Un gran elenco para una gran parodia Kingsman es una organización de espionaje internacional con sede en Londres que no responde a ningún gobierno. Galahad, uno de sus agentes, sigue la pista de un complot que amenaza el futuro del mundo. Mientras tanto monitorea la evolución de un joven al que propuso para sumarse al prestigioso y secretísimo equipo. Difícil encontrar por estos días un cineasta capaz de extrapolar el espíritu de una historieta a la pantalla con la frescura y la potencia con que lo hace Matthew Vaughn. Tras el fenómeno “Kick Ass” resucitó a los X-Men de la mano de la primera generación, y aquí le saca el jugo a “The secret service”, un notable comic book firmado por Frank Millar (uno de los autores de “Kick Ass”) y Dave Gibbons. Esta versión no es fiel a la historia, más bien se inspira en ella para construir su propio mundo del espionaje. Un universo paródico, cinéfilo, por momentos lisérgico, por supuesto que excesivo y, por sobre todo, entretenido a más no poder. Los agentes de Kingsman remiten al James Bond de Sean Connery, pero también a Napoleon Solo y al John Steed de “Los Vengadores”. Así que cuando el aprendiz Eggsy (correcto Taron Egerton) le confiesa a su jefe Michael Caine que admira a Jack Bauer, la respuesta no puede ser otra que una risita suficiente. Elegantes, sofisticados, sarcásticos, los agentes de Kingsman son perfectos caballeros británicos dotados de la máxima tecnología al servicio del bien. Por más que varios pasajes de la película sean dignos de Austin Powers. La historia funciona porque equilibra la acción, el homenaje y la parodia en dosis ajustadas. Hay diálogos brillantes y otros imposibles. “Kingsman” se saca el sombrero ante los clásicos del género mientras se ríe de sus convenciones y de sí misma. Es clave el extraordinario reparto que reunió Vaughn. Colin Firth y Mark Strong están estupendos, mientras que Sofia Boutella construye una asesina letal e impagable. Pero sin villano no hay complot y Samuel L. Jackson compone un científico tan brillante como demente (y zezeoso). Al típico genio que quiere controlar el mundo sólo puede frenarlo un Kingsman con todas las letras.
Una telenovela cara, larga y deserotizante El irresistible magnate Christian Grey, uno de los solteros más codiciados del mundo, y Anastasia Steele, joven y bella estudiante de Literatura, se conocen en una entrevista. Se establece de inmediato una relación muy particular, marcada por la atracción sexual y las reglas que él va imponiendo en cada encuentro. El señor Grey, el de las 50 sombras (en una hipotética secuela tal vez sepamos qué significan), tiene una habitación repleta de instrumentos de tortura. Pero a la hora de los bifes Grey aplica una ternura indigna de un sádico. Eso es porque Grey es un romántico incurable, que toca lánguidas melodías al piano, regala vestidos y paseos en planeador. A Grey lo encarna Jamie Dornan, un zoquete modelado en el gimnasio que jamás cambia la expresión, ni cuando sufre ni cuando goza. La dirección de actores no parece cosa de Sam Taylor-Johnson, tal vez porque estaba demasiada ocupada acumulando en dos horas de película todos los lugares comunes imaginables. De erótica, “Cincuenta sombras de Grey” no tiene nada. Las escenas de sexo, que no son tantas, están calcadas de cualquier telefilm softcore que noche a noche regala la TV por cable. Taylor-Johnson las rodó a puro convencionalismo, cámara lenta incluida. Puro aburrimiento. El problema de “Cincuenta sombras de Grey” no pasa por su hibridez formal, un melodrama con innecesarios pases de comedia romántica. Tampoco por el guión, teniendo en cuenta que la novela de E.L. James no es ninguna joya literaria. Ni siquiera por las malas actuaciones: el desconcierto de una gran actriz como Marcia Gay Harden en el par de escenas que le tocan lo dice todo. El problema de “Cincuenta sombras de Grey” es que no entrega ni una pizca de pasión. Tratándose de un intento por resucitar el erotismo que el cine perdió de un tiempo a esta parte, esa frialdad es un pecado capital. Hay una gran película, llamada “La secretaria”, que partiendo de la ironía se mete decididamente en la perversa lógica del amo-esclavo, esa que “Cincuenta sombras...” sobrevuela a fuerza de clichés y superficialidad. Claro que “La secretaria” cuenta con una historia inteligente y con un actorazo como James Spader (¡que en la ficción se llama Mr. Grey!). I-sat suele pasarla. Al tema de fondo, que no es otro que la degradación de las relaciones humanas, “Cincuenta sombras de Grey” lo ignora olímpicamente. En cambio, Taylor-Johnson filmó una telenovela cara y no precisamente de las buenas. Es todo un símbolo de la dirección que eligió el mainstream, la subestimación extrema del espectador. En fin, la belleza de Dakota Johnson no vale el precio de una entrada.
Virtudes, desmesuras y el Oscar bajo el brazo La carrera actoral de Riggan quedó anclada en su interpretación de un superhéroe, Birdman. Pasaron los años y nunca pudo despegarse del personaje. Apuesta entonces por montar una obra teatral en Broadway, una fórmula para demostrar (y demostrarse) su real capacidad artística. Los días previos al estreno se tornan caóticos, una montaña rusa emocional de la que Riggan es incapaz de bajarse. Uno de los principales activos de “Birdman” es su carácter revulsivo. Desde el estreno viene dividiendo aguas, entre el elogio y la descalificación. Así de ambivalentes fueron la valoración crítica y las apreciaciones de los espectadores. Profunda o pretenciosa. Emotiva o superficial. Bien actuada o sobreactuada. Inteligente o auterreferencial. Y ni que hablar de su construcción formal, ese interminable (y falso, no podía ser de otro modo) plano secuencia que recorre la película de principio a fin. “Birdman” provoca numerosas sensaciones, pero jamás indiferencia. Sólido punto a favor. De lo que jamás podrá acusarse a Alejandro González Iñárritu (AGI) es de padecer el síndrome de la pereza artística. Puede ser excesivo, desmesurado, capaz de hacer levitar a Michael Keaton o de hundir a Javier Bardem en el pozo de “Biutiful”. De acuerdo. AGI cuenta con todas las cartas para jugar a lo seguro. Eso se traduce en rodar muchas películas sin sacar los pies del plato, lo que en Hollywood equivale a ganar mucha plata. Y premios, por supuesto. Pero AGI se embarca en búsquedas, más de una vez arriesgadas. Como filmar “Birdman” en una sola toma, por ejemplo, que no es lo más importante del asunto ni significa el descubrimiento de la pólvora, pero sí ratifica su intención de salirse un poquito de las convenciones. Todo a sabiendas de que van a criticarlo (por pretencioso, claro). Desde que Sean Penn le entregó el Oscar a AGI se instaló una lectura: Hollywood se premió a sí mismo. Como si los actores, actrices y directores que votan se reconocieran en el drama de Riggan. Una estrella que le debe lo que es y lo que no es a un personaje tan improbable como un superhéroe. Los diálogos interiores de Riggan bien pueden expresar más de una frustración o mil anhelos secretos. No deja de ser psicología barata y, por sobre todo, una injusticia con la película. AGI, Dinelaris y los primos Bo-Giacobone llevaron al extremo a Riggan y a la fauna que lo rodea. La obsesión de Riggan por reivindicar su carrera, y de paso por legitimarse frente a su familia, es desmedida, paródica, dolorosa y divertida. No tan caricaturesco como Mike (algún día llegará el Oscar para Edward Norton), cuya autoproclamada devoción por el teatro le impide conseguir una erección si no está sobre el escenario. El de “Birdman” es un tour de force por la previa de un estreno en Broadway (y nada menos que de una pieza de Raymond Carver), con todo lo que eso implica: vértigo, dudas, cambios de última hora en el elenco, vanidades, sexo, funciones de prueba y el revoloteo de algún crítico con ínfulas divinas. AGI lo plantea desde la perspectiva de Riggan, colmada de inseguridades, construida desde los escombros del Birdman interior que le baja línea, y condicionado por la presencia de su ex mujer y, en especial, de su hija (excelente Emma Stone). Puede ser mucho. Lo es. Emmanuel Lubezki había conquistado el Oscar el año pasado gracias a su exploración del espacio profundo (“Gravedad”). Aquí su misión es bien terrenal y vuelve a ganar la partida a caballo de su condición de extraordinario iluminador. Entre pasillos, camerinos y bambalinas se mueven sombras, algunas inquietantes. La fotografía de Lubezki es un lujo, para “Birdman” y para cualquier otra película. Al compás de una línea de batería que sube y baja con sincronía jazzística, Riggan avanza hacia su epifanía, que es la de “Birdman”. Es el papel de su vida para Keaton. Merecía el premio que le dieron a Eddie Redmayne. En la historia del Oscar hay multitud de interrogantes y sinsentidos. “Birdman” está lejos de descollar entre las ungidas como Mejor Película (lástima, debió ser el año de “Boyhood”). Tampoco es la peor. Obedece, a fin de cuentas, a un tiempo y a un lugar precisos. Habla de sueños y de desengaños, de un modo particular y decididamente personal. Los premios oscar que obtuvo el domingo pasado: Mejor Película; Mejor Director; Mejor Guión Original (González Iñárritu, Alexander Dinelaris y los argentinos Armando Bo y Nicolás Giacobone) y Mejor Fotografía (Emmanuel Lubezki); contaba con postulaciones en otras cinco categorías.
Grandezas y miserias en la intimidad de un genio Por alguna de esas razones que sólo los distribuidores conocen “La teoría del todo” aterriza en estas playas una vez que la temporada de premios pasó de largo. Se habló tanto de la película durante enero y febrero que ya se sabe de qué va la historia. ¿Quién no vio, aunque sea en un flash, al oscarizado Eddie Redmayne encarnando a Stephen Hawking? Y eso sin ahondar en todo lo que la piratería contribuyó a acercar “La teoría del todo” a las pantallas domésticas. Una lástima. El punto de partida es el libro que escribió Jane, la primera esposa de Hawking, encarnada con permanente expresión de sufrimiento/resignación por Felicity Jones. “Stephen fue siempre cruel conmigo”, confesó ella años después, lo que no le impidió firmar la biografía familiar con su apellido de casada. Anthony McCarten convirtió el relato en un guión al que le sobran pinceladas efectistas y le falta profundidad. James Marsh pinta numerosas viñetas de los Hawking, romance a la luz de las estrellas incluido. Si el libro subraya el punto de vista de Jane, haciendo pie en todo lo que implica convivir con un genio introvertido, manipulador e incapacitado al extremo, la película suaviza la mirada casi hasta la condescendencia. Al dolor, la frustración, el hartazgo y la infidelidad, elementos comunes a cualquier pareja, los tamiza el respeto que de la figura de Hawking emana. Marsh es aséptico y acrítico para referirse al pequeño universo familiar de los Hawking y a la descomunal concepción histórica-filosófica del pensamiento del científico. Casi no se habla de sexo (y mucho menos se lo muestra); tampoco de la elaboración de las ideas que motorizan las teorías de Hawking, proceso que afectó su vida hogareña y sus relaciones. Son dos extremos de un arco que la película recorre tangencialmente, al igual que el vínculo de Hawking con sus hijos. Se conoce la predilección de Hollywood por premiar a quienes se calzan papeles de enfermos, discapacitados o neuróticos. Redmayne cargó además con el peso de interpretar a Hawking, cuya trascendencia y exposición equivalen a la de una estrella de rock. Lo hizo muy bien, sin la intensidad del Michael Keaton de “Birdman”, es cierto, pero con una remarcable capacidad expresiva. A medida que pierde el control del cuerpo, Redmayne utiliza pequeñisimos gestos, en especial la mirada, para decir mucho. El de Marsh es un melodrama con final cantado. Abre con Hawking pedaleando feliz, el viento sobre el rostro, y recorre su via crucis que es, a la vez, el de la mujer que eligió quedarse a su lado para explorar el más improbable de los matrimonios. Hay una cuidada reconstrucción de época -los 60 y los 70- y una atención casi miscelánica por esa vida en común de los Hawking que, puertas adentro, fue más tormentosa de lo que aquí nos cuentan.
El héroe menos pensado Las películas subidas a la calesita del Oscar se estrenan en dosis homeopáticas. Llegan de a poco a Tucumán, mezcladas con infinidad de títulos que podrían esperar a que pase la gala del 22 de febrero. Cosas de las distribuidoras. Felizmente, “El código enigma” desembarca a tiempo para demostrar que las ocho postulaciones a los premios de la Academia son merecidas, en especial las de Benedict Cumberbatch (a Mejor Actor Protagónico); Morten Tyldum (Mejor Director); Graham Moore (Mejor Guión Adaptado); y Alexandre Desplat (Mejor Música, su séptima nominación en los últimos nueve años; admirable). La historia del matemático Alan Turing, mente brillante que sentó bases para el desarrollo de la computación -además de haber contribuido en buena medida a la derrota de los nazis-, propone una mirada humana, emocionante e implacable a una época compleja. En una sociedad represora que condenaba la homosexualidad con la cárcel, hombres como Turing caminaban sobre papel de arroz, conscientes de que la mínima huella suponía la sospecha y el oprobio. El Turing de Cumberbatch es un hombre tan extraordinario como atormentado. Un introvertido marcado por una pena de amor que se embarca en la aventura de descifrar el más intrincado de los códigos. Cumberbatch lo encarna con una visceralidad que se contiene en los gestos y lo dice todo en cada mirada. Es un trabajo notable, muy por encima del de Keira Knightley, postulada al Oscar a la Mejor Actriz de Reparto. El noruego Tyldum va desentrañando el devenir de Turing en tres planos temporales: la adolescencia, la lucha contra el código enigma durante el período 1939-45 y la posguerra, cuando un desgraciado episodio coloca al matemático entre la espada y la pared. La narración hace equilibrio con clase entre esos saltos, mérito de Tyldum y del guionista Moore, encargado de adaptar el libro de Andrew Hodges. A medio camino entre el drama y el suspenso, la película pivotea sobre un episodio determinante de la última gran guerra para meterse de lleno en la piel de uno de esos héroes olvidados al que la historia, finalmente, le rinde el tributo tan merecido.
Una de terror en medio de la popular Todo esto (y mucho más) ocurrió el jueves, durante el estreno de “Annabelle” en el cine Atlas. Función de las 22.30 en la sala principal. Rango etario de la platea: 15/25. - Una gota de sangre se escurre por el ojo de la diabólica muñeca y alguien opina a todo volumen: “¡ah, bueno! - Al cabo de una escena truculenta una chica exclama: “¡esa Annabella no vale ni aca!” - Explican que todo es culpa de una “secta de adoradores del carnero” y un desaforado grita “¡chivooo!” - Aparece un fantasma asesino y un espectador le dice a la protagonista: “¡echate, echate para engañarlo!” Otras intervenciones no pueden (mejor dicho, no deben) reproducirse. Sobre todo los insultos al demonio de turno. Los apuntes de color están ligados a la experiencia de ver “Annabelle” en el medio de una hinchada que tomó por asalto un cine y vivió la película como en el living de su casa. La cuestión es que “Annabelle” se promociona como una precuela de la inquietante “El conjuro”. A no engañarse, el único hilo conductor es la presencia de la muñecota, fea a más no poder. De los guionistas de “El conjuro” no hay ni noticia y el director James Wan ocupa aquí créditos en la producción. Del proyecto se hizo cargo John R, Leonetti, quien lo condujo sin una pizca de imaginación. La película regala todos los lugares comunes que el género viene acumulando desde hace casi 100 años, sin una mínima vuelta de tuerca capaz de ponerle un poquito de interés. Las actuaciones van por el mismo camino, entre luces que se apagan, puertas que se golpean, la muñeca que mira a la cámara y un demonio al que le faltan ideas para ser tan malo como su maléfica condición indica. La época y la ambientación sugerían un homenaje a “El bebé de Rosemary”. A la hora de los bifes, “Annabelle” queda a la altura de las aventuras de Chuky.
A la medida de Duvall y de Downey Jr “El juez” se mece y se estremece a merced del huracán Robert Downey Jr. Él arrastra la película, le marca el tono, la acelera o la ralentiza. Es un proyecto tan personal que se encargó de producirlo junto a su esposa, Susan. Hank Palmer es un personaje que Downey Jr. se calza como un traje de Armani. Cínico, atormentado y brillante. Así es Hank y así hemos aceptado a Downey Jr., sobre todo porque es un actor extraordinario al que da gusto apreciar. Claro que para que “El juez” funcione Downey Jr. necesita a su némesis, y allí está Robert Duvall, octogenario, sabio e inoxidable. Las escenas que comparten son muchas y constituyen lo mejor de la película de David Dobkin. También revelan que la historia fue pensada y escrita para ellos. Los Palmer, padre e hijo, están en el baño, bajo la ducha. Hank auxilia a Joseph. Es un pasaje dramático, pero también gracioso. Hay tensión y a la vez mucho amor. Semejantes actuaciones sostienen un relato extenso (casi dos horas y media), por momentos de trazo grueso en el subrayado de situaciones a las que hubiera salvado una viñeta. Pasan muchas cosas en “El juez”, demasiadas; pequeñas tramas paralelas en las que se metieron Dobkin y los guionistas Nick Schenk y Bill Dubuque y que debieron solucionar a las apuradas. El drama familiar de los Palmer corre en paralelo con el proceso que afronta el patriarca del clan. Dobkin incursiona entonces en ese subgénero tan transitado que es el de “películas de juicios”. Ahí entra en escena Billy Bob Thornton en la piel de un fiscal durísimo y Downey Jr. apela a todos los artilugios legales que conoce para salvar a su padre. Desde la elección del jurado a la lectura de la sentencia, Dobkin recorre religiosamente todos los clichés conocidos en la materia. Se habla de “El juez” como de una futura aspirante al Oscar. Puede que en los roles actorales se mezcle en la pelea grande. Esa es la fortaleza de una película que estaba para mucho más.
De Vlad a Drácula, sin escalas Acosado por el poderoso Imperio Otomano, Vlad Tepes se encuentra en una encrucijada. ¿Debe entregar a su hijo como prenda de sumisión o llevar a Transilvania a una guerra de pésimo pronóstico? Fuerzas oscuras pueden ayudarlo a encontrar la respuesta... Hay llamativas similitudes entre la conversión de Vlad Tepes en Drácula y la de Anakin Skywalker en Darth Vader. Son dramáticas historias de amor salpicadas por la tragedia y la traición, y con idéntico final. Corazones nobles arrastrados a la monstruosidad. La diferencia es que Drácula está anclado en la novelística gótica del siglo XIX y Darth Vader es el villano por excelencia de la cultura cinematográfica pop. Los hermana el sufrimiento y, por supuesto, el descenso a la oscuridad. Este nuevo enfoque (y van...) del número uno de los vampiros se basa en algunos rasgos de la obra de Bram Stoker, pero es una versión absolutamente libre y obedece a la imaginación de los guionistas Matt Sazama y Burk Sharpless. Para ellos, Vlad Tepes es una víctima del tiempo histórico, un enamorado de su familia, de su pueblo y de su Dios acorralado por el destino. Hasta los empalamientos a los que sometía a sus enemigos encuentran justificación. Que Vlad se transforme en la bestia que todos conocemos termina siendo un desafortunado accidente. En fin. Lineal y escasamente imaginativa, por momentos la narración se pone pomposa. Y el epílogo es absolutamente previsible. Flaquezas de una película pensada para reflotar una franquicia de la que el cine viene alimentándose desde hace más de 80 años. Hay acción, un maestro vampiro que se las trae, turcos malísimos y actuaciones irrelevantes, en especial la de Luke Evans, un Drácula de cotillón comparado con Bela Lugosi, Christopher Lee, Frank Langella o Gary Oldman.
Nada es lo que parece en este thriller tenso e inteligente Amy Dunne ha desaparecido, justo en el día de su aniversario. En la casa hay signos de violencia (¿fue un rapto?), pero los policías asignados al caso van encontrando demasiadas pistas que indican lo contrario. En el centro de la escena queda Nick, el marido de Amy. Los medios escarban en la vida de la pareja y afloran evidencias de que las cosas no marchaban bien entre ellos. De repente, la desconfianza se apodera de todos. “Perdida” es una película inteligente y eso ya es mucho decir en estos tiempos en los que esa cualidad -la inteligencia- es propia de las ficciones televisivas. Hay una novela inquietante por detrás, cuya autora -Gillian Flynn- se encargó también de escribir el guión. Y hay un director en el punto justo de su madurez creativa, capaz de construir un clima de angustiante suspenso durante dos horas y media que pasan volando. Es, posiblemente, lo mejor de David Fincher en su carrera, y eso que en el CV acredita “El club de la pelea”, “Pecados capitales”, “La red social” y hasta la subvalorada “Alien 3”. Eso sin contar que es el hombre detrás del suceso de “House of cards”. OK, también hizo “El curioso caso de Benjamin Button”, pésima desde todo punto de vista. Nadie es perfecto. De movida, Fincher interpela al espectador. Lo saca de la zona de confort a la que suele conducir el cine de hoy para meterlo en la historia de las narices, lo obliga involucrarse en el juego de las conjeturas y a identificarse con mucho de lo que sucede en la intimidad del hogar de los Dunne. Todos esos desafíos sobrevuelan la platea. Bienvenidos sean. Desde lo formal Fincher también elude la linealidad para desenredar la madeja al compás de flashbacks. Va y viene en una línea temporal que marca rigurosamente en la pantalla. Cada secuencia está documentada por el tiempo transcurrido desde la desaparición de Amy y el apunte no es anecdótico. Para Fincher el tiempo es importante y le sirve para medir cómo van modificándose las conductas. “Perdida” puede leerse en distintos niveles de profundidad. En el tapiz tejido por Fincher y por Flynn hay puntadas que se descubren en la medida que el espectador acepte mirar con detenimiento. Por encima está la trama policial, seguida por el thriller psicológico, continuado a su vez por el contexto social. La tensión, la violencia, el sexo y las relaciones familiares son notas de una partitura compleja. Y hay más en el pentagrama; por ejemplo la manipulación de la opinión pública, aunque con un giro ingenioso, porque al principio los medios instalan su postura, pero después los protagonistas se apoderan de ellos para utilizarlos en su beneficio. Además de bien contada y notablemente escrita, “Perdida” se vale de un Ben Affleck enfocado y de la magnífica Rosamund Pike, a quien le llegó el rol estelar que merecía desde hace largo rato. De diálogos precisos y de silencios imprescindibles se nutre la historia, por momentos ascética y de una violencia rojo sangre cuando hace falta. ¿En que estás pensando?, ¿en qué nos convertimos?, se pregunta Nick mientras acaricia a su mujer. Me gustaria destriparle el cerebro para saberlo, se responde en silencio. De pronto, ella gira y le aplica la más terrible y enigmática de las miradas. “Perdida” ya está jugando en la lotería del Oscar que viene y tiene con qué.
Cine catástrofe era el de antes Sobre la pequeña ciudad de Silverton (Oklahoma) confluyen los más devastadores frentes de tormenta, capaces de generar tornados de una intensidad nunca antes vista. El momento no puede ser menos indicado: es el día de graduación en la escuela secundaria. Mientras, un equipo de “cazatormentas” intenta llegar al corazón del fenómeno. Si su intención es asombrarse al compás del caos que un tornado puede provocar, la película es pródiga en vacas voladoras, edificios que se descuajeringan como si fueran mazos de cartas y hasta aviones que vuelan contra su voluntad. Todo con una precisión técnica digna de Steven Quale, que por algo dirigió la segunda unidad de “Avatar”. O sea que aprendió junto a James Cameron cómo es esto del cine en plan de abrumadora parafernalia visual. De lo que carece “En el tornado” es de una historia, de personajes con los cuales empatizar, de diálogos más o menos creíbles. Es tan emocionante como mirar tornados -los verdaderos- en YouTube, ejercicio que además es gratis y no implica comprobar que a Richard Armitage no le sale un gesto ni de casualidad. La tormenta puede poner en peligro la vida de su hijo y él sigue con cara de Thorin Escudo de Roble. El resto del reparto no ayuda, con el agregado de que a Sarah Wayne Callies le costará horrores desprenderse de la Lori Grimes de “The walking dead”. Con ella en la pantalla, siempre estará la sensación de que puede haber un zombi cerca. Quale emplea el archiutilizado recurso del falso documental para contar cómo el tornado más espantoso de todos los tiempos arrolla Silverton y alrededores. Nada nuevo bajo el sol desde lo narrativo, más bien una sucesión de lugares comunes, como el mensaje de los chicos agonizantes a los suyos. “Te amo, papá”, dice Donnie (Max Deacon) con el agua al cuello, mientras todos sabemos que, acto seguido, van a salvarlo. Previsible y estereotipada, la película despierta y propone alguna sacudida cuando devela -por ejemplo- que hay “tornados de fuego”. Y así como vienen, se van.