Del humor del bueno no hay rastros A esas comedias físicas y de trazo grueso que Hollywood perpetra sin respiro pertenece “Héroe de centro comercial 2”. Un festival de estereotipos y chistes repetidos por el que Columbia/Sony pagó 30 millones de dólares y ya va camino a recaudar el doble de esa fortuna. No hay sexo ni groserías, fórmula más o menos lograda en manos de Judd Apatow y los fanáticos de su línea, mucho menos algún atisbo de humor inteligente o personajes interesantes. Es mucho pedir. Kevin James es toda una estrella en Estados Unidos gracias a la sitcom “El rey de Queens”. Aquí, además de protagonista, es guionista y productor. El proyecto es suyo de punta a punta, con el respaldo de su amigo y socio Adam Sandler. Juntos hicieron películas de dudoso gusto, como “Son como niños”. No sorprende que por esa ruta marche esta secuela del éxito de 2009. El reparto está colmado de caras archivistas en la TV, desde el galán mexicano Eduardo Verástegui, pasando por Neal McDonough -un villano siempre cantado- hasta la bellísima Daniella Alonso. Como en la primera parte, de hija de Kevin James hace Raini Rodríguez, la Trish De la Rosa de “Austin & Ally”. Dirige Andy Fickman, que venía de hacer una comedia mucho más decente (“SOS Familia en apuros”), aunque con el handicap de tener a Billy Crystal y a Bette Midler. Como es usual en estos casos, entre tanta hojarasca asoman algunos gags divertidos. Son los menos y por lo general involucran a la variopinta troupe de vigilantes de shopping que se reúnen en Las Vegas para celebrar su convención. A esa fauna de policías frustrados pertenece Paul Blart, un perdedor nato al que la vida le había hecho un guiño en la primera parte. Aquí, cómo no, vuelven a prestarle el traje de héroe. Prácticamente toda la película transcurre en el interior del hotel en el que Blart enfrenta a los malos de turno. Son tan perezosas estas producciones que ni siquiera tienen que preocuparse por encontrar locaciones.
Un asesino en la ruta de la redención Los días de sicario al servicio del clan Maguire quedaron atrás para Jimmy Conlon. Apenas le quedan el alcohol y los remordimientos. Pero Mike, hijo de Jimmy, aparece envuelto en un crimen y sólo su padre puede ser capaz de sacarlo del atolladero. Dice Liam Neeson que ya es suficiente para él en esto de andar a las corridas, pistola en mano, matando y evitando que lo maten. Tal vez “Una noche para sobrevivir” encierre alguna metáfora en ese sentido. En junio cumplirá 63 años, edad jubilatoria en un género para el que Neeson se reiventó con formidable éxito. Aquí Neeson es Jimmy Conlon, un perdedor nato en el juego de la vida, condenado a convivir con los peores fantasmas hasta que espía por una rendija la posibilidad de, al fin, hacer lo correcto. El más desalmado de los asesinos se derrite entonces al conocer a sus nietas. Son los segmentos más flojos de la historia, condescendientes a más no poder, como cuando Jimmy le explica a su hijo por qué abandonó a su suerte a la familia. La metamorfosis de Jimmy es forzada y, por ende, escasamente creíble. Mejor pasar a la acción. Ed Harris comanda una banda de gangsters a lo Vito Corleone. Cuando le ofrecen una fortuna para participar en el tráfico de heroína, operación a la que su hijo pretende empujarlo, se niega rotundamente. Esta parte ya la había filmado Coppola. Harris y Neeson están destinados a enfrentarse, por más que hayan crecido juntos. Es una amistad quebrada por la lealtad a sus hijos. Si de mafia hablamos, la familia siempre estará primero. El catalán Collet-Serra -aquel de “La Huérfana”- mueve la cámara a toda velocidad, por momentos en plan PlayStation. El protagonismo de Nueva York es permanente y feliz; desde las luces del centro, los restaurantes y el Madison Square Garden hasta el corazón de Brooklyn. Collet-Serra se enamoró de la ciudad y allí ambienta las numerosas batallas que Jimmy y Mike Conlon deben sortear para llegar con vida al amanecer. Common interpreta a un asesino absolutamente inexpresivo, al contrario del gran Vincent D’Onofrio, en la piel del (¿único?) policía incorruptible. A medida que crece la tensión, “Una noche para sobrevivir” se torna disfrutable.
Los Vengadores tienen cuentas que ajustar Tony Stark y Bruce Banner desarrollan una inteligencia artificial, convencidos de que un poder de esa naturaleza podría asegurar la paz en la Tierra. Pero el plan falla y nace el robot Ultrón (foto), un peligro para la humanidad. La batalla contra el poderoso Ultrón pondrá a prueba la capacidad de los Vengadores para mantenerse unidos y victoriosos. “Vengadores; era de Ultrón” es una película monstruosa, y no sólo por el presupuesto (no inferior a los 250 millones de dólares). Hay tantos personajes, subtramas, conexiones con el universo audiovisual de Marvel en el que filmes y series de TV están conectados, que cualquier no iniciado puede perder la brújula. También está la carga de expectativas que una producción como esta genera y el riesgo de defraudarlas. Eso sin contar el manejo de un set colmado de estrellas, con egos tan complejos como el de los superhéroes que encarnan. Todo ese combo manejó Joss Whedon y, una vez entregada la película, dijo “basta para mí”. Extenuante trabajo el de Whedon, pero a la vez eficaz, porque esta segunda parte de la saga de los Vengadores está muy bien contada, divierte y deja con ganas de más. Y eso que dura casi dos horas y media. El comic book de Stan Lee sirvió de disparador para este viaje a la vida interior de los Vengadores, equipo disfuncional si los hay. Una chispa es una hoguera cuando se cruzan prima donnas como Iron Man, el Capitán América, Thor y Hulk. Viuda Negra y Ojo de Halcón también juegan en este partido, al que se suman nuevos e interesantes personajes del inagotable panteón de Marvel. Es el caso de Vision, a quien le da vida el notable Paul Bettany, un superhéroe que abre puertas hasta aquí inexploradas para la franquicia. Whedon administra los pasajes de acción, trepidantes como es fácil imaginar, con las relaciones que se tejen y destejen en la intimidad del grupo, romance incluido. También con el humor, que es una marca registrada de Marvel y que tan bien funcionó en, por ejemplo, “Guardianes de la galaxia”. Es un permanente balanceo narrativo el que una película de esta naturaleza impone, cada personaje requiere su dosis de voz y pantalla. No es sencillo. Ultrón es un villano tan confundido como desquiciado. Un hijo de la mente de Tony Stark -ya de por sí retorcida- que se autoconvence de los beneficios de la destrucción. El enorme James Spader le pone la voz. Sólo por eso, ver la película doblada al castellano constituye un crimen. El final abierto obedece a la dirección que Kevin Feige, amo y señor de los estudios Marvel, estableció para el próximo lustro. A los Vengadores los aguardan tres películas -contando la próxima del Capitán América-, así que los cabos irán atándose con el correr del tiempo. También el enfrentamiento con Thanos, supervillano por excelencia (atención a la escena postítulos). Se entiende entonces que esta aventura funcione como parte de un todo gigantesco, un plato sabroso en el marco de un buffet que se adivina inagotable. Origen: Estados Unidos, 2015. dirección: Joss Whedon. CON: Robert Downey Jr, Chris Evans, Mark Ruffalo, Scarlett Johansson. violencia: con escenas. sexo: sin escenas. El diálogo: Iron Man y Thor discutiendo acerca de cuál de sus novias es mejor. Lo que viene: “Capitán América: guerra civil”, a estrenarse el 29 de abril de 2016.
El show sigue y sin perder el atractivo El clan Toretto queda entre la espada y la pared por culpa de Deckard Shaw, quien está decidido a destruirlos para vengar lo que le hicieron a su hermano (en la película anterior). Para enfrentar a Shaw, Toretto y su equipo contarán con la ayuda de un grupo gubernamental, pero a cambio deberán recuperar un software conocido como “el ojo de Dios”. Las aventuras los llevarán a recorrer todas las geografías, siempre a bordo de los mejores autos. Dominic Toretto repite una y otra vez que no hay nada más importante que la familia. Un Don Corleone de taller mecánico tan sentimental como implacable si tocan a uno de los suyos. Se entiende entonces que el final de “Rápidos y furiosos 7” esté dedicado a despedir a Paul Walker, cuñado de Toretto en la ficción y gran amigo lejos de los rodajes. La cámara se despega del auto y apunta al cielo, mientras a Vin Diesel se lo escucha más humano que nunca. La muerte de Walker -manejando, por si hacía falta alguna alegoría- golpeó a la saga pero de ningún modo la lastimó. Para completar las escenas utilizaron al hermano del actor y a otra cosa. “Rápidos y furiosos” goza de excelente salud y esta película lo demuestra. Jason Statham es un villano a la altura de Toretto y su banda. Para frenarlo será imprescindible apelar a Dwayne Johnson, que sigue expandiéndose a lo ancho y hace cosas como romper un yeso tensando los músculos. Djimon Honsou aparece del lado de los malos, pero el gran aporte al cast -un seleccionado de estrellas del género- es el incombustible Kurt Russell, en un personaje que lo dice todo: el Señor Nadie. La dinámica de la serie impone el recorrido por el mundo, al volante de autos que les provocan taquicardia a los fanáticos de los “fierros”. La premisa, un clásico incrustado en la naturaleza de “Rápidos y furiosos”, está tan cubierta como siempre, al igual que el desfile de chicas. Atención a Nathalie Emmanuel saliendo del agua en una playa de Medio Oriente. Si la saga propone guiños a la iconografía y al ritmo de 007, este es todo un homenaje. James Wan devino en una suerte de Rey Midas que convierte en oro todo lo que filma. Ya está en pleno desarrollo la secuela de “El conjuro”, uno de sus superéxitos. Wan sabe construir atmósferas asfixiantes para inventar un blockbuster terrorífico y con la misma solvencia apela a la estética del video clip para capturar el espíritu vertiginoso, colorido y arrollador de “Rápidos y furiosos”. Los personajes son los de siempre, planos, divertidos, enamoradizos. El universo en el que se mueven es extremo, malos muy malos y buenos buenísimos. Así es “Rápidos y furiosos”. A nadie se le ocurre pedir demasiadas explicaciones y mucho menos profundidad en un diálogo. Es un show con reglas establecidas desde hace siete películas y allí radica su fortaleza.
Sean Penn también anda a los tiros Pasaron ocho años desde que Jim Terrier asesinó al ministro de Minería del Congo. Quedaron cabos sueltos de aquella operación y Terrier es uno de ellos. Ahora libra una batalla para salvar su vida. El francés Pierre Morel fue el director de “Búsqueda implacable” (la primera de la saga), thriller que hizo de Liam Neeson -ya con cincuenta y largos- un héroe de acción con todas las letras, Es lógico que Morel haya sido el elegido para conducir esta incursión de Sean Penn por el cine de acción. Penn es un mercenario enamorado de Annie (Jasmine Trinca, actriz italiana tan linda como inexpresiva), pero eso no lo priva de matar a tiros o con las manos a cada bicho que lo amenaza. De paso, muestra una musculatura envidiable para sus 54 años. Larga, previsible y superficial por donde se la mire, “Gunman” propone un despliegue multinacional en los escenarios y en el reparto. Hay lugares comunes a cada paso, con panorámicas de la crisis humanitaria en el Congo incluidas, diálogos insólitos y villanos de vuelo bajo. Nada más.
Disney en su estado más puro La película respeta y reproduce a rajatabla la estructura clásica del cuento: madrastra y hermanastras malvadas, ratoncitos adorables, el hada madrina, el baile con el príncipe y la zapatilla de cristal. Y con la sufriente, bella y bondadosa Cenicienta de protagonista, por supuesto. Quedó demostrado que el plan pergeñado por Disney para revisitar su catálogo da para todo. Mientras “Maléfica” se montó a la iconografía que Angelina Jolie es capaz de exudar para darle una vuelta de tuerca a “La bella durmiente”, “Cenicienta” no se permite el más mínimo atisbo de cambio. De punta a punta la película se ajusta a la estructura del cuento, cuya autoría se pierde en el tiempo y el folclore, por más que Charles Perrault haya escrito su versión a fines del siglo XVII. Todos sabemos lo que va a pasar a cada minuto y eso le quita encanto a la historia. Pero a fin de cuentas, ¿no es lo que fuimos a ver? Disney dejó el proyecto en manos de Kenneth Branagh y el inglés bebió de su formación clásica para filmarlo. La perfección visual de “Cenicienta” lleva la marca de la factoría Disney en los escenarios, vestuarios y colores elegidos. Una dirección de arte digna de Cedric Gibbons en el cuidado por los detalles y la imaginería visual. “Cenicienta” da la sensación de pertenecer a otro tiempo cinematográfico. Es lo que Disney y Branagh pretendían. La inocencia que transmite la película, desde lo elemental de los parlamentos a lo estereotipado de los personajes, la direcciona en particular a los niños. Son los que más pueden disfrutarla. Cate Blanchett pudo haber interpretado a una madastra infinitamente más perversa y retorcida, por ejemplo, pero no saca los pies del plato. Tampoco Helena Bonham-Carter, un hada madrina tan naif como la de cualquier libro de cuentos. Lily James es bonita y expresiva, no mucho más, Su Cenicienta se atiene a todas las convenciones, al igual que el príncipe que juega Richard Madden. De rey hace el gran Derek Jacobi, y la madre de Cenicienta es Hayley Atwell, quien en la TV cambia los vestidos de encaje por una pistola y se mete en la piel de la Agente Carter. Las fronteras entre Disney y Marvel nunca están del todo claras.
Todo el poder es de ellas El futuro plantea la existencia de una sociedad ideal, dividida en cinco facciones: erudición, cordialidad, verdad, osadía y abnegación. En ellas están agrupados los ciudadanos. Tris Prior se reveló como una divergente, incapaz de encajar en alguna de ellas. La muerte de su madre formó parte de un complot que esconde los peores secretos de la ciudad, y contra esas fuerzas luchan Tris y sus amigos en esta secuela. “Insurgente” se inscribe en el club de películas sandwich que Hollywood inventó para sacarles el jugo a las sagas literarias juveniles. Al que no vio “Divergente”, la primera parte, le resultará casi imposible entender lo que pasa, y el final es un cliffhanger: uno de esos desenlaces abiertos que prolongan el suspenso y la frustración del espectador hasta el próximo capítulo, que se estrenará el 18 de marzo de 2016. Y habrá un cuarto episodio, porque el modus operandi impone dividir el último libro en dos. Paciencia. Así como Suzanne Collins se hizo rica gracias a “Los juegos del hambre”, Veronica Roth la pegó con “Divergente”. Dos mujeres puestas a escribir distopías sci-fi coincidieron en la elección de una heroína posadolecente para llevar el pulso de las historias. Katniss Everdeen y Tris Prior son caras de la misma moneda, con la diferencia de que Jennifer Lawrence irradia mucha más fuerza, enojo y magnetismo que Shailene Woodley cuando las papas queman. Woodley se corta el pelo como un soldado para salir a cazar a la malvada Jeanine (Kate Winslet), pero en el camino se cruzará con otra dama de armas llevar e intenciones bien ocultas (Naomi Watts). Todas son líderes y atienden su juego. El de Tris apunta, en buena medida, a vengar a su madre (Ashley Judd), otra pieza clave en este puzzle de chicas superpoderosas dispuestas a todo. La naturaleza sandwich de “Insurgente” se nota en los puntos muertos a los que llevan diálogos insustanciales y escenas estiradas al máximo, dominantes en la hora y media inicial. Después, el alemán Robert Schwentke (el mismo de “Red” y “Plan de vuelo”) recupera algo de la tensión y el dinamismo que constituían el capital de “Divergente”. Y cuando las cosas se ponen realmente buenas... fundido a negro y hasta la próxima. Miles Teller (el baterista de “Whiplash”) sobresale en un reparto cotizado. Los personajes entran y salen de la historia sin demasiado tratamiento, otra característica de la saga. Todo pasa por esperar lo que viene.
Todo el poder de una actriz descomunal A Alice Howland, brillante lingüista, le diagnostican un raro caso de Alzheimer. Es una variante de la enfermedad que ataca a personas jóvenes y avanza a mayor velocidad que la habitual. Encerrada a la fuerza en su círculo familiar, Alice enfrenta el deterioro físico y mental con plena entereza, mientras construye un puente con su hija menor. ¿Qué habrá sentido Julianne Moore mientras leía el guión de “Siempre Alice”? ¿Se habrán disparado en ese momento los mecanismos internos que llevan a una actriz a apropiarse de un personaje a semejantes extremos? Papeles como el de Alice Howland suelen esconder trampas, tan seductores y desafiantes. Son casi invitaciones a la sobreactuación. Moore es lo suficientemente talentosa e inteligente como para no pisar el palito y por eso su Alice Howland jamás pierde el tono. Moore puede aterrorizarse ante la certeza de lo que viene, sufrir, construir pequeñas alegrías, aferrarse a la vida, diciendo todo con una perfecta economía de gestos y movimientos. Hay películas sostenidas exclusivamente por una actuación y esta es una de ellas. El poder de “Siempre Alice”, su humanidad, toda la empatía que genera, se deben a su protagonista. La cámara está pendiente de Moore durante una hora y 40 minutos, la busca, la refleja en un televisor apagado, la encuentra dormida o presa del insomnio. Captura su discurso, su mirada enfocada o ausente, sus esfuerzos por ser la persona que va diluyéndose. Es una lingüista a la que se le escapan las palabras, vaya pesadilla, así que las anota, las tipea, las subraya, en el marco de una carrera perdida de antemano. “Siempre Alice” es una película pequeña, casi ascética, en la puesta en escena. Todo ocurre en la intimidad familiar, donde los secundarios (Baldwin, Stewart, Bosworth) quedan borroneados frente a la poderosa interpelación que implica enfrentar a Moore. Forjada en la fragua de Todd Haynes y Paul Thomas Anderson, Moore sabe treparse al mástil de un personaje y derramar desde allí su convicción. Imposible sustraerse a lo que genera. Wash Westmoreland, todo un experto en temáticas de género (vale la pena su documental sobre los gays republicanos) escribió y dirigió “Siempre Alice” a cuatro manos con su marido, Richard Glatzer. El martes pasado Glatzer murió, víctima de la esclerosis lateral amiotrófica. Su canto del cisne es una película emocionante, a la altura de Alice Howland y su drama.
Las mil vueltas de tuerca de una estafa Nicky, un consumado estafador, ha visto algo en Jess, además de su belleza. Ella está decidida a mezclarse en ese submundo y cuando Nicky la incorpora a su “equipo de trabajo” se mueve como pez en el agua. Pero las cosas no serán tan sencillas para la pareja. La media hora inicial de “Focus” es buenísima. Nicky le explica a Jess que lo del “gran golpe”, ese que permite retirarse a pasear en yate para toda la vida, es un cuento. La plata se hace de a poco, con robos hormiga de tarjetas de crédito, joyas y billeteras. Un escenario como el Super Bowl -y en Nueva Orleans- es un parque de diversiones para los rateros sofisticados que comanda Nicky y a los que Jess se integra con la mayor eficiencia. Pero Nicky es, además, un apostador compulsivo, incapaz de resistir un desafío, lo que cocina un plato mucho más sabroso si va por la vida con un maletín repleto de dólares. Hasta allí, Glenn Ficarra y John Requa escriben y dirigen una película deliciosa, digno homenaje a ladrones de guante blanco como Cary Grant o David Niven. Una banda de estafadores queribles, como los comandados por Frank Sinatra -cuyo Danny Ocean replicó George Clooney por partida triple-. El quiebre se produce cuando la acción salta a Buenos Aires, donde se rodó buena parte de la historia. “Focus” se ralentiza y resigna frescura. Como si la melancolía de algún tango que suena de fondo hubiera contagiado a Will Smith. Su Nicky, tan vivaz al principio, queda enredado en la trama romántica, comete errores. Los diálogos adquieren un convencionalismo desenfocado del tono de la película. Extraño en la dupla Ficarra-Requa, cuyo capital siempre fue la velocidad y la chispa para mantener sus comedias a flote. Hay, por supuesto, una estafa en marcha. Envuelve a Nicky, a Jess y al magnate despiadado que Rodrigo Santoro compone en piloto automático. Santoro será, para siempre, el Jerjes de “300”. Todo con el fondo de una Buenos Aires for export, incluyendo bellísimos cuadros de San Telmo, Caminito y Puerto Madero. Por allí pasean Will Smith y la inquietante Margot Robbie (foto). Está también Gerald McRaney, uno de los tantos y brillantes secundarios de “House of cards”, en un papel que destila previsibilidad. “Focus” es un éxito en las boleterías y reencamina la carrera de Smith, en la banquina desde la espantosa “Después de la Tierra”. Queda la sensación de que pudo haber sido mucho más.
Interesante, aunque poco original Es el año 2044 y la Tierra ha sido devastada por las radaciones solares. La humanidad quedó reducida a un puñado de sobrevivientes, víctimas de una pésima calidad de vida. Jacq Vaucan, uno de ellos, debe resolver un caso que involucra a robots de extraño comportamiento. “Autómata” fue escrita y dirigida por españoles, rodada en Bulgaria -país que aportó el grueso del equipo técnico-, protagonizada por un elenco multinacional y, por supuesto, hablada en inglés. Que nadie diga que semejante ensalada no merece ser probada. Al frente del proyecto está Antonio Banderas, quien además de sentirse Rick Deckard por un rato fungió de productor ejecutivo. Eso habla de su absoluta confianza en el proyecto. La historia de “Autómata” representa un cruce exacto entre “Yo, Robot” y “Blade runner”, que es lo mismo que decir Isaac Asimov y Philip K. Dick. Las leyes de la robótica impuestas por Asimov en su clásico de 1950 reaparecen aquí con un pequeño giro. Nada que disimule la copia. De Dick, todo un tributario de Asimov en su obra, queda marcado ese momento crucial en el que las máquinas toman conciencia de su existencia. Es el drama de los replicantes que cazaba Deckard. De la película de Ridley Scott, Gabe Ibáñez y Banderas intentan capturar la atmósfera sórdida de una ciudad alienada. Los hologramas publicitarios de “Autómata” remiten a los gigantescos avisos aéreos de “Blade runner”. Pero hay otra influencia notoria en esta distopía que Ibáñez escribió junto a Igor Legarreta y Javier Sánchez Donate. Es el componente de degradación social que destilan las producciones futuristas de Neil Blonkamp. En “Autómata” los robots equiparan a los humanos en su condición de chatarras disfuncionales. La diferencia es que una inteligencia artificial cuenta con mayores chances de sobrevivir en un ambiente hostil, y de eso habla mayormente la película de Ibáñez. De lo que -posiblemente- nos espera. Hay muchísima violencia en “Autómata”, más allá de sus posturas existenciales. El desierto, la lluvia artificial, la policía anárquica y la paranoia propia del miedo componen un cóctel desesperanzador.