper esquemas binarios. Angustia que no procede del grito fácil ni de la histeria, sino del esfuerzo por comprender una nueva situación que pone en jaque una estructura pero que no debería resignar ese estado que reza el título. Hoy que el poliamor es una etiqueta superflua del mercado, entonces era la verdadera energía transgresora en la película de Varda. Las anécdotas y los recuerdos transcurren: Jacques Demy, el amor de su vida, una película consagrada a su memoria, el viaje a Los Ángeles, la escena hippie y el mangazo a Andy Warhol de una de sus divas. En el racconto, otro principio: el collage, una de las bases compositivas del cine de Agnes y su búsqueda por animar pinturas de Picasso, Magritte y tantos otros artistas. Pero también la influencia de los graffitis, en tanto y en cuanto una película también pueda conjugar múltiples escrituras. “La idea es que el Arte debe ser gratis para todos” dice Agnes y tal vez Visages Villages sea su máxima demostración, ese viaje emprendido con un muralista por diversos lugares de Francia. Es el Arte de los Museos, pero también el de la calle. Ese cruce también es perceptible en las fronteras nunca transparentes entre ficción y documental. El primer largo de Varda, La pointe courte, confirma la operatoria e inaugura un camino a seguir. Una historia privada con una pareja se alterna con otra historia colectiva de pescadores. La ficción de diálogos al borde de la solemnidad y espacios estilizados se confrontan con imágenes deudoras del neorrealismo. Es la matriz de una búsqueda que la realizadora jamás abandonaría. El otro campo aludido es la fotografía. “Fui fotógrafa en mi primera vida”. Esto Agnes lo dice a continuación de “la muerte del cine” tras el fracaso de taquilla que supuso una película en la que Michel Piccoli personificaba a Simon Cinema, la historia concentrada en un cuerpo. Documentar y crear, dos acciones que se corporizan en las imágenes que se suceden y dos operatorias que serían decisivas en su labor como directora. Fotografías de pintores, directores, actrices, pero también las otras, las de la gente. Cazar planos, ésa es la cuestión. El cine es un invento sin futuro, dijo uno de los Lumière. La predicción era lógica para un arte mediatizado por la tecnología. Pero Lumière pensaba como empresario. Varda piensa como cineasta. A comienzos del nuevo milenio no desdeña la tecnología ni saca a reflotar telarañas cinéfilas. Por el contrario, se acomoda y saca fruto para hacer documentales libremente. Las pequeñas cámaras ayudan para acercarse a la gente. Y esto da como resultado, entre otros hallazgos, la genial Los espigadores y las espigadoras. A la vez, la tecnología digital refuerza ese acto de registro para conocer, inmiscuirse entre las personas, para acompañarlas y no observarlas como objetos extraños. La cámara pequeña funde las figuras de fotógrafa y cineasta para perderse entre la gente. Y la realidad es para Agnes como esas papas que registra, cuyos brotes abren otras dimensiones: ahí aparece el cine. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
Una de las marcas fuertes de este festival (más allá de algunos gestos de sobreactuación) es la voluntad por incorporar películas asociadas a la identidad de género, varias de ellas con interesantes elecciones de personajes y de puesta en escena. Bixa Travesty de Cláudia Priscilla, Kiko Goifman va por ese camino, con decisión y con entrega hacia su protagonista, una bailarina, cantante y activista trans (“una marica transexual”) llamada Linn da Quebrada, conocida por sus actuaciones en favelas, por sus letras contestatarias y por desarmar la lógica de ciertos estilos. La música es un arma y cuando Linn no está en el escenario, nos interpela desde un programa de radio junto con amigos con quienes establece divertidos diálogos, siempre demoliendo los esquemas binarios y los prejuicios. El documental alterna el recorrido entre las actuaciones y el ámbito privado, como si fueran dos caras (Jekyll y Hyde) de la misma moneda. Todo el huracán intempestivo del arte en vivo contrasta con el reposo cotidiano como si un pinchazo de heroína planchara la energía demoledora de las palabras. Siempre es más importante lo que se dice que lo que se ve en la película. No obstante, hay momentos conmovedores y uno de ellos es cuando la joven se baña con su madre. Que la secuencia funcione obedece al mérito de los directores que en su condición de documentalistas logran acercarse a ese verdadero lapso de intimidad con cuidado y buen gusto, sin alterarlo, con la sensación de que está perfectamente consensuado. El cuerpo es un eje central en varios sentidos. El más visible es el posicionamiento genérico y la defensa a ultranza de la identidad sexual. Luego, la posibilidad de concebirlo como expresión política, como discurso que pueda ser móvil de pensamiento. Por último, toda libertad enunciativa en este mundo parece tener un precio y en el caso de Linn es el cáncer, que asoma como problema aunque nunca como impedimento para la causa a favor de las minorías. El cine brasileño redobla la apuesta en estos últimos años enfrentando los embates de la derecha. Frente a la opresión, varias de las películas que recorren festivales por el mundo asumen gestos vanguardistas capaces de reaccionar contra el conservadurismo, no solo del arte cinematográfico, sino de una sociedad anestesiada por los medios. Habrá que ver el alcance de este fenómeno. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
LOS VERDADEROS AMANTES IRREGULARES Louis Garrel es un grande. Su rostro y su cuerpo en pantalla ya han enaltecido gran parte de la historia del cine. Ahora, como director de su segunda película, Amante fiel, comienza a ratificar una salud creativa y un aire de renovación capaz de beber de las aguas de su padre Phillipe y escupirlas con buen tino para el lado de Rohmer y Truffaut. El comienzo/prólogo de esta historia prepara el terreno con desenfado y establece el tono: los temas vinculados con el amor son importantes, pero más aún la forma en que se los convoca, desprejuiciada, libre, sin ataduras propias de una tradición (Nouvelle Vague) que siempre se erigió como una terrible sombra. «Estoy embarazada, pero no es tuyo» le dice Marianne (Laetitia Casta) a Abe (Louis Garrel), una sentencia que podría haber derivado en un caos existencial. Sin embargo, todo conduce al dominio de la comedia contenida, donde la lógica del plano/contraplano incluye cada corte como si fuera un disparo. Las palabras que pronuncian los personajes nunca poseen un único sentido y la sospecha reina a medida que avanza una trama que fluye sin grandilocuencia. El cine manipula el tiempo como ningún otro arte. Nueve años después, Paul (amigo de ambos y tercero en discordia) muere. El clásico trío de amor francés deviene en un reacomodamiento de las relaciones y nuevas revelaciones se añaden a las voces que arman el relato con sus intervenciones/recuerdos. El amor como juego, el amor como evanescencia, un tópico de la Nouvelle Vague que Garrel hijo elige enmarcar en un cuentito donde nada sobra y todo parece en su justa dimensión. Que los constantes giros argumentales no se presten a confusión y estén bañados por una pátina de esa clase de humor que invita a la sonrisa, se debe seguramente a la colaboración inestimable del gran Jean Claude Carrière. Pero, además de lo anterior, existe un componente fotogénico en los personajes que pone a la película en esa órbita de belleza que tanto les agradecemos a los buenos cineastas. La luz en Amante fiel es un contrapeso perfecto para el carácter sombrío de los permeables vínculos entre seres que caminan, sueñan, se encuentran, se desean y luego se desencuentran cuando la ilusión ha sido vencida por la realidad. Que Paul no aparezca más que sugerido es sintomático de ello, apenas una presencia que hace mover el tablero y quedará sumido en un orden espectral. Lo mismo ocurre con su hermana Eve, enamorada secretamente de Abe. Cuando logra concretar, la expectativa ha sido gigante y tomar conciencia es un acto fatal. Lejos de la solemnidad, sin caer tampoco en la banalización, Louis Garrel sostiene durante apenas setenta y cinco minutos belleza y solidez narrativa sin pedirle prestada la herencia a nadie y llevándola en todo caso a aguas más cristalinas, joviales y sumamente disfrutables.
Hace 10 años Quentin Tarantino inició un viraje ideológico sobre su posición como realizador cinematográfico y paradigmático de la posmodernidad. En los inicios de su carrera su práctica revisionista sobre la historia del cine se centraba en reescribir lo ya escrito por otros en términos de juego estructural, audacia formal y una destreza en la pluma fílmica que imprimía en cada fotograma. Sus personajes evocaban otros, sus homenajes remitían a un pasado lejano, sus plagios se habían legitimado, sus juegos paródicos eran una mirada amorosa sobre un cine que había hecho la historia del cine, y ante todo su despliegue estético construía un andamiaje de entrenamiento creativo donde Quentin se apropiaba cada vez más del puro lenguaje del cine. Pero esa mirada sobre la realidad hecha de pura ficción y artificio que diseñaba castillos hechos de la reforma de las formas no ahondaba en una modificación sustancial del contenido, en tanto romper su argumentalidad o desacralizar las verdades que el cine había validado con sus tramas de certezas históricas. Como buen posmoderno no pensaba que había que “cambiar el mundo y su historia” y menos que había que sostener posturas ideológicas radicales como antaño. Para decirlo de manera más directa parecía que el contenido de sus relatos no había aterrizado a la pantalla grande para deconstruir esos paradigmas de “verdad histórica” y que todo quedaba sustraído a la gracia de su narración visual y sonora. El giro se produce en el 2009 con el filme Bastados sin gloria en el que se juega su primera ficha fuerte anclando el viraje de su postura como narrador y definir una nueva mirada sobre “lo que la historia contó de la historia”. Si la historia del nazismo había sido una, una casi incuestionable, la ficción en manos de Tarantino podía castigar a unos e indultar a otros con esa libertad inmoral que la ficción tiene, y a su vez con toda la carga ideológica que ese cambio argumental implica. Una nueva posición moral aparece en manos de este realizador singular, la venganza de la ficción que dilapida otras posibles verdades, esas sostenidas por la memoria. Once upon a time in Hollywood apuesta nuevamente a esta carta narrativa. Operística, coral, digresiva, extensa no solo por su duración sino por su pantalla enorme, su registro en fílmico, su música que suena de lado a lado y una expansión de su capacidad lúdica, desfachatada y hasta incorrecta (políticamente hablando) de decir “Había una vez una historia”… para enlazar varias historias a la vez, unas enredadas en otras, superpuestas, inagotables, unas dentro de otras, variaciones como formas de enunciar su amor infinito por cine y su destreza madura para articular esa declaración de amor. La trama motora es la de Rick Dalton (brillante Di Caprio) que es un actor en el epicentro de Hollywood y en el centro de la caída de aquellos finales de los año 60, una caída libre no solo para la industria del cine sino para la crisis cultural y moral que atormentaba a los EEUU – crisis que finalmente Tarantino va a licuar tan solo torciendo la verdadera historia de un hecho y haciendo que la ficción mantenga viva la llama romántica de aquel Hollywood que entraba en su etapa de extinción. Su ladero y su amigo (loquísimo Brad Pitt) quien oficia de doble en sus escenas de riesgo es un poco esa sombra que habita los pasos solitarios y atormentados de Rick. Rick y su conflicto es lo que mueve de alguna manera la narrativa del relato hacia un final explosivo. Mientras la joven Sharon Tate, encarnada por una hiper angelical Margot Robbie, camina como si flotara a lo largo de todo el filme, y sus pocas líneas de diálogos la sostienen como yendo en el aire hacia la muerte, aquella que le espera en el famoso asesinato (Charles Mason y su banda) y que es la que inspira el juego tramático de esta historia. Con todas las licencias que Quentin se toma para hacer de la violencia la más demencial, de Sharon Tate el ángel más puro en una dimensión imposible, de subvertir ese Hollywood que se derrumba en un paraíso de palmeras y lugares coloridos, con esa misma libertad Tarantino narra a su propio país de una manera única. Y sella una marca imposible de pensarse en el cine americano de hoy ,ese falso cine hecho de corsets, sabores baratos que se parece a una mala serie de televisión. Por Victoria Leven @LevenVictoria
HONESTIDAD BRUTAL Como suele ocurrir con las películas de José Celestino Campusano, los temas son fuertes y no parece haber demasiadas concesiones en aquello que se quiere contar. Allí donde otros no se atreverían a poner la cámara, el realizador de Quilmes lo hace con la misma falta de pudor que encara situaciones pesadas, socialmente encubiertas o ignoradas. Si hay algo destacable en toda su filmografía es que su método se muestra como es. Esto lo diferencia de una gran parte del cine argentino refugiado en la pose o en el virtuosismo estético. En varias oportunidades se le ha criticado (con y sin argumentos) el trabajo con los actores y cuestiones vinculadas con el guión, incluidos los diálogos y el registro verbal de los personajes. No obstante, sigue depurando un sistema de filmación y continúa con la firme voluntad de abordar tópicos y espacios desde diversos ámbitos que pueden ir desde el conurbano, la cárcel, una ferretería, hasta el altiplano en Bolivia o determinada zona rural de la provincia de Buenos Aires. Los escenarios varían pero el imperativo moral que guía su mirada, no. Sin embargo, como toda poética y carrera prolífica, las cosas a veces funcionan y otras no. Hombres de piel dura es parte de ese sector del cine de Campusano donde las ideas que se subrayan devienen en arquetipos, son escasos los matices y la fuerza de las imágenes ceden ante la necesidad discursiva. De este modo, la historia se extravía en varias tramas que no parecen quedar bien resueltas y los mejores momentos están relegados por esa obligación de marcar los temas con una pintura similar al grito mediático. El punto de partida es la relación secreta entre un joven y un cura. Dos personajes y dos instituciones retrógradas y represivas cuyo principal fundamento es la prohibición del deseo, lo que conduce al desastre. La pedofilia atraviesa a la película, por supuesto, pero la dirección que toma una de las tramas es el camino del goce sexual masculino en un ámbito impensable para ello, el del campo en su versión más retrógrada. De allí, que el tema de la Iglesia parece forzado porque aparenta ser una excusa argumental (bastante grave como para soltarla o descuidarla) como disparador del itinerario de Ariel y su vía crucis en un medio hostil, de doble moral, de represión y de mandatos. Solo dos mujeres podrán comprender su elección sexual. Su hermana, la única que no lo cuestiona y que se atreve a enfrentar al padre en sus intentos de forjar un machito, y la adolescente cuya madre la presta al capataz para que se acueste con Ariel. Lejos de acceder, el chico le ofrece comida y dinero a cambio de la complicidad y ella no solo accede sino que será quien le encuentre una nueva pareja. En esta dirección, la película se conecta con los melodramas: la búsqueda desesperada del amor, el deseo que gobierna el cuerpo por sobre la razón y situaciones que bordean el disparate (la casa donde viven paisanos que aceptan las decisiones sexuales de los otros es tan inverosímil como genial). El problema es que las elecciones formales de Campusano eluden el candor del melo y apuntan al discurso, al recitado y a variables arbitrarias en cuanto a los movimientos de cámara que nunca terminan de convencer. Pese a esto, no faltan las señas particulares del realizador: los insertos de humor dentro de la tragedia social, los grandiosos planos generales y el trazo de ciertos ambientes como solo el mismo puede lograr. Sumado a lo anterior, una fija: siempre el último plano es una puerta abierta al abismo.
EL DISCURSO HUMANISTA DEL MÉTODO La palabra humanismo parece estar devaluada en el presente. Basta observar el clima político en el que vivimos y una realidad azotada desde todo punto de vista. El cine ofrece pocas respuestas frente a lo anterior, sobre todo esa rama que tradicionalmente se denomina comprometida y que, por supuesto, no es ni tiene que ser la única. Pero sí es llamativa la considerable cantidad de producciones nacionales centradas en la primera persona, en los motores intimistas exacerbados que, con diversos resultados, parecen formar parte de un mundo líquido (como suelen llamarlo) de vínculos apáticos, diálogos escuetos y otros procedimientos amparados en la rigurosidad formal. No obstante, de manera infrecuente, surgen buenos antídotos, películas que detrás de su costado más amable son capaces de remover ciertos cimientos establecidos. En este caso, en Método Livingston, la directora Sofía Mora demuestra que, más allá de un enorme personaje, se encuentra la posibilidad de reflotar un discurso menospreciado en tiempos donde la gente es tratada como un número. Ese profundo humanismo es la nota distintiva de esta película donde la pasión, la solidaridad y la inteligencia van de la mano. Dos o tres palabras de tipos como Livingston resuenan más que cien documentales abúlicos. Así como debe ser difícil despegarse de la marca de los hermanos Dardenne cuando producen, no debe haber sido fácil para Mora apartarse del universo fílmico de su productor, Néstor Frenkel. Y de hecho uno puede reconocer las principales marcas en Método Livingston sin que ello afecte necesariamente el resultado de la película ni la labor notable de la directora, sobre todo para conjugar y condensar horas de filmación en torno a la entrañable figura de este exitoso, polemista e innovador arquitecto llamado Rodolfo Livingston. Porque si bien el carisma del personaje en cuestión y su obra ya justifican el visionado del documental, la atracción es posible gracias a un montaje que tiene en claro dónde cortar, qué rescatar, qué archivos incluir, entre otros procedimientos. Todo está, pero es la documentalista quien los organiza en un modo narrativo que alterna la esfera privada (escenas familiares, espacios cotidianos, amigos, reencuentros) con la pública (apariciones televisivas, cargos, clases). Y en estos ámbitos aparecen verdaderos hallazgos, entre ellos, una nota a Livingston en la embajada de Cuba cuando falleció Fidel Castro o un paseo discursivo a Bernardo Neustadt en su propio programa cloaca llamado Tiempo nuevo. La claridad de sus conceptos, su forma de transmitir conocimiento y fundamentalmente su pasión son atributos que Mora sabe enaltecer en pantalla y que, más allá de un homenaje (palabra que Rodolfo hubiera asociado con los crueles formatos de la vejez), es un acto de admiración transferido al espectador.
ACTO REFLEJO Uno de los tópicos por excelencia dentro del amplio panorama del cine contemporáneo es de qué modo el cuerpo es un mapa donde se puede leer todo tipo de malestares. Una situación que podría entenderse como ideal suele mutar en un problema. A veces la alcantarilla es grande y profunda; en otras, los problemas toman su tiempo para estallar y la dilatación es el método efectivo, sobre todo porque la procesión va por dentro. A días de casarse, la protagonista, una joven llamada Magda se entera de una serie de hechos trágicos que involucran a su novio. Sin embargo, un bloqueo emocional la hará callar. El tema es que su cuerpo le pide algo diferente. Con ecos de La mujer sin cabeza, de Lucrecia Martel, la película apuesta por el drama contenido, dentro de los carriles psicológicos. Lo mejor es que no elige explicar nada y cierta atmósfera de incomodidad se adueña del relato sin que nada estalle precisamente. Los hechos que rompen la lógica de lo normal parecen susurrados porque lo verdaderamente importante es el orden de los secretos, de lo indecible. La vigilia del título se torna literal y el clima de la región se traslada al ánimo de una mujer que transita por el limbo. Magda adopta la actitud de tantos personajes de películas actuales, dispuestos a correrse de la realidad para observarla a la distancia. Dicho corrimiento genera un estado de perplejidad: cuando más se estira la dimensión de lo cotidiano, más extraña se vuelve, y las conductas de los llamados seres queridos manifiestan el lado oscuro de la luna. Sería muy fácil restringir todo esto al universo pueblerino, sin embargo, es algo que excede a la cuestión geográfica, lectura que caería en un determinismo absurdo. El planteo es existencial y se relaciona con la vieja historia de los deseos y los mandatos, cuestión universal. Lo peor es que parece una reiteración de fórmulas cuidadas y agobiantes, un prototipo de films recurrentes en gran parte del cine argentino que insiste en imitar modelos consagrados, sobre todo en festivales. Más allá de eso, que para muchos no representa una objeción, el barro del universo machista y de las estructuras de poder en la vida de provincia es removido con inteligencia, y con una gran actuación de Rita Pauls.
CAUTIVOS DE LA CONTEMPLACIÓN Esta especie de docudrama antropológico, filmado en una aldea remota en las mesetas del centro y norte de Brasil, se centra en la comunidad de los indígenas Kraho para contar una sencilla historia que involucra a una pareja de jóvenes y su pequeño hijo. Las primeras señales son los sonidos porque serán los protagonistas. Todo el tramo inicial está gobernado por la naturalidad de los personajes, la omnipresencia de la naturaleza y una concepción fílmica que privilegia la luz de los ambientes. Cada detalle cuenta y está integrado al funcionamiento de la comunidad retratada, un lugar en el mundo donde aún subsisten el asombro y el misterio, sentimientos compartidos por los directores, cuya cámara permanece implacable frente al registro de los acontecimientos. Ihjac es exhortado por el espíritu de su padre para que complete su funeral. Su carácter sensitivo lo dispersa de las obligaciones. Su mujer le da órdenes pero él tiene otras prioridades, por ejemplo, escuchar a los guacamayos. El hecho de que se comunique con los muertos lo pone en una situación que no puede afrontar, la de convertirse en chamán. “Soy joven, eso no es para mí” dice. Como aquellos superhéroes que reniegan de su condición, decide evitar ese destino y se aleja temporalmente a la ciudad. La película se juega constantemente en una tensión generada por la observación cautelosa y complaciente de los comportamientos sociales del grupo en cuestión, y una posible dramaturgia que solo se activa en el momento en el que Ihjac deambula por los espacios urbanos en medio de la indiferencia y la discriminación. En este tramo, la complejidad y el misterio de la naturaleza son sustituidos por los ruidos y el malestar de la supuesta civilización con sus instituciones precarias. Chuva é Cantoria na Aldeia dos Mortos hace gala de una hermosa fotografía y de una utilización impecable de la materia sonora, principalmente para dar cuenta de un tiempo suspendido, cosmológico, que se rompe en la ciudad, donde cada minuto cuenta para que Ihjac sea obligado a regresar a su aldea, ya sea para completar el designio de su padre, por la necesidad de su familia o por las mismas personas que lo miran recelosamente en esa urbe que le es ajena, donde los chamanes son reemplazados por médicos, los sonidos de los pájaros por música callejera, la desnudez por la ropa y la libertad por la opresión. De modo tal que el idílico plano donde la imagen del muchacho se refleja en el río es sustituido por la pésima señal de un partido de televisión. En el universo urbano los ventiladores desplazan a los pájaros. En esta secuencia se actualiza la discusión acerca de dónde cabe la civilización y dónde la barbarie. Nadie entiende a Ihjac y lo tildan de hipocondriaco. El retorno a la aldea es inevitable y la poesía visual recupera a la luna antes que los faroles de las calles nocturnas. Los rituales restituyen el espíritu comunitario con la puesta en escena del funeral. Sin embargo, una vez cumplido el cometido, la silueta encuadrada a contraluz de Ihjac instala la sombra de la duda y habilita una acción más determinante que confirma la circularidad de la película. Sin embargo, todo lo anterior no es suficiente para apaciguar un cierto letargo cuyo precio es exigir la entrega de espectadores cautivos de la contemplación, al mismo nivel que una cámara estática e hipnotizada por lo que registra. El excesivo cuidado, cuando no da vida, mata.
LOS JÓVENES VIEJOS Nada como el cine para evocar fantasmas. Y no necesariamente desde mansiones góticas o tenebrosos ambientes adornados de telarañas u objetos aristocráticos. La fiera y la bestia comienza con un azulado mar caribeño y una voz en off, la de Vera (Geraldine Chaplin), una actriz y amiga del fallecido director Jean-Louis Jorge. Ella pertenece a la ficción; él, a la realidad. Jorge fue un referente del cine dominicano, venerado por sus películas dentro del circuito under. Lo que veremos es una historia atravesada por los signos más característicos de su filmografía, donde el surrealismo, el queer y las filiaciones vampíricas pasearán por un lujoso hotel perdido en espacio y tiempo, reducto de viejos jóvenes intentando darle forma a un proyecto inconcluso que dejó el realizador y ahora está en manos de su compañera. La figura diminuta y el rostro apergaminado de Vera la colocan en esa dimensión espectral que sobrevuela con frecuencia. Con aspecto de condesa, habla con su amigo y le dice “todos han muerto. Quedamos tú y yo”. Jean Louis será su interlocutor a medida que intente rodar una película que no parece encontrar nunca la forma. El miedo por no estar a las expectativas y la desazón por una época que ya fue marcan la extraña y oscura nostalgia predominante en la vida de estos seres que apenas logran revivir esos años con fiestas y proyecciones, pero que son sólo diminutas luces que se apagan progresivamente. El equipo se completa con dos viejos amigos (tanto en la ficción como en la realidad). Uno es Martín (Luis Ospina, colombiano, compañero de estudios de Jorge en EE.UU., referente del cine latinoamericano y creador de joyas como Agarrando pueblo y Pura sangre, dos grandes historias, cada una a su modo, de cómo chupar la sangre de los otros), quien oficiará de director de fotografía; el otro, quien evoca el costado más sanguíneo, literalmente hablando, es Henry (Udo Kier, el legendario actor de Blood of Dracula, entre tantos referentes del cine europeo de los setenta principalmente). El es un coreógrafo. En los ojos de Vera y de Henry está una de las claves de la película. La mirada melancólica de ella expresa la añoranza por un pasado imposible de recuperar más allá de arrebatos espectrales; en los ojos de él (una especie de homenaje al Ray Milland de El hombre con rayos X) está la sed vampírica. Son los dos intentos por inmortalizar el pasado, una gloriosa época de excesos, de vitalidad sin caretas y de fiestas interminables. Lo peor que puede pasar, acaso, sea ser sobreviviente de ello y llegar a viejo. Los directores no escatiman en mostrar los cuerpos en la pileta de sus protagonistas y los contrastan con jóvenes bailarines. Porque de eso se habla, de la desaparición de hacer y festejar el cine de una manera que ya no parece posible. El proyecto de Jean-Louis Jorge está desfasado en el tiempo. Por eso, otra de las claves aparece en la presentación a base de créditos que intercalan fotos del pasado con el presente de los actores. Sólo el vampirismo puede salvarlos de la catástrofe del paso del tiempo. El insistente fracaso por rodar una película que parece eterna e infinita genera una sensación de angustia propia del absurdo existencial. Nunca se siente seguridad sobre lo que vemos y hacia dónde vamos. Una pátina de melancolía fusionada con el terror despojado recorre como un velo las imágenes. Destellos de alegría pueden conducir a silencios cómplices. En medio del rodaje los accidentes derivan en zonas delirantes, cercanas a la sensación de ahogarse en un sueño del que nadie puede despertar. En este juego aparecen involucradas las viejas estrellas como los nuevos artistas. Las diferencias generacionales no son sólo de edad, sino de espíritu. En el presente, los jóvenes no tienen qué celebrar, parecen olvidarse de las cosas y los viejos tienen zonas vedadas en la memoria, sobre todo las referidas a los lazos familiares. De allí la sensación de incomodidad que transmite la película, con secuencias que crean una atmósfera de pesadez, pero que nunca resignan la belleza de lo onírico. Con respecto a esta idea, el filósofo Jacques Derrida en una entrevista llamada El cine y sus fantasmas habla de la fascinación hipnótica del cine y del encuentro con los fantasmas en la sala oscura refiere: “La experiencia cinematográfica pertenece de cabo a cabo a la espectralidad, que yo relaciono con todo lo que se puede decir del espectro en el psicoanálisis. El cine puede poner en escena esa fantasmalidad. Todo espectador, durante una función, se pone en contacto con el trabajo del inconsciente. La percepción cinematográfica es la única que puede hacer comprender por experiencia lo que es una práctica psicoanalítica: hipnosis, fascinación, identificación. El cine permite así cultivar lo que podríamos llamar “injertos” de espectralidad, inscribe rostros de fantasmas sobre una trama general, la película proyectada, que es ella misma un fantasma”. De este tipo de espectralidad está hecha La fiera y la fiesta, de monstruos sagrados que se niegan a desaparecer con y en el cine.