EL PERPETUO DEVENIR Puede que Jia Zhangke sea el Heráclito del cine contemporáneo. No sólo porque toda su filmografía apunta a dar cuenta de las transformaciones en China, sino porque sus propias películas parecen verdaderos viajes donde nadie se baña dos veces en el mismo río. Para países complejos, cineastas complejos (en el mejor de los sentidos). Pero de qué otro modo es posible mostrar los cambios vertiginosos, de qué manera referir sino es a través del carácter alucinatorio del cine en lo que se ha convertido China. La dinámica de cambio que, en el presente, parece evocar las máximas presocráticas sobre el movimiento permanente desde un espacio (la pantalla) donde todo parece tener cabida. Esa mujer incluye al comienzo una escena de baile al ritmo de Village People y promediando el final la increíble protagonista ve un ovni en el cielo estrellado. Así son las cosas en esta historia durante siete años a través de los cuales se teje el drama de una pareja cuyos cambios emocionales y turbulentos corren paralelos a los del país. Uno de los extremos temporales (2001) es mostrado a partir de una escena documental en un colectivo, una imagen de video digital con los pálidos colores tan característicos del director y un modo de entrar al espacio en el que nace la acción. Luego, los códigos genéricos gangsteriles funcionan para introducir un férreo linaje con idea de la hermandad en un universo masculino que chocará con los otros códigos, los del amor. Así, tradición y actualidad operarán en un doble sentido: cultural y sentimental. Y en el medio, la maestría de Jia para construir momentos únicos en pantalla. Una historia de amor transcurre a la velocidad de un tren a lo largo de dos décadas, en diferentes lugares. Los cuerpos y la ciudad mutan inevitablemente, productos de una economía cuyas reglas plantean otras modalidades en el juego de las relaciones humanas, hecho que el director no subraya discursivamente. Su lógica es la del detalle, la que se sostiene a partir de los rostros y los cuerpos, ya sean de los protagonistas como de los otros, esos trabajadores que suelen estar en sus películas y marcan ideológicamente todo aquello que las palabras arruinarían en manos de los terroristas de diagnósticos terminales. Cineasta del tiempo, cronista inigualable de los embates capitalistas y sus consecuencias.
Una doble búsqueda se plantea en el último documental de Carlos Echeverría. Quien la lleva a cabo es una joven, la cual sigue los pasos de su abuelo, el doctor Juan Carlos Spina, un médico ferroviario, responsable de la fundación del partido Libertad y Tierra en la provincia de Chubut. Esta decisión le valió ser relegado de la esfera pública. Apenas se conservan audios con su voz y algunas fotos. Por ello, la necesidad de sumar testimonios de quienes lo conocieron. El trayecto de la protagonista confirma la experiencia del viaje como transformación de la propia identidad. Hacer el camino del otro, pisar la misma tierra, es una forma de invocar a los fantasmas y sentir su presencia. Pero para ello, hay que estar en el lugar de los hechos. Se dice que Tolstoi para escribir “La guerra y la paz” pasó años tomando notas en los que habían sido los campos de batalla. Supongo que todo documentalista parte de la necesidad de interactuar con un espacio y con los relatos que los habitan. Los largos recorridos de la joven nieta por los paisajes desiertos del sur confirman esa operatoria. Sin embargo, la historia personal es también una forma de sacudir el pasado para interrogar el presente. A medida que transcurre la travesía, nos metemos en el túnel del tiempo para comprobar no sin cierta perplejidad las políticas sucesivas de servilismo a Inglaterra, una lógica de entrega territorial que, por supuesto, no cesa. Puede que el tono marcadamente expositivo y neutro de la omnipresente voz en off genere un lastre innecesario en determinados tramos, pero cada línea discursiva está justificada por la necesidad (ética) de hacer comprender las maniobras siniestras que históricamente se llevaron a cabo contra el pueblo, los constantes abusos y despojos de las tierras cuyo origen data de 1889 y continúan hasta los Benetton. La presencia de los trenes genera un efecto ambiguo. Por un lado, y desde el punto de vista cinematográfico, siempre aparecen pegados a una tradición simbólica ligada a los orígenes. Por otro, son signos concretos de un sistema pensado en su momento para controlar absolutamente el espacio patagónico en función de los intereses de capitales extranjeros. Da pavor escuchar y ver la manera en que hemos entregado el país y lo seguimos entregando. Del mismo modo ,se despierta la nostalgia por un modo de transporte destruido en la década menemista y con ello las esperanzas de miles de familias. Algo similar ocurre cuando se ven los lugares desolados de ese sur que quisiéramos ver y disfrutar como un western (el registro de Echeverría lo hace posible) y sin embargo sabemos de las dificultades de sus habitantes, perdidos en reclamos nunca escuchados, estigmatizados por los medios manejados por el poder. Esa tensión late en la película y es unos de sus puntos más interesantes. Puede que el método empleado por Echeverría traicione las expectativas de quienes están habituados a tantas docuficciones terapéuticas, pero es bueno pensar que existen aún cineastas que combinan rigurosidad y sensibilidad para que no nos distraigamos, porque los embates siguen, están a la orden del día. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
LUCES TENEBROSAS Dos personajes y dos trayectos inauguran el documental Segundo subsuelo, de Oriana Castro y Nicolás Martínez Zemborain. Uno es el de Arturo Santana Das Dores («el portugués»), camino a su departamento, un monoambiente donde aparecen colgadas las imágenes de Fidel y el Che cerca de un cuadro con Marilyn Monroe, y en otro sector, la de Montoneros. Serán los únicos datos de Arturo en torno a su historia. Si hay algo que está claro en el abordaje de los realizadores es que no se trata de una historia más sobre la militancia, sino de sacar a la luz el tenebroso caso de cómo el actual centro comercial de Galerías Pacífico fue utilizado como espacio clandestino de detenciones y torturas y de qué modo se comenzó a investigar ello a partir de la experiencia de una de las víctimas. En efecto, fue Arturo Santana Das Dores quien, en un parate del rodaje del video de Ciudad de pobres corazones de Fito Páez, reconoció el piso del lugar donde había sido secuestrado. La historia es fascinante y se completa con el otro protagonista, Pablo López Coda, arquitecto investigador de arqueología urbana. Él es el otro personaje clave al que también seguimos sus pasos al comienzo de la película. La información sobre ambos aparecerá dosificada y sus testimonios aportarán progresivamente las piezas de un rompecabezas que se completa con otros relatos, incluidos los de Pablo Llonto, conocido periodista vinculado a los derechos humanos. La historia personal y la Historia propiamente dicha se conjugan en un trabajo de edición que tiene sus puntos a favor y otros más cuestionables desde el punto de vista formal. En relación a lo primero, lo más interesante lo constituyen los momentos donde la cámara encapsula a los protagonistas. Uno como si fuera turista en su propia tierra; el otro, inmerso en su propio saber. ¿Cómo recorrer esos espacios cotidianos ligados al consumo, a la neutralidad, sabiendo que fueron núcleos del peor horror de la dictadura? ¿Cómo no sentirse un alienígena caminando por las calles, esperando que alguna señal, un rostro, un olor, puedan activar el pasado más sombrío? Esa sensación creada a partir de elementos visuales y sonoros representan la zona más interesante del documental, cuando cede a las imágenes un valor significativo que se potencia en espacios vacíos, reciclados, de pasadizos secretos, de tortura y de muerte. En este contexto expresivo, da la impresión de que lo explicativo resta. Los testimonios de los dos personajes centrales bastan para otorgarle materia suficiente a la película, aún en los titubeos. “No sé cómo explicarlo», se excusa Arturo, preso esta vez en la otra cárcel, la del lenguaje. Tal vez sobren algunas partes expositivas o resientan el resultado ciertos cortes arbitrarios en lo mejor de los relatos, dispersiones que parecen intrusivas. La necesidad de explicar aquello que se puede encontrar más allá del cine relega la fuerza de la historia de Arturo y de Pablo, dos identidades que ya bastaban para darle forma a este interesante documental.
AMAR EN TIEMPO REAL El cine contemporáneo continúa dando muestras de los nuevos imaginarios en torno a los vínculos de pareja y las brechas generacionales. Las películas salen como churros y la inestabilidad es firmada por decreto en cantidad de historias que inundan las pantallas. La alternativa posmoderna del amor romántico es el carácter líquido de las relaciones, allí donde la inmediatez y la intensidad suplen cualquier anhelo de continuidad. Algo de todo esto está presente en El verdadero amor, de Claire Burger, que presenta un universo signado desde el comienzo por el caos de la ruptura matrimonial y por la pesada carga de la crianza de dos hijas. Mario es un tipo cansado. Así lo registra la cámara con planos cerrados mientras intenta participar de un proyecto teatral que lo saque de su estructura, un traje muy pesado con el que debe lidiar. Su mujer, Arnelle, lo ha dejado, y sus hijas, Niki y Frida se quedan con él. El hombre padece una contractura existencial: se reconoce como mal marido y no tiene en claro si es un buen padre. En todo este rollo de relaciones cambiantes, los jóvenes pueden actuar como adultos y los adultos desempeñarse como niños. Mario le dice a su hija que invite a la amiga a una pijamada cuando ambas ya anduvieron a los besos. Las noticias sobre sus hijas le caen como un piano en la cabeza. Los tiempos han cambiado. El tema pasa por ver cómo acomodarse a la idea. Las dudas han sustituido a la estabilidad familiar y las parejas ya no son metas sino puestas al desnudo de disfuncionalidades varias. Y en ese hiato que suponen los primeros tiempos de la separación, se juega el presente de la película. La diferencia de Claire con respecto a otros cineastas que suelen abordar estas miradas distópicas sobre las parejas (Lanthimos, Haneke) es que formalmente no necesita estar por encima de los personajes ni someter las historias a círculos viciados de podredumbre. En todo caso, Mario deberá aprender. Y este componente humanista (que tampoco es mostrado desde un lugar edulcorado) salva la situación. En la otra historia, en la del proyecto Atlas, Mario halla un refugio impensado para su condición estructurada de funcionario público. Ese ámbito ligado al arte es otra de las formas de salvataje. Ese espacio confirmará que el amor ya no es una cuestión conyugal sino de aventura. De modo tal que siempre hay un tiempo para acomodarse dentro del caos, siempre hay un camino a seguir aunque ello signifique estar cerca del fondo. Una gran escena confirma lo anterior e instala la paradoja de que gracias a un accidente con drogas, llega el principio de la armonía. Frida, cansada de la convivencia con un padre que no logra entenderla, le mete una dosis en el té. La caída de Mario hace posible que todo se reacomode temporalmente para los personajes. Al mismo tiempo deja ver que los momentos de felicidad se manifiestan en breves instantes, lapsos que pueden redefinir destinos. Si en esta vida no hay tiempo para comprometerse, los actos de amor surgen como raptos azarosos. Y hay que aprovecharlos.
¿Cuál es el verdadero rostro de un músico popular? ¿Cómo conciliar la fama y la riqueza material con lo espiritual o la ayuda humanitaria o el activismo? Éstas y otras preguntas han atravesado la historia del rock y otros géneros. Tal vez, lo único que parece dar alguna certeza es que un artista posee un carácter polifacético. El cine ha representado estas contradicciones. Martin Scorsese lo hizo en Viviendo en un mundo material, documental sobre George Harrison; Todd Haynnes integró esa idea a la forma en que eligió hablar de Bob Dylan en I’m Not There. Porque la música popular tiene como rasgo inherente la imposibilidad de salir del sistema, de quedar inscripta en un circuito comercial. Una vez que se pone el cuerpo, no faltará mucho tiempo para que se haga la plancha. No es el mismo aquel Bono de U2 cantando sobre domingos sangrientos que el Bono que se reúne con los líderes del peor neoliberalismo, como tampoco fueron los mismos Sex Pistols de los setenta los que terminaron juntándose por millones de dólares. Obviamente, hay matices. Bono se hace el gil; John Lydon te lo escupe en la cara. Todo lo anterior también es parte de Matangi/Maya/M.I.A, la película de Steve Loveridge que, desde el título mismo, invita a observar el proceso de transformación de una joven refugiada en Londres a una artista de Hip Hop famosa a nivel mundial (pese a que en Argentina no tuvo demasiada repercusión). En efecto, antes de la fama, la chica en cuestión es Matangi Arulpragrasam, nacida en Sri Lanka en 1976, y apodada prontamente por los familiares como Maya. Justo en el año de su nacimiento comenzó una feroz guerra civil y su padre se transformó en el referente de la resistencia tamil contra el gobierno. Este indicio no es menor dado que determinó gran parte de la naturaleza contradictoria de Maya, desde la problemática aceptación de ser hija de un terrorista hasta defender muchos años después la causa a raíz de las atrocidades que las autoridades cometieron contra las etnias (horrores indescriptibles). Su llegada a Londres en 1995 confirma el inicio de un camino consagrado a la música como forma de exorcizar el dolor y al cine como terapia. El documental da cuenta de ello de manera fragmentaria, con uso (y abuso, por momentos) de archivos caseros, respetando siempre la primera persona como motor enunciativo. A medida que pasan los minutos se percibe una tensión interesante entre dos posibilidades. La primera es la más obvia y la más peligrosa: ¿estamos ante otro caso de una joven asimilada por el mundo occidental que interpela sus orígenes y las causas políticas de su padre desde la comodidad europea?, o ¿asistimos a la formación de una artista en medio de la adversidad? Lo interesante es que Loveridge pone en escena ambas cuestiones, confronta puntos de vista y no le esquiva a la discusión. El inicio presenta a la protagonista en diversos contextos. Dentro de un patrón estético que se reconoce libre de restricciones en cuanto a la prolijidad, el registro nunca abandona el tono casero, se nutre de testimonios y arma un perfil complejo a partir de la inclusión de diversos marcos enunciativos que van desde la pobreza más absoluta y la indiferencia de los ingleses hasta la fama como cantante de Hip Hop. En este sentido, hay un arco que se direcciona desde los primeros intentos por formarse como realizadora de videos experimentales hasta cantar con Madonna en el Super Bowl. En el medio se muestran todos los cuestionamientos de la prensa vampírica que no le perdona la fama y el activismo a los artistas, y menos si son extranjeros. Hay pasajes de ninguneo televisivo, de censura en cadenas como la CNN, de maniobras oscuras en la edición de reportajes y reproches desde los sectores más conservadores. Sin embargo, M.I.A resiste. No solo canta sino que desafía también los lugares cómodos. En medio del número con Madonna, ante millones de televidentes, lanza un fuck you que inmediatamente se transforma en un acoso de las autoridades y de la moral norteamericana. La reacción es como una pasada de posta: Madonna, la joven revulsiva de otros tiempos y a la que ahora digitan como una muñeca en este tipo de espectáculos, le cede el lugar a M.I.A, aun sin proponérselo. Este gesto incómodo para la organización es el signo que marca el punto de vista también del director. La balanza se inclina hacia la admiración por la naturaleza problemática y contestataria de una mujer que, a pesar de haber ganado un Oscar y una reputación en el mundo de las discográficas, no la caretea y tiene en claro algo fundamental: se puede ser parte del circo del espectáculo, pero lo más importante es cómo molestar dentro del mismo y que ello repercuta para bien en otras esferas. Solo de este modo puede entenderse el dilema irresoluble de convivir con la fama y con el horror de su tierra natal. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
ORFANDAD POR DECRETO Los minutos iniciales de La última búsqueda nos ponen en situación a partir de testimonios, sobre todo el de Cecilia Viberti, la protagonista. En noviembre de 1965, su padre piloteaba uno de los dos aviones de la Escuela Militar que se dirigían a EE.UU. con cadetes graduados. Uno de los dos no llegó. Las circunstancias de la desaparición continúan siendo un enigma que abarca desde explicaciones oficiales a versiones sobre negligencia, pasando por leyendas y relatos que quedarán en el acervo de la oralidad. Sin embargo, el dolor de los familiares es real y así se siente en sus palabras y en la persistente búsqueda. “Éramos ni”, dice Cecilia, «huérfanos por decreto de la Fuerza Aérea». De allí la necesidad de continuar indagando para obtener alguna certeza en medio de tantas expectativas encontradas e ilusiones permanentes. La primera mitad del documental de Pepe Tobal se detiene fundamentalmente en los registros verbales. El seguimiento es un tanto recurrente en las formas: alternancia de voces con un piano de fondo e imágenes que ilustran antes que crear. Hay una férrea voluntad por no perder nunca la cordura expositiva ni desviarse del tono de respeto hacia la causa que siguen los familiares. Este carácter inofensivo deviene progresivamente en un camino monótono. No obstante, parece haber un leve quiebre en el momento en que Tobal elige puntualizar «la última búsqueda» que refiere el título, el momento en que la protagonista viaja a Costa Rica. Por un lado, se materializa la esperanza de hallar alguna novedad; por el otro, parece ser el eslabón que faltaba para poder «soltar» al padre luego de tanto sacrificio para que ambos descansen en paz. En este tramo, lamentablemente, vuelve a ser discutible la forma que el realizador utiliza para poner en escena ese momento, más cercana a las historias de programas televisivos que manipulan a los espectadores que del cine mismo. Más allá de lo anterior, las buenas intenciones son visibles. Las palabras sobre fondo negro empleadas al final vinculan este hecho desgraciado con el ARA San Juan. Hay aquí una punta de ovillo sumamente interesante que podría dar origen a otra película, tal vez la que muchos hubieran querido ver.
APENAS LA EMPATÍA A una legua, documental de Andrea Krujoski, muestra a un hombre apasionado, el músico y compositor Camilo Carabajal, una parte de la leyenda del folklore argentino. Sin embargo, seguimos sus pasos principalmente para conocer un proyecto que lleva a cabo. Se trata de los ecobombos, una tarea de reciclaje que no solo protege al medio ambiente sino que se convierte en una fascinante combinación entre música, tecnología y ciencia. Al respecto, hay zonas interesantes en la película, sobre todo aquellas que dan cuenta de la fusión de los lenguajes. En un momento, Camilo escucha azorado cómo un científico le explica el modo en que un programa convierte las notas del himno nacional argentino en información genética. Ese tipo de escenas demuestran que en materia de conocimiento hay un mundo a años luz de nuestra realidad cotidiana, un mundo sostenido en la virtualidad, en lo inmaterial, en lo imperceptible. Sin embargo, Krujoski nunca pierde de vista la experiencia, el encuentro cara a cara con los otros. Es allí donde entran en juego varios artistas a los que el protagonista visita (desde Vitilo Ávalos hasta su padre, Cuti Carabajal, entre otros) para contarles de su proyecto y mostrarles los instrumentos reciclados. Pese a la diferencia de las situaciones, el factor en común continúa siendo la pasión por el descubrimiento. Lo anterior se alterna con pasajes familiares y con otros objetivos vinculados a la actividad de reciclaje. Sin embargo, el interés parece apagarse progresivamente. La falta de un tono general que marque el horizonte del documental y el tratamiento desparejo de las situaciones mostradas hace que el resultado final se vea afectado. Es un problema que comparten numerosas producciones en la actualidad: están supeditadas a la empatía que el espectador pueda tener con el tema abordado. ¿De qué depende entonces el asunto? De la capacidad de contagio de esa pasión que moviliza al personaje o del tratamiento cinematográfico, al menos. La primera se da a medias; la segunda es prácticamente tenue.
A MITAD DE CAMINO La solidez técnica de El diablo blanco dignifica. La apuesta por el género de terror también. Pero sobre todo, hay un componente que distingue a la ópera prima de Ignacio Rogers de otras historias similares y es la inclusión del pasado indígena como una presencia vengativa frente al dominio de los blancos. Esto, sumado a la construcción de climas, la colocan un pasito más allá de lo que habitualmente se ve. E incluso la distingue de otros intentos pretenciosos. Claro está, las consecuencias las sufrirán cuatro jóvenes dispuestos a pasar una jornada de descanso en un lugar apartado de la ciudad. Se sabe: en el terror, el placer se paga caro. Los recursos para crear progresivamente una atmósfera tenebrosa están bien dosificados y los momentos de susto también son efectivos. Sobre todo porque tocan la fibra sensible de aquellos que temen a los espacios naturales durante las noches, abiertos a lo inconmensurable. Los miedos primitivos afloran ni bien acompañamos a estos jóvenes por tierras inhóspitas que guardan secretos ancestrales. Lo que debía ser una jornada placentera de descanso se convierte en una experiencia ligada a la tradición del slasher, pero con unas cuantas vitaminas menos. El elemento distintivo, en un armado topográfico bastante conocido en el género (cabañas, bosques), es la alusión a rituales y creencias propias del interior de nuestro país. Una continua sensación de asfixia crecerá de manera paradójica en esos espacios abiertos en medio de la noche. El principal inconveniente acaso sea de qué modo la pericia técnica intenta disimular una historia flojita de papeles (bordeando lo infantil) y el registro actoral de Violeta Urtizberea con su habitual voz nasal, un lastre televisivo que desentona drásticamente con el resto de los personajes. Esta afectación es el punto más flojo del film, conjuntamente con un debilitamiento narrativo cuya inmediata consecuencia sea, tal vez, la pérdida progresiva de interés. De todos modos, las intenciones están, y son buenas.
Hay muchos documentales de observación en la Argentina, pero son pocos los directores con un método depurado y con una sensibilidad social como la de Jorge Leandro Colás (Parador Retiro, Gricel, Los pibes, Barrefondo). Su última película, La visita, confirma lo anterior y lo coloca en el panteón de los jóvenes realizadores más interesantes en nuestro país. Su mirada nunca se resigna a la simple curiosidad y cada documental da cuenta de una experiencia de rodaje que va más allá de seguir a los personajes y a los espacios que habitan. El montaje sobre horas y horas de filmación da como resultado una narración y un discurso que no necesitan subrayarse puesto que la selección misma de los planos crea un punto de vista y una mirada sobre el objeto de representación elegido. En este caso, el ámbito de exploración y acompañamiento es el pueblo de Sierra Chica y lo que le sucede a un grupo de mujeres que, a fuerza de amor, voluntad y sacrificio, visitan a sus parejas en el Complejo Penitenciario. La primera decisión importante consiste en dejar fuera de campo al Penal y a los reclusos. Cualquier noticiero o programa de televisión están para ello. El cine es otra cosa. Son las mujeres las protagonistas y es el punto de vista de ellas el que se respeta, aún en las diferencias que puedan tener. Las mismas conforman un sólido bloque frente a la adversidad que incluye desde las inclemencias del tiempo hasta la ausencia de un Estado que garantice un correcto funcionamiento de las visitas. Allí están esas imágenes donde la gente es amontonada bajo la lluvia frente a los alambrados, durante la madrugada, esperando a que la dejen entrar. La cámara toma la necesaria distancia y respeta esos momentos de ansiedad observando todo aquello que bordea las instalaciones. Sabemos de los presos y de sus historias por sus mujeres, las que ponen el cuerpo día a día para sostener una idea de familia posible. Como suele ocurrir en los documentales de Colás, detrás de lo que se ve asoma la naturalización del horror por parte de una sociedad que mira a un costado a todos aquellos que enfrentan la adversidad desde los sectores más castigados. Dos chiquitas juegan detrás de un alambrado mientras su madre está adentro del penal; una beba está solita en el almacén y todos se preguntan quién la pudo haber dejado allí. La vida en ese lugar es así e incluso en las situaciones donde prevalece el humor, la perplejidad se hace presente. No la manipula el director, sino que se desprende naturalmente de aquello que observamos. El otro elemento interesante es el grado de complicidad de la cámara, el modo en que un equipo se involucra con sus personajes. Bibi, una de las protagonistas, habla por teléfono y dice “estoy acá con los chicos del documental, acá en casa“. Este contacto posibilita un acercamiento que nunca suena invasivo. El respeto en la mirada de Colás se manifiesta en discernir los momentos en que debe aproximarse y en cuáles alejarse. Los primeros le permiten obtener testimonios jugosos, captar la espontaneidad de las mujeres cuando se preparan para salir y recortar cada historia particular. Entre ellas está la de Emilio, el hombre que sostiene el negocio dentro del Penal. El tipo derrocha simpatía, ocurrencia y parece llevarse bien con las mujeres que visitan el lugar, aunque les cobre prácticamente hasta el aire que respiran. Sin embargo, debajo de ese manto de simpatía se esconde una siniestra maquinaria sostenida en el valor de intercambio y de la extorsión material. Una muestra más de la inteligencia de Colás para tratar esa delgada línea entre lo que vemos y lo que debemos ver realmente. Cuando la cámara se aleja, los planos de conjunto refuerzan la solidaridad de las protagonistas. Ellas también están presas en ese mundo que describen como “la ley de la selva” y saben bien que todas las autoridades gubernamentales hacen la vista gorda ante la precariedad de un sistema viciado por la corrupción donde solo el dinero marca la diferencia. Frente a ello, la unión es la única salida. Allí está Bibi para sostener a las más jóvenes a partir de su larga experiencia. Ella también tiene una historia y a partir de ella entendemos que, más allá de la persistencia y la esperanza, existe un vínculo un tanto enfermizo con ese lugar al que acude todos los días. Una vez más, asoma un discurso implícito. Una vez más se destacan esas zonas ambiguas que tan bien construye el documental con su registro observacional. Un tercer elemento es notable: la capacidad para aislar ese microcosmos retratado a tal punto que se difuminen las fronteras con el afuera. Desde el comienzo una secuencia de imágenes difusas borronea el marco referencial geográfico hasta que advertimos la llegada de un micro de larga distancia al lugar. Es de noche y recién al amanecer iniciaremos el viaje con ellas hacia los bordes del Penal, hacia la casa de Bibi o al almacén de Emilio, todos espacios encapsulados porque no tienen autonomía en tanto y en cuanto son funcionales a esas visitas que marcan todos los movimientos en esa parte de Sierra Chica. Sin alteraciones dramáticas contaminantes, el seguimiento trabaja sobre una duración suficiente para mirar y leer más allá de las imágenes. Pero para lograr lo anterior hay que saber, y Colás sabe cómo involucrarse y llevar a cabo una experiencia de rodaje a través de la cual ganarse la confianza y el respeto mutuo con sus personajes. Esto obedece a una ética que nunca reemplaza el factor humano por la mera curiosidad o la experimentación. No se trata del intelectual que “baja” a ese otro mundo para ver qué pasa, sino de un realizador comprometido (expresión anacrónica para muchos del mundillo cinematográfico progre) que comparte, reconoce y hace visible un saber, producto de la exclusión, pero que jamás esconde su riqueza. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
MADRE NO HAY UNA SOLA En la película De nuevo otra vez de Romina Paula hay muchas ideas, entre ellas la maternidad, y no precisamente como “un santo grial”, tal como expresa la voz de su protagonista. Y en ese camino de desnudar parte de la intimidad frente a la cámara, el primer paso es una ruptura, la de la propia identidad, en tanto mujer, pareja y madre. En el momento en que se produce el quiebre, comienza la búsqueda y se inicia el itinerario para recuperar, entender y reparar aquello que se pierde en apariencia. La alternancia es el principio que rige la construcción expresiva. Por un lado, la historia de una mujer de cuarenta años que acude a la casa de su madre por un tiempo con su pequeño hijo Ramón. Ha tomado distancia de su marido Javi y la casa de la abuela es un buen punto para tomar la otra distancia, la que supone una mirada hacia el propio cuerpo y a la misma existencia como si fueran esos otros a deconstruir. Sentada en el baño, la joven escucha los audios que le ha mandado a su amiga en relación a cómo se siente en relación a ser madre. Es un acto más en este proceso de exploración personal, una forma de apartarse del camino de la vida (“porque de lo que se trata es de correr”) para mirar desde un costado. Suspender y ver qué pasa. Simultáneamente, la operatoria incluye la historia familiar, la descendencia alemana y la llegada al país. Una sucesión de fotos darán cuenta del pasado y una disposición de decorados con personajes allegados hablando a cámara forjarán escenarios posibles fundados en deseos. Si algo parece claro es que del mismo modo en que no puede haber una identidad de madre concebida en términos patriarcales, tampoco habrá una historia narrada con parámetros industriales. En De nuevo otra vez, hay un descentramiento productivo y una lógica que no admite la representación de la maternidad desde los discursos tradicionales y conservadores. Incluso pone en cuestión la mirada que se funda en la propia anatomía femenina. Decía Simone de Beauvior que “No se nace mujer, se llega a serlo”. En este sentido, la película apuesta a la autoficción como un modo posible y eficaz para desarmar mandatos. Frente al mito, aquí hay una madre que se hace, se cuestiona, que desea (más allá de su pareja y del sexo de su pareja), que no se muestra segura, que puede convivir a la distancia sin que ello implique una tortura ni sea la excusa para otra de las histerias endilgadas a la mujer, que prueba, que se interroga y que no elige cerrar con certezas. El tramo final (que en la lógica establecida por el montaje podría estar ubicado al principio) da cuenta de que el tiempo de la película es gerundial, un presente continuo, donde el sujeto se construye a medida que aparece, en la naturalidad de los espacios cotidianos con Angela y Ramón, con un alumno, con sus amigas, y revisa verbalmente esos actos que lleva a cabo y los que la atraviesan. Todo lo anterior supone un desafío que consiste en ver los modos de configurar y organizar estéticamente las ideas. Al respecto, puede que algunos procedimientos se destaquen más que otros, o que ya hayan sido transitados en una importante cantidad de docudramas familiares. No obstante, en el resultado final, sí se advierte una honestidad brutal por parte de la directora, actriz y madre, un rol triplicado que no debe ser fácil de llevar a cabo y aquí fluye sin inconvenientes. Tampoco existe un regodeo en el narcisismo puesto que las preguntas apuntan al propio ejercicio de representación: ¿para que se retrata una familia?, ¿para qué se registra uno en el cine? Estos son algunos interrogantes que involucran el plano artístico. Los otros son los que seguirán planteando “la revolución de las hijas”.