Otra historia mínima Luego de una ópera prima interesante (La película del rey, 1986), la carrera de Sorín fue bastante irregular, aunque pareció encontrar un lugar en la aceptación de un público mayoritario con Historias mínimas (2002), a la que se le sumaron otros títulos cuyo intento por emular ciertas zonas del cine de Kiarostami y Panahi pero con color local era bastante evidente (llamativamente, la misma gente que aplaudía estos filmes no aguantaba diez minutos de cine iraní). El gato desaparece sostiene esta idea de lo mínimo a través de un correcto ejercicio de género que, sin embargo, se muere en su pequeñez. A partir de una idea argumental bastante trillada (un profesor universitario que sale de una institución psiquiátrica luego de un brote psicótico), un punto de vista ya trabajado varias veces (el espectador comparte la angustia y las dudas de su mujer sobre si ha quedado bien mentalmente o no) y signos obvios en el imaginario del terror (gato negro, doble personalidad), la película bien podría haber sido un cortometraje. Esto se advierte en la falta de ritmo, sustituido por secuencias y atmósferas bien logradas que no alcanzan para disimular la debilidad narrativa. La dupla actoral (Luque-Spelzini) está muy bien y en todo caso, los aciertos habrá que buscarlos en otras zonas ominosas que van más allá de los momentos de terror: la trivialidad burguesa de los protagonistas, la incomunicación con sus hijos y las formas en que miran a un mundo proletariado que no les pertenece, sumados a la abominable condición facial y discursiva de los médicos. No obstante, no alcanza ese gesto para atribuirle un supuesto carácter chabroliano como quisieron ver arriesgadamente algunos críticos, de la misma manera que los pasajes de suspenso no están a la altura (como también pretendieron notar otros) de un Hitchcock, más allá del cameo del propio Sorín. Aquí, lo mínimo del director vuelve a ser algo visible: no le alcanza para el bisturí del francés ni para la habilidad en el manejo de intrigas del inglés. El trabajo técnico es impecable en todos sus rubros (tengo algunas objeciones con la banda sonora), pero da la sensación de que cada una de las secuencias no tiene peso dramático, de que son como retazos cosidos a la fuerza. Hay un pulso vital ausente y cuando se agota el tiempo de espera (dilatado por la incertidumbre de la mujer), todo transcurre como si fuera una tanda publicitaria, con una sucesión de viñetas que conducen a un terreno esperable. Al comienzo de la película hay dos advertencias. La primera es una invitación a apagar los celulares, la cual es bienvenida y no admite discusión; la segunda, a no contar el final. Por supuesto que no pretendo aguar la fiesta, sólo afirmo que podrían haberse esmerado más. El desenlace cae como una cascada luego de setenta y pico de minutos de un mar calmo donde uno podía navegar tranquilo (o más bien indiferente). Es una imagen que refleja algo muy escuchado: a ciertas ideas no hay cómo sostenerlas. Entonces, lo previsible gobierna y anula lo anterior.
De pozos y de palos A veces, no se puede evitar la sonrisa socarrona al ver ciertos fenómenos de índole sociológica que se producen en una sala de cine. Me pasó una vez, entre tantas, cuando fui a ver Imperio de David Lynch y una señora estaba preocupada por la escasa cantidad de gente en la función, hecho que la sorprendía, tratándose de una película sobre los romanos (eso le había dicho la chica de boletería). En este caso, al término de Los Marziano, los silencios, las miradas desconcertadas y hasta algún que otro quejido manifestaban el estupor de varios espectadores por ver defraudadas sus expectativas. Tal vez, esperarían los tics televisivos del tándem Francella-Puig, cosa que afortunadamente no ocurre. Por otro lado, si una película comienza ya en los fotogramas -como decía Truffaut- o en sus afiches, la imagen publicitaria no era la más prometedora, puesto que evidencia un contagio de cierta pose cool impostada del indie norteamericano más industrial (valga la paradoja). Afortunadamente, el film de Ana Katz va por otros carriles más mesurados y menos banales. Juan y Luis son dos hermanos que no se ven hace tiempo porque están peleados; la hermana de ambos intercederá para que se reencuentren, conjuntamente con su cuñada. A partir de esta simple anécdota, la directora se centra en los dos personajes masculinos, desnudando la fragilidad de cada uno: la enfermedad neurológica de Juan y el dolor físico de Luis, quien ha caído en un pozo mientras jugaba al golf en su country. En realidad, son puntos de partida para develar paulatinamente la insatisfacción que sienten por deseos sin concretar. Si bien es innegable el talento por trazar los perfiles de los protagonistas (y se debe reconocer que todos los roles principales están muy bien), se podría objetar un esfuerzo desmedido por subrayar ciertos rasgos mediante signos obvios. De este modo, la mochila que Juan lleva en su espalda como una parte más de su personalidad no es más que la carga del pasado, del mismo modo que el yeso y los moretones de Luis se corresponden con su bronca contenida y sus sentimientos “golpeados” a causa de una felicidad que nunca es directa. De ahí su rostro duro y serio, como si fuera una especie de Charles Bronson entre ricachones. También es interesante la tensión permanente que se crea con estos individuos a punto de estallar, como la forma en que esperamos una nueva caída a un pozo o un tropiezo de Juan. Sentimos la angustia de los hermanos y estamos atentos al posible encuentro. Los momentos de humor son sutiles, sin desbordes, y la música enfatiza aquellos pasajes donde miramos con distancia lo que les ocurre y comprendemos que el mundo, más allá de las clases sociales, puede ser una invitación al absurdo. Y aquí aparece uno de los méritos más importantes de la película, a saber, el tránsito por ciertas zonas del humor que eluden cualquier atisbo de costumbrismo basado en gritos y en estereotipos. Otros, serán el ritmo que le impregnan los diálogos y las pequeñas situaciones que se eligen contar. El plano final confirma esa mezcla de alegría y melancolía que recorre la historia. Los Marziano deviene entonces como una personal mirada, que apuesta por el cine (basta ver la manera en que Katz filma los espacios) sin caer en poses evidentes ni en concesiones industriales, y tal vez sea ese su logro mayor.
Las aventuras de la barbie sufriente Lo primero es un pedido para los distribuidores argentinos que cuando no dan con la traducción de los títulos les agregan ingeniosas frases (en este caso “mundo surreal”): paren de bastardear al surrealismo, concepto baúl que les sirve para incluir todo aquello que roza el delirio o lo arbitrario. Hecho el descargo, vamos a lo que nos concierne. Sucker Punch es una película más que nace a partir de o para un videojuego. En su desprecio por cualquier atisbo de cine, no resiste mayor análisis que evaluar la gráfica de sus trazos hiperdigitalizados. A la vez, es un soundtrack (con una buena compilación de rock industrial y de versiones remixadas de canciones psicodélicas de los sesenta) acompañado de imágenes publicitarias y efectos especiales varios. El prólogo, que funcionará como marco narrativo, se desarrolla con la lógica de un videoclip cuya estética remite a Floria Sigismondi (quien dirigió a Marilyn Manson, Björk, David Bowie y The White Stripes, entre otros), con abusos de ralentí, planos de cortísima duración y una aceleración desesperada por sumar la mayor cantidad de información argumental: una joven defiende a su hermana menor de un padrastro abusador y termina en un hospicio. El comienzo intenta absorber los códigos de los cuentos tradicionales con todos sus estereotipos, pero a su director, Zack Snyder, no le interesa en lo más mínimo explotar esa relación sino ceder inmediatamente el terreno a la lógica del “fichín”. Una vez dentro del lugar, utilizado como prostíbulo, la chica barbie (Emily Browning, consagrada como una especie de Andrea del Boca en esta película quien llora todo el tiempo y ni se despeina) se refugiará en una serie de fantasías surgidas a partir de una terapia teatral, hecho que se transformará en el puntapié para introducir las diversas pruebas a la que es sometida junto con sus compañeras y víctimas (en una rara mezcla de Los Ángeles de Charlie con Las chicas súper poderosas) en un trasfondo feminista sacado de un manual de jardín de infantes. Entonces se suceden los momentos de vértigo al mejor estilo videojuego y la pantalla es solo una excusa para simular una partida con la PlayStation. Este es el grado de infantilismo al que nos somete Sucker Punch ni más ni menos: con la trillada excusa de la orfandad de la bella heroína sufriente que se inmola (que está vendiendo muy bien hoy), la fantasía como vía de escape es puesta en un nivel superlativo acorde a la idea de subestimación que se tiene del espectador, capaz de soportar casi dos horas de velocidad, enfrentado a la mera estimulación sensorial. La historia, la ambientación, el desarrollo de los personajes y cualquier signo de realidad, quedan relegados a la peor de las facetas narcotizantes del cine y al mensaje “puedes lograrlo”. Si esto representa el futuro del séptimo arte, entonces esperemos el joystick en la butaca.
Un culto a lo obvio El film de Morales es una pavada fina. Es fina porque se muestra prolija y cuidadosa, digna heredera de las recientes producciones españolas de género preocupadas por un marcado academicismo, con sus precisos encuadres, variedad de planos y una llamativa paleta de colores que tienden al preciosismo formal. No obstante, esta corrección técnica es tan solo la cáscara de una fruta vacía. La pavada empieza cuando uno se percata tristemente de que la trama se refugia en la acumulación de signos arbitrarios y trillados poco aguantable. Dada la escasez de películas industriales interesantes, ya se pueden perdonar los lugares comunes (de hecho ésta se encuentra plagada de ellos) pero la constante subestimación hacia el espectador con rasgos elementales sacados del perfecto manual del guión vendible ya colman la paciencia. Sara, una joven ciega, se suicida, aparentemente asediada por la presencia de un ser espectral y perverso. Su hermana gemela, Julia (Belén Rueda), que arrastra los problemas de ceguera de la otra, decide investigar la extraña muerte con la ayuda de su marido (Lluis Homar). A partir de allí, una ensalada de escenas que son como un corte y pega de cien películas de terror (manos que tocan y detrás no hay nadie, vecinos sospechosos, caminatas y corridas por largos pasillos o calderas, etc.) a lo que se le suman una lista de objetos harto vistos que desfilan al ritmo de un clip (llaves, tarjetas, cuchillos, etc.). Cada pasaje obliga al comentario típico de “esto ya se ha visto” y lo que es peor, para toda historia que se inscribe en el campo del policial, se adivina lo que sigue. La investigación de la protagonista (y también su tormento), pilar de una trama convencional de intriga, aporta información a un ritmo acelerado que desvirtúa un trabajo interesante y reposado de cámara, único rasgo poco rescatable en esta montaña rusa argumental. La película de Morales arremete en algún punto contra los aportes que hicieron grandes directores al suspenso (Hitchcock a la cabeza), quienes con dos o tres elementos eran capaces de sostener una historia y poner en vilo al espectador. Aquí, la acumulación, por momentos inverosímil, provoca hastío y ponen lo obvio a la orden del día: una hermana que repite la historia de la otra, un psicópata y una relación conflictiva con su madre, más otras que no vale la pena revelar por respeto a quien se anime a ver el filme. En conclusión, la película se apaga, como los ojos del personaje, porque nunca estuvo encendida
El discreto encanto de ser anciano En Roma, Gianni vive en la casa familiar con su madre viuda. El primer plano de la película ya nos muestra su total dependencia, pero no desde el sufrimiento, sino desde la gratitud que la escena connota: le está narrando las aventuras de D’Artagnan, el clásico de Dumas. Es el primer signo de consagración del personaje hacia la simpática octogenaria. Luego vendrán otros porque la misma situación se multiplica. El día previo a la celebración de ferragosto, el administrador le propone reducirle las deudas a cambio del cuidado de su madre. Claro está, le agrega un adicional, la tía. Por si fuera poco, el médico particular le delega también a su progenitora. A partir de ahí, el relato parece volverse kafkiano por la misma imposibilidad del protagonista de cumplir con los requerimientos de las cuatro mujeres, sin embargo, Di Gregorio opta por la vitalidad antes que por la angustia, sin caer en la tentación de explotar la vejez como tema con fines melodramáticos baratos y lacrimógenos, con golpes bajos, tal como nos han acostumbrado varios oportunistas por estos lares. Todo lo contrario. Los personajes están perfectamente integrados al espacio casero y urbano de una Roma que, en pleno verano, queda vacía de italianos. Allí están los exteriores de un viejo almacén sin gente y los recorridos de la moto en busca de pescado por calles transitadas sin inconvenientes. Un feriado particular no es la gran comedia a la italiana que algunos quisieron ver y esto, lejos de convertirse en una crítica, es en todo caso el reconocimiento a su sencillez y a su austeridad. Lejos del eco gritón de los personajes clásicos de un Monicelli, la melancólica gracia de Gianni y de sus jóvenes ancianas remite más bien a ciertas zonas del neorrealismo. Hay aquí miradas y silencios que evidencian también una faceta política, sutilmente mostrada a través de la precaria condición económica del protagonista, su lucha cotidiana, pintada con breves pincelazos (cuando va a la despensa y le fían, cuando no puede resistirse a servir a cambio de los euros, entre otros hechos) y la escasez de lujo en una Italia sacudida mediáticamente por los desbandes de su primer ministro, afecto al ruido y al desborde. Es en este sentido en que la película es política, en lo que decide sugerir, lo cual se agradece (no olvidar que Di Gregorio es el guionista de Gomorra, otra sugerente película política). La cámara cerca, casi respirando por momentos con Gianni, ofrece un registro documental, trasunta realidad y le otorga credibilidad a la situación. Participamos de los placeres de un buen plato de macarrones y de los incesantes vasos de vino blanco, rituales que son contagiados por la forma en que el director nos acerca a sus criaturas, a su comprobable humanidad. La elección de actrices no profesionales, que incluso miran a cámara en determinados pasajes, es una acertada elección que refuerza lo cotidiano como un espacio privilegiado. Entonces, la clave de Un feriado particular pasa por combinar el placer que esto último implica sin descuidar por ello un matiz político presente. A esto remite la sonrisa prolongada del protagonista cuando decide tomarse un descanso luego de tanto trajín y se percata de la presencia del amigo durmiendo en su cama. Es el sabor agridulce de una clase que no accede a la comodidad económica deseada pero que subsiste con la energía de los afectos y de las buenas acciones, un conformismo bien saludable.
Apocalipsis costumbrista Fase 7 es un digno producto de género sin mayores pretensiones que mostrarse como un ejercicio correctamente filmado y bien contado. A la vez, su máxima aspiración parece ser quedar bien con un público capaz de celebrar un humor costumbrista porteño, como si lo anterior, por sí solo, no alcanzara. Esta voluntad de no confiar en un simple relato sólido y proponer un supuesto humor vernáculo como complemento es, a mi criterio, donde la película pierde terreno. En efecto, una secuencia inicial en un supermercado, donde una pareja joven hace las compras (Hendler y Stuart), es el punto de partida para una serie de viñetas que progresivamente nos conducen al nudo de la historia: una pandemia provoca un estado de cuarentena general y los residentes del edificio deben permanecer encerrados. A partir de esta premisa, se desata una guerra interna entre vecinos que conduce a límites insospechados. La falta de certezas que llega desde afuera alimenta la tensión que se vive adentro, en esa incipiente lucha por sobrevivir. Lo mejor, desde mi punto de vista, se encuentra en la primera hora, en la capacidad de sostener dramáticamente la acción en espacios acotados que generan una atmósfera claustrofóbica determinante para el desarrollo de la trama y en la dosificación de información que Goldbard le confiere al relato, además de cierto pulso narrativo que facilita el avance a partir de elipsis bien colocadas y momentos de emociones violentas estratégicamente puestos. Uno sabe que ciertas escenas y poses de los personajes las ha visto en cantidad de filmes (Luppi, por ejemplo, con esa presencia que va desde Terminator hasta Barton Fink, pasando por los héroes de varios westerns), al igual que las situaciones expuestas, pero resulta un trabajo disfrutable desde lo visual y desde ciertos aspectos técnicos, con una muy buena banda sonora creada para la ocasión (sí, con ecos de Carpenter, aunque muchos colegas críticos aludieron a éste como fuente de inspiración para el filme nacional, lo cual me parece un exceso; hay una diferencia enorme e ineludible entre ambos y es el costado político del director norteamericano, casi ausente en Fase 7.) Ahora bien, esta dirección narrativa y visual se ve constantemente alterada por la voluntad de incorporar líneas de diálogos de clase media, construidos con cierta pereza, chistes fáciles y ciertos tonos actorales que rozan lo inverosímil, defectos que para mí siguen siendo una marca registrada de gran parte del llamado Nuevo Cine Argentino y que, para mi sorpresa (debo admitirlo) continúan siendo celebrados por la crítica. A esto contribuyen, sin duda, incorporaciones como las de Yayo, que repite los tics y los insultos televisivos (al igual que lo hicera Araoz en El hombre de al lado) y los gags de Hendler que remiten, en algunos casos, a cierta comicidad argentina muy liviana de los setenta. Esta actitud relega, tal vez, ese costado político apenas sugerido, que podría dignificar aún más el trabajo con el género para ponerlo en otro marco más enriquecedor. Probablemente, si se revisan los agentes que intervienen en la producción, se podría entender el por qué de este humor televisivo en desmedro, me parece, de un trabajo cinematográfico bien logrado. En un pasaje, uno de los personajes, ante la pregunta de las autoridades sanitarias, dice algo como “Somos 16 personas y una doméstica”. La puesta en escena de ese momento está muy bien lograda y garantiza de por sí la absurda situación que surge de estos tipos disfrazados dialogando con los pocos vecinos presentes en un duelo dialéctico de planos y contraplanos. No obstante, la línea de diálogo, agotada en la obviedad de un referente televisivo (titular de Crónica TV) busca desesperadamente y sin demasiado esfuerzo la fácil complicidad de un espectador saturado de mensajes mediáticos. No será el único caso a lo largo de la película y esto representa su debilidad. Es en este sentido, en el que Fase 7 no se juega por ser auténtica sino que pretende insertarse en la tradición con sus pares generacionales, con guiños cinéfilos incluidos y ser complaciente con ciertas exigencias de la producción televisiva. De todos modos, no puede dejar de reconocerse que la película de Goldbart acierta narrativamente y no se desbarranca a pesar de ello, gracias a su rigor estético en función de la historia que pretende mostrar. La elección genérica de una ficción futurista ya deja un sabor de gratitud en una cinematografía escasa en tal modalidad.
Pegale que le gusta Hay óperas primas o películas bisagras que comienzan a perfilar la mirada personal de un director y que contienen ya ciertos vicios, para bien o para mal. Uno reconoce talento ahí pero no deja de sentir sospechas sobre lo que el futuro les depare como cineastas si potencian esos defectos. Podríamos incluir en una posible lista a Alejandro González Iñárritu (Amores perros), Fernando Meirelles (Ciudad de Dios) y el Lars Von Trier de Contra viento y marea. En el caso de Aronofsky, lo interesante que tenía Pi (1998) se desdibujó rápidamente con Réquiem por un sueño (2000), cuando una idea seductora (la televisión como droga) era desarrollada a partir de metáforas visuales obvias. Luego, con La fuente de la vida (2006), una película totalmente pretenciosa y fallida, todo parecía concluir para este joven director estadounidense, sin embargo, El luchador (2008), con su simpático tono nostálgico y menos ambiciones, lo redimiría por un tiempo. Duró poco, porque llegó El cisne negro (2010), el cúmulo de todos los vicios y una ensalada de referencias cinematográficas que, además de dialogar gratuitamente con Hitchcock, Cronenberg, entre tantos nombres posibles, y algunos clásicos cuentos literarios y cinematográficos, se hermana con el peor Von Trier en su regodeo visual de la tortura y la misoginia feroz al llevar personajes femeninos hasta límites insoportables. La historia de Nina (Natalie Portman), una bailarina aspirante a obtener el protagónico de El lago de los cisnes que debe vencer los obstáculos que le ponen un coreógrafo obsesivo (Vincent Cassel), sus compañeras y su propia madre (Barbara Hershey), conecta a la historia con otras tantas de la factoría industrial hollywoodense (¿alguien recuerda Flashdance?) donde el triunfo de la voluntad de las heroínas las llevará a los laureles de la victoria. No obstante, Aronofsky decide correrse abruptamente de ese esquema e introduce un largo camino de arbitrariedades que van desde metamorfosis a fantasmas pasando por autoflagelaciones y supuestos despertares sexuales, disfrazado de la supuesta incertidumbre que nace al no saber si asistimos al orden de lo real o de lo imaginario. Si la primera parte del film podría enmarcarse dentro del registro documental a partir de la observación de los recovecos de la experiencia diaria del ensayo y de la preparación del ballet, como del entorno opresivo del personaje (muy bien sostenido estéticamente para buscar la identificación con el espectador), la segunda es un muestrario de escenas delirantes al ritmo de un video clip pero con música clásica, donde diversos géneros (melodrama, thriller, terror) desfilan vertiginosamente. Este camino tortuoso es lo que molesta y coloca al filme en la línea de Anticristo (2009) de Lars Von Trier, otro cineasta tramposo (comparar la primera escena de este con la última de Aronofsky, dos monumentos a la abyección), que supo relegar sus ideas provocativas, pero seductoras, para desembocar en un cine efectista y manipulador. En este sentido, El cisne negro es una película pensada para generar ruido, con su precaria mirada hacia el dolor del esfuerzo profesional pero con un marco prestigioso que le asegure su candidatura a los oscars. Debe reconocerse, no obstante, un dinámico manejo de cámara adaptado a ciertos momentos narrativos. En este sentido, la película parece consagrar el esfuerzo interpretativo de Portman, siguiéndola con variedad de ángulos y buscando que, como espectadores, no sólo bailemos con ella sino que suframos su tormento. Yo paso.
Terror Qualité Hubo un tiempo en el que el terror fue hermoso y libre de verdad, con el fuera de campo, la cámara subjetiva y mucho más. En efecto, antes de convertirse en una exhibición de atrocidades, gozó de muy buena salud, ya sea por la función subversiva de sus mejores exponentes para inyectarse en el imaginario colectivo o por establecer conexiones referenciales con el resto de la serie genérica. Hoy (salvo honrosas excepciones) ya resulta redundante encontrar filmes que prometen y se desbarrancan rápido por una pendiente plagada de lugares comunes. Esto es lo que inevitablemente sucede con El rito. Su director, el sueco Mikael Hafstrom, pone en juego durante los primeros quince minutos (los mejores) un arsenal de elementos que colocan a la historia en la cornisa: el simpático argumento de un joven (Colin O´Donoghue) que huye de su padre (Rutger Hauer) con quien comparte la singular tarea de preparar los cadáveres para los funerales y termina accediendo a un curso de exorcismo en el vaticano como si de una beca trascendental se tratara porque su escepticismo no le permite progresar en el sacerdocio. Allí se topa con el padre Lucas (Anthony Hopkins), un cura poco ortodoxo que es capaz de atender un celular en medio del ensalmo o despojar de importancia al acto en sí (guiño a los espectadores) cuando le profiere a su aprendiz “¿Qué esperabas encontrar, sopa de arvejas o cabezas girando?” en un juego de clara alusión a la clásica película de Friedkin, El exorcista, aún perturbadora. En efecto, este tono ligero, acompañado por prolijos encuadres que toman distancia de lo observado, variedad de ángulos de cámara para mostrar personajes y paisajes solitarios como objetos inertes, más ciertos duelos dialécticos interesantes, cae por un precipicio el resto del metraje cuando se elige un tono pomposo, una grandilocuencia en los diálogos espantosa y una prolijidad que apesta (con infaltable lluvia acompañada de solemne banda sonora). A partir de allí, todo se pierde y es como si a los zombies de Romero les pusieran pelucas y los hicieran danzar al ritmo de Mozart. Luego, el devenir argumental se transforma en una sucesión ininterrumpida de lugares comunes, de una impersonalidad absoluta y de un esfuerzo por copiar las atmósferas de un Shyamalan, con un cura (a lo Gibson en Señales) que recupera la fe, y un Hopkins con sus infaltables tics de Hannibal Lecter pero horneado (ya verán por qué). Lamentablemente, la película comete una triple traición: a sí misma en lo que dejaba entrever en su planteo; al género mismo, al caer en la ampulosidad y pretenderse como “culta” en lo formal, buscando poesía donde no hay; y al espectador por prometer no darle sopa de arvejas y servírsela luego en porción doble. Al final, lo que queda, es un forzado viaje narrativo con el héroe devenido en elegido y la chica que lo acompaña, es decir, los sedantes a los que nos tienen acostumbrados el ochenta por ciento de las películas industriales.
Una película más de Woody Allen “Una película más de Woody Allen”, con todo lo que la frase implica. Nada nuevo ofrece este recorrido narrativo del director neoyorquino por delicados ambientes londinenses, (parece que yéndose a Europa, los americanos le prestan más atención, al menos para defenestrarlo) en este caso, para contarnos un relato coral de dos matrimonios en crisis y que da lugar a varias historias entrelazadas. Uno, conformado por el tándem Gemma Jones y Anthony Hopkins, quebrado por la rutina agobiante de ella y la incipiente jovialidad de él; el otro, por Naomi Watts y Josh Brolin cuyas falencias y frustraciones repercutirán en su convivencia. Sin el peso moral de sus obras mayores ni la irritante liviandad de otras menores, la película se sostiene únicamente desde el punto de vista de lo que cuenta antes que de lo que muestra. En efecto, gran parte de la filmografía de Allen de las últimas dos décadas confirma que las virtudes ya no corresponden a logros cinematográficos o de puesta en escena sino más bien a esporádicos aciertos narrativos. Esto no constituye ningún pecado mortal y, en todo caso, refuerza la idea acerca de que Woody escribe con el cine y estuvo siempre más cerca de la literatura que del séptimo arte, para deleite de filósofos, sociólogos y psiconalistas que se ocuparon de él por varios lustros. Conocerás al hombre de tus sueños no es la excepción. La película se sostiene y fluye gracias a la organización que posibilita una voz en off, una especie de narrador omnisciente que nos guía pero que, al mismo tiempo, satura con explicaciones, allí donde el terreno de la imagen es invadido por el de la palabra. A esto, hay que sumarle las inevitables referencias literarias a Shakespeare y a los griegos con su concepción del destino (no casualmente, la escena que abre la película nos muestra a la anciana protagonista visitando a una vidente). También el fantasma de Moliere sobrevuela en la concepción de comedia de enredos y en la observación de conductas humanas. Una cierta dosis de humor liviano se desprende de algunos diálogos y buenos momentos como aquellos donde Hopkins busca pareja, o Brolin le roba una novela a un amigo que cree muerto. Esta solidez narrativa acompañada con elegantes movimientos de cámara, más la característica dirección de actores de Allen superan las pobres incursiones anteriores del director por el turismo español de Vicky Cristina Barcelona y el insoportable alter ego propuesto en Whatever Works. No obstante, nobleza obliga, una mención aparte merecen los secundarios femeninos con la gracia de Lucy Punch como novia por conveniencia y la belleza de Freida Pinto, objeto de deseo del alicaído Brolin, lo que confirma que Woody ha aguzado el ojo para filmar mujeres desde Celebrity en adelante, en lo que a gracia y sensualidad se refiere. En un tramo de la historia, Naomi Watts (excelente) se prueba unas joyas a pedido de su jefe, Antonio Banderas (muy poco convincente), que regalará a su mujer. Cuando Naomi se las debe sacar, sentencia con resignación: “Ha sido un corto placer”. Creo que la línea de diálogo se ajusta perfectamente a la película de Allen, un director que filma una vez al año y que en cada incursión deja un sabor más agrio o más dulce, pero siempre momentáneo.